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Capitulo V

El último número del programa resaltó ser el más complicado, sobre todo por cuanto en él tuve que tratar con personas que me eran totalmente extrañas. No conocía a nadie relacionado con la Asociación Industrial Nacional y por ello tuve que iniciar la gestión perforando la coraza de ésta. El ambiente de sus oficinas, situadas en el piso treinta de un edificio de la calle 41, me causó mala impresión desde el preciso instante en que puse pie en ellas. El recibidor era demasiado grande; se advertía que habían gastado demasiado dinero en alfombras; que la decoración había sido concebida con excesiva ostentación, y que, en definitiva, la muchacha que estaba sentada al otro lado del pupitre de recepción era una verdadera nevera. Claro está, sin que ello afectase a lo aceptable de su aspecto exterior. Se la veía tan esencialmente glacial ante cualquier posible favor, que se perdía toda tentación de derretirla. Yo no creo producirme de una manera indiferente con las mujeres comprendidas entre los veinte y los treinta años, que cumplan con ciertos requisitos de forma y de perfil, pero con aquélla lo fui, al entregarle una tarjeta y decirle que deseaba ver a Hattie Harding.

Según la antesala que tuve que guardar, cualquiera podría figurarse que Hattie Harding era la diosa de aquel templo, en vez de ser solamente la directora ad junta de Relaciones Públicas de la Asociación Industrial Nacional, pero al cabo logré franquear el último obstáculo y ser admitido ante ella. En su despacho se daba también la misma abundancia de espacio, de alfombras y de decoración. La persona de Hattie Harding tenía sus cualidades, pero de aquellas que despiertan en mí uno o dos de mis malos instintos, y por cierto que no quiero decir lo que alguno de ustedes se figurará que quiero decir.

Era de una edad intermedia entre los veintisiete y los cuarenta y ocho años, alta, bien formada, bien vestida y sus ojos escépticos y suficientes le daban a entender a uno a la primera mirada que Hattie estaba al cabo de la calle en todo.

– Celebro mucho -manifestó estrechándome la mano con firmeza- saludar a Archie Goodwin, enviado por Nero Wolfe. Lo celebro de veras. Porque supongo que viene usted enviado por él, ¿verdad? Directamente, ¿no es así?

– Vengo volando como una abeja, con la misma tortuosidad con que sale volando de una flor.

– ¡Cómo! ¿No querrá usted decir que se dirige volando hacia una flor? -observó riendo.

– Sí, esta será la verdad -respondí riendo también-, porque tengo que reconocer que he venido a buscar una cierta cantidad de néctar. Para Nero Wolfe, ¿sabe? Mi jefe necesita una lista de los miembros de la Asociación Industrial Nacional que estuvieron en aquella cena del Waldorf Astoria, y me ha mandado acá a buscarla. Tiene una copia de la lista impresa, pero necesita saber cuáles fueron los que no acudieron a la cena y quienes fueron los que no estaban inscritos en la lista. ¿Cree usted que me explico bien?

– ¿Por qué no nos sentamos? -dijo riendo, sin responder a mí pregunta.

Se dirigió hacia un par de sillas que había al lado de una ventana, pero yo fingí no darme cuenta de ello y me encaminé hacia una silla que estaba dispuesta para las visitas al lado de su mesa de despacho, para procurar que ella se sentase detrás de ésta. La nota que yo había redactado para Wolfe estaba en el bolsillo exterior de mi chaqueta y tenía por objeto el ir a parar al suelo del despacho de la señorita Harding. Esta operación, si mediaba entre nosotros la esquina de la mesa, no sería difícil.

– Muy interesante -manifestó ella-, Y ¿para qué quiere la«lista el señor Wolfe?

– Hablando con franqueza -le dije sonriendo-, no puedo hacer otra cosa que expresar una inocente mentira: Les quiere pedir sus autógrafos a los invitados.

– También yo seré franca -dijo ella sonriendo igualmente-. Mire usted, señor Goodwin. Ya comprenderá usted que todo este asunto es de la máxima incomodidad para nuestra Asociación. Nuestro invitado, el personaje que tenía que pronunciar el discurso principal en el banquete, el director de la Oficina de Regulación de Precios, fue asesinado en el momento de comenzar la cena. Me encuentro en una situación muy violenta. Aun cuando mi oficina haya desarrollado la labor más eficaz que se recuerda en los últimos diez años en el empeño de promover unas buenas relaciones públicas, todos estos esfuerzos pueden quedar aniquilados por obra de un suceso que ocurrió en diez segundos. No hay…

– ¿Cómo sabe usted que ocurrió en diez segundos?

– Hombre… debió… quizás -dijo parpadeando.

– No está demostrado -dije en tono trivial-. Le golpearon cuatro veces en la cabeza con una llave inglesa. Claro está que los golpes pudieron darse dentro del término de diez segundos. O quizá el asesino le golpeó una vez y le dejó sin sentido, descansó un rato, volvió a golpearle, descansó otro rato, le golpeó por tercera vez…

– ¿Qué se propone usted? -saltó ella-. ¿Que me coja el toro?

– No, lo que quiero es darle a entender lo que es una investigación criminal. Si hubiera formulado usted esa observación ante la policía, eso de que ocurrió en diez segundos, estaba usted perdida. A mí, claro, me entra por un oído y me sale por el otro, y además no me importa nada, porque he venido sólo a conseguir lo que me ha mandado el señor Wolfe. Le agradeceríamos mucho que nos proporcionase usted esa lista.

Tenía un discurso en el disparadero, pero me interrumpí al verla cubrirse la cara con las manos. Pensé que iba a echarse a llorar desesperada por el crepúsculo de la oficina de Relaciones Públicas, pero todo lo que hizo fue oprimirse los ojos con las palmas de las manos y dejarlas puestas sobre ellas. Era el momento para echar en el suelo la nota que traía y así lo hice. Estuvo con las manos en los ojos el tiempo bastante para que yo dejase caer un mazo entero de notas. Cuando descubrió los ojos, éstos aparecieron con la misma expresión de suficiencia que había observado al entrar.

– Perdone -dijo-, pero no he dormido en dos noches y estoy hecha una ruina. Tendré que rogarle que se retire. Tengo que asistir a otra conferencia en el despacho del señor Erskine para tratar de este terrible asunto. Empieza dentro de diez minutos y tengo que prepararme para ella. De todos modos, ya comprende usted que no puedo facilitarle la lista sin aprobación de mis superiores. Por lo demás, si el señor Wolfe está en relaciones tan estrechas con la policía como dice la gente, ¿por qué no se la proporcionan ellos? Usted hablaba de si se explicaba bien; fíjese en las cosas que estoy diciendo. Dígame una cosa. Espero que me lo aclare usted: ¿Quién ha encargado al señor Wolfe de ocuparse en este asunto?

Moví negativamente la cabeza y me puse en pie.

– Me encuentro en el mismo brete que usted, señorita Harding. Tampoco puedo tomar determinación alguna de importancia, tal como contestar a una sencilla pregunta sin la aprobación de mis superiores. ¿Qué le parecería un trueque de ambos favores? Yo le preguntare al señor Wolfe si puedo contestar a su pregunta, y usted pediré al señor Erskine si puede facilitarme la lista. Que tenga usted éxito en la conferencia.

Nos estrechamos las manos y yo crucé rápidamente las alfombras, sin preocuparme de que la señorita Harding encontrase la nota a tiempo de recogerla y entregármela.

El tráfico urbano del mediodía era de una congestión tan grande que, aun atajando para llegar a la calle 35 Oeste, no conseguí moverme con libertad en todo el camino. Paré el coche delante de la vieja casa de piedra, propiedad de Nero Wolfe, donde yo había vivido durante diez años, subí las escaleras y traté de abrir con mi llave, pero advertí que el pestillo estaba echado y tuve que llamar con la campanilla. Fritz Brenner, nuestro cocinero, mayordomo y criado, vino, me abrió y después de informarme de que había buenas perspectivas de cobrar el sábado, me dirigí a través del vestíbulo al despacho. Wolfe estaba sentado ante su mesa leyendo un libro. Aquel era el único sitio donde se sentía realmente cómodo. Había en la casa otras sillas hechas de encargo, de anchura y profundidad especiales y con garantía de soportar ciento cincuenta kilos de peso. Una estaba en su alcoba, otra en la cocina, otra en el comedor, otra en el invernadero, donde crecían las orquídeas, y otra en el despacho, presidido por un globo terráqueo de medio metro de diámetro y las estanterías de la biblioteca. Sin embargo, donde él se acomodaba noche y día era en la de su mesa.

Según acostumbraba, Wolfe no levantó la vista cuando entré. Y como acostumbraba yo, no hice el menor caso de que él no me hiciera caso.

– Ya están lanzados los anzuelos -dije-. Probablemente en este mismo instante las emisoras de radio están anunciando que Nero Wolfe, el máximo detective particular cuando tiene ganas de trabajar, cosa que no ocurre a menudo, se ha hecho cargo del caso Boone. ¿Quiere usted que conecte la radio?

Terminó de leer un párrafo, dobló una página y dejó el libro.

– No -respondió-. Es hora de almorzar. -Y mirándome añadió-: Se ha dejado usted ver mucho. Ha telefoneado el señor Cramer. El señor Travis del F.B.I. ha telefoneado también. También ha llamado el señor Rhode, del Waldorf. Como parecía probable que alguno de ellos viniese acá, le mandé a Fritz echar el pestillo de la puerta.

Aquellas fueron las únicas novedades del momento, y aun de la hora, o cosa así, que transcurrió hasta que Fritz anuncio el almuerzo. Aquel día la minuta consistía en pasteles de avena con lomo de cerdo, seguidos a su vez de pasteles de avena con miel. El ritmo de Fritz para servir los pasteles de avena era admirable. En el preciso momento en que uno de nosotros acababa de consumir el undécimo pastel, entraba el duodécimo, y así sucesivamente.