174264.fb2
A las cuatro menos diez habían llegado los invitados y los habíamos reunido, en el despacho. Uno de ellos era un viejo amigo, y enemigo, el inspector Cramer. Otro era un ex cliente: Don O’Neill. Otro era un conocido reciente: Alger Kates. El cuarto era un desconocido total: Henry A. Warder, vicepresidente y tesorero de «O’Neill & Warder». Saúl Panzer, que se había retirado a una silla del rincón, debajo del globo, tío figuraba naturalmente como invitado, sino como miembro de la familia.
Cramer estaba sentado en el sillón de cuero rojo, contemplando a Wolfe como un halcón. O’Neill, al entrar y ver a su vicepresidente, que había llegado antes que él, se alborotó, pero inmediatamente lo pensó mejor, cerró la boca y se quedó frío. Henry A. Warder era ancho y alto, construido como una muralla de cemento. Alger Kates no le dirigió la palabra a nadie, ni siquiera cuando le abrí la puerta. Su porte era esencialmente el de un puritano en una guarida de bandidos.
Wolfe echó una mirada al círculo y dijo:
– Señores, esto va a ser desagradable para tres de ustedes. Por ello vamos a abreviarlo todo lo posible. Contribuiré a ello. Lo más expeditivo es hacerles escuchar primero un cilindro de «Stenophone». Antes les diré de dónde lo he sacado. Apareció en esta habitación hace una hora detrás de unos libros. La señorita Gunther lo dejó allí cuando vino a verme el viernes por la noche, hace una semana. Anoche hizo una semana.
– No vino -gruñó O’Neill-. No estuvo aquí.
– Usted no quiere que sea breve -dijo hostilmente Wolfe.
– ¡Pues claro que quiero que sea usted breve!
– Entonces no me interrumpa. Como es natural, todo lo que estoy diciendo no sólo es cierto, sino demostrable; en caso contrario, no lo diría. La señorita Gunther vino aquella noche traída por el señor Goodwin, después que los demás hubieron marchado y se quedó casualmente sola en esta habitación durante varios minutos. Es inexcusable que yo no me acordase antes de ello y mandase registrarla. Esta falta constituye un fracaso abrumador de un intelecto que algunas veces ha demostrado funcionar satisfactoriamente. Vamos a escuchar ahora este cilindro que fue dictado por el señor Boone en la última tarde de su vida, en su despacho de Washington. Les suplico que no interrumpan. Archie, ponga en marcha el aparato.
Mientras daba al conmutador se oyeron unos murmullos. Entonces, Cheney Boone, el orador silencioso, tomó la palabra:
– Señorita Gunther, lo que le voy a decir está reservado a nosotros dos. Asegúrese de que se cumpla esta condición. Saque una sola copia para guardarla cerrada en su archivador y entrégueme el original a mí. Acabo de sostener una conversación en la habitación de un hotel con el señor Henry A. Warder, vicepresidente y tesorero de «O’Neill & Warder». Es la persona que ha tratado últimamente de ponerse en contacto conmigo rehusando dar su nombre. Por fin consiguió hablarme en casa y le cité para hoy, 26 de marzo. Me ha dicho lo siguiente.
Warder pegó un brinco de la silla y se abalanza hacia el aparato gritando:
– ¡Párelo!
Como yo estaba ya preparado para un gesto semejante, había puesto el aparato en el extremo de mi mesa, a un metro de mí y por ello no me fue difícil interceptar el ataque. Me interpuse en el camino de Warder y dije con firmeza:
– No hay que asustarse. Vuelva a sentarse. -Saqué del bolsillo de mi chaqueta una pistola y la exhibí- A medida que avance la audición ustedes tres se irán sintiendo cada vez más incómodos. Si se les ocurre algún proyecto en común, prueben de realizarlo y le daré guato al dedo con el mayor placer.
– ¡Se lo dije bajo promesa de secreto! -exclamó Warder temblando de pies a cabeza-. Boone me prometió…
– ¡Cállese! -gritó Cramer levantándose de la silla y acercándose a Warder. Luego le cacheó y cuando hubo terminado con él registró a O’Neill y a Kates. Después me dijo:
– Adelante, Goodwin.
Como yo no era perito en aquellos aparatos y tampoco deseaba dañar al cilindro; volví a empezar por el principio. No tardamos en llegar al punto donde se había interrumpido la audición:
– Me ha dicho lo siguiente: Warder ha venido sabiendo durante varios meses que el presidente de su Compañía, Don O’Neill, ha comprado a un miembro de la O.R.P. para que le proporcionase informes confidenciales No lo ha descubierto ni por casualidad ni por información secreta alguna. O’Neill no sólo ha reconocido la verdad del caso, sino que ha mandado a Warder, que como tesorero proporcione fondos a través de una cuenta especial. Lo ha hecho con protestas Repito que ésta es la versión de Warder, pero me inclino a creerle, dado que ha venido a contármela voluntariamente. Habrá que comprobarla con el F.B.I. para ver si tienen alguna pista sobre O’Neill y Warder y particularmente acerca de Warder, pero no debe dársele al F.B.I. ningún indicio que Warder se ha puesto en comunicación conmigo. Tuve que prometérselo antes de que me dijese ni una palabra y esta promesa debe ser escrupulosamente respetada. Ya hablaré con usted de ello mañana, pero tengo ahora, el presentimiento (ya sabe usted lo que son mis presentimientos) de que debo comunicárselo sin demora.
Cramer produjo un ruidito que tenía parte de gruñido y parte de estornudo y en él se fijaron tres pares de ojos, como irritados por su interrupción de aquella fascinadora representación. A mi no me importaba mucho, porque la conocía ya de antes. En lo que sí me interesaba ahora era en el auditorio.
– Warder dijo que, según sus noticias, los pagos habían empezado a efectuarse en el mes de septiembre pasado y que el total librado ascendía hasta 16.500 dólares. La razón que dio para venir a verme era que se consideraba hombre de principios, como dijo, y que le producía violenta repugnancia el soborno, y sobre todo el soborno de los funcionarios oficiales. No estaba en situación de oponerse con firmeza a O’Neill, porque O’Neill posee más del setenta por ciento de las acciones de su Compañía y Warder, menos del diez por ciento y O’Neill podría y querría echarle por la borda. Este detalle puede ser verificado con facilidad. Warder se mostraba extremadamente nervioso y aprensivo. Mi impresión es que su relato es cierto y que su visita fue resultado de un remordimiento de conciencia, pero existe la posibilidad de que tenga por móvil el segarle la hierba debajo de los pies a O’Neill por alguna razón desconocida. Me juró que su único propósito era poner en mi conocimiento los hechos para que yo pueda ponerles freno librándome de este corrompido subordinado, cosa que queda concretada por su exigencia de una promesa previa que nos impide hacerle nada a O’Neill.
»Ya sé que lo siguiente la sorprenderá (como me ha sorprendido a mí): El hombre comprado por O’Neill es Kates, Alger Kates. Ya sabe usted en qué concepto he tenido a Kates y, por lo que se me alcanza, usted era del mismo parecer. Warder pretende no saber exactamente qué es lo que ha conseguido O’Neill a cambio de este dinero, pero esto no importa. Sabemos que Kates ha estado en situación de vender noticias en tanta medida como cualquier funcionario y nuestra hipótesis es que no se ha dejado nada en el tintero y que O’Neill se lo ha pasado también todo a esa maldita banda de la A.I.N. No necesito decirle cuan molesto me ha puesto este asunto. ¡Por dieciséis mil miserables dólares! Quizá no me importaría tanto verme engañado por un canalla de categoría a cambio de varios millones. Pensaba que Kates era un hombrecito modesto que tenía el alma puesta en el trabajo y en nuestros objetivos y propósitos. No tengo idea de para qué quería el dinero ni me importa. No he decidido cómo enfocar este caso. Lo mejor será lanzar al F.B.I. contra él y cogerle junto con O’Neill, pero no sé si mi promesa a Warder permitirá hacerlo. Lo pensaré mejor y lo trataremos mañana. Si me encontrase cara a cara con Warder ahora mismo, no sé si podría reprimirme. Por lo pronto no quiero volverle a ver. Si entrase en esta habitación en este momento, me parece que le echaría las manos al cuello y le estrangularla. Ya me conoce usted y sabe que me expreso de esta manera.
»Lo importante no es lo de Kates en sí, sino lo que demuestra este hecho. Evidencia que es una insensatez que yo me confíe enteramente en nadie, en nadie absolutamente excepción hecha de Dexter y de usted. Hasta cierto punto hemos de dejar que se haga cargo del asunto el F.B.I., pero debemos reforzar nuestra posición con un mecanismo y un personal que trabaje directamente bajo nuestras órdenes. Quiero que lo piense usted para cuando hablemos mañana en una reunión a la que no invitaré a nadie más que a Dexter. Por lo mucho que me afecta el asunto, tendrá usted que dedicarse a él y no pensar en otra cosa. Me quedaré desguarnecido: pero esto es de importancia vital. Piénselo. Tengo que presentarme ante el Comité senatorial por la mañana; por ello llevaré este cilindro a Nueva York, y se lo entregaré a usted y usted podrá pasarlo mientras yo estoy informando. Empezaremos a hablar de ello por la tarde lo antes posible.
La voz cesó de hablar y en su lugar sonó un débil zumbido. Cerré el conmutador. Se produjo un silencio de muerte.
– ¿Qué me dice, señor Kates? -preguntó Wolfe en tono de inocente curiosidad-. Cuando entró usted en aquella habitación llevando el material para el discurso de Boone y él se encontró cara a cara con usted, ¿le echó las manos al cuello?
– No -dijo Kates con su rota voz y con talante indignado.
– ¡No se meta en esto, Kates! ¡Cállese! -gritó Don O’Neill.
– Es maravilloso, señor O’Neill. De veras que lo es. Casi palabra por palabra. La primera noche que estuvo usted aquí le recriminó así: «¡No se meta usted en esto, Kates! ¡Siéntese y cállese!» No fue un detalle muy inteligente; porque sonaba precisamente a orden de un jefe a su empleado, como ocurría en realidad. Este pormenor me llevó a dedicar a un hombre a descubrir un vínculo entre usted y el señor Kates, pero había sido usted demasiado circunspecto y, aun después de investigar durante tres días, no lo encontró. -Y mirando a Kates añadió-: Le he preguntado si el señor Boone quiso estrangularle, porque por lo visto lo tenía pensado y además porque ello le proporciona a usted una orientación: la defensa propia. Un buen abogado conseguiría jugar bastante con este tema. Claro que queda la señorita Gunther. Dudo de que un jurado se convenciese de que también ella quería ahogarle en mi descansillo. A propósito, hay otro detalle que me inspira curiosidad. La señorita Gunther le dijo a la señora Boone que había escrito una carta al asesino pidiéndole que devolviese el retrato de bodas. No lo creo. No considero que la señorita Gunther hubiese puesto por escrito tales cosas. Creo que usted le dio la fotografía y la licencia de conducción y que ella se las envió a la señora Boone. ¿No es así?
Como contestación, Alger Kates se echó a temblar de ira, se paso en pie, evocando aquella escena en que acusó a Breslow de rebasar los límites de la decencia y graznó:
– La policía ha demostrado ser totalmente incompetente. Debían haber descubierto de dónde salió aquel pedazo de tubo en pocas horas. Y no lo supieron nunca. Procedía de una pila de basura que había en el sótano del edificio de la Calle 41, donde están las oficinas de la A.I.N.
– ¡Está loco! -exclamó Cramer-. ¡Oigan lo que dice!
– Es un estúpido -dijo O’Neill, como sí se dirigiese al «Stenophone»-. Es un despreciable estúpido. No sospechaba yo que fuese el autor de los asesinatos. Nunca creí que fuese usted capaz de ello -dijo mirando cara a cara a Kates.
– Ni yo -dijo éste. Había dejado de temblar y estaba en pie, rígido-. Ni yo, antes de que llegase el momento. Después de ocurrir, me comprendí mejor. No me consideré tan tonto como Phoebe. Debía haberse dado cuenta de lo que yo era capaz de hacer. No tendría siquiera que haber prometido no decir nada o destruir el cilindro A usted mismo -dijo mirando a O’Neill- le hubiera matado aquella noche. Podía haberlo hecho. Usted me temía y me teme aún. Ninguno de aquellos dos me temía, pero usted sí. Dijo usted que no me creía capaz de matar, cuando sabía usted muy bien que sí lo soy.
O’Neill empezó a hacer una observación, pero Cramer le hizo callar y le preguntó a Kates:
– ¿Cómo lo supo?
– Se lo dije yo mismo. No tenía que habérselo dicho, pero se las arreglo para hablarme…
– Esto es una mentira -dijo O’Neill fría y precisamente-. Miente usted.
– Conforme. Dejémosle terminar -aprobó Kates-. ¿Cuándo ocurrió eso?
– Al día siguiente, el miércoles. Por la tarde. Nos encontramos por la noche.
– En la Segunda Avenida, entre las calles 53 y 54. Hablamos en la acera. Me dio algún dinero y me dijo que si sucedía algo y me detenían, me proporcionaría todo lo que necesitase. En aquel momento tenía miedo de mí. Estuvo observándome, mirándome las manos.
– ¿Cuánto tiempo estuvieron ustedes juntos?
– Diez minutos. Calculo que diez minutos.
– ¿Qué hora era?
– Las diez. Teníamos que encontrarnos a las diez y llegué a la hora, pero él se retrasó cosa de un cuarto de hora porque dijo que tenía que asegurarse de que no le seguían. No creo que un hombre inteligente se hubiese inquietado por esto.
– Señor Cramer, ¿no estamos perdiendo el tiempo?- preguntó Wolfe-. Luego tendrá usted que repetirlo todo allá abajo ante un taquígrafo. Parece que estará dispuesto a colaborar.
– A lo que está dispuesto es a hacerse electrocutar después de haber causado todas las molestias que pueda al prójimo con sus malditas mentiras -dijo O’Neill.
– Yo no me inquietarla mucho en su caso -le dijo a Wolfe O’Neill.
– Es más filósofo que usted y, dentro de lo desagradable de su caso, tiene la gracia de aceptar lo inevitable con una ficción de decoro. Usted, por el contrario, patalea. Por las miradas que le ha dirigido usted al señor Warder, sospecho que no tiene usted idea clara de su posición. Tendría usted que ponerse de acuerdo con él para que lleve el negocio cuando usted no esté ya.
– Yo saldré de ésta y no abandonaré mi puesto.
– Claro que sí: irá usted a la cárcel. Por lo menos esto parece -dijo Wolfe y dirigiéndose al vicepresidente, añadió-: ¿Qué le parece, señor Warder? ¿Irá usted a dar un mentís a este mensaje de ultratumba? ¿Negará o mixtificará usted su conversación con el señor Boone y hará que un jurado le declare a usted embustero? ¿O querrá usted demostrar que tiene sentido común?
Warder dejo de parecer atemorizado y cuando habló ya no mostró tendencia alguna a vociferar.
– Voy -dijo con voz firme y honorable- a decir la verdad.
– El señor Boone, ¿dijo la verdad en esté cilindro?
– Sí, la dijo.
Los ojos de Wolfe se volvieron hacia O’Neill.
– Ya ve usted, señor mío. El soborno es un delito. Necesitará usted del señor Warder. El otro aspecto, la complicidad en el crimen después de cometido éste, depende de su abogado. A partir de este momento, señor Cramer, entran en acción los letrados. Llévese a estos señores de aquí, si me hace el favor. Estoy cansado de mirarles. Archie, empaquete este cilindro. El señor Cramer querrá llevárselo.
– Téngalo usted mientras telefoneo -me dijo Cramer.
Me senté dando frente al auditorio, con la pistola en la mano para prevenir el caso de que alguien tuviese un, ataque de nervios mientras Cramer marcaba el número y hablaba. Me sorprendió ver que no se dirigía a la Brigada, de Homicidios, donde estaba instalado Ash, ni siquiera al inspector jefe, sino al propio Hombert. Cramer daba de cuando en cuando muestras de talento.
– ¿El comisario Hombert? Soy el inspector Cramer. Sí, señor. No, le llamo desde el despacho de Wolfe. No, señor, no trato de… Pero si me deja usted hablar… Si, señor, me doy cuenta de que sería una infracción de la disciplina, pero si me escucha usted un minuto. Claro que estoy con Wolfe. No he forzado la puerta, pero he conseguido detener al criminal, obtener la prueba y establecer la confesión. Esto es lo que quería decirle, y no estoy ni borracho ni loco. Aguarde un momento.
Wolfe le estaba haciendo unos gestos frenéticos.
– ¿Qué quiere usted?
– Dígale que no permita que se acerque por aquí ese maldito doctor.
– Conforme, comisario. Wolfe está alborotado por no sé qué de un doctor. ¿Le iba usted a mandar un médico? No necesita ninguno ni creo que lo necesite nunca. Mande tres coches y seis hombres a casa de Wolfe. Le traeré a tres personas. Ya verá usted cuando lleguen. Sí, señor, se lo repito. El caso está resuelto y no hay lagunas de consideración. Claro, se los llevaré a usted.
Colgó el teléfono.
– ¿No me irá usted a esposar? -graznó Kates.
– Quiero telefonear a mi abogado -dijo O’Neill con voz helada.
Warder se sentó en silencio.