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Capítulo XXXV

Saltaré a la mañana del lunes, porque no hubo detalles de mayor importancia, salvo la aparición puntual del doctor Green a las seis menos cuarto y la indicación que se le hizo de que, a pesar de su mandamiento judicial, el asunto estaba terminado. Wolfe bajó el citado día del invernadero a las once, sabedor de que tenía una visita. Era Cramer, que había telefoneado pidiendo una entrevista, y que le esperaba sentado en el sillón de cuero rojo. En el suelo, a su lado, había un objeto de forma irregular, envuelto en papel de florista, el cual había rehusado entregarme al entrar. Después de haberse saludado y de haberse sentado Wolfe, Cramer dijo que ya suponía que él habría leído en el diario que Kates había firmado una confesión completa y detallada de sus crímenes.

– Este Kates era un insensato y un inadaptado, pero desde el punto de vista intelectual no se le puede despreciar. Un aspecto de su actuación puede incluso ser considerado brillante.

– Cierto, y aún diría yo más de uno. ¿Se refiere usted al detalle de dejar la bufanda en su propio bolsillo en vez de meterla en el de algún otro?

– Sí, esto fue muy notable.

– El mismo es una personalidad notable y singular. Hubo una cosa de que no quiso hablar ni firmar declaración alguna tocante a ella. ¿De qué supone usted que se trata? ¿De algo que hubiera contribuido a llevarle a la silla? No, señor. No pudimos obtener la menor noticia acerca del uso que quería dar al dinero. Cuando se le preguntó si lo dedicaba a su mujer, a los viajes a Florida o cosa así, sacó el mentón y dijo despectivamente: «A mi mujer no la mezclaremos en esto; no me vuelvan a hablar de ella». Vino ayer por la tarde y él no quiso verla. Me parece que la considera demasiado sagrada para mezclarla en el asunto.

– Ciertamente.

– Pero en lo que se refiere a él se ha mostrado perfectamente asequible y dispuesto a ayudamos. Por ejemplo, en la escena con Boone en el hotel. Entró en la habitación y le dio a Boone algunos papeles; Boone le reprochó su conducta y dijo que se fuese y le volvió la espalda. Kates cogió la llave inglesa y se la entregó. Kates nos explica exactamente lo que dijo Boone y lo que dijo él y luego lo lee cuidadosamente para asegurarse de que lo hemos escrito de una manera exacta. Lo mismo, en cuanto a lo de Phoebe Gunther. Quiere que el relato sea fiel, que quede bien claro que él no se las compuso para reunirse con ella y venir juntos, cuando la Gunther le telefoneó, sino que se contentó con esperarla en la acera de enfrente hasta que la vio venir; entonces se puso a su lado y subió las escaleras con ella. Llevaba el tubo en la manga, con la bufanda arrollada ya. Tres días antes, la primera vez que estuvieron todos aquí, le quitó a Winterhoff la bufanda del bolsillo, sin saber aún para qué la usaría. Pensó simplemente que podría servirle para complicar a Winterhoff, a una figura de la A.I.N.

– Naturalmente -dijo Wolfe, que intervenía en la conversación de manera estrictamente cortés-. Cualquier cosa que sirviera para apartar la atención de su persona. Trabajo perdido, supuesto que yo le vigilaba ya.

– ¿Ah, sí? -preguntó, escéptico, Cramer-. ¿Por que se fijó usted en él?

– Sobre todo por dos cosas. La primera, como es natural, por aquella orden que le dio el señor O’Neill en este despacho el viernes por la noche, que era indudablemente un mandato salido de una persona que creía tener derecho a ser obedecida. Segundo, y mucho más importante, por él retrato de bodas que se le remitió a la señora Boone. Partiendo de que existan hombres capaces de aquel rasgo, desde luego ninguno de los cinco de la A.I.N. lo era. La señorita Harding era de corazón demasiado frío; el señor Dexter había visto demostrada su coartada; la señora Boone y su sobrina estaban sin duda libres de sospecha, por lo menos desde mi punto de vista. Quedaban sólo la señorita Gunther y el señor Kates. La señorita podía verosímilmente haber matado al señor Boone, pero no a sí misma con un pedazo de tubo y era la única persona que podía considerarse autora de la devolución del retrato. Luego, ¿de dónde lo había sacado? Del asesino. ¿De quién? Como conjetura lógica y útil, del señor Kates. Todo esto no era más que la persecución de un fantasma. Lo que hacía falta era la prueba. Y mientras tanto ésta permanecía aquí, en este estante. Confieso que ésta es una píldora muy difícil de tragar para mí. ¿Quiere usted cerveza?

– No, gracias -dijo Cramer, que parecía nervioso o molesto por algo. Miró al reloj y se deslizó hasta el borde de la silla-. Tengo que marcharme. Vine de paso. -Se puso en pie y se estiró los pantalones-. Tengo un día de trabajo horrible. Supongo que sabrá que he vuelto a mi puesto en la Brigada y que el inspector Ash ha sido trasladado a Richmond.

– Sí, y le felicito.

– Muchas gracias. Estando yo, pues, de nuevo en mi despacho antiguo, tendrá usted que andarse con tiento. Como dé un mal paso, me tendrá usted en seguida encima.

– No pienso darlo.

– Conforme, usted y yo nos comprendemos.

Cramer empezó a dirigirse a la puerta. Yo le grité:

– ¡Eh, su paquete!

Y él, por encima del hombro, casi sin detenerse, dijo:

– ¡Ah, me olvidaba! Es para usted, Wolfe; espero que le gustará.

Salió y, a juzgar por el tiempo que tardó en llegar a la puerta de la calle y cerrar la puerta de un portazo, debió de andar a grandes zancadas. Fui a recoger el paquete, lo puse en la mesa de Wolfe y aparté el envoltorio. Era una maceta de mayólica de un color verde horrible; la tierra que contenía era tierra vulgar y además había una planta en buen estado, pero con sólo dos flores. La miré asombrado.

– ¡Dios mío! -exclamé cuando hube recuperado el uso de la palabra-. Le ha traído a usted una orquídea.

– Una «Brassocattleya thorntoni» -dijo Wolfe-. Es bonita.

– ¡Rábanos! -dije con realismo-. Tiene usted mil mejores. ¿La tiro?

– No, por cierto. Llévesela a Teodoro. Archie, uno de sus peores defectos es que no tiene usted sentimientos.

– ¿No? -dije mirándole-. En este momento hay uno que casi me abruma: Es el de gratitud a nuestra buena suerte por volver a tener a Cramer, aun siendo tan pesado. Con Ash, la vida no hubiera sido digna de ser vivida.

– ¡Buena suerte! -gruñó Wolfe.