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No me aburrí nada durante los dos días y medio en los que rigió el certificado, jueves, viernes y parte del sábado; los periodistas, los policías, el F.B.I., la A.I.N. reconocieron unánimemente que yo estaba defendiendo el baluarte en circunstancias muy críticas e hicieron todo lo posible para distraerme de ellas. En aquellas jornadas me gané un sueldo diez veces mayor. Durante el asedio, Wolfe permaneció en la alcoba, con la puerta cerrada y una de las llaves en el bolsillo de Fritz y otra en el mío. El mantenerse apartado del despacho, del comedor y de la cocina durante aquel lapso de tiempo fue, sin duda, duro para él, pero el auténtico sacrificio, el más grave, fue el renunciar a sus dos excursiones diarias al invernadero. Tuve que explicarle detenidamente que si una patrulla llegada por sorpresa me exhibía una orden de registro, podría ser que me viese impotente para avisarle que volviese a la cama a tiempo y además Teodoro dormía fuera de casa y aun no siendo traidor, podía escapársele inadvertidamente que su enfermo patrono no parecía pasarlo mal entre las orquídeas, por la misma razón me negué a que Teodoro bajase a consultarle a la alcoba.
– Ya que está usted enfermo -le dije el jueves o el viernes a Wolfe- me compete a mí el llevar las riendas de las cosas. Bastante me coarta el no tener la menor noticia del estado de nuestras investigaciones…
– No diga tonterías. Bastante lo sabe usted. Tengo veinte hombres en busca de aquel cilindro. Sin él nada se puede hacer. Hay que encontrarlo y lo encontraremos. Prefiero esperar aquí en mi alcoba en vez de en la cárcel.
– Usted divaga -dije excitado, porque acababa de tener una media hora terrible con otra delegación de la A.I.N. en el despacho-. ¿Porqué tuvo usted que romper con la A.I.N. antes de meterse en cama? Aun concediendo que los matase uno de ellos y que usted lo sepa, que es lo que dice todo el mundo, tendrá usted que demostrarme que no había razón alguna para devolverles el dinero. Usted mismo decía que su cliente era la A.I.N. y no particular alguno. ¿Por qué les devolvió usted, pues, el dinero? Y si este cilindro no es una quimera, sino que existe y contiene todo lo que usted dice, ¿qué pasará si no se le encuentra nunca? ¿Que hará usted? ¿Pasarse en cama el resto de sus días, con el doctor Vollmer prorrogando el certificado cada mes?
– Aparecerá. No lo destruyeron; existe, y por ello se le encontrará.
Le miré escépticamente, me encogí de hombros y lo dejé correr. Cuando se pone terco, no sirve de nada hablar con él. Volví al despacho, me senté y contemplé con rencor la máquina del «Stenophone» que teníamos en un rincón. El motivo principal que tenía yo para admitir la sinceridad de las creencias de Wolfe, era que pagaba un dólar diario por el alquiler de aquel aparato. No era esta la única razón: Bill Gore y veinte agentes de Bascom estaban indudablemente entregados a la búsqueda del cilindro. Se me había encargado leer sus informes antes de subírselos a Wolfe y, en realidad, eran un capítulo notable de la historia de la caza. Bill Gore y otro tipo estaban repasando todas las amistades de Phoebe Gunther, y aun sus conocidos, en Washington y otros dos hacían lo propio en Nueva York. Otros tres recorrían el país entero, dirigiéndose a los lugares donde ella tenía amistades, basándose en la hipótesis de que les hubiera mandado el cilindro por correo, aunque esto parecía un poco fantástico, porque como Wolfe había dicho, ella deseaba tenerlo fácilmente a mano. Otro de los agentes se había enterado de que la Gunther había visitado un salón de belleza en Nueva York el viernes por la tarde y lo revolvió de arriba abajo. Tres habían empezado a trabajar en los depósitos de paquetes, pero habían descubierto que éstos estaban ya batidos por la policía y el F.B.I. y se habían retirado a otro campo. Estaban intentando precisar todos los pasos que ella había dado a pie y se pasaban el día por las aceras, con los ojos puestos en cualquier lugar donde ella hubiera podido esconderlo, como u» buzón, por ejemplo. El viernes por la noche, para distraerme de las preocupaciones, traté de imaginar cualquier posible lugar aun no tocado por ellos. Me dediqué a ello durante una hora sin éxito, porque efectivamente tenían todo el país en la mano. El caso de Saúl Panzer era especial, porque telefoneaba cada dos horas, no sé desde dónde, y yo obedecía las instrucciones recibidas de contestarle con la cabecera de Wolfe sin terciar en la comunicación. Además hizo dos visitas personales, una a la hora del desayuno del jueves y la otra a última hora de la tarde del viernes, y cada vez estuvo a solas con Wolfe.
A medida que se prolongó el asedio, mis choques con Wolfe aumentaron en frecuencia e intensidad. Tuvimos uno el jueves por la tarde a propósito del inspector Cramer. Wolfe me llamó por el teléfono interior para pedirme que llamase a Cramer, con quien él quería sostener una conversación telefónica. Me negué en redondo. Mi punto de vista era que, por amargado que estuviese Cramer o por mucho que desease espolvorear a Ash con DDT concentrado, era siempre un policía y por ello no debía confiársele ningún indicio como lo era, por ejemplo, el hecho de que la voz de Wolfe sonase natural y sensata. Ello redundaría en crear dudas en torno del certificado del doctor Vollmer. Wolfe se prestó finalmente a que nos contentásemos con localizar a Cramer y sondear su estado. No fue difícil: Lon Cohen me dijo que tenía un permiso de dos semanas; cuando telefoneé me contestó el propio Cramer. Me habló seca y estrictamente. Cuando hube colgado, llamé a Wolfe por el teléfono interior y le dije:
– Cramer está disfrutando de un permiso, retirado en su casa, lamiéndose las heridas. No ha querido decirme si estaba acostado. De todas maneras, se puede establecer contacto con él en cualquier momento, pero no se muestra afable. Se me ha ocurrido la idea de mandar al doctor Vollmer a verle.
Un aspecto de la comedia que estábamos representando era que yo tenía el deber de admitir la entrada de cualquier visita honorable para que nadie tuviese la impresión de que en casa pasaba algo anormal, antes bien que era una morada asaltada por la desdicha. Aun cuando los periodistas y otros varios exploradores me daban muy mala vida, los peores eran la A.I.N. y los policías. Alrededor de las diez de la mañana del jueves, telefoneó Frank Thomas Erskine. Quería hablar con Wolfe, pero claro está, no lo consiguió. Hice todo lo posible por explicarle la situación, pero tan inútil hubiera sido explicarle a un hombre muerto de sed que queríamos guardar el agua para lavar la ropa. Antes de una hora vinieron los seis de la A.I.N., los dos Erskine, Winterhoff, Breslow, O’Neill y Hattie Harding. Me mostré amable, les hice pasar al despacho, les traje sillas y les dije que era imposible hablar con Wolfe.
Me fue un poco difícil mantener la conversación con ellos, porque estaban rebosantes de ideas y de palabras para expresarlas y no había nadie que actuase de presidente, eran primero, que el haberles Wolfe devuelto el dinero era una traición; segundo, que si lo hizo por estar enfermo, podía habérselo dicho en la carta; tercero, que debía haber anunciado inmediata y públicamente su enfermedad para evitar el creciente rumor de que había roto con la A.I.N. por haber conseguido pruebas concluyentes de la culpabilidad de ésta; cuarto, que si tenía pruebas de la culpa de uno de la A.I.N. querían saber quién era antes de cinco minutos; quinto, que no creían que estuviese enfermo; sexto, que quién era el médico; séptimo, que si estaba enfermo, cuándo se restablecería; octavo, que si comprendía yo que habían pasado ya dos días y tres noches desde el último asesinato y que el perjuicio inferido a la A.I.N. era incalculable e irremediable; noveno, que cincuenta o sesenta abogados eran de la opinión de que el haber abandonado Wolfe el caso sin aviso aumentaría enormemente el perjuicio y por ello se podían querellar contra él; y luego muchos más puntos, el décimo, el undécimo, el duodécimo, y así sucesivamente.
A lo largo de los años, he visto en aquel despacho una buena cantidad de gente frenética, desesperada y amargada, pero aquel lote de muestras era insuperable en tal sentido. Por lo que veía, la calamidad común les había vuelto a unir y se había evitado el peligro de una escisión. En un momento dado, su unánime anhelo de ver a Wolfe llegó a tal punto que Breslow, O’Neill y el joven Erskine se echaron escaleras arriba. Se detuvieron cuando yo les grité que la puerta estaba cerrada y que si la derribaban, Wolfe seguramente les mataría a tiros.
Cometí una falta: cómo un simple, les dije que vigilarla continuamente a Wolfe esperando que tuviese un momento de lucidez y que si se presentaba y el médico lo permitía, se lo avisarla a Erskine, para que viniese a todo correr. Debía haber previsto que no sólo estarían telefoneando día y noche para preguntar si se había presentado este momento, sino que además establecerían turnos para montar guardia a solas, en parejas o en tríos, sentarse en el despacho y esperar que se produjese. Lo cual hicieron, en efecto. El viernes por la tarde estuvieron allí por mitades y el sábado por la mañana volvieron a empezar. Por lo menos me gané treinta mil dólares de conversación con ellos.
Después de su primera visita, del jueves por la mañana, subí y le di cuenta completa a Wolfe, añadiendo que no me había parecido oportuno informarles de que seguía pagando de su dinero a los sabuesos del cilindro Wolfe murmuró:
– No importa. Ya se enterarán cuando llegue el momento.
– Claro. La. enfermedad que padece usted tiene el nombre científico de optimismo maligno agudo.
En cuanto a la policía, tenía yo instrucciones de Wolfe de evitar su alud adelantándome a darles informaciones sin demora. Por ello telefoneé al despacho del comisario a las ocho y media de la mañana del jueves, antes de que hubiesen podido abrir el correo en la oficina de la A.I.N. Hombert no había llegado aún, ni tampoco su secretario, pero le describí la situación al primer chupatintas y le encargué que la transmitiese. Una hora más tarde llamó Hombert y la conversación fue casi palabra por palabra la misma que hubiera yo podido reseñar antes de que se sostuviese. Dijo que lamentaba que Wolfe hubiese sido víctima de la tensión padecida y que el agente de policía que irla en breve a verle, tendría instrucciones de conducirse diplomática y consideradamente. Cuando expliqué qué por orden del doctor nadie en absoluto podía verle, ni siquiera un agente de Seguros, Hombert se puso violento y quiso el nombre y la dirección de Vollmer, qué yo cortésmente le proporcioné. Quiso saber si yo le había dicho a la Prensa que Wolfe se había separado de la investigación, le dije que no y dijo que su oficina ya se ocuparía en ello. Luego dijo que el haber despedido Wolfe a su cliente, ponía fuera de discusión que, sabía la identidad del asesino y que probablemente poseía pruebas contra él y dado que yo era el secretario particular de Wolfe, cabía presumir que conocía también este pormenor. Por ello, ya debía yo saber el riesgo al dejar de comunicar inmediatamente a la policía tal información. Le satisface también en este punto. No tardaron ni media hora en aparecer el teniente Rowcliffe y un sargento, a quiénes introduje en el despacho. Rowcliffe leyó de cabo a rabo tres veces el certificado del doctor Vollmer y yo acabé por ofrecerle mecanografiar una copia de él para que se la pudiera llevar y estudiar mas detenidamente. Rowcliffe se contenía los ímpetus, porque se daba cuenta de que el empezar a echar rayos y truenos sería inútil. Trató de insistir en que no produciría el menor perjuicio entrar de puntillas en la habitación de Wolfe con la única finalidad de echar una mirada compasiva a aquel conciudadano enfermo, tanto más cuanto que era colega en la profesión. Le dije que, aunque la idea me parecía simpática, no me atrevía a consentirla, porque el doctor Vollmer no me lo perdonaría nunca. Dijo que comprendía perfectamente mi posición. Cuando se fueron, Rowcliffe subió en el coche de policía y se fue y el sargento se quedó recorriendo arriba y abajo nuestra acera. No tenían ningún interés en instalarse en una ventana de la acera de enfrente o usar de cualquier sutileza semejante, porque ya sabían que nosotros sabíamos que estábamos vigilados. A partir de aquel momento tuvimos constantemente un centinela en la puerta.
Ello era particularmente penoso para el doctor Vollmer. El jueves por la mañana Rowcliffe le llamó después de dejarme y por la tarde un médico de la policía fue a visitarle a su despacho para obtener informes facultativos acerca de Wolfe. El viernes por la mañana el propio Ash se dejó ver y veinte minutos de conversación con él exaltaron al máximo el entusiasmo con que Vollmer estaba prestando aquel servicio a Wolfe.
El sábado por la mañana recibimos el golpe que yo había venido temiendo desde que empezó aquel enredo y del que Vollmer igualmente recelaba. Nos llegó por vía telefónica, en forma de llamada de Rowcliffe, a las doce y diez. Estaba solo en la oficina cuando sonó el timbre y cuando terminó la conversación me sentía todavía más solo. Subí las escaleras de dos en dos, abrí la puerta de Wolfe, entré y anuncié:
– Un eminente neurólogo llamado Green, contratado por la policía y provisto de una orden judicial, vendrá a darnos una audición a las seis menos cuarto. ¿Y ahora qué? -le dije a Wolfe-. Si trata usted de hacerle frente habré dimitido a las cinco y dieciséis.
– ¡Vaya! -dijo Wolfe cerrando el libro que leía y dejando un dedo entre las páginas-. Esto es lo que veníamos temiendo. ¿Por qué tendrá que ser hoy? ¿Por qué demonio se ha prestado usted a darles hora?
– PorQue no tenía otro remedio. ¿Se figura usted que yo soy Josué? Querían venir ahora mismo e hice todo lo posible para evitarlo. Les dije que tema que estar presente el médico de usted y que no podía hacerlo hasta después de cenar, a las nueve de la noche. Dijeron que tenía que ser antes de las seis, sin discusión alguna. Les gané cinco horas y bien me costó.
– No me grite -dijo Wolfe volviendo a reclinar la cabeza en la almohada-. Vuelva al piso de abajo. Tengo que pensar.
– ¿Es que no había usted previsto esta situación? Desde el jueves por la mañana le vengo avisando de que ocurriría en cualquier instante.
– Archie, váyase. ¿Cómo puedo reflexionar si está usted aquí desgañitándose?
– Conforme. Estaré en el despacho. Llámeme cuando haya usted llegado a alguna conclusión.
Salí, cerré la puerta y bajé. En el despacho sonaba el timbre del teléfono. Era Winterhoff que preguntaba por la salud de mi jefe.