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SEGUNDA PARTE

XV

Abadía des Fontaines

8:00 am

El senescal se encontraba de pie ante el altar y contemplaba el ataúd de roble. Los hermanos estaban entrando en la capilla, desfilando en solemne orden, y sus sonoras voces cantaban al unísono. La melodía era antigua, y se cantaba en el funeral de todo maestre desde el Inicio. La letra en latín hablaba de la pérdida, de la pena y del dolor. La elección del sucesor no se discutiría hasta más tarde, aquel mismo día, cuando se reuniera el cónclave. La regla era clara. No debían pasar dos soles sin que hubiera un maestre, y, como senescal, él debía garantizar que se cumpliera la regla.

Observó cómo los hermanos terminaban de entrar y se situaban ante unos pulidos bancos de roble. Cada hombre iba ataviado con un sencillo hábito rojizo, una capucha que le cubría la cabeza, y sólo eran visibles sus manos, juntas en plegaria.

La iglesia tenía la forma de una cruz latina, con una sola nave y dos pasillos. Había muy poca decoración, nada que distrajera la mente de la consideración de los misterios del Cielo, pero, con todo, era mayestática, proyectando sus capiteles y columnas una impresionante energía. Los hermanos se habían reunido aquí por primera vez después de la Purga en 1307, retirándose al campo y emigrando furtivamente al sur aquellos que habían conseguido escapar de las manos de Felipe IV. Finalmente se habían reunido aquí, a salvo en una fortaleza montañosa, ocultándose bajo la apariencia de una orden monástica, haciendo planes, jurando compromisos, siempre recordando.

Cerró los ojos y dejó que la música lo llenara. Ningún acompañamiento tintineante, nada de órgano, nada. Sólo la voz humana, subiendo y bajando. Sacó fuerza de la melodía y se armó de valor para las horas que le aguardaban.

El cántico se detuvo. Él permitió que transcurriera un minuto de silencio, y luego se acercó al féretro.

– Nuestro sumamente ensalzado y reverendo maestre ha abandonado esta vida. Ha gobernado esta orden con sabiduría y justicia, conforme a la regla, durante veintiocho años. Un lugar para él queda ahora establecido en las Crónicas.

Un hombre se echó para atrás la capucha.

– A eso, hago objeción.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del senescal. La regla garantizaba a todo hermano el derecho a objetar. Él había esperado una batalla más tarde, en el cónclave, pero no durante el funeral. El senescal se volvió hacia la primera fila de bancos y se enfrentó al que había hablado.

Raymond de Roquefort.

Un retaco de hombre con un rostro inexpresivo y una personalidad de la que el senescal siempre había recelado. Llevaba como hermano treinta años y había ascendido al rango de mariscal, que lo situaba el tercero en la jerarquía de la orden. En el Inicio, siglos atrás, el mariscal era el comandante militar de la orden, el líder de los caballeros en la batalla. Ahora era el ministro de Seguridad, encargado de garantizar que la orden permaneciera inviolada. De Roquefort había ocupado este puesto durante casi dos décadas. A él y a los hermanos que trabajaban a sus órdenes se les concedía el privilegio de entrar y salir de la abadía a voluntad, sin tener la obligación de informar más que al maestre, y el mariscal, por su parte, no hacía ningún secreto del desprecio que sentía por su ahora difunto superior.

– Expresad vuestra objeción -repuso el senescal.

– Nuestro difunto maestre debilitó esta orden. A su política le faltaba coraje. Ha llegado el momento de avanzar en una dirección diferente.

Las palabras de De Roquefort no dejaban traslucir ni una pizca de emoción, y el senescal sabía de qué manera el mariscal podía exagerar con un lenguaje elocuente. De Roquefort era un fanático. Hombres como él habían conservado fuerte la orden durante siglos, pero el maestre había declarado muchas veces que su utilidad disminuía. Otros mostraron su desacuerdo, y surgieron dos facciones… De Roquefort encabezaba una, y el maestre la otra. La mayor parte de los hermanos habían mantenido reservada su posición, como era el estilo de la orden. Pero el interregno era un momento de debate. La discusión libre era la forma en que el colectivo decidía el curso a seguir.

– ¿Es ése el alcance de vuestra objeción? -preguntó el senescal.

– Durante demasiado tiempo, los hermanos han sido excluidos del proceso de decisión. No hemos sido consultados, ni el consejo que hemos ofrecido ha sido tenido en cuenta.

– Esto no es una democracia -replicó el senescal.

– Y tampoco querría yo que lo fuera. Pero es una hermandad. Basada en necesidades comunes y objetivos comunes. Cada uno de nosotros ha comprometido su vida y sus posesiones. No merecemos ser ignorados.

La voz de De Roquefort tenía un tono lógico y persuasivo. El senescal notó que ninguno de los demás quería desvirtuar la solemnidad del desafío, y, por un instante, la santidad que durante tanto tiempo había existido dentro de la capilla pareció manchada. Sintió como si estuviera rodeado de unos hombres de mente y propósitos diferentes. Una palabra seguía resonando en su cabeza.

«Revuelta.»

– ¿Qué queréis que hagamos? -preguntó el senescal.

– Nuestro maestre no se merece el usual respeto.

El senescal se quedó rígido e hizo la pregunta requerida.

– ¿Exigís una votación?

– La exijo.

La regla requería una votación, cuando era pedida, sobre cualquiera que fuera el tema, durante el interregno. Al carecer de maestre, gobernaban como un conjunto. A los restantes hermanos, cuyo rostro no podía ver, les dijo:

– Levantad las manos aquellos que negáis a nuestro maestre su merecido lugar en las Crónicas.

Algunos brazos se alzaron inmediatamente. Otros vacilaron. Él les concedió los dos minutos enteros que la regla requería para tomar una decisión. Entonces contó.

Doscientos noventa y un brazos señalaban al cielo.

– Más del requerido setenta por ciento está a favor de la objeción. -Reprimió su ira-. Nuestro maestre será repudiado en las Crónicas. -No podía creer que estuviera diciendo esas palabras. Ojalá pudiera perdonarlo su viejo amigo. Se apartó un paso del féretro, y regresó al altar-. Como no sentís respeto alguno por nuestro difunto líder, debéis disolveros. Para los que deseen participar, yo iré al Panteón de los Padres dentro de una hora.

Los hermanos desfilaron en silencio hasta que sólo permaneció De Roquefort. El francés se acercó al ataúd. La confianza brillaba en su rugoso rostro.

– Éste es el precio que él paga por su cobardía.

Ya no había necesidad de mantener las apariencias.

– Lamentará usted lo que acaba de hacer.

– ¿El aprendiz se considera maestro? Esperemos al cónclave.

– Usted nos destruirá.

– No, lo que haré será resucitarnos. El mundo necesita conocer la verdad. Lo sucedido todos estos siglos ha sido un error, y ya es hora de rectificarlo.

El senescal no estaba en desacuerdo con esta conclusión, pero había otro aspecto.

– No había ninguna necesidad de profanar a un hombre bueno.

– ¿Bueno para quién?¿Para usted? A mí me trataba con desprecio.

– Que es más de lo que usted se merecía.

Una torva sonrisa se extendió por la pálida cara de De Roquefort.

– Su protector ya no está. Ahora es sólo entre usted y yo.

– Espero el momento de la confrontación.

– Igual que yo. -De Roquefort hizo una pausa-. El treinta por ciento de los hermanos no me apoya, así que le dejaré a usted y a ellos que se despidan de nuestro maestre.

Su enemigo se dio la vuelta y salió de la capilla. El senescal esperó hasta que las puertas se hubieron cerrado, y luego posó una temblorosa mano sobre el féretro. Una red de odio, traición y fanatismo se estaba cerrando en torno a él. Oyó nuevamente sus propias palabras dirigidas al maestre el día anterior.

«Respeto el poder de nuestros adversarios.»

Acababa de discutir con su adversario y había perdido.

Lo cual no presagiaba nada bueno para las horas que se acercaban.

XVI

RENNES-LE-CHÂTEAU, Francia

11:30 am

Malone, que conducía el coche de alquiler, tomó una salida hacia el este por la carretera nacional, justo en las afueras de Couiza, e inició la subida de una tortuosa pendiente. La carretera ofrecía unas impresionantes vistas de rojizas laderas salpicadas de jara, espliego y tomillo. Las altivas ruinas de una fortaleza, sus chamuscadas paredes alzándose como dedos demacrados, se levantaban en la lejanía. La tierra, hasta donde la vista alcanzaba, rezumaba el romanticismo de la historia cuando caballeros saqueadores se lanzaban en picado como águilas desde las fortificadas alturas para caer sobre su enemigo.

Él y Stephanie habían salido de Copenhague alrededor de las cuatro de la mañana y volado a París, donde habían cogido el primer vuelo del día de Air France que se dirigía al sur, a Toulouse. Una hora más tarde se encontraban sobre el terreno y viajando en coche hacia el sudeste del Languedoc.

Por el camino, Stephanie le había hablado del pueblo que se alzaba a cuatrocientos cincuenta metros de altura en la cúspide del desolado montículo por el que estaban ahora subiendo. Los galos habían sido los primeros en habitar la cima de la colina, atraídos por la perspectiva de poder ver hasta una distancia de varias millas a través del extenso valle del río Aude. Pero fueron los visigodos, en el siglo xv, los que construyeron una ciudadela y adoptaron el antiguo nombre celta para el lugar -Rhedae, que significa «carro»-, convirtiendo finalmente este sitio en un centro de comercio. Doscientos años más tarde, cuando los visigodos fueron empujados hacia el sur, a España, los francos convirtieron Rhedae en una ciudad real. En el siglo xiii, sin embargo, la categoría de la ciudad había declinado, y a finales de la Cruzada Albigense fue arrasada. Su posesión pasó a través de varias opulentas casas tanto de Francia como de España, yendo a parar finalmente a uno de los lugartenientes de Simón de Monfort, quien fundó una baronía. La familia hizo construir un château, alrededor del cual brotó una aldea, y el nombre finalmente cambió de Rhedae a Rennes-le-Château. La progenie de Monfort gobernó la tierra y la ciudad hasta 1781, cuando la última heredera, Marie d’Hautpoul de Blanchefort, murió.

– Se dijo que, antes de morir, había transmitido un gran secreto -había dicho Stephanie durante el camino-, un secreto que su familia guardaba desde hacía siglos. No tenía hijos y su marido murió antes que ella, de modo que, como no quedaba nadie, le contó el secreto a su confesor, el abate Antoine Bigou, que era el cura párroco de Rennes.

Ahora, mientras contemplaba la última curva de la estrecha carretera, Malone imaginó cómo debía de haber sido vivir entonces en aquel remoto lugar. Los aislados valles formaban un perfecto lugar de acogida tanto para fugitivos refugiados como para inquietos peregrinos. Resultaba fácil ver por qué la región se había convertido en un parque temático para la imaginación, una meca para entusiastas de misterios y new agers, un lugar donde escritores con una visión única podían forjarse una reputación.

Como Lars Nelle.

La población apareció. Malone redujo la velocidad del coche y cruzó una puerta enmarcada por columnas de piedra caliza. Un rótulo advertía fouilles interdites. Prohibidas las excavaciones.

– ¿Tenían que poner un aviso? -preguntó él.

Stephanie asintió.

– Años atrás, la gente no paraba de cavar con palas por todos los rincones en busca del tesoro. Incluso con dinamita. Era algo que tenía que ser regulado.

La luz del día se iba apagando más allá de la puerta del pueblo. Los edificios de arenisca se alzaban muy apretados, como libros en una estantería, muchos de ellos con tejados muy inclinados, gruesas puertas y enmohecidas verandas de hierro. Una estrecha grand rue, de suelo de pedernal, formaba una breve pendiente. Personas con mochilas y guías Michelin se arrimaban a las paredes a ambos lados, desfilando en fila india arriba y abajo. Malone descubrió un par de tiendas, una librería y un restaurante. Partían callejones de la rue principal en dirección a conjuntos de edificios, aunque no muchos. El pueblo no llegaba a los cuatrocientos cincuenta metros de longitud.

– Sólo un centenar de personas viven aquí permanentemente -dijo Stephanie-. Aunque la visitan cincuenta mil turistas cada año.

– Lars produjo su efecto.

– Más del que yo jamás comprendí.

Señaló al frente y le indicó que torciera a la izquierda. Pasaron por delante de unos quioscos que vendían rosarios, medallas, cuadros y otros recuerdos a algunos visitantes cargados con sus cámaras.

– Vienen autobuses llenos -dijo ella- queriendo creer en lo imposible.

Subieron por otra pendiente y aparcaron el Peugeot en una parcela arenosa que albergaba ya a dos autobuses, los chóferes paseando y fumando un cigarrillo. Una torre de aguas se alzaba a un costado, su maltratada piedra adornada con un signo del zodíaco.

– Las multitudes llegan temprano -dijo Stephanie mientras subían- para ver el domaine de l’Abbé Saunière. El dominio del cura… lo que construyó con todo ese misterioso tesoro que supuestamente encontró.

Malone se acercó a una pared de roca que le llegaba a la cintura. El panorama que tenía ante él, un mosaico de campos, bosques, valles y rocas, se extendía durante millas. Las colinas verde-plateadas estaban salpicadas de castaños y robles. Malone comprobó su situación. La gran masa de los Pirineos, con sus cimas cubiertas de nieve, bloqueaba el horizonte meridional. Un fuerte viento llegaba aullando del oeste, afortunadamente calentado por el sol del verano.

Malone miró a su derecha. A unos treinta metros de distancia, aparecía la torre neogótica con su tejado almenado y un pequeño torreón redondo, una imagen que adornaba la cubierta de muchos libros y folletos turísticos. Se alzaba al borde de un acantilado, solemne y desafiadora, dando la impresión de que se aferraba a la roca. Un largo belvedere se extendía a partir de su lado más lejano, dando la vuelta hasta un invernadero de estructura de hierro, y luego hacia otro grupo de antiguos edificios de piedra, cada uno de ellos rematado con tejas anaranjadas. Deambulaban personas por las murallas, cámara en mano, admirando los valles de abajo.

– Ésa es la Torre Magdala. Vaya vista, ¿no? -preguntó Stephanie.

– Parece fuera de lugar.

– Eso es lo que siempre pensé yo.

A la derecha de la Torre Magdala se levantaba un jardín ornamental que conducía a un compacto edificio estilo Renacimiento. Éste también parecía más propio de otro escenario.

– La Villa Betania -dijo ella-. Saunière la hizo construir también.

Malone se fijó en el nombre. Betania.

– Eso es bíblico. Significa «casa que da una respuesta».

Ella asintió.

– Saunière era inteligente con los nombres. -Y señaló a otros edificios detrás de ellos-. La casa de Lars está en ese callejón. Antes de que vayamos allí, tengo algo que hacer. Mientras caminamos, deje que le cuente lo que sucedió aquí en 1891. Lo que yo leí al respecto la semana pasada. Lo que sacó a este lugar de la oscuridad.

El abate Bérenger Saunière reflexionó sobre la desalentadora tarea que se le presentaba. La Iglesia de Santa María Magdalena había sido construida sobre las ruinas visigodas y consagrada en el 1059. Ahora, ocho siglos más tarde, su interior estaba en ruinas debido a un tejado que filtraba el agua como si no existiera. Los muros se estaban derrumbando, los cimientos desapareciendo. Se necesitaría mucha paciencia y energía para reparar los daños, pero él se consideraba a la altura del reto.

Era un hombre fornido, musculoso, de anchos hombros, de pelo negro, muy corto. Su único rasgo atractivo, y que él utilizaba en su favor, era el hoyuelo de su barbilla. Añadía un aire caprichoso a la rígida expresión de sus negros ojos y espesas cejas. Nacido y criado a poca distancia, en el pueblo de Montazels, conocía bien la geografía de Corbières. Desde su infancia, se había familiarizado con Rennes-le-Château. Su iglesia, dedicada a Santa María Magdalena, había estado en activo sólo de vez en cuando durante décadas, y él nunca había imaginado que algún día sus múltiples problemas serían también suyos.

– Una porquería -le dijo el hombre conocido como Rousset.

Él miró al albañil.

– Conforme.

Otro albañil, Babou, estaba ocupado apuntalando una de las paredes. El arquitecto público de la región había recomendado recientemente que el edificio fuera demolido, pero Saunière jamás permitiría que eso sucediera. Algo en la vieja iglesia exigía que fuera salvada.

– Hará falta mucho dinero para completar la reparación -dijo Rousset.

– Enormes cantidades de dinero. -Y añadió una sonrisa para hacer saber al hombre más viejo que realmente comprendía el desafío-. Pero haremos esta casa digna del Señor.

Lo que no dijo era que se había asegurado ya una buena provisión de fondos. Uno de sus predecesores había dejado un legado de seiscientos francos especialmente para reparaciones. Asimismo, él había conseguido convencer al consejo municipal de que prestase otros mil cuatrocientos francos. Pero la mayor parte de su dinero había llegado por vía secreta cinco años antes. Tres mil francos habían sido donados por la condesa de Chambord, la viuda de Henri, el último barón pretendiente al extinto trono de Francia. En aquella época, Saunière había conseguido llamar bastante la atención hacia sí mismo con sermones antirrepublicanos, sermones que habían agitado sentimientos monárquicos en sus feligreses. Los comentarios llegaron al gobierno, que se los tomó a mal, retirándole el estipendio anual y exigiendo que fuera destituido. En vez de eso, el obispo le suspendió durante nueve meses, pero su acción llamó la atención de la condesa, que estableció contacto con él a través de un intermediario.

– ¿Por dónde empezamos? -preguntó Rousset.

Había dedicado mucha reflexión a este asunto. Las vidrieras habían sido ya reemplazadas, y un nuevo pórtico, ante la entrada Principal, sería completado dentro de poco. Ciertamente la pared norte, donde estaba trabajando Babou, debía ser reparada, instalando un nuevo púlpito y reemplazado el tejado. Pero él sabía por dónde tenían que empezar.

– Comenzaremos por el altar.

Una expresión de extrañeza se dibujó en la cara de Rousset.

– El foco de atención de la gente está ahí -dijo Saunière.

– Como vos digáis, abate.

Le gustaba el respeto que los feligreses más viejos le mostraban, aunque él tenía sólo treinta y ocho años. Los últimos cinco había llegado a gustarle Rennes. Estaba cerca de su casa, y había allí un montón de oportunidades para estudiar las Escrituras y perfeccionar su latín, el griego y el hebreo. También disfrutaba haciendo caminatas por las montañas, paseando y cazando. Pero había llegado la hora de hacer algo constructivo.

Se acercó al altar.

Era de mármol blanco, picado por el agua que había llovido durante siglos a través del poroso techo. Las losas estaban sostenidas por dos recargadas columnas, sus exteriores adornados con cruces visigodas y letras griegas.

– Reemplazaremos el mármol y las columnas -declaró.

– ¿Cómo, abate? -preguntó Rousset-. No hay forma de que podamos levantarlo.

Saunière señaló a donde se encontraba Babou.

– Usaremos la almádena. No hay necesidad de ser delicados.

Babou trajo la pesada herramienta y estudió la tarea. Entonces, con un gran esfuerzo, Babou levantó el martillo y lo descargó contra el centro del altar. El grueso mármol se agrietó, pero la piedra no cedió.

– Es sólida -dijo Babou.

– Dele otro golpe -dijo Saunière con un gesto de ánimo.

De nuevo cayó la almádena y la piedra se rompió, cayendo las dos mitades una sobre otra entre las columnas todavía de pie.

– Se acabó -dijo.

Los dos pedazos fueron rápidamente destrozados en otros más pequeños.

Saunière se inclinó.

– Saquemos todo esto.

– Nosotros lo llevaremos, abate -dijo Babou, dejando a un lado el martillo-. Usted lo amontona.

Los dos hombres levantaron grandes pedazos y se dirigieron a la puerta.

– Llevadlo al cementerio y apiladlo. Tendríamos que hallarle alguna utilidad allí -les gritó.

Cuando se iban, el abate observó que las dos columnas habían sobrevivido a la demolición. De un golpetazo quitó el polvo y los residuos del remate de una de ellas. Sobre la otra quedaba aún un trozo de arenisca, y, cuando arrojó el pedazo al montón, observó debajo un agujero de escoplo poco profundo. El espacio no era mayor que la palma de su mano, seguramente diseñado para albergar el perno de fijación de la parte superior, pero, dentro de la cavidad, le pareció captar como un pequeño espejeo.

Se inclinó un poco y cuidadosamente sopló el polvo.

En efecto, había algo allí.

Un frasco de vidrio.

No mucho más largo que su dedo índice y sólo ligeramente más ancho, su parte superior estaba sellada con cera roja. Miró más detenidamente y vio que el pequeño recipiente contenía un papel enrollado. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. No tenía noticia de que se hubiera realizado ningún trabajo recientemente en el altar, de manera que debía de haber estado allí desde hacía mucho tiempo.

Sacó el objeto de su lugar oculto.

– Ese frasco fue el comienzo de todo -dijo Stephanie.

Malone asintió.

– He leído los libros de Lars también. Pero pensaba que lo que se le atribuía a Saunière era haber hallado tres pergaminos en aquella columna con alguna especie de mensaje cifrado.

Ella movió la cabeza negativamente.

– Eso forma parte del mito que otros añadieron a la historia. Lars y yo hablamos sobre esto. La mayoría de esas ideas falsas se iniciaron en los años cincuenta por un posadero que quería generar negocio. Una mentira trajo otra. Lars nunca aceptó que esos pergaminos fueran reales. Su supuesto texto fue impreso en innumerables libros, pero nadie los ha visto nunca.

– Entonces, ¿por qué escribió sobre ellos?

– Para vender libros. Sé que le dolía, pero de todos modos lo hizo. Siempre decía que la riqueza que Saunière halló podía remontarse a 1891, y procedía de fuera lo que fuese que estaba dentro del frasco de cristal. Pero él era el único que creía eso. -Señaló a otro de los edificios de piedra-. Ésa es la casa parroquial donde vivía Saunière. Hay un museo sobre él ahora. La columna con el pequeño nicho está allí, para que la vea todo el mundo.

Pasaron por delante de los atestados quioscos manteniéndose en la empedrada calzada.

– La Iglesia de María Magdalena -dijo ella, señalando a un edificio románico-. Antaño fue la capilla de los condes locales. Actualmente, por unos pocos euros, se puede ver la gran creación del abate Saunière.

– ¿No lo aprueba usted?

Ella se encogió de hombros.

– Nunca lo aprobé. Ése fue el problema.

A su derecha podía verse un château en ruinas, sus muros exteriores del color del barro bañados por el sol.

– Ésa es la propiedad de los D’Hautpoul -dijo ella-. Se perdió durante la Revolución y acabó en manos del gobierno, y ha sido un montón de escombros desde entonces.

Dieron la vuelta al extremo más lejano de la iglesia y pasaron bajo un portal de piedra adornado con lo que parecía una calavera y unas tibias. Recordó, por el libro que había leído la noche anterior, que el símbolo aparecía en muchas lápidas sepulcrales templarias.

La tierra más allá de la entrada estaba cubierta de guijarros. Él conocía lo que los franceses llamaban el espacio Enclos paroissiaux. Recinto parroquial. Y el recinto parecía típico… un lado limitado por un murete, y el otro arrimado a una iglesia, su entrada un arco triunfal. El cementerio albergaba una profusión de sepulcros, lápidas mortuorias y monumentos conmemorativos. Había tributos florales depositados sobre algunas de las tumbas, y muchas de éstas estaban adornadas, según la tradición francesa, con fotografías de los muertos.

Stephanie se acercó a uno de los monumentos que no mostraba flores ni imágenes, y Malone la dejó hacerlo sola. Sabía que Lars Nelle había sido tan apreciado por los habitantes de la localidad que le habían otorgado el privilegio de ser enterrado en su querido cementerio.

La lápida era sencilla e indicaba solamente el nombre, las fechas y un epitafio de marido, padre, erudito.

Se acercó hasta situarse al lado de la mujer.

– No dudaron ni una sola vez en enterrarle aquí -murmuró ella.

Malone sabía a lo que Stephanie se refería. En tierra sagrada.

– El alcalde de la época dijo que no había ninguna prueba concluyente de que se hubiera suicidado. Él y Lars eran íntimos, y quería que su amigo descansara aquí.

– Es el lugar perfecto -dijo él.

Ella estaba muy entristecida, le constaba a Malone, pero reconocer su dolor sería considerado como una invasión de su intimidad.

– Cometí un montón de errores con Lars -dijo ella-. Y la mayor parte de ellos los pagué con Mark.

– El matrimonio es duro. -El suyo, fracasado a causa del egoísmo, también-. Igual que la paternidad.

– Siempre pensé que la pasión de Lars era una tontería. Yo era una abogada del gobierno que hacía cosas importantes. Él andaba en busca de lo imposible.

– ¿Y por qué está usted aquí?

La mirada de la mujer estaba fija en la tumba.

– Vine para darme cuenta de lo que le debo.

– O de lo que se debe a usted misma.

Ella se apartó de la tumba.

– Quizás lo que nos debemos a ambos -dijo.

Malone dejó el tema.

Stephanie señaló hacia un rincón alejado.

– La amante de Saunière está enterrada allí.

Malone sabía de la amante por los libros de Lars. Ella era dieciséis años más joven que Saunière, y tenía sólo dieciocho cuando dejó su trabajo como sombrerera y se convirtió en el ama de llaves del abate. Permaneció a su lado treinta y un años, hasta su muerte en 1917. Todo lo que Saunière adquirió fue colocado con el tiempo a su nombre, incluyendo toda la tierra y cuentas bancarias, lo que más tarde hizo imposible que nadie, ni siquiera la Iglesia, pudiera reclamarlo. Continuó viviendo en Rennes, vistiendo ropas oscuras y comportándose de forma tan extraña como cuando su amante estaba vivo, hasta su muerte en 1953.

– Era una mujer extraña -dijo Stephanie-. Hizo una declaración, mucho tiempo después de que muriera Saunière, sobre cómo, con lo que él había dejado, se podía alimentar a los habitantes de Rennes durante cien años. Pero lo cierto es que vivió en la pobreza hasta el día de su muerte.

– ¿Alguien llegó a saber por qué?

– Su única afirmación era: «No puedo tocarlo.»

– Yo creía que usted no sabía mucho sobre todo esto.

– No lo sabía, hasta la semana pasada. Los libros y el diario fueron ilustrativos. Lars se pasó un montón de tiempo entrevistando a los vecinos.

– Suena como si eso hubieran sido rumores de segunda o tercera mano.

– Por lo que respecta a Saunière, así era. Lleva muerto mucho tiempo. Pero su amante vivió hasta los años cincuenta, de manera que había mucha gente por aquí en los setenta y ochenta que la conocían. Vendió la Villa Betania en 1946 a un hombre llamado Noël Corbu. Fue él quien lo convirtió en un hotel… el posadero que mencioné que había creado gran parte de la información falsa sobre Rennes. La amante prometió contar el gran secreto de Saunière a Corbu, pero al final de su vida sufrió una apoplejía y fue incapaz de comunicar nada.

Pasearon un rato sobre el duro suelo, crujiendo la arenisca a cada paso.

– Saunière estuvo antaño enterrado aquí también, al lado de ella, pero el alcalde dijo que la tumba corría el peligro de ser saqueada por los buscadores de tesoros. -Movió negativamente la cabeza-. Así que hace unos años sacaron al cura y lo trasladaron a un mausoleo en el jardín. Ahora cuesta tres euros ver su tumba… el precio de la seguridad de un cadáver, supongo.

Malone captó su sarcasmo.

Ella señaló la tumba.

– Recuerdo haber venido aquí hace once años. Cuando llegó Lars por primera vez a finales de los sesenta, nada, excepto dos estropeadas cruces, señalaban las tumbas, cubiertas de malas hierbas y enredaderas. Nadie las cuidaba. Nadie se preocupaba. Saunière y su amante habían sido totalmente olvidados.

Una cadena de hierro rodeaba la parcela, y flores frescas brotaban de unos jarrones hechos de hormigón. Malone observó el epitafio en una de las losas, apenas legible:

AQUI YACE BERENGUER SAUNIÈRE

CURA PÁRROCO DE RENNES-LE-CHÂTEAU

1853-1917

MUERTO EL 22 DE ENERO DE 1917

A LA EDAD DE 64 AÑOS

– He leído en alguna parte que la losa era demasiado frágil para moverla -dijo ella-, así que la dejaron. Más cosas para que los turistas las vean.

Malone se fijó en la tumba de la amante.

– ¿Ella no era un objetivo para los oportunistas también?

– Aparentemente, no, ya que la dejaron aquí.

– ¿No fue un escándalo su relación?

Stephanie se encogió de hombros.

– Fuera cual fuese la riqueza que Saunière adquirió, él la repartió. ¿Vio usted la torre de aguas del aparcamiento? La hizo construir él para la población. Igualmente financió la pavimentación de carreteras, la reparación de algunas casas, y prestó dinero a personas en apuros. Así que le perdonaron las debilidades que hubiera podido tener. Y no era infrecuente que los curas en aquella época tuvieran un ama de llaves. O al menos eso fue lo que Lars escribió en uno de sus libros.

Un grupo de ruidosos visitantes dobló la esquina tras ellos y se dirigió a la tumba.

– Vienen aquí a papar moscas -dijo Stephanie, con un deje de desprecio en su voz-. No sé si se comportarían así en su país, en el cementerio donde están enterrados sus seres queridos.

El bullicioso grupito se acercó, y un guía turístico empezó a hablar de la amante. Stephanie se retiró y Malone la siguió.

– Esto es sólo una atracción para ellos -dijo Stephanie en voz baja-. Donde el abate Saunière descubrió su tesoro y supuestamente decoró su iglesia con mensajes que de algún modo conducen hasta él. Resulta difícil imaginar que alguien se trague esta basura.

– ¿No fue sobre eso sobre lo que Lars escribió?

– Hasta cierto punto. Pero piense en ello, Cotton. Incluso si el cura encontró un tesoro, ¿por qué iba a dejar un mapa para que otro lo hallara? Construyó todo esto durante su vida. Lo último que hubiera querido era que alguien lo usurpara. -Movió negativamente la cabeza-. Esto sirve para crear grandes libros, pero no es cierto.

Malone se disponía a preguntar más cuando observó que la mirada de Stephanie se desviaba hacia otro rincón del cementerio, más allá de un tramo de escaleras que conducían a la sombra de un roble. En las sombras descubrió una tumba reciente decorada con ramitas de múltiples colores, y donde el plateado rótulo de la lápida brillaba contra un fondo de color gris mate.

Stephanie se dirigió hacia ella, y Malone la siguió.

– Dios mío -dijo ella, con la preocupación en su cara.

Malone leyó el rótulo: Ernest Scoville. Luego hizo números a partir de las fechas anotadas. El hombre tenía setenta y tres años cuando murió.

La semana pasada.

– ¿Le conocía usted? -quiso saber.

– Hablé con él hace tres semanas. Poco después de recibir el diario de Lars. -Su atención se había detenido en la tumba-. Era una de las personas que mencioné, las que trabajaban con Lars y con las que necesitábamos hablar.

– ¿Le dijo usted lo que tenía pensado hacer?

Ella asintió lentamente.

– Le hablé de la subasta del libro y de que venía a Europa.

Malone no podía creer lo que estaba oyendo.

– Creo recordar que anoche me dijo usted que nadie sabía nada.

– Le mentí.

XVII

Abadía des Fontaines

1:00 pm

De Roquefort estaba encantado. Su primera confrontación con el senescal había sido una resonante victoria. Solamente seis maestres habían sido objetados con éxito, y los pecados de esos hombres iban desde el robo a la cobardía, y a lujuria por una mujer, todos ellos siglos atrás, en las décadas posteriores a la Purga, cuando la hermandad era débil y caótica. Desgraciadamente, el castigo de una objeción era más simbólico que punitivo. El ejercicio del maestre seguiría reflejado en las Crónicas, sus fallos y logros debidamente registrados, aunque una anotación proclamaría que sus hermanos le habían considerado «indigno de recuerdo».

Las pasadas semanas, sus lugartenientes se habían asegurado de que los exigidos dos tercios votarían y enviarían un mensaje al senescal. Aquel indigno estúpido tenía que enterarse de lo difícil que le iba a resultar la lucha que le esperaba. De hecho, el insulto de ser objetado no afectaba realmente al maestre. En todo caso, sería enterrado con sus predecesores. No, la negativa era más bien una manera de rebajar al supuesto sucesor… y hacer que surgieran aliados. Era un antiguo instrumento, creado por la regla, de una época en que el honor y la memoria significaban algo. Pero que había resucitado triunfalmente como la salva inaugural en una guerra que debería haber acabado al crepúsculo.

Él iba a ser el próximo maestre.

Los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón habían existido, ininterrumpidamente, desde 1118. Felipe IV de Francia, que había llevado el inapropiado nombre de Felipe el Hermoso, había tratado en 1307 de exterminarlos. Pero, al igual que el senescal, también había subestimado a sus oponentes, y sólo consiguió que la orden se retirara a la clandestinidad.

Antaño, decenas de miles de hermanos administraban encomiendas, granjas, templos y castillos en nueve mil haciendas esparcidas por Europa y Tierra Santa. Sólo la visión de un hermoso caballero ataviado de blanco y llevando la cruz roja paté provocaba el temor en sus enemigos. A los hermanos se les garantizaba la inmunidad de la excomunión y no se les exigía que pagaran tributos feudales. La orden tenía permiso para conservar todo el botín de guerra. Sometida sólo al papa, la Orden del Temple era un Estado en sí misma.

Pero no se libraban combates desde hacía setecientos años. En vez de ello, la orden se había retirado a una abadía de los Pirineos y rodeado del secreto como una simple comunidad monástica. Se mantenían las relaciones con los obispos de Toulouse y Perpiñán, y se cumplía con todas las obligaciones exigidas por la Iglesia romana. No ocurría nada que llamara la atención, distinguiera a la abadía, o hiciera que la gente se preguntara qué podía estar sucediendo tras sus muros. Todos los hermanos efectuaban dos series de votos. Una para con la Iglesia, que se hacía por necesidad. La otra para con la hermandad, que lo significaba todo. Se llevaban a cabo todavía los antiguos ritos, aunque ahora al amparo de la oscuridad, detrás de gruesas murallas, con las puertas de la abadía cerradas a cal y canto.

Y todo por el Gran Legado.

La paradójica futilidad de ese deber le disgustaba. La orden existía para guardar el Legado, pero el Legado no existiría de no ser por la orden.

Un dilema, seguramente.

Pero, con todo, un deber.

Su vida entera había sido el preámbulo de las próximas horas. Nacido de padres desconocidos, había sido criado por los jesuitas en una escuela religiosa cerca de Burdeos. En el Inicio, los hermanos eran principalmente criminales arrepentidos, amantes desengañados, proscritos. Hoy era gente de toda condición. El mundo secular era el que generaba la mayoría de neófitos, pero la sociedad religiosa producía sus verdaderos líderes. Los últimos diez maestres habían recibido todos una educación conventual. La suya había sido en la universidad de París, luego se había completado en el seminario de Aviñón. Permaneció allí y enseñó durante tres años antes de ser abordado por la orden. Entonces abrazó la regla con un entusiasmo desbordante.

Durante sus sesenta y cinco años no había conocido la carne de una mujer, ni tampoco había sido tentado por un hombre. Ser ascendido a mariscal, le constaba, había sido una manera de que el anterior maestre aplacara su ambición, quizás incluso una trampa por la que podría generar suficientes enemigos que hicieran imposible su posterior ascenso. Pero él utilizó sus cartas juiciosamente, haciendo amigos, construyendo lealtades, acumulando favores. La vida monástica le sentaba bien. Durante la pasada década había estudiado detenidamente las Crónicas y actualmente estaba versado en todos los aspectos -buenos y malos- de la historia de la orden. No repetiría los errores del pasado. Creía fervientemente que, en el Inicio, el aislamiento autoimpuesto de la hermandad era lo que había acelerado su caída. El secreto engendraba a la vez un aura y una sospecha… un simple paso desde allí a la recriminación. Así que había que acabar con ello. Setecientos años de silencio tenían que ser quebrantados.

Su hora había llegado.

La regla era clara.

«Existe la obligación de que, cuando algo sea ordenado por el maestre, no haya vacilación en su cumplimiento, pero la cosa debe hacerse sin demora, como si hubiera sido ordenado desde el Cielo.»

El teléfono de su escritorio emitió un suave timbre, y él levantó el auricular.

– Nuestros dos hermanos de Rennes-le-Château -le dijo su ayudante de mariscal- han informado de que Stephanie Nelle y Malone están ahora allí. Tal como usted predijo, fueron directamente al cementerio y encontraron la tumba de Ernest Scoville.

Es bueno conocer a tus enemigos.

– Haga que nuestros hermanos se limiten a observar, pero que estén preparados para actuar.

– Sobre el otro asunto que nos pidió investigar puedo decirle que aún no tenemos ni idea de quién atacó a los hermanos en Copenhague.

Aborrecía los fallos.

– ¿Está todo preparado para esta tarde?

– Estaremos listos.

– ¿Cuántos hermanos acompañaron al senescal en la Sala de los Padres?

– Treinta y cuatro.

– ¿Todos identificados?

– Todos y cada uno de ellos.

– Se le dará a cada hombre una oportunidad de unirse a nosotros. En caso contrario, habrá que tratar con ellos. Procuremos, sin embargo, que la mayoría se nos una. Lo que no debería plantear ningún problema. A pocos les gusta formar parte de una causa perdida.

– El consistorio empieza a las seis de la tarde.

Al menos el senescal estaba desempeñando su deber, llamando a sesión antes de la caída del sol. El consistorio era la variable de la ecuación -un procedimiento especialmente concebido para impedir la manipulación-, pero era algo que había sido estudiado durante mucho tiempo, y previsto.

– Estad preparados -dijo-. El senescal usará la rapidez para crear confusión. Así es como su maestre consiguió la elección.

– No aceptará la derrota alegremente.

– Tampoco esperaría que lo hiciera. Por eso tengo una sorpresa esperándole.

XVIII

Rennes-le-Château

1:30 pm

Malone y Stephanie se abrieron paso a través de la atestada aldea. Otro autobús lo hacía por la rue central, circulando con calma en dirección al aparcamiento. Hacia la mitad de la calle, Stephanie entró en un restaurante y habló con su propietario. Malone les echó el ojo a algunos platos de pescado de delicioso aspecto que los comensales estaban disfrutando, pero comprendió que la comida tendría que esperar.

Estaba furioso porque Stephanie le hubiera mentido. O no apreciaba, o no comprendía la gravedad de la situación. Hombres decididos, deseosos de morir y matar, andaban tras alguna cosa. Había visto a gente como ellos muchas veces, y cuanta más información poseyera, más probabilidades de éxito. Ya era bastante duro tratar con el enemigo; tener que preocuparse por un aliado agravaba la situación.

Al salir del restaurante, Stephanie dijo:

– A Ernest Scoville le atropello un coche la semana pasada mientras daba su paseo diario fuera de las murallas. Tenía muchas simpatías. Llevaba viviendo aquí mucho tiempo.

– ¿Alguna pista sobre el coche?

– No hay testigos. Nada en qué basarse.

– ¿Conocía usted realmente a Scoville?

Ella asintió.

– Pero no significaba nada para mí. Él y yo raras veces hablábamos. Se puso al lado de Lars.

– ¿Entonces por qué lo llamó usted?

– Era el único al que creí que podía preguntarle por el diario de Lars. Se mostró educado, considerando que hacía años que no nos dirigíamos la palabra. Quería ver el diario. Así que planeé compensarle mientras estaba aquí.

Malone se hizo preguntas sobre ella. Malas relaciones con su marido, su hijo y los amigos de su marido. El origen de su remordimiento era claro, pero lo que tenía pensado hacer al respecto seguía nebuloso.

Stephanie hizo un gesto indicando que echaran a andar.

– Querría comprobar la casa de Ernest. Poseía una magnífica biblioteca. Me gustaría ver si sus libros siguen allí.

– ¿Tenía esposa?

Ella negó con la cabeza.

– Era un solitario. Habría sido un excelente ermitaño.

Tomaron por uno de los callejones laterales entre más filas de edificios que parecían todos construidos para unos dueños muertos hacía tiempo.

– ¿Cree usted realmente que hay un tesoro escondido en las inmediaciones? -preguntó Malone.

– Es difícil decirlo, Cotton. Lars solía decir que el noventa por ciento de la historia de Saunière es ficción. Yo le reprendí por perder el tiempo en algo tan estúpido. Pero él siempre contraatacaba con el diez por ciento de verdad. Eso es lo que le cautivaba, y, en buena parte, también a Mark. Al parecer ocurrieron cosas extrañas aquí hace cien años.

– ¿Se refiere usted otra vez a Saunière?

Ella asintió.

– Ayúdeme a comprender.

– La verdad, yo también necesito ayuda en esto. Pero puedo contarle más de lo que sé sobre Bérenger Saunière.

– No puedo abandonar una parroquia donde me retiene mi interés -le dijo Saunière al obispo mientras se encontraba ante el hombre de edad avanzada en el palacio episcopal de Carcasona, a treinta kilómetros al norte de Rennes-le-Château.

Había evitado aquella reunión durante meses con informes de su médico de que no podía viajar por enfermedad. Pero el obispo era persistente, y la última petición de audiencia había sido entregada por un policía que tenía instrucciones de acompañarle personalmente de vuelta.

– Lleva usted una vida mucho más magnífica que la mía -dijo el obispo-. Quisiera una declaración relativa al origen de sus recursos económicos, que parecen tan repentinos e importantes.

– Ay, Monseigneur, me pide usted lo único que no puedo revelar. Grandes pecadores a los que, con la ayuda de Dios, he mostrado el camino de la penitencia, me han entregado estas considerables sumas. No deseo traicionar el secreto de confesión dando sus nombres.

El obispo pareció considerar su argumento. Era bueno, y podía funcionar.

– Entonces hablemos de su estilo de vida. Eso no está protegido por el secreto de confesión.

Él fingió inocencia.

– Mi estilo de vida es bastante modesto.

– Esono es lo que me han dicho.

– Su información debe de ser errónea.

– Veamos. -El obispo abrió la tapa de un grueso libro que tenía ante él-. Hice realizar un inventario, que es bastante interesante.

A Saunière no le gustaba aquel tono. Su relación con el anterior obispo había sido relajada y cordial, y él había disfrutado de una gran libertad. Este nuevo obispo era algo completamente distinto.

– En 1891 emprendió usted una renovación de la iglesia parroquial. En aquella época reemplazó usted las ventanas, construyó un pórtico, instaló un nuevo altar y otro púlpito, y reparó el tejado. Su coste, aproximadamente dos mil doscientos francos. Al año siguiente fueron remozadas las paredes exteriores y reemplazado el suelo del interior. Vino luego un nuevo confesionario, setecientos francos, estatuas y estaciones del Via Crucis, todo tallado en Toulouse por Giscard, tres mil doscientos francos. En 1898 fue añadida una arqueta para las colectas, cuatrocientos francos. Después, en 1900, un bajorrelieve de Santa María Magdalena, muy primoroso me han dicho, fue colocado en el frontal del altar.

Saunière se limitaba a escuchar. Evidentemente, el obispo tenía acceso a los archivos de la parroquia. El antiguo tesorero había dimitido unos años atrás, declarando que había encontrado sus deberes contrarios a sus creencias. Evidentemente alguien había seguido sus actividades.

– Llegué aquí en 1902 -dijo el obispo-. Durante los últimos ocho años he intentado (en vano, podría añadir) que compareciera usted ante mí para responder a mis preocupaciones. Pero durante ese tiempo, consiguió usted construir la Villa Betania adyacente a la iglesia. Es, según me han dicho, de construcción burguesa, un pastiche de estilos, todo de piedra tallada. Hay vidrieras, un salón comedor, sala de estar y dormitorios. Es donde usted entretiene a sus muchos invitados, según he oído.

El comentario estaba seguramente pensado para suscitar una respuesta, pero él no dijo nada.

– Está luego la Torre Magdala, su disparate de biblioteca que domina el valle. Decorada con la más fina carpintería en madera, según me han dicho. A esto se añaden sus colecciones de sellos y tarjetas postales, que son enormes, e incluso algunos animales exóticos. Todo eso vale muchos miles de francos. -El obispo cerró el libro-. Los ingresos de su parroquia son sólo de doscientos cincuenta francos al año. ¿Cómo es posible que haya amasado todo eso?

– Como he dicho, Monseigneur, he sido receptor de muchas donaciones de almas que quieren ver prosperar a mi parroquia.

– Ha estado usted traficando con misas -declaró el obispo-. Vendiendo los sacramentos. Su crimen es la simonía.

Le habían advertido de que ésa era la acusación con que se enfrentaría.

– ¿Por qué me hace usted reproches? Mi parroquia, cuando llegué, se encontraba en un estado lamentable. Es, a fin de cuentas, el deber de mis superiores garantizar a Rennes-le-Château una iglesia digna de los fieles y una vivienda decente al pastor. Pero desde hace un cuarto de siglo he trabajado y reconstruido y embellecido la iglesia sin pedir ni un céntimo a la diócesis. Me parece que merezco sus felicitaciones en vez de acusaciones.

– ¿Cuánto dice usted que se ha gastado en todas esas mejoras?

El cura decidió contestar.

– Ciento noventa y tres mil francos.

El obispo se rió.

– Abate, con eso no habría comprado los muebles, las estatuas y las vidrieras. Según mis cálculos, ha gastado usted más de setecientos mil francos.

– No estoy familiarizado con las prácticas contables, así que no soy capaz de decir cuáles fueron los costes. Todo lo que sé es que la gente de Rennes adora su iglesia.

– Los funcionarios declaran que usted recibe de cien a ciento cincuenta giros postales al día. Proceden de Bélgica, Italia, Renania, Suiza y de toda Francia. Oscilan entre cinco y cuarenta francos cada uno. Frecuenta usted el Banco de Couiza, donde son convertidos en efectivo. ¿Cómo explica usted eso?

– Toda mi correspondencia es manejada por mi ama de llaves. Ella la abre y contesta a todas las cuestiones. Esa pregunta debería ser dirigida a ella.

– Es usted el que aparece en el banco.

Él se mantuvo en sus trece.

– Debería preguntarle a ella.

– Desgraciadamente, no está sujeta a mi autoridad.

El cura se encogió de hombros.

– Abate, está usted traficando con misas. Está claro, al menos para mí, que esos sobres que llegan a su parroquia no son notas de amigos sinceros. Pero aún hay algo más inquietante.

Él permaneció en silencio.

– He hecho un cálculo. A menos que esté usted cobrando sumas exorbitantes por las misas (y la última tarifa que conocí entre los pecadores era de cincuenta céntimos), tendría que decir misa veinticuatro horas al día durante trescientos años para acumular toda la riqueza que usted ha gastado. No, abate, el traficar con misas es una fachada, una que usted ha concebido, para ocultar la verdadera fuente de su buena fortuna.

Aquel hombre era más inteligente de lo que parecía.

– ¿Alguna respuesta?

– No, Monseigneur.

– Entonces queda usted relevado de sus deberes en Rennes, e informará inmediatamente a la parroquia de Coustouge. Además, queda usted suspendido, sin ningún derecho a decir misa o administrar los sacramentos en la iglesia, hasta nuevo aviso.

– ¿Y cuánto tiempo durará esta suspensión? -preguntó con calma el abate.

– Hasta que el Tribunal Eclesiástico pueda oír su apelación, que estoy seguro que usted presentará inmediatamente.

– Saunière apeló -dijo Stephanie- incesantemente hasta el mismísimo Vaticano, pero murió en 1917 antes de ser reivindicado. Lo que hizo, sin embargo, fue abandonar la Iglesia, aunque jamás se marchó de Rennes. Simplemente se quedó diciendo misa en la Villa Betania. Los vecinos le adoraban, así que boicotearon al nuevo abate. Recuerde, toda la tierra que rodeaba la iglesia, incluyendo la villa, pertenecía a la amante de Saunière (en eso fue muy listo), de manera que la Iglesia no podía hacer nada al respecto.

Malone quería saber.

– ¿Cómo pagó todas aquellas mejoras?

Ella sonrió.

– Ésa es una pregunta que muchos han tratado de contestar. Incluyendo mi marido.

Recorrieron otro de aquellos sinuosos callejones, bordeados por más casas melancólicas, sus piedras del color de la madera muerta descortezada.

– Ernest vivía ahí delante -dijo.

Se acercaron a un antiguo edificio alegrado por rosas color pastel que se encaramaban a una pérgola de hierro forjado. Subiendo tres escalones de piedra, aparecía una puerta en un hueco. Malone atisbo a través del cristal de la puerta, pero no vio ninguna prueba de abandono.

– El lugar parece estar muy bien cuidado.

– Ernest era obsesivo.

Malone probó con el pomo. Cerrado.

– Me gustaría entrar -dijo ella desde la calle.

Él miró a su alrededor. A unos seis metros a su izquierda, el callejón terminaba en la pared exterior. Más allá surgía un cielo azul salpicado de hinchadas nubes. No había nadie a la vista. Se dio la vuelta y, con el codo, rompió el cristal. Metió luego la mano en el interior y abrió la cerradura.

Stephanie subió tras él.

– Usted primero -dijo Malone.

XIX

Abadía des Fontaines

2:00 pm

El senescal empujó la verja de hierro y encabezó el cortejo de dolientes a través de la antigua arcada. La entrada al subterráneo Panteón de los Padres estaba ubicada dentro de los muros de la abadía, al final de un largo pasadizo, donde uno de los edificios más antiguos se apoyaba en la roca. Mil quinientos años antes, unos monjes ocuparon por primera vez las cavernas que había más allá, viviendo en los sombríos nichos. A medida que fueron llegando más y más penitentes, se fueron erigiendo edificios. Las abadías tendían, o bien a crecer espectacularmente, o a menguar, y ésta había caído en un frenesí de construcción que duró siglos, continuó con los Caballeros del Temple, que calladamente se hicieron con su propiedad a finales del siglo xiii. La casa matriz de la orden -maison chèvetaine, como la llamaba la regla- había estado primeramente localizada en Jerusalén, luego en Acre, después en Chipre, terminando finalmente aquí después de la Purga. Con el tiempo, el complejo fue rodeado de murallas y torres almenadas, y la abadía creció hasta llegar a convertirse en una de las más grandes de Europa, instalada a gran altura en los Pirineos, aislada tanto por la geografía como por la regla. Su nombre procedía del cercano río, los saltos de agua y la abundancia de napas subterráneas. Abadía des Fontaines. Abadía de las fuentes.

El senescal bajó por unos estrechos peldaños labrados en la roca. Las suelas de sus zapatillas de lona resbalaban en la húmeda piedra. Donde antaño antorchas de aceite proporcionaban luz, candelabros eléctricos iluminaban ahora el camino. Tras él venían los treinta y cuatro hermanos que habían decidido unirse a su causa. Al pie de la escalera, se adelantó silenciosamente hasta el túnel abierto en una sala abovedada. Una columna de piedra se alzaba en el centro, como el tronco de un árbol envejecido.

Los hermanos se reunieron lentamente en torno al féretro de roble, que ya había sido llevado al interior y dejado sobre un plinto de piedra. A través de nubes de incienso ascendían melancólicos cánticos.

El senescal dio un paso adelante y el cántico se detuvo.

– Hemos venido a honrarle. Recemos -dijo en francés.

Lo hicieron, y luego se cantó un himno.

– Nuestro maestre nos condujo con sabiduría. Vosotros, aquellos que sois leales a su memoria, cobrad ánimo. Él se hubiera sentido orgulloso.

Transcurrieron unos momentos de silencio.

– ¿Qué nos aguarda? -preguntó discretamente uno de los hermanos.

Hacer politiqueo no era adecuado en la Sala de los Padres, pero, con cierta aprensión, se permitió una relajación de la regla.

– Incertidumbre -declaró-. El hermano De Roquefort está dispuesto a tomar el poder. Aquellos de vosotros que seáis seleccionados para el cónclave deberéis esforzaros para detenerlo.

– Será nuestra perdición -murmuró otro hermano.

– Estoy de acuerdo -dijo el senescal-. Él cree que de alguna manera puede vengar los pecados de setecientos años. Aunque pudiéramos, ¿por qué? Nosotros sobrevivimos.

– Sus seguidores han estado presionando con dureza. Los que se opongan a él serán castigados.

El senescal sabía que ése era el motivo por el que tan pocos habían venido al Panteón.

– Nuestros antepasados se enfrentaron a muchos enemigos. En Tierra Santa se levantaban contra los sarracenos y morían con honor. Aquí, soportaron las torturas de la Inquisición. Nuestro maestro, De Molay, fue quemado en la hoguera. Nuestra tarea es permanecer fíeles.

Débiles palabras, lo sabía, pero había que decirlas.

– De Roquefort quiere la guerra con nuestros enemigos. Uno de sus seguidores me dijo que incluso intenta recuperar el sudario.

Hizo un gesto de disgusto. Otros radicales habían propuesto esa demostración de fuerza con anterioridad, pero cada maestre había reprimido la acción.

– Tenemos que detenerlo en el cónclave. Por suerte, no puede controlar el proceso de selección.

– Me da miedo -dijo un hermano, y el silencio que siguió indicaba que los demás estaban de acuerdo.

Al cabo de una hora de plegaria, el senescal dio la señal. Cuatro porteadores, cada uno de ellos vestido con túnica carmesí, levantaron el féretro del maestre.

El senescal se dio la vuelta y se acercó a dos columnas de pórfido rojo entre las que se alzaba la Puerta del Oro. El nombre no le venía de su composición, sino de lo que una vez almacenó en su interior.

Cuarenta y tres maestres yacían en sus propios locoli, bajo un techo de roca suavemente pulimentada y pintado de azul oscuro, sobre el que estrellas doradas brillaban bajo la luz. Hacía mucho tiempo que sus cuerpos se habían convertido en polvo. Sólo quedaban huesos, encerrados dentro de osarios, cada uno de los cuales mostraba el nombre del maestre y las fechas de su servicio. A la derecha del senescal había unos nichos vacíos, uno de los cuales albergaría el cuerpo de su maestre durante el año siguiente. Sólo entonces, un hermano regresaría y trasladaría los huesos a un osario. La práctica de enterramiento que la orden había utilizado durante tanto tiempo era la propia de los judíos en Tierra Santa en la época de Cristo.

Los porteadores depositaron el ataúd en la cavidad designada. Una profunda tranquilidad reinaba en la semioscuridad.

Pensamientos sobre su amigo cruzaron por la mente del senescal. El maestre era el hijo más joven de un acaudalado comerciante belga. Había sido atraído por la Iglesia sin una razón clara… simplemente, algo le había empujado a hacerlo. Había sido reclutado por uno de los muchos oficiales de la orden, hermanos apostados en todo el globo, bendecidos con un buen ojo para detectar a los reclutas. La vida monástica le había sentado bien al maestre. Y aunque no era de alto rango, en el cónclave, después de que su predecesor muriera, los hermanos habían gritado al unísono: «Que sea el maestre.» De manera que hizo el juramento. «Me ofrezco al Dios omnipotente y a la Virgen María para la salvación de mi alma y así permaneceré en esta vida todos los días hasta mi último aliento.» El senescal había adquirido el mismo compromiso.

Permitió que sus pensamientos derivaran hacia el comienzo de la orden… los gritos de guerra, los quejidos de los hermanos heridos y agonizantes, los angustiados gemidos durante el entierro de aquellos que no habían sobrevivido al combate. Ése había sido el estilo de los templarios. Los primeros en participar, los últimos en marcharse. Raymond de Roquefort anhelaba aquellos tiempos. Pero ¿Por qué? La futilidad de esa actitud combativa se había demostrado cuando la Iglesia y la Corona se volvieron contra los templarios en la época de la Purga, sin mostrar la menor consideración por doscientos años de leal servicio. Muchos hermanos fueron quemados en la hoguera, otros torturados y tullidos de por vida, y todo por simple codicia. Para el mundo entero, los Caballeros del Temple eran una leyenda. Un recuerdo de antaño. Nadie se preocupaba de si existían o no, de modo que rectificar una injusticia parecía inútil.

Los muertos a los muertos.

De nuevo paseó su mirada alrededor de los cofres de piedra, luego despidió a los hermanos, excepto a uno. Su ayudante. Necesitaba hablar con él a solas. El joven se acercó.

– Dime, Geoffrey -dijo el senescal-.¿Estabais conspirando tú y el maestre?

Los ojos del hombre centellearon por la sorpresa.

– ¿Qué quiere usted decir?

– ¿Te pidió el maestre que hicieras algo para él recientemente? Vamos, no me mientas. Él se ha ido, y yo estoy aquí.

Pensó que recordarle quién mandaba le haría más fácil enterarse de la verdad.

– Sí, senescal. Envié por correo dos paquetes por encargo del maestre.

– Háblame del primero.

– Grueso y pesado, como un libro. Lo envié mientras estaba en Aviñón, hace más de un mes.

– ¿Y el segundo?

– Lo mandé el lunes, desde Perpiñán. Era una carta.

– ¿A quién iba dirigida la carta?

– A Ernest Scoville, en Rennes-le-Château.

El joven se santiguó rápidamente, y el senescal vio confusión y sospecha.

– ¿Qué pasa?

– El maestre dijo que me haría usted esas preguntas.

La información le llamó la atención.

– Dijo que cuando usted lo hiciera, yo debería decirle la verdad. Pero también dijo que fuera usted advertido. Aquellos que han emprendido el camino que usted se dispone a tomar han sido muchos, pero ninguno ha logrado triunfar. Dijo que le deseara a usted buena suerte.

Su mentor era un hombre brillante que evidentemente sabía mucho más de lo que nunca había dicho.

– Dijo también que debía usted terminar la búsqueda. Es su destino. Tanto si se da usted cuenta como si no.

Ya había oído bastante. Quedaba explicado ahora lo de la caja de madera vacía hallada en el armario de la cámara del maestre. El libro que buscaba en su interior había desaparecido. El maestre lo había enviado. Con un gesto gentil de su mano, despidió al ayudante. Geoffrey se inclinó, y luego se apresuró hacia la Puerta del Oro.

Algo se le ocurrió de repente al senescal.

– Espera. No me has dicho adonde fue enviado el primer paquete, el «libro».

Geoffrey se detuvo, y se dio la vuelta, pero no dijo nada.

– ¿Por qué no contestas?

– No es correcto que hablemos de esto. Aquí, al menos. Con él tan cerca.

La mirada del joven se dirigió al féretro.

– Me dijiste que él quería que yo supiera.

La ansiedad se reflejaba en sus ojos cuando le devolvió la mirada.

– Dime adónde fue enviado el libro.

Aunque ya lo sabía, el senescal necesitaba oír las palabras.

– A Norteamérica. A una mujer llamada Stephanie Nelle.

XX

Rennes-le-Château

2:30 pm

Malone examinó el interior de la modesta casa de Ernest Scoville. La decoración era una colección ecléctica de antigüedades británicas, arte español del siglo xii y cuadros franceses no muy notables. Calculó que estaba rodeado por un millar de volúmenes, en su mayoría libros de bolsillo y envejecidas tapas duras, cada estantería arrimada a una pared exterior y meticulosamente arreglada según temas y tamaños. Periódicos viejos, apilados por años, en orden cronológico. Lo mismo sucedía con las revistas. Todo hacía referencia a Rennes, Saunière, la historia francesa, la Iglesia, los templarios y Jesucristo.

– Al parecer, Scoville era un experto en la Biblia -dijo, señalando unas filas.

– Se pasó la vida estudiando el Nuevo Testamento. Era la fuente bíblica de Lars.

– No parece que nadie haya registrado esta casa.

– Quizás lo hayan hecho con cuidado.

– Cierto. Pero ¿Qué estaban buscando?¿Qué estamos buscando nosotros?

– No lo sé. Lo único que sé es que hablé con Scoville, y luego, dos semanas más tarde, ha muerto.

– ¿Qué podía saber que valiera la pena matarlo por ello?

Ella se encogió de hombros.

– Nuestra conversación fue agradable. Yo sinceramente creía que era él quien me había enviado el diario. Él y Lars trabajaban estrechamente. Pero Scoville no sabía nada de que me hubieran mandado el diario, aunque deseaba leerlo. -Stephanie interrumpió su examen-. Mire todo esto. Estaba obsesionado. -Movió negativamente la cabeza-. Lars y yo discutimos sobre esto durante años. Siempre pensé que Lars estaba derrochando su talento. Era un buen historiador. Debería haber estado ganando un salario decente en una universidad, publicando investigación verosímil. En vez de ello, andaba por todo el mundo persiguiendo sombras.

– Era un autor de éxito.

– Sólo su primer libro. El dinero era otra de nuestras constantes discusiones.

– Parece usted una mujer con un montón de remordimientos.

– ¿Acaso no tiene usted algunos? Recuerdo que no se tomó usted muy bien lo del divorcio de Pam.

– A nadie le gusta fracasar.

– Al menos, su esposa no se mató.

No le faltaba razón.

– Dijo usted, mientras veníamos, que Lars creía que Saunière descubrió un mensaje dentro de aquel frasquito hallado en la columna. ¿De quién era el mensaje?

– En su diario, Lars escribió que era probablemente de uno de los predecesores de Saunière, Antoine Bigou, que desempeñó el cargo de cura párroco en Rennes durante la última parte del siglo xviii, en la época de la Revolución francesa. Lo mencioné en el coche. Era el cura al que Marie d’Hautpoul le contó el secreto familiar antes de morir.

– ¿De manera que Lars pensaba que el secreto de la familia estaba guardado en el frasco?

– No es tan sencillo. La historia sigue. Marie d’Hautpoul se casó con el último marqués de Blanchefort en 1732. El linaje de los De Blanchefort se remonta hasta la época de los templarios. La familia tomó parte tanto en las Cruzadas a Tierra Santa como en la Albigense. Uno de sus antepasados fue incluso maestre de los templarios a mediados del siglo xii, y la familia controló el municipio de Rennes y las tierras de los alrededores durante siglos. Cuando los templarios fueron arrestados en 1307, los De Blanchefort dieron refugio a muchos fugitivos de los hombres de Felipe IV. Se dice incluso, aunque nadie lo sabe con certeza, que algunos miembros de la familia De Blanchefort pasaron a formar parte de los templarios después de eso.

– Parece usted Henrik. ¿Cree realmente que los templarios siguen ahí?

– No tengo ni idea. Pero algo que dijo el hombre de la catedral no deja de venirme a la memoria. Citó a San Bernardo de Clairvaux, el monje del siglo xii que contribuyó al ascenso de los templarios. Yo hice como si no supiera de lo que estaba hablando. Pero Lars escribió muchas cosas sobre él.

Malone también recordaba el nombre del libro que había leído en Copenhague. Bernardo de Fontaines era un monje cisterciense que fundó un monasterio en Clairvaux en el siglo xii. Fue un pensador destacado y ejerció gran influencia dentro de la Iglesia, convirtiéndose en consejero íntimo del papa Inocencio II. Su tío era uno de los nueve templarios originales, y fue Bernardo el que convenció a Inocencio II de que otorgara a los templarios su inaudita regla.

– El hombre de la catedral dijo que conocía a Lars -prosiguió Stephanie-. Incluso dio a entender que había hablado con él del diario, y que Lars le había desafiado. El hombre de la Torre Redonda también trabajaba para él (quiso que yo lo supiera), y ese hombre lanzó el grito de batalla templario antes de saltar.

– Podía ser todo una mascarada para desconcertarla a usted.

– Estoy empezando a dudarlo.

Malone estaba de acuerdo, especialmente por lo que había observado cuando salían del cementerio. Pero por el momento prefirió guardárselo para sí mismo.

– Lars escribió en su diario sobre el secreto de los De Blanchefort, un secreto que al parecer se remontaba a 1307, la época del arresto de los templarios. Halló bastantes referencias a ese supuesto deber familiar en documentos del período, pero nunca detalles. Según parece, se pasó un montón de tiempo en los monasterios de la zona examinando escritos. La tumba de Marie, sin embargo, la descrita en el libro que Thorvaldsen compró, es lo que parece ser la clave. Marie murió en 1781, pero hasta 1791 el abate Bigou no colocó una lápida mortuoria y una leyenda sobre sus restos. Recuerde la época. La Revolución francesa se estaba iniciando, y se destruían las iglesias católicas. Bigou era antirrepublicano, de manera que huyó a España en 1793 y murió allí dos años más tarde, sin regresar jamás a Rennes-le-Château.

– ¿Y qué pensó Lars que Bigou había escondido en el frasco de vidrio?

– Probablemente no el verdadero secreto de los De Blanchefort, sino más bien un modo de descubrirlo.

En el diario, Lars escribió que creía firmemente que la tumba de Marie albergaba la clave del secreto.

Malone estaba comenzando a comprender.

– Por eso el libro era tan importante.

Ella asintió.

– Saunière vació muchas de las tumbas del cementerio, cavando para sacar los huesos y colocándolos en un osario comunal que aún se alza detrás de la iglesia. Eso explica, tal como escribió Lars, por qué no hay tumbas allí con fecha anterior a 1885. Los habitantes de la localidad armaron la gorda por lo que estaba haciendo, de modo que tuvo que parar por orden de los concejales de la villa. La tumba de Marie de Blanchefort no fue exhumada, pero todas las cartas y símbolos fueron borrados por Saunière. Sin que él lo supiera, había un boceto de la lápida que sobrevivió, dibujado por un alcalde del pueblo, Eugène Stüblein. Lars se enteró de la existencia de ese dibujo, pero nunca pudo encontrar una copia del libro.

– ¿Cómo supo Lars que Saunière había mutilado la lápida?

– Existe el registro de que la tumba de Marie había sido destruida durante aquella época. Nadie atribuyó una importancia especial al hecho, pero ¿Quién, si no Saunière, podía haberlo hecho?

– ¿Y Lars pensó que todo eso conduce a un tesoro?

– Escribió en su diario que creía que Saunière había descifrado el mensaje que el abate Bigou dejó, y que halló el lugar de los templarios, diciéndoselo sólo a su amante, y ésta murió sin decírselo a nadie.

– Así pues, ¿qué se disponía usted a hacer?¿Utilizar el diario y el libro para buscarlo otra vez?

– No sé lo que hubiera hecho. Lo único que puedo decir es que algo me dijo que viniera, comprara el libro y echara un vistazo. -Hizo una pausa-. También me dio una excusa para venir, quedarme en su casa por un tiempo y recordar.

Eso Malone lo entendía.

– Pero ¿Por qué involucrar a Peter Hansen?¿Por qué no, simplemente, comprar el libro usted misma?

– Todavía trabajo para el gobierno de Estados Unidos. Pensé que Hansen me proporcionaría discreción. De esa manera mi nombre no aparecería por ninguna parte. Desde luego, no tenía ni idea de que estuviera implicado en todo esto.

Malone consideró lo que ella acababa de decir.

– De modo que Lars estaba siguiendo las huellas de Saunière, del mismo modo que Saunière seguía las de Bigou.

Ella asintió.

– Y según parece alguien más está siguiendo esas mismas huellas.

Estudió la habitación nuevamente.

– Tendremos que examinar todo esto con cuidado para tener siquiera la esperanza de enterarnos de algo.

Algo en la puerta principal llamó su atención. Cuando entraron, una pila de cartas esparcidas por el suelo había sido barrida contra la pared, aparentemente dejadas caer a través de la ranura de la puerta. Se adelantó y levantó media docena de sobres.

Stephanie se acercó.

– Déjeme ver ésa -dijo.

Él le tendió un sobre color gris oscuro con una escritura negra.

– La nota incluida en el diario de Lars estaba en un papel de color similar y la escritura es parecida.

Buscó la página en su bolso y compararon la escritura.

– Es idéntica -dijo ella.

– Estoy seguro de que a Scoville no le importará.

Y rasgó el sobre.

De él salieron nueve hojas de papel. En una de ellas había un mensaje escrito a mano. La tinta y la escritura eran las mismas que las del mensaje recibido por Stephanie.

Ella vendrá. Sé indulgente. Has buscado durante mucho tiempo y mereces ver. Juntos, quizás sea posible. En Aviñón busca a Claridon. Él puede indicar el camino. Pero prend garde de l’ingénieur.

Leyó otra vez la última línea: prend garde de l’ingénieur.

– Ten cuidado con el ingeniero. ¿Qué significa eso?

– Buena pregunta.

– ¿No se hace mención en el diario de ningún ingeniero?

– Ni una palabra.

– «Sé indulgente.» Al parecer, el que le envió esto sabía que usted y Scoville no se llevaban bien.

– Es desconcertante. Yo no era consciente de que nadie supiera eso.

Malone examinó las otras ocho hojas de papel.

– Son del diario de Lars. Las páginas que faltaban. -Miró el matasellos del sobre. De Perpiñán, en la costa este. De cinco días antes-. Scoville nunca recibió esto. Llegó demasiado tarde.

– Ernest fue asesinado, Cotton. No hay ninguna duda ahora.

Malone se mostró de acuerdo, pero había algo más que le preocupaba. Se deslizó hasta una de las ventanas y cuidadosamente atisbó a través de los visillos.

– Tenemos que ir a Aviñón -dijo ella.

Malone asintió, pero mientras concentraba su mirada en la vacía calle y captaba una vislumbre de lo que sabía que estaría allí, dijo:

– Después de atender otro asunto.

XXI

Abadía des Fontaines

6:00 pm

De Roquefort se enfrentó a la asamblea. Raras veces los hermanos se ponían sus mejores vestiduras. La regla exigía que, en su mayor parte, vistieran «sin exceso ni ostentación». Pero un cónclave demandaba formalidad, y de cada miembro se esperaba que llevara su prenda de rango.

La visión era impresionante. Los caballeros hermanos lucían blancas capas de lana encima de cortas casacas blancas adornadas con bandas de primorosa argentería, y sus piernas estaban enfundadas en medias plateadas. Una blanca capucha les cubría la cabeza. Por su parte, la cruz roja paté de cuatro brazos iguales, ensanchados por sus extremos, adornaba todos los pechos. Un cinturón carmesí rodeaba su cintura, y donde antaño colgaba una espada, ahora sólo un fajín distinguía a los caballeros de los artesanos, granjeros, artífices, clérigos, sacerdotes y asistentes, que llevaban una vestidura similar pero en diversos tonos de verde, marrón y negro, distinguiéndose los clérigos por sus guantes blancos.

Una vez reunido el consistorio, la regla exigía que el mariscal presidiera los debates. Era una forma de compensar la influencia de cualquier senescal, que, como segundo en el mando, podía dominar fácilmente a la asamblea.

– Hermanos míos -gritó De Roquefort.

La sala se quedó en silencio.

– Ésta es la hora de nuestra renovación. Debemos elegir a un maestre. Pero antes de empezar, pidamos al Señor su Guía en las horas que nos aguardan.

Bajo el brillo de los candelabros de bronce, De Roquefort observó cómo 488 hermanos inclinaban la cabeza. La llamada se había efectuado inmediatamente después del alba, y la mayor parte de aquellos que servían fuera de la abadía había realizado el viaje hasta la casa. Se habían reunido en la sala superior del palais, una enorme ciudadela redonda que databa del siglo xvi, construida con una altura de treinta metros, veintitantos de diámetro y muros de tres metros y medio de espesor. Antaño había servido como la última línea de defensa en caso de ataque, pero había evolucionado hasta convertirse en un elaborado centro ceremonial. Las troneras para disparar las flechas estaban ahora tapadas con vitrales, y el estuco amarillo aparecía cubierto de imágenes de san Martín, Carlo-magno y la Virgen María. La sala circular, con dos galerías superpuestas provistas de baranda, podía fácilmente albergar a los casi quinientos hombres y gozaba de una acústica casi perfecta.

De Roquefort levantó la cabeza y estableció contacto visual con los otros cuatro dignatarios. El comandante, que era a la vez oficial de intendencia y tesorero, era un amigo. De Roquefort se había pasado años cultivando la relación con aquel hombre tan distante y confiaba en que todos aquellos esfuerzos pronto darían su fruto. El pañero, que se encargaba de todo lo referente a ropas y vestidos, estaba claramente dispuesto a apoyar la causa del mariscal. El capellán, sin embargo, que supervisaba todos los aspectos espirituales, era un problema. De Roquefort nunca había podido asegurar nada por parte del veneciano, aparte de vagas generalizaciones sobre lo obvio. Luego estaba el senescal, que se encontraba de pie portando el Beauseant, la reverenciada bandera negra y blanca de la orden. Tenía un aspecto confortable en su blanca túnica y esclavina, con la bordada insignia en su hombro izquierdo que indicaba su elevado rango. Esa visión le revolvió el estómago a De Roquefort. Aquel hombre no tenía derecho a llevar aquellas preciosas prendas.

– Hermanos, está reunido el consistorio. Es hora de designar el cónclave.

El procedimiento era engañosamente sencillo. Se elegía un nombre de un cuenco que contenía los nombres de todos los hermanos. Entonces ese hombre paseaba su mirada entre los reunidos y elegía libremente a otro. Vuelta al cuenco para el siguiente nombre, y luego otra selección abierta, y ese modelo al azar continuaba hasta que eran diez los designados. El sistema mezclaba un elemento de suerte emparejada con otra de implicación personal, disminuyendo en gran manera cualquier oportunidad de prejuicio organizado. De Roquefort, como mariscal, y el senescal eran automáticamente incluidos constituyendo un total de doce. Se necesitaba un voto de los dos tercios para efectuar la elección.

De Roquefort observaba cómo se estaba efectuando la selección. Cuando terminó, cuatro caballeros, un sacerdote, un oficinista, un granjero, dos artesanos y un jornalero habían sido elegidos. Muchos eran seguidores suyos. No obstante el maldito azar había permitido que estuvieran incluidos algunos cuya lealtad era, en el mejor de los casos, cuestionable.

Los diez hombres dieron un paso adelante y se desplegaron en semicírculo.

– Tenemos un cónclave -declaró De Roquefort-. El consistorio ha terminado. Empecemos.

Todos los hermanos se echaron hacia atrás sus capuchas, señalando así que el debate podía ahora empezar. El cónclave no era un asunto secreto. Por el contrario, la designación, la discusión y el voto tendrían lugar ante toda la hermandad. Pero la regla exigía que no se emitiera ningún sonido por parte de los asistentes.

De Roquefort y el senescal ocuparon su lugar con los demás. De Roquefort ya no era el presidente… En el cónclave todos los hermanos eran iguales. Uno de los doce, un caballero mayor de espesa barba gris, dijo:

– Nuestro mariscal, un hombre que ha guardado esta orden durante muchos años, debería ser nuestro próximo maestre. Lo presento como candidato.

Otros dos dieron su consentimiento. Con los tres requeridos, la designación fue aceptada.

Otro de los doce, uno de los artesanos, un armero, dio un paso adelante.

– No estoy de acuerdo con lo que se le ha hecho al maestre. Era un buen hombre que amaba a esta orden. No debería haber sido objetado. Propongo al senescal como candidato.

Otros dos mostraron su asentimiento.

De Roquefort permaneció rígido. Se habían trazado las líneas de la batalla.

Que empiece la guerra.

La discusión estaba entrando en su segunda hora. La regla no establecía límite temporal al cónclave, pero exigía que todos los asistentes debían permanecer de pie, siendo la idea de que la duración de los debates podía muy bien depender de la resistencia de los participantes. No se había pedido aún ninguna votación. Cualquiera de los doce tenía el derecho, pero nadie quería perder un recuento -eso sería un signo de debilidad-, de manera que se pedían las votaciones sólo cuando parecían asegurados los dos tercios.

– No estoy impresionado por lo que usted planea -le dijo uno de los miembros del cónclave, el sacerdote, al senescal.

– Yo no era consciente de tener ningún plan.

– Continuará usted con las costumbres del maestre. Las costumbres del pasado. ¿Es cierto o no?

– Permaneceré fiel a mi juramento, como debería hacer usted, hermano.

– Mi juramento no dice nada sobre la debilidad -repuso el sacerdote-. No hace falta que yo sea complaciente con un mundo que languidece en la ignorancia.

– Hemos conservado nuestro conocimiento durante siglos. ¿Por qué tendríamos que cambiar?

Otro miembro del cónclave dio un paso adelante.

– Estoy cansado de la hipocresía. Me pone enfermo. Casi nos hemos extinguido debido a la codicia y la ignorancia. Ya es hora de que devolvamos el favor.

– ¿Con qué fin? -preguntó el senescal-.¿Qué se ganaría?

– Justicia -gritó otro caballero, y varios miembros más del cónclave mostraron su acuerdo.

De Roquefort decidió que ya era hora de intervenir.

– El Evangelio dice: «Que el que busca no deje de buscar hasta hallar. Cuando uno encuentra, quedará desconcertado. Cuando uno es desconcertado, quedará asombrado y reinará sobre todo.»

El senescal se enfrentó a él.

– Santo Tomás también dice: «Si vuestros guías dicen: “Mirad, el reino está en los cielos”, entonces los pájaros del cielo llegarán allí antes que vosotros. Si os dicen “está en el mar”, entonces los peces llegarán antes que vosotros.»

– Nunca llegaremos a ninguna parte si seguimos el curso actual -dijo De Roquefort.

Las cabezas subieron y bajaron en un ademán de acuerdo, pero no eran las suficientes para pedir una votación.

El senescal vaciló un momento, y luego dijo:

– Yo le pregunto, mariscal. ¿Cuáles son sus planes si gana la elección?¿Puede usted decírnoslos?¿O hace usted como Jesús, revelando sus misterios sólo a los que los merecen, sin dejar nunca que su mano derecha sepa lo que está haciendo la izquierda?

El mariscal agradeció la oportunidad de contarle a la hermandad lo que imaginaba.

– Jesús también dijo: «No hay nada oculto que no sea revelado.»

– Entonces, ¿qué queréis que hagamos?

La mirada del mariscal se paseó por toda la sala, desde el suelo hasta la galería. Aquél era el momento.

– Recordar, volver al Inicio. Cuando miles de hermanos hicieron el juramento. Aquellos hombres valientes que conquistaron Tierra Santa. En las Crónicas, se cuenta la leyenda de una guarnición que perdió la batalla ante los sarracenos. Después del combate, a doscientos de aquellos caballeros se les ofreció conservar la vida si renunciaban a Cristo y se unían al Islam. Todos y cada uno eligieron arrodillarse ante los musulmanes y perder la cabeza. Ésa es nuestra herencia. Las Cruzadas fueron nuestra cruzada.

Vaciló un momento, buscando el efecto.

– Lo cual hace que el viernes, 13 de octubre de 1307 (un día tan infame, tan despreciable, que la civilización occidental continúa identificándolo con la mala suerte), sea tan difícil de aceptar. Miles de nuestros hermanos fueron injustamente arrestados. Un día eran los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón, el epítome de todo lo bueno, deseando morir por su Iglesia, su papa, su Dios. Al día siguiente fueron acusados de herejía. Y con qué cargos? Que escupían sobre la Cruz, intercambiaban besos obscenos, celebraban reuniones secretas, adoraban a un gato, practicaban la sodomía y veneraban a una especie de cabeza de macho cabrío. -Hizo una pausa-. Ni una palabra de verdad en todo ello; no obstante, nuestros hermanos fueron torturados y muchos sucumbieron, confesando falsedades. Ciento veinte de ellos fueron quemados en la hoguera.

Hizo otra pausa.

– Nuestro legado es un legado de vergüenza, y somos recordados en la historia sólo con desconfianza.

– ¿Y qué le dirá usted al mundo? -preguntó el senescal en un tono tranquilo.

– La verdad.

– ¿Por qué iban a creerle?

– No tendrán otra elección -dijo el mariscal.

– ¿Y eso por qué?

– Tendré la prueba.

– ¿Ha localizado usted nuestro Gran Legado?

El senescal estaba haciendo presión sobre su único punto débil, pero el otro no podía demostrar ninguna debilidad.

– Está a mi alcance.

Se oyeron jadeos desde la galería.

El semblante del senescal permaneció impasible.

– Está usted diciendo que ha encontrado nuestros archivos perdidos durante siete siglos. ¿Ha encontrado también nuestro tesoro, que se hurtó a Felipe el Hermoso?

– Eso también está a mi alcance.

– Atrevidas palabras, mariscal.

Éste recorrió a los hermanos con la mirada.

– He estado buscando durante una década. Las pistas son difíciles, pero pronto poseeré una prueba que el mundo no podrá negar. El que algunas mentes cambien de idea carece de importancia. Más bien, la victoria se consigue demostrando que nuestros hermanos no fueron herejes. Al contrario, cada uno de ellos fue un santo.

Brotaron aplausos de la multitud. De Roquefort captó el momento.

– La Iglesia romana nos disolvió, declaró que éramos idólatras, pero es la propia Iglesia la que venera sus ídolos con gran pompa. -Hizo una pausa, y luego con voz grave añadió-: Recuperaré el sudario.

Más aplausos. Más fuertes. Sostenidos. Una violación de la regla, pero nadie parecía preocuparse.

– La Iglesia no tiene derecho a nuestro sudario -gritó De Roquefort por encima de los aplausos-. Nuestro maestre, Jacques de Molay, fue torturado, tratado brutalmente y luego quemado en la hoguera. Y cuál era su crimen? Ser un leal servidor de su Dios y del papa. Su legado no es el legado de ellos. Es nuestro Legado. Poseemos los medios de realizar este objetivo. Así que lo conseguiremos, bajo mi mandato.

El senescal tendió el Beauseant al hombre que estaba a su lado, y se adelantó hacia De Roquefort, esperando que los aplausos se apagaran.

– ¿Y qué pasa con aquellos que no piensan como usted?

– «El que busca encontrará, al que llama se le dejará entrar.»

– ¿Y para aquellos que decidan no hacerlo?

– El Evangelio es claro al respecto también: «Ay de aquellos sobre los que actúa el demonio malvado.»

– Es usted un hombre peligroso.

– No, senescal, usted es el peligro. Llegó a nosotros tarde y con un corazón débil. No tiene usted ni idea de nuestras necesidades; sólo de lo que usted y su maestre creían que eran nuestras necesidades. Yo he entregado mi vida a esta orden. Nadie excepto usted ha objetado nunca mi capacidad. Siempre me he adherido al ideal de que antes me rompería que me doblegaría. -Se apartó de su oponente y se dirigió al cónclave-. Ya es suficiente. Pido una votación.

La regla dictaba que la discusión había terminado.

– Yo seré el primero en votar -dijo De Roquefort-. Por mí mismo. Todos aquellos que estén de acuerdo, que lo digan.

Observó que los otros diez hombres consideraban su decisión. Éstos habían permanecido escuchando con una intensidad que indicaba simpatía. Los ojos de De Roquefort bombardearon al grupo y apuntaron a los pocos que eran absolutamente leales.

Empezaron a levantarse manos.

Una. Tres. Cuatro. Seis.

– Siete.

Tenía ya los dos tercios, pero quería más, así que esperó antes de declarar la victoria. Los diez votaron por él.

La sala prorrumpió en vítores.

En los tiempos antiguos, hubiera sido levantado en volandas y transportado a la capilla, donde se hubiera dicho una misa en su honor. Más tarde, tendría lugar una celebración, una de las raras ocasiones en que la orden se permitía la diversión. Pero eso ya no sucedía. En vez de ello, los hombres empezaron a entonar su nombre, y los hermanos, que por lo demás existían en un mundo desprovisto de emociones, mostraron su aprobación aplaudiendo. El aplauso se convirtió en Beauseant… y la palabra reverberó a través de toda la sala.

«Sé glorioso.»

A medida que el cántico continuaba, De Roquefort miró al senescal, el cual seguía de pie a su lado. Sus ojos se encontraron, y, a través de su mirada, le hizo saber al sucesor elegido por el maestre que no sólo había perdido la batalla, sino que el perdedor se encontraba ahora en peligro mortal.

XXII

Rennes-le-Château

9:30 pm

Stephanie se paseó por la casa de su difunto marido.

Era la típica construcción de la región. Firme suelo de madera, vigas en el techo, chimenea de piedra, sencillos muebles de pino. No demasiado espacio, pero sí el suficiente, con dos dormitorios, un estudio, un baño, una cocina y un taller. A Lars le había encantado tornear la madera, y ya ella había observado que sus tornos, cinceles, formones y gubias seguían allí, cada herramienta colgada de una tabla con clavijas recubierta de una fina costra de polvo. Y Lars tenía talento con el torno. Ella seguía poseyendo cuencos, cajas y candelabros tallados por él a partir de la madera de árboles de la zona.

Durante su matrimonio, Stephanie le había visitado sólo unas pocas veces. Ella y Mark vivían en Washington, y luego en Atlanta. Lars lo hacía principalmente en Europa, la última década, aquí, en Rennes. Ninguno de los dos violaba nunca el espacio del otro sin pedir antes permiso. Aunque quizás no estaban de acuerdo en la mayoría de las cosas, siempre se mostraron educados. Tal vez demasiado, había pensado ella algunas veces.

Stephanie siempre creyó que Lars había comprado la casa con los beneficios obtenidos de su primer libro, pero ahora sabía que Henrik Thorvaldsen le había ayudado en la compra. Lo que era muy propio de Lars. Éste no tenía muy en cuenta el dinero, gastándose todo lo que ganaba en sus viajes y en sus obsesiones, dejándole a ella la tarea de asegurar que se pagaran las facturas familiares. No hacía mucho tiempo que Stephanie había terminado de pagar un préstamo dedicado a financiar la universidad y el curso de posgrado de Mark. Su hijo había ofrecido varias veces hacerse cargo de la deuda, especialmente desde que estaban separados, pero ella siempre se había negado. La tarea de un padre era educar a sus hijos, y ella se tomaba su trabajo en serio. Quizás demasiado, había llegado a pensar.

Ella y Lars no habían cruzado una sola palabra durante los meses previos a su muerte. Su último encuentro había sido desagradable, otra discusión sobre el dinero, la responsabilidad, la familia. El intento de Stephanie de defenderle el día anterior ante Henrik Thorvaldsen había sonado vacío, pero ella nunca se había dado cuenta de que alguien conocía la verdad sobre su separación marital. Al parecer, pensó Stephanie, Thorvaldsen la conocía. Quizás él y Lars habían sido íntimos. Desgraciadamente nunca lo sabría. Eso es lo que pasa con el suicidio… Terminar el sufrimiento de una persona no hace más que prolongar la agonía de los que deja atrás. Ella deseaba tanto liberarse de la sensación de náusea que tenía en la boca del estómago. «El dolor del fracaso», lo había llamado un escritor en cierta ocasión. Y ella estaba de acuerdo.

Stephanie terminó su paseo y entró en el estudio. Se sentó frente a Malone, que llevaba leyendo el diario de Lars desde la cena.

– Su marido era un investigador meticuloso -dijo.

– Gran parte de esa investigación es reservada… como el propio investigador.

Malone pareció captar su frustración.

– ¿Quiere decirme por qué se siente responsable de su suicidio?

Ella decidió permitirle su intrusión. Necesitaba hablar de ello.

– No me siento responsable. Sólo me siento parte de él. Los dos éramos orgullosos. Y tozudos también. Yo estaba en el departamento de Justicia, Mark había crecido, y se hablaba de concederme mi propia división; así que me concentré en lo que creía más importante. Lars hizo lo mismo. Por desgracia, ninguno de los dos valoraba al otro.

– Eso es fácil de ver ahora, años más tarde. Imposible saberlo entonces.

– Pero ése es el problema, Cotton. Yo estoy aquí. Él, no. -Se sentía incómoda hablando de sí misma, pero las cosas hay que decirlas-. Lars era un escritor talentoso y un buen investigador. Y todo aquello que le conté sobre Saunière y su viuda?¿Cuán interesante es, no? Si le hubiera prestado un poco de atención mientras estaba vivo, quizás aún estaría aquí. -Vaciló-. Era un hombre muy tranquilo. Nunca levantaba la voz. Nunca decía una palabra. El silencio era su arma. Podía pasarse semanas sin decir una palabra. Eso me enfurecía.

– Bueno, eso lo comprendo -dijo Malone.

Y añadió una sonrisa.

– Lo sé. Y yo tengo un temperamento vivo. Lars nunca supo tratar con él tampoco. Finalmente él y yo decidimos que lo mejor para ambos era que él siguiera su vida y yo la mía. Ninguno de los dos quería el divorcio.

– Lo cual dice mucho sobre lo que él pensaba de usted. En el fondo.

– Nunca vi eso. Todo lo que vi es que Mark estaba en medio. Se sentía atraído hacia Lars. Yo lo paso mal con las emociones. Lars no era así. Y Mark poseía la curiosidad religiosa de su padre. Eran muy parecidos. Mi hijo eligió a su padre antes que a mí, pero yo forcé esa elección. Thorvaldsen tenía razón. Para ser alguien tan cuidadosa en el trabajo, era una inepta manejando mi propia vida. Antes de que se matara Mark, yo llevaba tres años sin hablar con él. -El dolor de esa realidad sacudió su alma-.¿Puede usted imaginarlo, Cotton? Mi hijo y yo estuvimos tres años sin dirigirnos la palabra.

– ¿Qué produjo la separación?

– Él se puso del lado de su padre, así que yo seguí mi camino y ellos siguieron el suyo. Mark vivía aquí, en Francia. Yo estaba en Estados Unidos. Al cabo de un tiempo se fue haciendo más fácil ignorarle. No deje que eso les pase a usted y a Gary. Haga lo que tenga que hacer, pero no deje que eso suceda.

– Sólo me trasladé a seis mil kilómetros de distancia.

– Pero su hijo le adora. Esos kilómetros no significan mucho.

– Me he preguntado un montón de veces si hice lo correcto.

– Tiene usted que vivir su vida, Cotton. A su manera. Su hijo parece que respeta eso, aunque es joven. El mío era mucho mayor y fue mucho más duro conmigo.

Malone consultó su reloj.

– El sol se ha puesto hace veinte minutos. Casi es la hora.

– ¿Cuándo se dio usted cuenta por primera vez de que nos seguían?

– Poco después de nuestra llegada. Dos hombres. Ambos parecidos a los de la catedral. Nos siguieron hasta el cementerio, y luego por la villa. Están fuera ahora.

– ¿No hay peligro de que entren?

Malone movió negativamente la cabeza.

– Están aquí para vigilar.

– Ahora comprendo por qué se marchó usted del Billet. La ansiedad. Es duro. Nunca puedes bajar la guardia. Tenía usted razón en Copenhague. No soy una agente de campo.

– El problema para mí empezó cuando comenzó a gustarme el jaleo. Eso es lo que hace que te maten.

– Todos vivimos una existencia relativamente segura. Pero tener a gente que sigue cada uno de tus movimientos, que trata de matarte… Puedo ver cómo eso te consume. Finalmente, tuvo usted que escapar.

– La preparación ayuda. Uno aprende a vivir en la inseguridad. Pero usted nunca recibió preparación. -Malone sonrió-. Sólo estaba al mando.

– Espero que sepa usted que nunca traté de implicarlo.

– Ya dejó este punto bastante claro.

– Pero me alegro de que esté usted aquí.

– No me lo hubiera perdido por nada del mundo.

Ella sonrió.

– Fue usted el mejor agente que he tenido nunca.

– Sólo fui el más afortunado. Y tuve el suficiente sentido común para decidir cuándo irme.

– Peter Hansen y Ernest Scoville fueron asesinados los dos. -Stephanie hizo una pausa y finalmente expresó lo que había llegado a creer-. Quizás Lars también. El hombre de la catedral quería que yo lo supiera. Era su forma de enviarme un mensaje.

– Aquí hay un gran salto en la lógica.

– Lo sé. No hay ninguna prueba. Pero lo intuyo, y, aunque quizás no soy agente de campo, he llegado a confiar en mis intuiciones. Sin embargo, tal como yo solía decirle a usted, nada de conclusiones basadas en suposiciones. Vayamos a los hechos. Todo este asunto es extraño.

– No me diga. Caballeros templarios. Secretos en lápidas mortuorias. Sacerdotes que encuentran tesoros perdidos.

Ella lanzó una mirada a la foto de Mark que descansaba en la mesita auxiliar, tomada unos meses antes de que él muriera. Lars aparecía por todas partes en la vibrante cara del joven. La misma barbilla, ojos brillantes y piel atezada. ¿Por qué había dejado ella que las cosas fueran tan mal?

– Es extraño que eso esté aquí -dijo Malone, viendo su interés.

– La vi aquí la última vez que vine. Hace cinco años. Poco después de la avalancha.

Le resultaba difícil creer que su único hijo llevara muerto cinco años. Los hijos no deberían morir pensando que sus padres no los quieren. A diferencia de su separado marido, que poseía una tumba, Mark yacía enterrado bajo toneladas de nieve pirenaica a unos cincuenta kilómetros al sur.

– Tengo que terminar esto -le murmuró ella a la foto, la voz quebrada.

– No estoy seguro de qué es esto.

Tampoco lo estaba ella.

Malone hizo un gesto con el diario.

– Al menos sabemos dónde encontrar a Claridon en Aviñón, tal como indicaba la carta dirigida a Ernest Scoville. Se trata de Royce Claridon. Hay una anotación y una dirección en el diario. Lars y él eran amigos.

– Me estaba preguntando cuándo lo descubriría usted.

– ¿Me he perdido algo más?

– Es difícil decir lo que es importante. Hay muchas cosas ahí.

– Tiene usted que dejar de mentirme.

Ella había estado esperando la reprimenda.

– Lo sé.

– No puedo ayudar si usted oculta algo.

Ella comprendió.

– ¿Qué hay sobre las páginas que faltaban, enviadas a Scoville?¿Hay algo ahí?

– Ya me dirá usted.

Y le tendió a Stephanie las ocho páginas.

Ella decidió que pensar un poco apartaría de su mente a Lars y a Mark, de modo que examinó los párrafos escritos a mano. La mayor parte carecía de sentido, pero había pasajes que le desgarraban el corazón.

Saunière evidentemente cuidaba de su amante. Ella vino a él cuando su familia se trasladó a Rennes. Su padre y su hermano eran habilidosos artesanos y su madre se encargaba del mantenimiento de la casa parroquial. Esto era en 1892, un año después de que muchas cosas fueran encontradas por Saunière. Cuando la familia de la mujer se marchó de Rennes para trabajar en una fábrica cercana, ella se quedó con Saunière y permaneció con él hasta su muerte, dos decenios más tarde. En algún momento, Saunière puso a nombre de ella todo lo que había adquirido, lo cual demuestra la indudable confianza que tenía en la mujer. Ella estaba enteramente dedicada a él, y mantuvo sus secretos durante treinta y seis años después de su muerte. Envidio a Saunière. Era un hombre que conocía el incondicional amor de una mujer y correspondía a ese amor con una confianza y respeto incondicionales. Era, al decir de todos, un hombre difícil de agradar, un hombre empujado a realizar algo por lo que la gente pudiera recordarlo. Su llamativa creación en la Iglesia de María Magdalena parece su legado. No hay ningún registro de que su amante expresara una sola vez oposición alguna a lo que él estaba haciendo. Todo el mundo dice que ella era una mujer devota que apoyaba a su benefactor en todo lo que éste hacía. Probablemente hubo algunos desacuerdos, pero, al final, permaneció junto a Saunière hasta que éste murió, y luego, durante cuatro décadas más. La devoción tiene mucho valor. Un hombre puede realizar grandes cosas cuando la mujer que ama lo apoya, incluso aunque piense que lo que él hace es una insensatez. Seguramente, la amante de Saunière debió de mover desaprobadoramente la cabeza más de una vez ante lo absurdo de sus creaciones. Tanto la Villa Betania como la Torre Magdala eran ridículas para su época. Pero ella nunca derramó una gota de agua sobre el fuego. Cogió de él lo suficiente para dejarle ser lo que necesitaba ser, y el resultado está siendo contemplado hoy por los miles de personas que vienen a Rennes cada año. Ése es el legado de Saunière. El de ella es que el suyo siga existiendo.

– ¿Por qué me ha dado esto a leer? -le dijo ella a Malone cuando terminó.

– Tenía usted que hacerlo.

¿De dónde habían salido todos estos fantasmas? Rennes-le-Château tal vez no escondía ningún tesoro, pero sin duda albergada demonios que trataban de atormentarla.

– Cuando recibí este diario por correo y lo leí, me di cuenta de que no había sido justa con Lars y Mark. Ellos creían en lo que buscaban, del mismo modo que yo creo en mi trabajo. Mark diría que yo siempre me mostraba negativa. -Hizo una pausa, esperando que los espíritus estuvieran escuchando-. Cuando volví a ver ese diario, supe que había estado equivocada. Fuera lo que fuese lo que Lars buscaba, era importante para él. Ése es realmente el motivo por el que vine, Cotton. Se lo debo a los dos. -Stephanie miró a Malone con ojos cansados-. Sabe Dios que se lo debía. Nunca comprendí que las apuestas fueran tan altas.

Malone consultó nuevamente su reloj, luego miró hacia las oscurecidas ventanas.

– Ya es hora de averiguar lo altas que son. ¿Va a estar usted bien aquí?

Ella reunió fuerzas y asintió.

– Yo me ocuparé del mío. Usted encárguese del otro.

XXIII

Malone salió de la casa por la puerta principal, sin intentar ocultar su marcha. Los dos hombres que había descubierto anteriormente se encontraban apostados en el otro extremo de la calle, a la vuelta de una esquina, cerca de la muralla de la ciudad, desde donde podían ver la residencia de Lars Nelle. Su problema era que, para seguirlo, tendrían que atravesar la misma calle desierta. Aficionados. Unos profesionales se habrían dividido. Uno en cada extremo, listo para moverse en cualquier dirección. Al igual que en Roskilde, esta conclusión alivió su aprensión. Pero seguía nervioso, sus sentidos alerta, preguntándose quién sentía tanto interés por lo que estaba haciendo Stephanie.

¿Podía realmente tratarse de los caballeros templarios de hoy en día?

Allá en la casa, las lamentaciones de Stephanie le habían hecho pensar en Gary. La muerte de un hijo parecía inexpresable. No podía imaginar la pena de la mujer. Quizás después de su retiro debería haberse quedado en Georgia, pero Gary no quería ni oír hablar de eso. «No te preocupes por mí -le había dicho su hijo-. Iré a verte.» Catorce años sólo, y el chico ya era bastante maduro. Sin embargo, la decisión le atormentaba, especialmente ahora que, una vez más, estaba arriesgando el cuello por la causa de otra persona. Su propio padre, sin embargo, había sido como él… murió cuando él tenía diez años, y recordaba el sufrimiento de su madre al saber la noticia. En el funeral se había negado incluso a aceptar la bandera doblada que le ofrecía la guardia de honor. Pero él la había recogido, y, desde entonces, aquel bulto rojo, blanco y azul había permanecido con él. Sin ninguna tumba que visitar, la bandera era su único recuerdo físico del hombre que apenas conocía.

Malone llegó al final de la calle. No le hacía falta mirar atrás para saber que uno de los hombres le estaba siguiendo, mientras el otro se había quedado con Stephanie en la casa.

Giró a la izquierda y se dirigió al dominio de Saunière.

Rennes evidentemente no tenía vida nocturna. Puertas y ventanas cerradas a cal y canto marcaban el camino. El restaurante, la librería y los quioscos estaban todos cerrados. La oscuridad sumergía el callejón en profundas sombras. El viento susurraba más allá de las murallas como un alma en pena. La escena era como sacada de Dumas, como si la vida allí hablara sólo en murmullos.

Desfiló pendiente arriba, hacia la iglesia. La Villa Betania y la casa parroquial estaban bien cerradas, y la arboleda más allá recibía sólo la luz de una media luna tapada de vez en cuando por las nubes que corrían velozmente por encima de sus cabezas.

La puerta del cementerio seguía abierta, tal como Stephanie dijo que estaría. Se dirigió hacia ella, consciente de que su séquito le seguiría. Una vez dentro, se aprovechó de la creciente oscuridad para deslizarse detrás de un enorme olmo. Miró atrás y vio que su perseguidor entraba en el cementerio, acelerando el paso. Cuando el hombre pasaba junto al árbol, Malone se abalanzó sobre él y le descargó un puñetazo en el abdomen. Sintió alivio al no encontrar ningún chaleco protector. Lanzó otro golpe contra la mandíbula, haciendo caer al suelo a su perseguidor, y luego lo levantó de un tirón.

El hombre más joven era bajo, musculoso, iba bien afeitado y llevaba el cabello muy corto. Estaba aturdido mientras Malone palpaba sus ropas. Halló el bulto de un arma. Metió la mano bajo la chaqueta del hombre y sacó una pistola. Una Beretta Bobcat. Hecha en Italia. Una pequeña semiautomática, concebida como un apoyo de último recurso. En el pasado, él mismo había llevado una. Aplicó el cañón al cuello del hombre y apretó a su oponente con firmeza contra un árbol.

– El nombre de tu jefe, por favor.

Ninguna respuesta.

– ¿Hablas inglés?

El hombre movió negativamente la cabeza, mientras continuaba aspirando aire y tratando de orientarse.

– Dado que, al parecer, no me entiendes, ¿comprendes esto? -dijo Malone y amartilló el arma.

Una repentina rigidez indicó que el joven comprendía el mensaje.

– Tu jefe.

Se oyó un tiro y una bala golpeó con un ruido sordo en el tronco del árbol, justo encima de sus cabezas. Malone se volvió, descubriendo a una silueta a treinta metros de distancia, encaramada allí donde el belvedere se encontraba con la pared del cementerio. Tenía un fusil en sus manos.

Sonó otro disparo y una bala rebotó en el suelo, a pocos centímetros de sus pies. Malone soltó su presa y su perseguidor original se escapó del recinto parroquial.

Pero ahora estaba más preocupado por el tirador.

Vio que la figura abandonaba la terraza, desapareciendo otra vez en el belvedere. Una nueva energía recorrió su cuerpo. Pistola en mano, salió del cementerio y corrió hacia un estrecho pasaje que corría entre la Villa Betania y la iglesia. Recordaba el trazado de antes. La arboleda se encontraba más allá, rodeada por un elevado mirador que giraba en forma de U hacia la Torre Magdala.

Se precipitó entre los árboles y vio la figura que corría por el belvedere. La única manera de subir a él era una escalera de piedra. Corrió hacia ella y subió por los escalones de tres en tres. Una vez arriba el tenue aire azotó sus pulmones y el fuerte viento le atacó sin oposición alguna, molestándole y obligándole a ir más despacio.

Observó que su atacante se encaminaba directamente hacia la Torre Magdala. Pensó en dispararle, pero una repentina ráfaga de viento le golpeó, como si quisiera advertirle en contra. Se preguntó adonde se dirigía su atacante. No había ninguna otra escalera para bajar, y la Torre Magdala seguramente estaba cerrada por la noche. A su izquierda se extendía una barandilla de hierro forjado, más allá de la cual había árboles y una caída de tres metros al jardín. A su derecha, después de una pared baja, la caída era de cuatrocientos cincuenta metros. En algún momento, iba a enfrentarse cara a cara con quienquiera que fuese su atacante.

Rodeó la terraza, cruzó un invernadero de estructura de hierro y vio que la forma entraba en la Torre Magdala.

Se detuvo.

Eso no se lo esperaba.

Recordó lo que Stephanie le había dicho sobre la distribución del edificio. De unos cinco por cinco metros, con una torreta redonda que albergaba una escalera de caracol que conducía a un tejado almenado. Saunière había situado antaño en su interior su biblioteca privada.

Decidió que no tenía elección. Corrió hacia la puerta, vio que estaba entreabierta y se situó a un lado. Soltó un puntapié contra la pesada plancha de madera hacia dentro y aguardó un disparo.

No ocurrió nada.

Se arriesgó a echar una mirada y vio que la habitación estaba vacía. Dos de las paredes estaban llenas de ventanas. Ningún mueble. Nada de libros. Sólo desnudas cajas de madera y dos bancos tapizados. Una chimenea de ladrillo ocupaba un oscuro rincón. Entonces se le hizo la luz.

El tejado.

Se acercó a la escalera de piedra. Los peldaños eran bajos y estrechos. Subió por la espiral en el sentido de las agujas del reloj hasta una puerta de acero, y la probó. Ningún movimiento. Empujó con más fuerza. El portón estaba cerrado por fuera.

La puerta de abajo se cerró de golpe.

Malone descendió por la escalera y descubrió que la única otra salida estaba ahora también cerrada desde el exterior. Se acercó a un par de ventanas de cristal fijo que daban a la arboleda y vio que la negra forma saltaba desde la terraza, se agarraba a una gruesa rama y luego se dejaba caer al suelo con sorprendente agilidad. La figura corrió a través de los árboles hacia el aparcamiento, situado a unos veinticinco metros, el mismo en el que él había dejado el Peugeot a primera hora.

Retrocedió y disparó tres balas contra el lado izquierdo de las dobles ventanas. Los cristales emplomados se agrietaron y luego reventaron. Se lanzó adelante y utilizó el arma para limpiar los fragmentos. Subió de un salto al banco situado bajo el alféizar y se deslizó a través de la abertura. La altura hasta el suelo era sólo de un metro ochenta. Así pues, saltó y luego corrió hacia el aparcamiento.

Al abandonar el jardín, oyó la aceleración de un motor y vio a la forma de negro subida a una motocicleta. El conductor hizo girar con fuerza la máquina y evitó la única calle amplia que salía del aparcamiento, lanzándose con un rugido por uno de los pasajes laterales hacia las casas.

Malone decidió rápidamente utilizar lo compacto del pueblo en beneficio suyo y saltó hacia la izquierda, corriendo por un corto callejón y volviendo a la rue principal. Una pendiente le ayudó a ello, y pudo oír a la motocicleta acercándose por su derecha. Tendría sólo una oportunidad, de manera que levantó el arma y aminoró el paso.

Cuando el motorista salía del callejón, disparó dos veces.

Uno de los disparos falló, pero el otro dio en el cuadro haciendo saltar chispas, y luego rebotó.

La motocicleta rugió mientras salía por la puerta de la villa.

Comenzaron a encenderse luces. Los disparos de arma de fuego eran seguramente un sonido extraño allí. Se metió el arma bajo la chaqueta, se retiró por otro callejón y regresó a la casa de Lars Nelle. Podía oír voces a sus espaldas. Estaba llegando gente a investigar. Dentro de unos momentos, estaría otra vez dentro y a salvo. Dudaba de que los otros dos hombres siguieran por allí… o, si lo estaban, que constituyeran un problema.

Pero había algo que le intrigaba.

Había captado un indicio de ello mientras observaba a la forma saltando desde la terraza, y luego corriendo. Había algo en sus movimientos.

Era difícil decirlo con seguridad, pero suficiente.

Su atacante era una mujer.

XXIV

Abadía des Fontaines

10:00 pm

El senescal encontró a Geoffrey. Había estado buscando a su ayudante desde que el cónclave se disolviera, y finalmente se enteró de que el joven se había retirado a una de las pequeñas capillas situadas en el ala norte, más allá de la biblioteca, uno de los múltiples lugares de reposo que ofrecía la abadía.

El senescal entró en la sala iluminada sólo con velas y vio a Geoffrey yaciendo en el suelo. Los hermanos muchas veces se echaban así ante el altar de Dios. Durante le iniciación, el acto era prueba de humildad, una demostración de insignificancia frente al Cielo, y su práctica servía de recordatorio.

– Tenemos que hablar -dijo suavemente.

Su joven asociado permaneció inmóvil durante unos momentos, luego lentamente se puso de rodillas, se santiguó y se puso de pie.

– Dime exactamente lo que tú y el maestre estabais haciendo.

No estaba de humor para los comportamientos reservados, y afortunadamente Geoffrey parecía más tranquilo que antes en el Panteón de los Padres.

– El maestre quería estar seguro de que aquellos dos paquetes se enviarían por correo.

– ¿Dijo por qué?

– ¿Y por qué iba a hacerlo? Él era el maestre. Yo soy sólo un hermano menor.

– Al parecer él confiaba en ti lo suficiente para buscar tu ayuda.

– Dijo que usted se tomaría eso a mal.

– No soy tan quisquilloso. -Veía que el joven sabía más cosas-. Cuéntame.

– No puedo decirlo.

– ¿Por qué no?

– El maestre me dio instrucciones de que respondiera a la pregunta sobre el correo. Pero no voy a decir nada más… hasta que ocurran más cosas.

– ¿Qué más necesitas que ocurra? De Roquefort está al frente. Tú y yo estamos prácticamente solos. Los hermanos se están alineando con De Roquefort. ¿Qué más hace falta que ocurra?

– No me corresponde a mí decidir.

– De Roquefort no puede triunfar sin el Gran Legado. Ya viste la reacción en el cónclave. Los hermanos lo abandonarán si él no lo consigue. ¿Es eso lo que tú y el maestre estabais tramando?¿Sabía más el maestre de lo que me dijo a mí?

Geoffrey guardó silencio, y el senescal de repente detectó una madurez en su ayudante que no había observado anteriormente.

– Me avergüenza decir que el maestre me dijo que el mariscal lo derrotaría a usted en el cónclave.

– ¿Qué más dijo?

– Nada que pueda revelar en este momento.

Aquella actitud evasiva resultaba irritante.

– Nuestro maestre era brillante. Cómo tú dices, comprendió lo que iba a pasar. Al parecer previo lo suficiente para convertirte en su oráculo. Dime, ¿qué tengo que hacer?

La súplica en su voz no podía disimularse.

– Me dijo que respondiera a esa pregunta con lo que Jesús dijo: «El que no odia a su padre y a su madre como hago yo no puede ser mi discípulo.»

Las palabras procedían del Evangelio de santo Tomás. Pero ¿Qué significaban en este contexto? Recordó lo otro que había escrito santo Tomás. «Aquel que no ama a su padre y a su madre como yo no puede ser mi discípulo.»

– También quería que yo le recordara que Jesús dijo: «Que el que busca no deje de buscar hasta encontrar…»

– «Cuando uno encuentra, quedará desconcertado. Cuando uno es desconcertado, quedará asombrado y reinará sobre todo» -terminó él rápidamente-.¿Todo lo que decía era una adivinanza?

Geoffrey no respondió. El joven tenía un grado muy inferior al del senescal, su camino al conocimiento estaba tan sólo empezando. Ser miembro de la orden era un firme progreso hacia el completo gnosticismo… un viaje que normalmente requeriría dos años. Geoffrey había llegado a la abadía sólo dieciocho meses antes, procedente de la casa de los jesuitas de Normandía, abandonado cuando era un niño y criado por los monjes. El maestre se había fijado en él inmediatamente, pidiendo que fuera incluido en el personal ejecutivo. El senescal se había intrigado ante esta decisión, pero el viejo simplemente le había sonreído, diciendo: «No hay ninguna diferencia con lo que hice contigo.»

Colocó una mano sobre el hombro de su ayudante.

– Para que el maestre te eligiera como uno de sus ayudantes, seguramente tenía en alta consideración tus cualidades.

Una mirada resuelta brotó de la pálida cara.

– Y no le defraudaré.

Los hermanos tomaban diferentes caminos. Algunos se inclinaban por la administración. Otros se hacían artesanos. Muchos ayudaban a la autosuficiencia de la abadía como artífices o granjeros. Algunos se dedicaban exclusivamente a la religión. Tan sólo una tercera parte aproximadamente eran seleccionados como caballeros. Geoffrey iba camino de convertirse en caballero en algún momento dentro de los próximos cinco años, dependiendo de sus progresos. Ya había servido de aprendiz y completado el requerido entrenamiento elemental. Tenía ante sí un año de Escrituras antes de que pudiera serle administrado el primer juramento de fidelidad. Sería una lástima, pensó el senescal, que pudiera perder todo lo que tanto había trabajado por conseguir.

– Senescal, ¿qué pasa con el Gran Legado?¿Puede ser hallado, como dijo el mariscal?

– Ésa es nuestra única salvación. De Roquefort no lo tiene, pero probablemente piensa que nosotros sabemos cosas. ¿Es así?

– El maestre habló de ello.

Las palabras llegaron rápidamente, como si fueran para no ser dichas.

Él esperó algo más.

– Me dijo que un hombre llamado Lars Nelle fue el que más se acercó. Dijo que el camino seguido por Nelle era el correcto -continuó Geoffrey, cuyo pálido rostro delataba nerviosismo.

Él y el maestre habían discutido muchas veces sobre el Gran Legado. Sus orígenes procedían de una época anterior a 1307, pero su ocultación después de la Purga fue una manera de privar a Felipe IV de la riqueza y el conocimiento de los templarios. En los meses anteriores al 13 de octubre, Jacques de Molay escondió todo lo que la orden más apreciaba. Desgraciadamente, no existía ningún registro de su ubicación, y la Peste Negra finalmente aniquiló a todas las almas que sabían algo del lugar. La única pista procedía de un pasaje anotado en las Crónicas del 4 de junio de 1307. «¿Cuál es el mejor sitio para esconder un guijarro?» Posteriores maestros trataron de responder a esta pregunta y buscaron, hasta considerar que el esfuerzo carecía de sentido. Pero en el siglo xix salieron a la luz nuevas pistas… No procedentes de la orden, sino de dos curas párrocos de Rennes-le-Château, los abates Bigou y Bérenger Saunière. El senescal sabía que Lars Nelle había resucitado su asombrosa leyenda, escribiendo un libro en los años setenta que informaba al mundo sobre el diminuto pueblo francés y su supuesta mística antigua. Ahora, saber que «él fue el que más se acercó», que «el suyo era el camino correcto», parecía casi surrealista.

El senescal se disponía a hacer más preguntas cuando oyeron unos pasos. Se dio la vuelta al tiempo que cuatro hermanos caballeros, hombres a los que conocía, entraban en la capilla. De Roquefort los siguió al interior, vestido ahora con la sotana blanca del maestre.

– ¿Conspirando, senescal? -preguntó De Roquefort, sus ojos rebosando satisfacción.

– Ya no. -El senescal se extrañaba ante aquella demostración de fuerza-.¿Necesita usted un auditorio?

– Están aquí por usted. Aunque yo espero que esto pueda llevarse a cabo de una manera civilizada. Está usted bajo arresto.

– ¿Y la acusación? -preguntó el senescal, sin mostrar la menor preocupación.

– Violación de su juramento.

– ¿Tiene usted intención de explicarse?

– En el foro adecuado. Estos hermanos le acompañarán a sus habitaciones, donde permanecerá usted esta noche. Mañana, ya le encontraré un alojamiento más apropiado. Su sustituto necesitará, para entonces, su cámara.

– Muy amable por su parte.

– Así lo pensé. Pero alégrese. Hace mucho tiempo que su hogar debería haber sido una celda de penitente.

El senescal las conocía. Nada más que unos cubículos demasiado pequeños para estar de pie o echado. En vez de eso, el prisionero tenía que permanecer agachado, y la falta de comida o de agua aumentaban su agonía.

– ¿Planeáis resucitar el uso de las celdas?

Vio que De Roquefort no apreciaba el desafío, sino que el francés se limitaba a sonreír. Raras veces aquel demonio se relajaba hasta esbozar una sonrisa.

– Mis seguidores, a diferencia de los suyos, son leales a sus juramentos. No hay necesidad de tales medidas.

– Casi pienso que se cree usted lo que dice.

– Ya ve, esa insolencia es la verdadera razón por la que me enfrenté a usted. Aquellos de nosotros entrenados en la disciplina de nuestra devoción nunca hubiéramos hablado a otro en un tono tan despectivo. Pero aquellos hombres que, como usted, preceden del mundo secular consideran apropiada la arrogancia.

– ¿Y negar a nuestro maestre su debido recuerdo fue mostrar respeto?

– Ése fue el precio que pagó por su arrogancia.

– Fue educado como usted.

– Lo cual demuestra que nosotros también somos capaces de errar.

Se estaba cansando de De Roquefort, así que recobró el dominio de sí mismo y dijo:

– Exijo mi derecho a un tribunal.

– Lo cual tendrá usted. Mientras tanto, será confinado.

De Roquefort hizo un gesto. Los cuatro hombres se adelantaron, y, aunque estaba asustado, el senescal decidió salir con dignidad.

Abandonó la capilla, rodeado por sus guardianes, pero en la puerta vaciló un momento y miró atrás, captando una vislumbre final de Geoffrey. El joven había permanecido en silencio mientras él y De Roquefort discutían. El nuevo maestre, como era característico, no prestaba atención a alguien tan joven. Transcurrirían muchos años antes de que Geoffrey pudiera plantear ninguna amenaza. No obstante, el senescal se intrigó.

No había ni una pizca de miedo, vergüenza o aprensión que nublara el rostro de Geoffrey.

Al contrario, su expresión era de intensa resolución.

XXV

Rennes-le-Château

Sábado, 24 de junio

9:30 am

Malone introdujo con dificultad su larguirucho cuerpo en el Peugeot. Stephanie se encontraba ya dentro del coche.

– ¿Ha visto a alguien? -preguntó ella.

– Nuestros dos amigos de anoche han vuelto. Son unos pesados.

– ¿Ningún signo de la chica de la motocicleta?

Él le habló a Stephanie de sus sospechas.

– No esperaría eso.

– ¿Dónde están los dos amigos? [2]

– En un Renault rojo carmesí en el otro extremo, más allá de la torre de las aguas. No vuelva la cabeza. No les alertemos.

Ajustó el espejo retrovisor exterior para poder ver el Renault. Ya algunos autocares turísticos y una docena más o menos de coches llenaban al arenoso aparcamiento. El cielo claro del día anterior había desaparecido, y aparecía ahora otro cubierto de tempestuosas nubes de un gris como metálico. La lluvia estaba en camino, y pronto descargaría. Se dirigían a Aviñón, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, para encontrar a Royce Claridon. Malone había ya consultado el mapa y decidido la mejor ruta para despistar a cualquier posible perseguidor.

Arrancó el coche y circularon lentamente hasta salir del pueblo. Una vez más allá de las puertas de la villa, y ya en el serpenteante sendero que bajaba desde la cima, observó que el Renault se mantenía a una discreta distancia.

– ¿Cómo piensa usted perderles?

Él sonrió.

– A la antigua usanza.

– Siempre planeando por anticipado, ¿verdad?

– Alguien para quien trabajé antaño me lo enseñó.

Encontraron la carretera D118 y se dirigieron al norte. El mapa indicaba una distancia de treinta y dos kilómetros hasta la A61, la autopista de peaje que salía justo al sur de Carcasona y conducía al nordeste, a Aviñón. Unos diez kilómetros más adelante, en Limoux, la carretera se bifurcaba, una de sus ramas cruzaba el río Aude hasta entrar en Limoux, y la otra continuaba hacia el norte. Decidió que ésa sería su oportunidad.

La lluvia empezó a caer. Suavemente al principio, luego con fuerza.

Puso en marcha los limpiaparabrisas delanteros y traseros. La carretera ante ellos estaba vacía de coches a ambos lados. El que fuera un sábado por la mañana había reducido aparentemente la intensidad del tráfico.

El Renault, sus luces de niebla atravesando la lluvia, igualó su velocidad y un poco más. Malone observó por el espejo retrovisor que el Renault se situaba directamente detrás de ellos, y luego aumentaba la velocidad hasta ponerse al mismo nivel del Peugeot en la calzada contraria.

La ventanilla del pasajero se bajó y apareció un arma.

– Agárrese -le dijo a Stephanie.

Apretó el acelerador y se pegó estrechamente a una curva. El Renault perdió velocidad y se quedó detrás de ellos.

– Parece que hay cambios de planes. Nuestras sombras se han vuelto agresivas. ¿Por qué no se echa usted al suelo?

– Soy mayor. Usted conduzca.

Se deslizó por otra curva y el Renault estrechó distancias. Mantener los neumáticos pegados a la calzada era difícil. El pavimento estaba revestido de una gruesa capa de condensación y se volvía más húmedo a cada segundo. No había líneas amarillas que definieran nada y el borde del asfalto quedaba parcialmente difuminado por unos charcos que con facilidad podían producir el efecto aquaplanning en el coche.

Una bala impactó en el parabrisas trasero.

El cristal templado no estalló, pero Malone dudaba de que pudiera aguantar otro impacto. Empezó a zigzaguear, haciendo conjeturas sobre dónde terminaba el pavimento a cada lado. Divisó a un coche que se acercaba por la calzada contraria y regresó a la suya.

– ¿Puede disparar un arma? -preguntó, sin quitar los ojos de la carretera.

– ¿Dónde está?

– Bajo el asiento. Se la quité al tipo de anoche. Lleva un cargador completo. No falle. Necesito separarme un poco de esos tipos.

Ella encontró la pistola y bajó el cristal de su ventanilla. Malone la vio alargar la mano, apuntar hacia atrás y disparar cinco tiros.

Los disparos tuvieron el efecto deseado. El Renault se alejó, aunque no abandonó la persecución. Malone derrapó alrededor de otra curva, haciendo funcionar freno y acelerador como unos años atrás le habían enseñado a hacer.

Ya estaba bien de hacer el zorro.

Hizo un brusco viraje para entrar en la calzada dirección sur y apretó con fuerza los frenos. Los neumáticos se agarraron al húmedo pavimento con un crujido. El Renault pasó disparado por la calzada en dirección norte. Entonces soltó el freno, redujo entonces a segunda, y luego apretó el acelerador hasta el fondo.

Los neumáticos giraron, y después el coche saltó hacia delante.

Llevó la palanca del cambio a la quinta.

El Renault estaba ahora delante de él. Dio más gas al motor. Noventa. Cien. Ciento diez kilómetros por hora. Todo el asunto estaba resultando curiosamente estimulante. Llevaba algún tiempo sin vivir este tipo de acción.

Se desvió ahora hacia la calzada contraria situándose en paralelo al Renault.

Los dos coches estaban ahora circulando a ciento veinte kilómetros por hora en un tramo relativamente estrecho de la carretera. De repente coronaron una loma y se elevaron trazando un arco sobre el pavimento, crujiendo sonoramente los neumáticos cuando la goma se reencontró con el empapado asfalto. Su cuerpo fue proyectado hacia delante y hacia atrás, sacudiéndole el cerebro, mientras el cinturón de seguridad le mantenía en su sitio.

– Eso ha sido divertido -dijo Stephanie.

Tanto a su izquierda como a su derecha se extendían verdes campos, la campiña entera un mar de espliego, espárragos y viñas. El Renault rugía a su lado. Malone dirigió una fugaz mirada a su derecha. Uno de los tipos de cabello corto se estaba encaramando por la ventanilla del pasajero, retorciéndose para poder disparar mejor.

– Tire a los neumáticos -le dijo a Stephanie.

Ella se disponía a tirar cuando Malone vio a un camión delante, ocupando la calzada norte del Renault. Había conducido lo suficiente por las carreteras de dos calzadas de Europa para saber que, a diferencia de Norteamérica, donde los camiones conducían con desconsiderada despreocupación, aquí se movían a la velocidad de un caracol. Había confiado en encontrar alguno más cerca de Limoux, pero las oportunidades había que aprovecharlas cuando se presentaban. El camión se encontraba a no más de doscientos metros. Estarían sobre él al cabo de un momento, y, por suerte, su propia calzada estaba limpia.

– Espere -le dijo Malone a la mujer.

Mantuvo su coche en paralelo y no le permitió ninguna salida al Renault. El otro conductor tendría, o bien que frenar, estrellarse contra el camión, o desviarse hacia el campo abierto. Confiaba en que el camión permaneciera en la calzada hacia el norte, de lo contrario no tendría otra elección que enfilar por donde pudiera.

El otro conductor al parecer comprendió las tres opciones, y torció para salir de la calzada.

Malone pasó a gran velocidad por delante del camión. Una mirada por el retrovisor le confirmó que el Renault estaba atascado en el rojizo barro.

Regresó a la calzada norte, se relajó un poco, pero mantuvo la velocidad, abandonando finalmente la carretera nacional, tal como tenía previsto, en Limoux.

Llegaron a Aviñón un poco después de las once de la mañana. La lluvia había cesado unos ochenta kilómetros antes y un brillante sol inundaba el boscoso terreno, las onduladas colinas verde y oro, como una página de un viejo manuscrito. Una muralla medieval con torreones rodeaba la ciudad, que antaño había sido la capital de la Cristiandad durante casi cien años. Malone maniobró el Peugeot a través de un laberinto de estrechas callejuelas hasta un aparcamiento subterráneo.

Ascendieron por las escaleras hasta el nivel de la calle, e inmediatamente Malone se encontró frente a unas iglesias románicas, enmarcadas por viviendas bañadas por el sol, sus tejados y paredes todos de la tonalidad de la arena sucia, produciendo una impresión claramente italiana. Como era fin de semana, los turistas llegaban a miles, y los toldos multicolores y los plátanos de la Place de l’Horloge arrojaban su sombra sobre una bulliciosa multitud que había salido a almorzar.

La dirección del cuaderno de Lars Nelle les guió por una de las múltiples rues. Mientras caminaba, Malone pensó en el siglo xiv, cuando los papas cambiaron el río Tíber de Roma por el francés Ródano y ocuparon el enorme palacio situado sobre la colina. Aviñón se convirtió en un asilo para herejes. Los judíos compraban tolerancia por una modesta tasa, los criminales vivían sin ser molestados, florecían las casas de juego y los burdeles. La vigilancia era laxa, y pasear después de hacerse oscuro podía significar un peligro para la propia vida. ¿Qué había escrito Petrarca? «Una morada de penas, todo lo que respira miente.» Confiaba en que las cosas hubieran cambiado en seiscientos años.

La dirección de Royce Claridon era una antigua tienda -libros y muebles-, su escaparate lleno de volúmenes de Julio Verne procedentes en su mayor parte del siglo xx. Malone estaba familiarizado con las ediciones pintorescas. La puerta principal estaba cerrada, pero una nota pegada al cristal informaba de que el negocio se estaba llevando a cabo hoy en la Cours Jean Jaurès, en una feria de libros mensual.

Se informaron de la dirección del mercado, que se celebraba al lado de un bulevar principal. Desvencijadas mesas de metal salpicaban la arbolada plaza. Cajas de plástico albergaban libros franceses, así como un puñado de títulos ingleses, en su mayoría novelas de éxitos del cine y la televisión. La feria parecía atraer a un determinado tipo de cliente. Montones de cabellos recortados, gafas, faldas, corbatas y barbas… Ni una Nikon o una videocámara a la vista.

Pasaban autocares abarrotados de turistas camino del palacio papal, los quejumbrosos dieseis sofocando el ruido de un grupo de percusión caribeño que tocaba al otro lado de la calle. Una lata de coca-cola rebotó en el pavimento y sobresaltó a Malone, que tenía los nervios de punta.

– ¿Pasa algo malo?

– Demasiadas distracciones.

Deambularon por el mercado, los ojos de bibliófilo de Malone estudiando la mercancía. El material de calidad estaba todo envuelto en plástico. Una tarjeta identificaba la procedencia y el precio del libro, que Malone observó que era alto, dada la baja calidad. Preguntó a uno de los vendedores la ubicación del puesto de Royce Claridon, y lo encontraron en el otro extremo. La mujer que atendía las mesas era baja y robusta, con el pelo rubio sujeto en un moño. Llevaba gafas de sol y todo posible atractivo quedaba atemperado por el cigarrillo que colgaba de sus labios. Fumar no era algo que Malone hubiera encontrado nunca atractivo.

Examinaron sus libros, todo desplegado sobre un destartalado mueble, la mayor parte de los volúmenes encuadernados en tela raída. Le sorprendió que alguien los comprara.

Se presentó a sí mismo y a Stephanie. La mujer no les dijo su nombre, y se limitó a seguir fumando.

– Estuvimos en su tienda -dijo Malone en francés.

– Está cerrada. -El tono cortante dejaba claro que no quería que le molestaran.

– No estamos interesados en nada de lo que tiene allí -dejó claro también Malone.

– Entonces, disfrute de estos maravillosos libros.

– ¿Tan mal va el negocio?

La mujer dio otra calada.

– Apesta.

– ¿Por qué está usted aquí, entonces?¿Por qué no en el campo durante el día?

Ella se lo quedó mirando con gesto suspicaz.

– No me gustan las preguntas. Especialmente de norteamericanos que hablan un mal francés.

– Yo creía que el mío era correcto.

– Pues no lo es.

Malone decidió ir al grano.

– Estamos buscando a Royce Claridon.

La mujer se rió.

– Usted y alguien más.

– ¿Le importaría informarnos sobre quién es alguien más? -Aquella bruja le estaba crispando los nervios.

Ella no respondió inmediatamente. En vez de ello, su mirada se desvió hacia una pareja que estaba examinando su mercancía. La banda caribeña del otro lado de la calle atacó una nueva melodía. Los potenciales clientes de la mujer se alejaron.

– Tenemos que vigilarlos a todos -murmuró-. Lo roban todo.

– Se me ocurre una idea -dijo él-. Le compro una caja entera si me responde a una pregunta.

La proposición pareció interesarle.

– ¿Qué quiere usted saber?

– ¿Dónde está Royce Claridon?

– Llevo sin verlo cinco años.

– Eso no es una respuesta.

– Se ha ido.

– ¿Adónde se fue?

– Ésas son todas las respuestas que una caja de libros comprará.

Evidentemente no iban a enterarse de nada por ella, y Malone no tenía intención de darle más dinero. Arrojó un billete de cincuenta euros sobre la mesa y agarró su caja de libros.

– Su respuesta es una mierda, pero yo cumpliré mi parte del trato.

Se dirigió a un cubo de basura abierto, le dio la vuelta a la caja y vació el contenido dentro. Luego arrojó la caja sobre la mesa.

– Vámonos -le dijo a Stephanie, y se alejaron.

– Eh, americano.

Malone se detuvo y se dio la vuelta.

La mujer se levantó de su silla.

– Me ha gustado eso.

Él esperó.

– Montones de acreedores están buscando a Royce, pero es fácil encontrarlo. Vaya a ver en el sanatorio de Villeneuve-les-Avignon. -Se aplicó un dedo a la sien y lo hizo girar-. Chalado, así está Royce.

XXVI

Abadía des Fontaines

11:30 am

El senescal estaba sentado en su habitación. La noche anterior había dormido poco, reflexionando sobre su dilema. Dos hermanos vigilaban su puerta, y no se le permitía a nadie la entrada, excepto para traerle comida. No le gustaba estar enjaulado… bien que, al menos por ahora, en una confortable prisión. Sus alojamientos no eran del tamaño de los del maestre o el mariscal, pero eran privados y poseían un baño y una ventana. El riesgo de que se escapara por la ventana era mínimo, pues la caída fuera era de varias decenas de metros de pura roca gris.

Pero su destino iba a cambiar hoy seguramente, ya que De Roquefort no iba a permitirle que deambulara por la abadía a voluntad. Probablemente lo encerrarían en una de las celdas subterráneas, lugares usados desde hacía mucho tiempo para almacenar mercancías en frío, el sitio perfecto para mantener aislado a un enemigo. Su destino final, ¿quién sabía cuál era?

Había trascurrido mucho tiempo desde su iniciación.

La regla era clara. «Si un hombre desea abandonar la masa de perdición, renunciar a la vida secular y elegir la vida comunal, no consintáis en recibirle inmediatamente, porque, como dijo san Pablo: “Examinad el alma para ver si viene de Dios.” Si se le concede la compañía de la hermandad, que le sea leída la regla, y si desea obedecer los mandamientos de la regla, que los hermanos le reciban, que él revele sus deseos y voluntad ante todos los hermanos y que haga la petición con un corazón puro.»

Todo eso había ocurrido y él había sido recibido. Gustosamente había hecho el juramento y alegremente servido. Ahora era un prisionero. Acusado de falsos cargos lanzados contra él por un político. [3] Nada diferente de lo ocurrido a sus antiguos hermanos, que habían sido víctimas del despreciable Felipe el Hermoso. Siempre había considerado extraño ese calificativo. De hecho, nada tenía que ver con el temperamento del monarca, pues el rey francés era un hombre frío, reservado, que quería dominar a la Iglesia Católica. [4] En vez de ello, se refería a su cabello rubio y ojos azules. Una apariencia externa, algo completamente diferente en el interior… muy parecido a él mismo, pensó.

Se levantó de su mesa y paseó; un hábito adquirido en la facultad. Moverse le ayudaba a pensar. Sobre la mesa descansaban los dos libros que había cogido de la biblioteca un par de noches antes. Se daba cuenta de que las siguientes horas podrían ser su última oportunidad de ojear sus páginas. Seguramente, una vez que se descubriera su falta, el robo de propiedad de la orden se añadiría a la lista de cargos. Su castigo -el destierro- sería, dadas las circunstancias, llevadero, pero él sabía que su Némesis nunca iba a permitirle irse tan fácilmente.

Alargó la mano en busca del códice, un tesoro que cualquier museo pagaría mucho por exponer. Las páginas estaban escritas en la caligrafía curvilínea que él conocía como redonda, corriente en aquella época, utilizada por los eruditos. Tenía poca puntuación; sólo largas líneas de texto que llenaban cada página de arriba abajo, de borde a borde. Un escriba había trabajado durante semanas para crearlo, escondido en el scriptorium de la abadía ante una mesa de escribir, cálamo en mano, marcando lentamente con tinta cada letra en el pergamino. Marcas de quemaduras estropeaban la encuadernación y gotitas de cera salpicaban muchas de las páginas, pero el códice se mantenía en notable buen estado. Una de las grandes misiones de la orden había sido preservar el conocimiento, y él había tenido suerte de tropezar con esta fuente entre los miles de volúmenes que contenía la biblioteca.

«Debe terminar su búsqueda. Es su destino. Tanto si se da cuenta como si no.» Eso es lo que el maestre le había dicho a Geoffrey. Pero también le dijo: «Aquellos que han seguido el camino que usted se dispone a tomar han sido muchos, pero ninguno ha triunfado.»

– Pero ¿Sabían ellos lo que él sabía? Probablemente, no.

Alargó la mano hacia el otro volumen. Su texto estaba también escrito a mano. Pero no lo habían hecho los escribas. Las palabras habían sido copiadas a mano en noviembre de 1897 por el entonces mariscal de la orden, un hombre que había estado en contacto directo con el abate Jean-Antoine-Maurice Gélis, el cura párroco de Coustausa, un pueblo que también se encontraba en el valle del río Aude, no lejos de Rennes-le-Château. El suyo había sido un encuentro casual, por el que el mariscal había conocido una información vital.

Se sentó y nuevamente pasó las páginas del informe.

Algunos pasajes llamaron su atención, unas palabras que él había leído ya con interés tres años atrás. Se puso de pie y se dirigió a la ventana con el libro.

Me afligió enterarme de que el abate Gélis había sido asesinado el día de Todos los Santos. Fue encontrado completamente vestido, con su bonete, en un charco de sangre sobre el suelo de la cocina. Su reloj estaba parado a las doce y cuarto de la noche, pero la hora de su muerte fue establecida entre las tres y las cuatro de la mañana. Actuando como representante del obispo, hablé con los aldeanos y el gendarme. Gélis era un individuo nervioso, de quien se sabía que mantenía cerradas las ventanas y postigos incluso en verano. Nunca abría la puerta de la casa parroquial a extraños, y como no había signos de que hubieran entrado por la fuerza, los funcionarios llegaron a la conclusión de que el abate conocía a su atacante.

Gélis murió a la edad de setenta y un años. Le golpearon en la cabeza con unas tenazas de chimenea y luego lo mataron a hachazos. La sangre era abundante, encontrándose salpicaduras en el suelo y el techo, pero no aparecía ninguna huella de pisada entre los diversos charcos. Eso desconcertaba al gendarme. El cuerpo había sido dejado intencionadamente boca arriba, los brazos cruzados sobre el pecho, en la postura corriente para los difuntos. En la casa se encontraron seiscientos tres francos en oro y billetes y luego otros ciento seis. Así pues, el motivo evidentemente no era el robo. El único objeto que podía ser considerado como prueba fue un paquetito de papeles de fumar. Escrito en uno de ellos aparecía «Viva Angelina». [5]Esto era importante, ya que Gélis no era fumador e incluso detestaba el olor de los cigarrillos.

En mi opinión, el verdadero motivo del crimen se hallaba en el dormitorio del cura. Allí, el asaltante había abierto un portafolios. Había papeles dentro, pero era imposible saber si se habían llevado algo. Se hallaron gotas de sangre dentro y alrededor de la cartera. El gendarme llegó a la conclusión de que el asesino estaba buscando algo, y tal vez yo sepa lo que podía ser.

Dos semanas antes de su asesinato, hablé con el abate Gélis. Un mes antes, Gélis se había comunicado con el obispo de Carcasona. Yo aparecí en la casa de Gélis, presentándome como el representante del obispo, y discutimos largo rato sobre lo que le inquietaba. Finalmente me pidió que oyera su confesión. Como de hecho no soy sacerdote, y por tanto no estoy vinculado por el secreto de confesión, puedo informar de lo que contó.

Este criptograma era un sistema cifrado corriente, popular durante el último siglo. Él me dijo que seis años antes el abate Saunière, de Rennes-le-Château, había hallado un criptograma en su iglesia también. Cuando los comparó, eran idénticos. Saunière creía que ambos criptogramas habían sido dejados por el abate Bigou, que había servido en Rennes-le-Château durante la Revolución francesa. En la época de Bigou, la iglesia de Coustausa era también atendida por el cura de Rennes. De manera que Bigou habría sido un visitante frecuente en la actual parroquia de Gélis. Saunière también creía que había una relación entre los criptogramas y la tumba de Marie d’Hautpoul de Blanchefort, la cual murió en 1781. El abate Bigou había sido confesor de esta mujer y encargó su tumba y su lápida, haciendo que una variedad de palabras y símbolos únicos fueran inscritos inmediatamente después. Por desgracia, Saunière no había sido capaz de descifrar ninguno de ellos, pero, al cabo de un año de trabajo, Gélis resolvió el criptograma. Me dijo que no había sido completamente veraz con Saunière, pensando que los motivos de su colega abate no eran puros. De modo que ocultó a su colega la solución que él había hallado.

El abate Gélis quería que el obispo conociera la solución completa y pensaba que estaba realizando esa acción al decírmelo a mí.

Por desgracia, el mariscal no reproducía lo que Gélis había dicho. Quizás pensó que la información era demasiado importante para ser escrita, o quizás era otro intrigante, como De Roquefort. Curiosamente, las Crónicas informaban de que el propio mariscal había desaparecido un año más tarde, en 1898. Se marchó un día por asuntos de la abadía, y no regresó nunca más. Su búsqueda no dio ningún fruto. Pero a Dios gracias había registrado el criptograma.

Las campanas de la Hora Sexta comenzaron a sonar, señalando la reunión del mediodía. Todos, excepto el personal de la cocina, se congregarían en la capilla para la lectura de los Salmos, los himnos y las plegarias hasta la una de la tarde. El senescal pensó que tendría un rato de meditación, pero fue interrumpido por un suave golpecito en la puerta. Se dio la vuelta cuando Geoffrey entró, llevando una bandeja de comida y bebida.

– Me ofrecí voluntario para traerle esto -dijo el joven-. Me dijeron que se había saltado usted el desayuno. Debe de estar hambriento.

El tono de Geoffrey era extrañamente optimista.

La puerta permanecía abierta, y el senescal pudo ver a los dos guardianes de pie fuera.

– Les traje también a ellos un poco de bebida -dijo Geoffrey, señalando afuera.

– Estás de un humor generoso hoy.

– Jesús dijo que el primer aspecto de la Palabra es la fe, el segundo es el amor, el tercero son las buenas obras y de éstas surge la vida.

El senescal sonrió.

– Correcto, amigo mío.

Mantuvo su tono animado pensando en los dos pares de oídos que se encontraban a pocos metros de distancia.

– ¿Está usted bien? -preguntó Geoffrey.

– Tan bien como cabría esperar.

Aceptó la bandeja y la dejó sobre la mesa.

– He rezado por usted, senescal.

– Me atrevería a decir que ya no poseo ese título. Seguramente, ha sido nombrado uno de nuevo por De Roquefort.

Geoffrey asintió.

– Su lugarteniente.

– Ay de nosotros…

Vio que uno de los hombres de la puerta se desplomaba. Un segundo más tarde, el cuerpo del otro se debilitaba hasta terminar uniéndose al de su compañero en el suelo. Dos vasos rebotaron sobre las baldosas.

– Ya era hora -dijo Geoffrey.

– ¿Qué has hecho?

– Un sedante. El médico me lo proporcionó. No tiene sabor, ni olor, pero es rápido. El curador es amigo nuestro. Le desea a usted buena suerte. Ahora debemos irnos. El maestre hizo sus previsiones, y es deber mío comprobar que se han cumplido.

Geoffrey buscó bajo su hábito y sacó dos pistolas.

– El encargado del arsenal es amigo nuestro también. Podemos necesitarlas.

El senescal estaba entrenado en el manejo de las armas de fuego. Ello formaba parte de la educación básica que todo hermano recibía. Agarró el arma.

– ¿Dejamos la abadía?

Geoffrey asintió.

– Se exige que realicemos nuestra tarea.

– ¿Nuestra tarea?

– Sí, senescal. He estado preparándome para esto durante mucho tiempo.

Percibió el ansia y, aunque era diez años mayor que Geoffrey, de repente se sintió incapaz. Aquel supuesto hermano menor era mucho más de lo que aparentaba.

– Como dije ayer, el maestre eligió bien contigo.

Geoffrey sonrió.

– Creo que lo hizo bien en los dos casos.

El senescal encontró una mochila y rápidamente metió algunos artículos de tocador, objetos personales y los dos libros que había cogido de la biblioteca interior.

– No tengo más ropa que mi hábito.

– Podemos comprar algo cuando estemos fuera.

– ¿Tienes dinero?

– El maestre era un hombre minucioso.

Geoffrey se deslizó hasta la puerta y miró a ambos lados.

– Los hermanos estarán todos en la Hora Sexta. El camino debería estar despejado.

Antes de seguir a Geoffrey al corredor, el senescal echó una última mirada a su alojamiento. Algunos de los mejores momentos de su vida habían tenido lugar allí, y sentía tristeza por tener que dejar esos recuerdos. Pero otra parte de su psique le urgía a seguir adelante, hacia lo desconocido, al exterior, hacia fuera cual fuese la verdad que el maestre tan evidentemente conocía.

XXVII

Villeneuve-les-Avignon

12:30 pm

Malone estudió a Royce Claridon. El hombre iba vestido con unos holgados pantalones de pana manchados de lo que parecía pintura turquesa. Un pintoresco jersey deportivo cubría su delgado pecho. Andaba probablemente cerca de los sesenta, y era larguirucho como una mantis religiosa, con una atractiva cara de bien definidos rasgos. Sus oscuros ojos se hundían profundamente en su cabeza y, aunque ya no brillaban con el poder del intelecto, eran, con todo, penetrantes. Llevaba los pies descalzos y sucios, las uñas descuidadas y sus encanecidos cabellos y barba enmarañados. El asistente les había advertido de que Claridon sufría delirios pero que en general era inofensivo, y casi todo el mundo en la institución le evitaba.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó Claridon en francés, estudiándolos con su mirada distante, perpleja.

El sanatorio ocupaba un enorme château que un rótulo en la pared exterior anunciaba que había sido propiedad del gobierno francés desde la Revolución. Varias alas sobresalían del edificio principal en extraños ángulos. Muchos de los antiguos salones eran actualmente salas de pacientes. Ellos se encontraban ahora en un solárium, rodeado por una amplia cristalera de ventanas que iban del suelo al techo y dividían la campiña en trozos enmarcados. Se iban acumulando nubes que tapaban el sol del mediodía. Uno de los asistentes les había dicho que Claridon se pasaba la mayor parte de su tiempo allí.

– ¿Son de la encomienda? -preguntó Claridon-.¿Los ha enviado el maestre? Tengo mucha información que transmitirle.

Malone decidió jugar el juego.

– Venimos de parte del maestre. Nos envió para hablar con usted.

– Uf, ya era hora. He estado esperando mucho tiempo.

Las palabras delataban excitación.

Malone hizo un gesto y Stephanie se alejó. Aquel hombre evidentemente consideraría que un templario y una mujer no formaban parte de aquella hermandad.

– Dígame, hermano, lo que tenga que decirme. Dígamelo todo.

Claridon se movió impacientemente en su silla, luego se puso de pie de un salto, moviendo su delgado cuerpo a un lado y a otro sobre sus desnudos pies.

– Fue espantoso -dijo-. Espantoso. Estábamos rodeados por todas partes. Había enemigos hasta donde abarcaba la vista. A nosotros nos quedaban sólo unas pocas flechas, la comida se había echado a perder por el calor, y el agua se había terminado. Muchos sucumbieron a la enfermedad. Ninguno de nosotros iba a vivir mucho tiempo.

– Suena a desafío. ¿Qué hicieron ustedes?

– Vimos entonces la cosa más extraña. Levantaron una bandera blanca desde más allá de las murallas. Nos quedamos mirándonos unos a otros… diciendo con nuestras asombrosas expresiones las palabras que cada uno de nosotros estábamos pensando: «Quieren parlamentar.»

Malone conocía la historia medieval. Las negociaciones eran corrientes durante las Cruzadas. Ejércitos que habían llegado a un punto muerto muchas veces establecían condiciones por las que cada uno podía retirarse y reclamar ambos la victoria.

– ¿Se reunieron ustedes?

El viejo asintió y levantó cuatro dedos manchados.

– Cada vez que salíamos a caballo de las murallas, e íbamos a encontrarnos con su horda, nos recibían cálidamente y las discusiones progresaban. Al final, llegamos a un acuerdo.

– Así pues, dígame. ¿Cuál es su mensaje que el maestre necesita saber?

Claridon le lanzó una mirada de irritación.

– Es usted un insolente.

– ¿Qué quiere usted decir? Le tengo mucho respeto, hermano. Por eso estoy aquí. El hermano Lars Nelle me dijo que era usted un hombre en quien se podía confiar.

La pregunta pareció poner a prueba el cerebro de viejo. Luego el reconocimiento afloró al rostro de Claridon.

– Le recuerdo. Un guerrero valeroso. Luchó con mucho honor. Sí. Sí. Le recuerdo. El hermano Lars Nelle. Que Dios acoja su alma.

– ¿Por qué dice usted eso?

– ¿No se ha enterado? -Había incredulidad en el tono-. Murió en el combate.

– ¿Dónde?

Claridon movió la cabeza en un ademán negativo.

– Eso no lo sé. Sólo que ahora mora con el Señor. Dijimos una misa por él y ofrecimos muchas plegarias.

– ¿Comulgó usted con el hermano Nelle?

– Muchas veces.

– ¿Le habló de su búsqueda?

Claridon se movió hacia su derecha, aunque mantuvo su mirada en Malone.

– ¿Por qué me hace esta pregunta?

El agitado hombrecillo se puso a dar vueltas a su alrededor, como un gato. Malone decidió subir la apuesta en fuera cual fuese el juego que la brumosa mente del hombre pudiera imaginar. Agarró a Claridon por el jersey, levantando del suelo al enjuto hombrecillo. Stephanie dio un paso adelante, pero él la instó a retroceder con una rápida mirada.

– El maestre está disgustado -dijo-. Sumamente disgustado.

– ¿En qué sentido? -Por su cara se extendía un profundo rubor de vergüenza.

– Con usted.

– Yo no he hecho nada.

– No responde usted a mi pregunta.

– ¿Qué es lo que desea?

Más asombro.

– Hábleme de la búsqueda del hermano Nelle.

Claridon negó con la cabeza.

– No sé nada. El hermano no confiaba en mí.

El miedo surgió en los ojos que le devolvían la mirada, acentuado por una completa confusión. Malone soltó su presa. Claridon se echó hacia atrás contra la pared de cristal, y agarró unas toallitas de papel y un spray. Mojó los cristales y empezó a limpiar un vidrio que no mostraba una sola mancha.

Malone se volvió hacia Stephanie.

– Estamos perdiendo el tiempo aquí.

– ¿Cómo se ha enterado?

– Tenía que intentarlo.

Recordó la nota enviada a Ernest Scoville y decidió hacer un último intento. Buscó el papel en su bolsillo y se acercó a Claridon. Más allá del cristal, se alzaban las murallas de color gris de Villeneuve-les-Avignon.

– Los cardenales viven allí -dijo Claridon, sin abandonar su limpieza-. Insolentes príncipes, todos ellos.

Malone sabía que los cardenales en una ocasión acudieron en tropel a las colinas que se alzaban ante las murallas de la ciudad de Aviñón y erigieron refugios campestres como una forma de escapar a la congestión de la ciudad y a la constante vigilancia del papa. Aquellos livrées se habían marchado todos, pero la antigua ciudad subsistía, todavía silenciosa, rústica y en proceso de desmoronamiento.

– Nosotros somos protectores de los cardenales -dijo Malone, siguiendo con la simulación.

Claridon escupió en el suelo.

– Malditos sean todos.

– Lea esto.

El hombrecillo cogió el papel y deslizó su mirada sobre las palabras. Una expresión de asombro se reflejó en los abiertos ojos del hombre.

– Yo no he robado nada de la orden. Lo juro. -La voz iba en aumento-. Esta acusación es falsa. Estoy dispuesto a jurarlo ante mi Dios. No he robado nada.

El hombre estaba viendo en la página sólo lo que quería ver. Malone recuperó el papel.

– Esto es una pérdida de tiempo, Cotton -dijo Stephanie.

Claridon se acercó a él.

– ¿Quién es esta arpía?¿Por qué está aquí?

Malone casi sonrió.

– Es la viuda del hermano Nelle.

– No tengo noticia de que el hermano se hubiera casado.

Malone se acordó de algo que había leído en el libro templario dos noches antes.

– Como sabrá usted, muchos de los hermanos estuvieron antes casados. Pero ella fue infiel, de modo que el vínculo fue disuelto y ella desterrada a un convento.

Claridon movió negativamente la cabeza.

– Parece una mujer difícil. ¿Qué está haciendo aquí?

– Trata de encontrar la verdad sobre su marido.

Claridon se volvió hacia Stephanie y la apuntó con sus rechonchos dedos.

– Es usted malvada -gritó el hombre-. El hermano Nelle buscaba penitencia con la hermandad debido a los pecados de usted. Que la vergüenza le caiga encima.

Stephanie tuvo el buen sentido de limitarse a inclinar la cabeza.

– No busco nada más que el perdón.

El rostro de Claridon se suavizó ante su humildad.

– Y tendrá usted el mío, hermana. Váyase en paz.

Malone hizo un gesto y ambos se dirigieron a la puerta. Claridon se retiró a su silla.

– Qué triste -dijo ella-. Y qué espantoso. Perder la razón es terrible. Lars hablaba a menudo de la locura y la temía.

– Como todos, ¿no?

Sostenía aún en sus manos la nota encontrada en la casa de Ernest Scoville. Miró nuevamente lo escrito y leyó las últimas tres líneas.

En Aviñón busca a Claridon. Él puede indicar el camino. Pero prend garde de l’ingénieur.

– No sé por qué el remitente de la nota pensó que Claridon podía señalar el camino a ninguna parte -se quejó-. No tenemos nada en qué basarnos. Esta pista podría ser un callejón sin salida.

– No es verdad.

Las palabras habían sido pronunciadas en inglés y procedían del otro lado del solárium.

Malone se dio la vuelta al tiempo que Royce Claridon se levantaba de la silla. Toda confusión había desaparecido de la cara barbuda del hombre.

– Yo puedo facilitar la dirección. Y el consejo que se da en la nota debería ser seguido. Debe usted tener cuidado con el ingeniero. Ella, y otros, son la razón de que yo me esté ocultando aquí.

XXVIII

Abadía des Fontaines

El senescal siguió a Geoffrey a través del laberinto de corredores abovedados. Confiaba en que la apreciación del joven fuera correcta y que todos los hermanos se encontraran en la capilla durante la plegaria del mediodía.

Hasta el momento, no se habían tropezado con ninguno.

Siguieron su camino hacia el palais que albergaba la sala superior, las oficinas administrativas y las salas públicas. Cuando, en épocas pasadas, la abadía había sido cerrada a todo contacto exterior, a nadie de la orden se le permitía ir más allá del vestíbulo de la planta baja. Pero cuando el turismo floreció en el siglo xx, a medida que otras abadías abrían sus puertas, para no despertar sospechas, la Abadía des Fontaines las siguió, ofreciendo visitas y sesiones de información, muchas de las cuales tenían lugar en el palais.

Entraron en el extenso vestíbulo. Por las ventanas de bastos cristales verdosos se filtraban apagados rayos de sol que caían sobre el embaldosado suelo a cuadros. Un descomunal crucifijo de madera dominaba una de las paredes, y otra estaba cubierta por un tapiz.

En la entrada de otro pasadizo, a unos treinta metros al otro lado del alto vestíbulo, se encontraba Raymond de Roquefort, con cinco hermanos tras él, todos armados con pistolas.

– ¿Se marchan? -preguntó De Roquefort.

El senescal se quedó helado, pero Geoffrey levantó el arma y disparó dos veces. Los hermanos del otro lado se lanzaron al suelo cuando las balas rebotaron en la pared.

– Por allí -dijo Geoffrey, dirigiéndose a la izquierda, hacia otro corredor.

Dos balas les pasaron rozando.

Geoffrey efectuó otro disparo a través del vestíbulo, y ocuparon una posición defensiva justo al entrar en el corredor, cerca de un locutorio donde los comerciantes traían en el pasado sus mercancías para mostrar.

– De acuerdo -gritó De Roquefort-. Tiene usted mi atención. ¿Es necesario el derramamiento de sangre?

– Depende enteramente de usted -dijo el senescal.

– Creía que su juramento era precioso. ¿No es deber suyo obedecer a su maestre? Le ordené quedarse en sus alojamientos.

– ¿De veras? Olvidé esa parte.

– Es interesante ver que hay una serie de reglas que se aplican a usted, y otra que nos gobiernan a los demás. Aun así, ¿no podemos ser razonables?

Le extrañaba aquella muestra de diplomacia.

– ¿Qué propone usted?

– Supuse que trataría usted de escapar. La Sexta parecía el mejor momento, así que estaba esperando. Mire, le conozco bien. Su aliado, sin embargo, me sorprende. Veo coraje y lealtad en ustedes. Me gustaría que los dos se unieran a mi causa.

– ¿Y hacer qué?

– Ayudarnos a recuperar nuestro destino en vez de obstaculizar el esfuerzo.

Algo no iba bien. De Roquefort estaba fingiendo. Entonces lo comprendió. Trataba de ganar tiempo.

Se giró en redondo.

Un hombre armado doblaba en aquel momento la esquina, a quince metros de distancia. Geoffrey lo vio también. El senescal disparó un tiro a la parte inferior del hábito del hombre. Oyó cómo el metal rasgaba la carne y un grito mientras el hombre caía sobre las baldosas. Ojalá Dios le perdonara. La regla prohibía dañar a otro cristiano. Pero no había elección. Tenía que escapar de aquella prisión.

– Vamos -dijo.

Geoffrey tomó la cabeza y ambos se lanzaron hacia delante, saltando sobre el hermano que se retorcía de dolor.

Doblaron la esquina y siguieron corriendo.

Se oían pasos apresurados tras ellos.

– Espero que sepas lo que estás haciendo -le dijo a Geoffrey.

Doblaron otra esquina en el corredor. Geoffrey se detuvo ante una puerta parcialmente abierta, entró y cerró suavemente tras ellos. Un segundo más tarde, pasaron corriendo unos hombres, y sus pasos se fueron alejando.

– Esta ruta termina en el gimnasio. Les llevará un buen rato comprobar que no estamos allí -dijo.

Volvieron a salir silenciosamente, sin aliento, y tomaron el camino del gimnasio, pero en vez de ir hacia allí en una intersección, torcieron a la izquierda, hacia el refectorio.

Se estaba preguntando por qué los disparos no habían alertado a más hermanos. Pero la música de la capilla sonaba muy alta siempre, dificultando que se oyera más allá de aquellas paredes. Sin embargo, si De Roquefort esperaba que él huyera, sería razonable suponer que habría más hermanos repartidos por la abadía, aguardándolos.

Las largas mesas y los bancos del refectorio estaban vacíos. Procedentes de la cocina, flotaban olores de tomates guisados y pimientos. En el nicho del recitador, tallado a una altura de noventa centímetros en una pared, aguardaba un hermano ataviado con su hábito, rifle en mano.

El senescal se escondió bajo una mesa, utilizando la mochila como cojín, y Geoffrey buscó refugio debajo de otra.

Una bala se incrustó en la gruesa tabla de roble.

Geoffrey salió precipitadamente y disparó dos tiros, uno de los cuales alcanzó al atacante. El hombre del nicho vaciló y luego cayó al suelo.

– ¿Le has matado? -preguntó el senescal.

– Espero que no. Creo que le di en el hombro.

– Esto se nos está escapando de las manos.

– Ya es demasiado tarde para eso.

Se pusieron de pie. De la cocina salían hombres precipitadamente, todos ataviados con delantales manchados de comida. El personal de cocina. No constituían una amenaza.

– Volved adentro, al instante -gritó el senescal, y ni uno de ellos desobedeció.

– Senescal -dijo Geoffrey, con tono expectante.

– Tú guías.

Salieron del refectorio por otro pasillo. Tras ellos se oían voces, acompañadas del ruido de suelas de cuero golpeando la piedra. El disparar a dos hermanos motivaría incluso a los más dóciles de sus perseguidores. El senescal estaba furioso por haber caído en la trampa que De Roquefort le había tendido. Cualquier posible credibilidad que antaño tuviera se había desvanecido. Nadie le seguiría ya, y él maldijo su estupidez.

Entraron en el ala de los dormitorios. La puerta del otro extremo del corredor estaba cerrada. Geoffrey se adelantó y probó el pomo. Cerrado.

– Al parecer, nuestras opciones son limitadas -dijo el senescal.

– Vamos -dijo Geoffrey.

Entraron a todo correr en el dormitorio, una gran cámara rectangular con literas colocadas perpendicularmente, al estilo militar, bajo una fila de ventanas ojivales.

Un grito llegó del corredor. Más voces. Todas excitadas. Se dirigían hacia ellos.

– No hay otro camino para salir de aquí -dijo.

Se quedaron a medio camino entre la fila de vacíos lechos. A sus espaldas estaba la entrada, que iba a llenarse de adversarios. Al frente, sólo los aseos.

– Entremos en los baños -dijo-. Confiemos en que pasen de largo.

Geoffrey corrió hacia el otro extremo, donde dos puertas conducían a sendos lavabos.

– Aquí dentro.

– No. Separémonos. Tú entra en uno. Escóndete en un cubículo y ponte de pie sobre la taza. Yo ocuparé el otro. Si guardamos silencio, quizás tengamos suerte. Además… -vaciló, ya que no le gustaba la situación- es nuestra única opción.

De Roquefort examinó la herida de bala. El hombro del hermano estaba sangrando, y el individuo sufría un tremendo dolor, pero mostraba un notable autocontrol. De Roquefort había apostado al tirador en el refectorio pensando que quizás el senescal pudiera dirigirse allí. Y había tenido razón. Lo que había subestimado en su oponente era su resolución. Los hermanos hacían un juramento de no causar daño a otro hermano. Él pensó que el senescal sería lo bastante idealista para ceñirse a su juramento. Sin embargo, dos hombres iban camino ahora de la enfermería. Confiaba en que ninguno de los dos tendría que ser llevado al hospital de Perpiñán o de Mont Louis. Eso podría dar lugar a preguntas. El sanador de la abadía era un competente cirujano y poseía un quirófano bien equipado, que había sido utilizado muchas veces en años anteriores, pero su eficacia tenía límites.

– Llevadlo al médico y decidle que los remiende aquí mismo -ordenó al lugarteniente.

Consultó su reloj. Faltaban cuarenta minutos para que terminaran las plegarias de la Hora Sexta.

Otro hermano se acercó.

– La puerta del otro extremo, más allá de la entrada del dormitorio, sigue cerrada, tal como usted ordenó.

Sabía que no habían regresado a través del refectorio. El hermano herido no había dado ese informe. Lo que dejaba sólo una alternativa. Echó mano al revólver del hombre.

– Quédate aquí. No permitas que pase nadie. Yo mismo manejaré el asunto.

El senescal entró en el baño brillantemente iluminado. Filas de retretes, urinarios y lavabos de acero inoxidable encajados en encimeras de mármol llenaban el espacio. Oyó a Geoffrey en la sala adyacente, situándose encima de una taza. Él, por su parte, permaneció rígido y trató de calmar sus nervios. No había estado en una situación parecida en toda su vida. Hizo algunas aspiraciones profundas y luego se dio la vuelta, cogió el pomo de la puerta, abriéndola un centímetro, y atisbo por la rendija.

El dormitorio seguía vacío.

Quizás los perseguidores se habían alejado. La abadía estaba agujereada con corredores como un hormiguero. Todo lo que necesitaban eran unos preciosos minutos para escapar. Se maldijo nuevamente por su debilidad. Sus años de cuidadosa reflexión y deliberado propósito se habían desperdiciado. Ahora era un fugitivo, con más de cuatrocientos hermanos dispuestos a convertirse en sus enemigos. «Simplemente respeto el poder de nuestros adversarios.» Eso es lo que le había dicho a su maestre hacía tan sólo un día. Movió la cabeza negativamente. Vaya respeto que había mostrado. Hasta ahora, no había hecho nada inteligente.

La puerta que daba al dormitorio se abrió de golpe y De Roquefort entró.

Su adversario cerró el pesado pestillo de la puerta.

Cualquier esperanza que el senescal pudiera haber tenido se desvaneció.

La confrontación iba a ser aquí y ahora.

De Roquefort sostuvo el revólver y estudió la sala, seguramente preguntándose dónde podría estar su presa. No habían conseguido engañarle, pensó el senescal, pero no tenía intención de arriesgar la vida de Geoffrey. Necesitaba llamar la atención de su perseguidor. De manera que soltó su presa sobre el pomo y dejó que la puerta se cerrara con un sonido sordo.

De Roquefort captó un mínimo movimiento y oyó el ruido producido por una puerta, de bisagras hidráulicas, cerrándose suavemente contra un marco de metal. Su mirada se dirigió instantáneamente a la parte trasera del dormitorio y a una de las puertas de los lavabos.

Había tenido razón.

Estaban allí.

Ya era hora de acabar con el problema.

El senescal examinó el baño. La luz fluorescente lo iluminaba todo con un resplandor diurno. Un largo espejo de pared colocado sobre las encimeras de mármol hacía que la habitación pareciera aún más grande. El suelo era de baldosas, y las cabinas estaban separadas por tabiques de mármol. Todo había sido construido con cuidado, y diseñado para durar.

Se metió en el segundo cubículo y cerró la puerta. Se subió de un salto a la taza y se dobló sobre el tabique de separación hasta que pudo cerrar y correr el pasador del primero y tercer cubículos. Luego se volvió a encoger, todavía de pie sobre la taza, y esperó a que De Roquefort picara.

Necesitaba algo para llamar la atención. De manera que soltó el papel higiénico de su soporte.

El aire salió precipitadamente cuando la puerta de los lavabos se abrió de golpe. Unas pisadas recorrieron el suelo de los aseos apresuradamente.

El senescal permaneció sobre la taza, pistola en mano, y se dijo que debía respirar con calma.

De Roquefort apuntó la automática de cañón corto hacia los cubículos. El senescal estaba allí. Lo sabía. Pero ¿Dónde?¿Se arriesgaría a inclinarse un momento y examinar el interior por el bajo de la puerta? Había tres puertas cerradas, y tres ligeramente abiertas.

No.

Decidió disparar.

El senescal razonó que De Roquefort tardaría sólo un momento en empezar a disparar, de manera que lanzó el soporte del papel higiénico por debajo del tabique, hacia el primer cubículo.

El objeto chocó contra las baldosas con un ruido metálico.

De Roquefort disparó varias veces contra la primera cabina y soltó una patada con la sandalia contra la puerta. El aire se llenó de polvo de mármol. Descargó luego varios disparos más que rompieron la taza y el yeso de la pared.

El agua empezó a salir a raudales.

Pero el cubículo estaba vacío.

Un instante antes de que De Roquefort comprendiera su error, el senescal disparó por encima de las cabinas, enviando dos balas al pecho de su enemigo. Los disparos reverberaron en las paredes, las ondas de sonido horadaron su cerebro.

Vio que De Roquefort reculaba, caía hacia atrás, contra el mármol y se doblaba como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho. Pero no vio que brotara sangre de las heridas. El hombre parecía más aturdido que otra cosa. Entonces descubrió una superficie gris azulada bajo los agujeros de bala del hábito blanco.

Un chaleco antibalas.

Reajustó su puntería y disparó contra la cabeza.

De Roquefort vio venir el disparo y reunió la energía necesaria para dejarse caer rodando en el momento en que la bala salía del cañón. Su cuerpo se deslizó a través del húmedo suelo, y el agua encharcada, hacia la puerta exterior.

Trozos de porcelana y piedra crujieron bajo él. El espejo reventó, rompiéndose en pedazos con estrépito para caer pulverizado sobre el mostrador. Los límites de los aseos eran estrechos y su oponente se mostraba inesperadamente valiente. De manera que se retiró a la puerta y se ocultó tras ella justo cuando un segundo disparo rebotaba en la pared.

El senescal saltó de la taza y salió disparado del cubículo. Se arrastró hacia la puerta y se preparó para salir. De Roquefort seguramente le estaría esperando. Pero no iba a huir. Ahora no. Le debía esta lucha a su maestre. Los Evangelios eran claros. Jesús vino, no a traer la paz, sino una espada. Y así hacía él.

Se fortaleció. Preparó el arma y abrió violentamente la puerta.

Lo primero que vio fue a Raymond de Roquefort. Lo siguiente fue a Geoffrey, con su pistola firmemente apoyada contra el cuello del maestre, en tanto que el arma de De Roquefort yacía en el suelo.

XXIX

Villeneuve-les-Avignon

Malone miró fijamente a Royce Claridon y dijo:

– Es usted bueno.

– He perdido mucha práctica. -Claridon miró a Stephanie-. ¿Es usted la esposa de Lars?

Ella asintió.

– Fue un amigo y un gran hombre. Muy inteligente. Aunque algo ingenuo. Subestimó a los que estaban contra él.

Seguían estando solos en el solárium, y Claridon pareció notar el interés de Malone por la puerta de la sala.

– Nadie nos molestará. No hay nadie que quiera escuchar mis divagaciones. He procurado convertirme en una molestia. No hay día que no desee que me vaya de una vez.

– ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

– Cinco años.

Malone estaba estupefacto.

– ¿Por qué?

Claridon paseó lentamente por entre las tupidas plantas de los tiestos. Más allá del cristal exterior, nubes blancas rodeaban el horizonte occidental, el sol resplandeciendo a través de los resquicios como fuego que saliera de la boca de un horno.

– Están aquellos que buscan lo que Lars buscaba. No abiertamente, no llaman la atención, pero tratan con severidad a los que se interponen en su camino. Así que llegué aquí y me fingí loco. Te dan bien de comer, cuidan de tus necesidades y, lo más importante de todo, no hacen preguntas. Yo no he hablado racionalmente, con otro que no sea yo mismo, en cinco años. Y, se lo aseguro, hablar con uno mismo no es satisfactorio.

– ¿Por qué habla con nosotros?

– Usted es la viuda de Lars. Por él hago lo que sea -señaló Claridon. -Y esa nota. Enviada por alguien con conocimiento. Quizás incluso por esas personas que he mencionado que no permiten que nadie se interponga en su camino.

– ¿Se interpuso Lars en su camino? -preguntó Stephanie.

Claridon asintió.

– Muchos querían saber lo que él había averiguado.

– ¿Cuál era su relación con él? -quiso saber Stephanie.

– Yo tenía acceso al comercio de libros. Él necesitaba mucho material desconocido.

Malone sabía que las tiendas de libros de segunda mano eran los lugares predilectos tanto de coleccionistas como de investigadores.

– Con el tiempo nos hicimos amigos y yo empecé a compartir su pasión. Esta región es mi hogar. Mi familia lleva aquí desde los tiempos medievales. Algunos de mis antepasados fueron cátaros, quemados en la hoguera por los católicos. Pero, entonces, Lars murió. Qué pena. Otros después de él también perecieron. De manera que vine aquí.

– ¿Qué otros?

– Un comerciante de libros de Sevilla. Un bibliotecario de Marsella. Un estudiante de Roma. Por no hablar de Mark.

– Ernest Scoville está muerto también -dijo Stephanie-. Atropellado por un coche la semana pasada, justo después de que yo hablara con él.

Claridon se santiguó.

– A aquellos que buscan se les hace pagar caro. Dígame, querida señora, ¿sabe usted algo?

– Tengo el diario de Lars.

Una expresión de preocupación cruzó por la cara del hombre.

– Entonces está usted en peligro mortal.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Malone.

– Todo esto es terrible -dijo Claridon. Hablaba con precipitación-. Horroroso. No hay derecho a que se vea usted implicada. Perdió a su marido y a su hijo…

– ¿Qué sabe usted de Mark?

– Fue poco después de su muerte cuando llegué aquí.

– Mi hijo murió en un alud.

– No es cierto. Fue asesinado. Al igual que los otros que he mencionado.

Malone y Stephanie se quedaron en silencio, esperando a que el extraño hombrecillo se explicara.

– Mark estaba siguiendo unas pistas que su padre había descubierto años antes. No era tan apasionado como Lars, y le llevó años descifrar las notas de su padre, pero finalmente les encontró algún sentido. Se dirigió al sur, a las montañas, pero nunca regresó. Al igual que su padre.

– Mi marido se ahorcó en un puente.

– Lo sé, querida señora. Pero siempre me he preguntado qué fue lo que realmente sucedió.

Stephanie no dijo nada, pero su silencio indicaba que al menos una parte de ella se lo preguntaba también.

– Ha dicho usted que vino aquí para escapar de ellos. ¿Quiénes son ellos? -preguntó Malone-.¿Los caballeros templarios?

Claridon asintió.

– Tuve un cara a cara con ellos en dos ocasiones. No fue agradable.

Malone decidió dejar que esa idea fuera cociéndose a fuego lento durante unos instantes. Seguía teniendo en sus manos la nota que le habían enviado a Ernest Scoville en Rennes-le-Château. Hizo un movimiento con el papel.

– ¿Cómo puede usted encabezar la marcha?¿Adónde vamos?¿Y quién es el ingeniero con el que supuestamente hemos de andar con cuidado?

– Ella también busca lo que Lars codiciaba. Se llama Casiopea Vitt.

– ¿Sabe disparar un fusil?

– Tiene muchas habilidades. Disparar, estoy seguro, es una de ellas. Vive en Givors, el lugar donde se levanta una antigua ciudadela. Es una mujer de color, musulmana, que posee una gran riqueza. Se afana en el bosque para reconstruir un castillo empleando sólo técnicas del siglo xiii. Su château se levanta cerca y ella personalmente supervisa el proyecto de reconstrucción, llamándose a sí misma l’ingénieur. El ingeniero. ¿Se ha encontrado con ella?

– Creo que me salvó el pellejo en Copenhague. Lo que me hace preguntarme por qué alguien nos advertiría que tuviéramos cuidado con ella.

– Sus motivos son sospechosos. Busca lo que Lars buscaba, pero por razones diferentes.

– ¿Y qué es lo que busca? -preguntó Malone, cansado de tantos acertijos.

– Lo que los hermanos del Templo de Salomón dejaron hace muchos años. Su Gran Legado. Lo que el cura Saunière descubrió. Lo que los hermanos han estado buscando durante todos estos siglos.

Malone no creía una palabra, pero volvió a agitar el papel.

– Señálenos, pues, la dirección correcta.

– Eso no es tan sencillo. La pista se ha vuelto difícil.

– ¿Ni siquiera sabe por dónde empezar?

– Si tiene usted el diario de Lars, dispondrá de más conocimiento del que yo poseo. Él a menudo hablaba del diario, pero nunca me permitió verlo.

– Tenemos también un ejemplar de Pierres Gravées du Languedoc -dijo Stephanie.

Claridon soltó una exclamación.

– Nunca creí que ese libro existiera.

Ella metió la mano en el bolso y le mostró el volumen.

– Es real.

– ¿Podría ver la lápida sepulcral?

Stephanie abrió el libro por la página adecuada y le mostró el dibujo. Claridon lo estudió con interés. El viejo acabó sonriendo.

– Lars hubiera quedado encantado. El dibujo es bueno.

– ¿Le importaría explicarse? -preguntó Malone.

– El abate Bigou supo del secreto por Marie d’Hautpoul de Blanchefort, poco antes de que ésta muriera. Cuando huyó de Francia en 1793, Bigou comprendió que nunca regresaría, de manera que ocultó lo que sabía en la iglesia de Rennes-le-Château. Esa información fue encontrada posteriormente por Saunière, en 1891, dentro de un frasco de vidrio.

– Ya sabemos eso -dijo Malone-. Lo que no sabemos es el secreto de Bigou.

– Ah, pero sí que lo saben -dijo Claridon-. Enséñeme el diario de Lars.

Stephanie le tendió el diario. El hombrecillo lo ojeó ansiosamente y les mostró una página.

– Este criptograma estaba probablemente dentro del frasco de vidrio.

– ¿Cómo lo sabe usted? -preguntó Malone.

– Para saber eso, debe usted comprender a Saunière.

– Somos todo oídos.

– Cuando Saunière estaba vivo, ni una sola palabra fue escrita jamás sobre el dinero que gastó en la iglesia o los demás edificios. Nadie fuera de Rennes sabía incluso que eso existiera. Cuando murió en 1917, se había olvidado totalmente. Sus papeles y pertenencias fueron, o bien robados, o bien destruidos. En 1947, su amante vendió toda la finca a un hombre llamado Noël Corbu. Ella murió seis años más tarde. La supuesta leyenda de Saunière, sobre su gran tesoro encontrado, apareció impresa por primera vez en 1956. Un periódico local, La Dépêche du Midi, publicó tres entregas que supuestamente contaban la verdadera historia. Pero la fuente de ese material era Corbu.

– Estoy al tanto de eso -dijo Stephanie-. Lo embelleció todo, exagerando la historia, cambiándolo todo de arriba abajo. Posteriormente, aparecieron más artículos en la prensa, y la historia poco a poco se fue haciendo más fantástica.

Claridon asintió.

– La ficción acabó sustituyendo por completo a los hechos.

– ¿Se refiere usted a los pergaminos? -preguntó Malone.

– Un excelente ejemplo. Saunière nunca encontró pergamino alguno en la columna del altar. Nunca. Corbu y los demás añadieron ese detalle. Nadie ha visto nunca esos pergaminos, aunque su texto ha sido impreso en innumerables libros, cada uno de los cuales ocultaba supuestamente alguna especie de mensaje cifrado. Todo tonterías, y Lars lo sabía.

– Pero Lars publicó los textos de los pergaminos en sus libros -dijo Malone.

– Él y yo hablamos del asunto. Todo lo que dijo fue: «A la gente le encanta el misterio.» Pero sé que le dolía hacerlo.

Malone estaba confuso.

– ¿Así que Saunière contó una mentira?

Claridon asintió.

– La versión moderna es esencialmente falsa. La mayoría de los escritores vinculan también a Saunière con los cuadros de Nicolás Poussin, en particular Los pastores de la Arcadia. Según cabe suponer, Saunière llevó los dos pergaminos encontrados a París en 1893 para descifrarlos, y, estando allí, compró una copia de ese cuadro y dos más en el Louvre. Se dice de ellos que contenían mensajes ocultos. El problema en este caso es que el Louvre no vendía copias de cuadros en aquella época, y no hay registro alguno de que Los pastores de la Arcadia estuviera siquiera en el Louvre en 1893. Pero a los hombres que divulgaron esta ficción no les importaban mucho los errores. Simplemente suponían que nadie comprobaría los hechos, y durante un tiempo tuvieron razón.

Malone indicó con la mano el criptograma.

– ¿Dónde encontró esto Lars?

– Corbu escribió un texto en el que lo contaba todo sobre Saunière.

Algunas de las palabras de las ocho páginas enviadas a Ernest Scoville pasaron por su cabeza. Lo que Lars había escrito sobre la amante. «En un momento dado, ella reveló a Noël Corbu uno de los escondrijos de Saunière. Corbu escribió sobre esto en un manuscrito que yo conseguí encontrar.»

– Aunque Corbu se pasó mucho tiempo contando a los reporteros la ficción de Rennes, en su manuscrito contó en detalle la verdadera historia, tal como la supo por la amante.

Más cosas de las que Lars había escrito acudieron a la mente de Malone. «Lo que Corbu encontró, caso de que realmente encontrara algo, nunca lo reveló. Pero la abundancia de información contenida en su manuscrito hace que uno se pregunte dónde pudo haberse enterado de todo lo que escribía.»

– Corbu, por supuesto, no dejaba que nadie viera el manuscrito, ya que la verdad no era ni mucho menos tan cautivadora como la ficción. Murió cuando se acercaba a los setenta años en un accidente de automóvil, y su manuscrito desapareció. Pero Lars lo encontró.

Malone estudió las filas de letras y símbolos que aparecían en el criptograma.

– Bueno, ¿y esto qué es?¿Alguna especie de código?

– Uno bastante corriente en los siglos xviii y xix. Letras y símbolos al azar, dispuestos en una parrilla. En algún lugar, en medio de todo este caos, hay un mensaje. Básico, sencillo y, para su época, bastante difícil de descifrar. Y lo sigue siendo incluso hoy, sin una pista.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Se precisa alguna secuencia numérica para encontrar las letras que conforman el mensaje. A veces, para hacer un poco más confuso el tema, el punto de partida de la parrilla es aleatorio también.

– ¿Consiguió Lars descifrarlo? -preguntó Stephanie.

Claridon negó con la cabeza.

– Fue incapaz. Y eso lo frustró. Entonces, las semanas previas a su muerte, pensó que había tropezado con una nueva pista.

La paciencia de Malone se estaba agotando.

– Supongo que no le dijo a usted cuál era.

– No, monsieur. Él era así.

– Así pues, ¿adónde iremos desde aquí? Señale el camino, tal como se supone que debe hacerlo usted.

– Regresen aquí a las cinco de la tarde, a la carretera que hay más allá del edificio principal. Yo iré a su encuentro.

– ¿Cómo podrá salir?

– Nadie aquí se entristecerá de verme marchar.

Malone y Stephanie cruzaron una mirada. Seguramente ella dudaba, igual que él, de si seguir las indicaciones de Claridon sería inteligente. Hasta el momento toda esa empresa había estado plagada de personalidades peligrosas o paranoicas, por no hablar de especulaciones disparatadas. Pero algo se estaba poniendo en marcha, y si quería saber más iba a tener que jugar según las reglas que el extraño hombrecillo que se alzaba ante él estaba fijando.

Sin embargo, quería saber.

– ¿Adónde nos dirigiremos?

Claridon se volvió hacia la ventana y señaló al este. En la lejanía, a kilómetros de distancia, sobre la cima de una colina que dominaba Aviñón, se levantaba una fortaleza de aspecto palaciego con una apariencia oriental, como algo procedente de Arabia. Su dorada luminosidad destacaba contra el cielo del este con una intensidad fugitiva y su apariencia era la de varios edificios amontonados uno encima del otro, cada uno de ellos alzándose de la roca firme, en un claro desafío. Al igual que sus ocupantes habían hecho durante casi cien años, cuando siete papas franceses gobernaron la Cristiandad desde el interior de las murallas de la fortaleza.

– Al Palais des Papes -dijo Claridon.

El Palacio de los Papas.

XXX

Abadía des Fontaines

El senescal miró a Geoffrey a los ojos, y descubrió odio en ellos. Nunca le había visto esa emoción.

– Le he dicho a nuestro nuevo maestre -dijo Geoffrey, hundiendo el arma más profundamente en la garganta de De Roquefort- que se esté quieto o le dispararé.

El senescal se adelantó y metió un dedo bajo el blanco manto, hasta el chaleco antibalas.

– Si nosotros no hubiéramos empezado a disparar, lo habría hecho usted, ¿verdad? La idea era matarnos mientras tratábamos de huir. De esa manera, su problema quedaba resuelto. Yo quedo eliminado y usted es el salvador de la orden.

De Roquefort no dijo nada.

– Por eso ha venido usted aquí solo. Para terminar el trabajo por sí mismo. Ya le vi cerrar la puerta del dormitorio. No quería testigos.

– Tenemos que irnos -dijo Geoffrey.

Comprendía el peligro que la empresa significaba, pero dudaba de que ninguno de los hermanos quisiera arriesgar la vida del maestre.

– ¿Adónde iremos?

– Se lo mostraré.

Manteniendo el arma pegada al cuello de De Roquefort, Geoffrey condujo a su rehén a través del dormitorio. El senescal mantenía lista su propia arma. Abrió la puerta. En el pasillo había cinco hermanos armados. Al ver a su líder en peligro, levantaron sus armas, dispuestos a disparar.

– Bajad las armas -ordenó De Roquefort.

Pero las pistolas seguían apuntando.

– Os ordeno que bajéis las armas. No quiero más derramamiento de sangre.

El noble gesto provocó el efecto deseado.

– Apartaos -dijo Geoffrey.

Los hermanos dieron unos pasos atrás.

Geoffrey hizo un gesto con el arma y él y De Roquefort salieron al pasillo. El senescal los siguió. Las campanas sonaron a lo lejos, señalando la una de la tarde. Las plegarias de la Hora Sexta terminarían dentro de poco, y los corredores se llenarían una vez más de hombres vestidos con hábitos.

– Tenemos que movernos rápidamente -dejó claro el senescal.

Con su rehén, Geoffrey encabezaba la marcha por el corredor. El senescal le seguía, mirando de vez en cuando hacia atrás para no perder de vista a los cinco hermanos.

– Quedaos ahí -ordenó el senescal a los hombres.

– Haced lo que dice -gritó De Roquefort, cuando doblaron la esquina.

De Roquefort sentía curiosidad. ¿Cómo esperaban huir de la abadía?¿Qué había dicho Geoffrey? «Se lo mostraré.» Decidió que la única manera de descubrir algo era ir con ellos, y por eso ordenó a sus hombres que se quedaran atrás.

El senescal le había disparado dos veces. De no haber actuado con rapidez, una tercera bala le habría dado en la cabeza. Las apuestas habían subido. Sus apresadores tenían una misión, algo que él creía que implicaba a su predecesor, y un tema sobre el que necesitaba desesperadamente saber más cosas. La excursión a Dinamarca no había sido muy productiva. Hasta el momento no se había sacado nada en claro en Rennes-le-Château. Y aunque había conseguido desacreditar al antiguo maestre en su muerte, el viejo podía haberse reservado ser el último en reír.

Tampoco le gustaba el hecho de que hubieran sido heridos dos hombres. No era la mejor manera de comenzar su mandato. Los hermanos se esforzaban por mantener el orden. El caos era visto como un signo de debilidad. La última vez que la violencia había invadido los muros de la abadía fue cuando un populacho enfurecido trató de entrar en el recinto durante la Revolución francesa… Pero, después de sufrir varios muertos en el intento, se retiraron. La abadía era un lugar de tranquilidad y refugio. La violencia era enseñada -y en ocasiones empleada-, pero atemperada por la disciplina. El senescal había demostrado una total falta de disciplina. Los reticentes que pudieran haber albergado alguna efímera lealtad hacia él habrían quedado ahora convencidos por sus graves violaciones de la regla.

Pero, con todo, ¿adónde se dirigían aquellos dos?

Continuaron por los corredores, pasando por delante de talleres, de la biblioteca y de más pasillos vacíos. Oía pasos detrás de ellos, los de los cinco hermanos perseguidores, dispuestos a actuar en cuanto surgiera la oportunidad. Pero lo echarían todo a perder si alguno de ellos interfería antes de que él lo dijera.

Se detuvieron ante una puerta de columnas esculpidas y un sencillo pomo de hierro.

El alojamiento del maestre.

Sus habitaciones.

– Entremos -dijo Geoffrey.

– ¿Por qué? -preguntó el senescal-. Quedaremos atrapados.

– Por favor, entre.

El senescal empujó la puerta. Luego cerró el pestillo después de que hubieran entrado.

De Roquefort estaba atónito.

Y lleno de curiosidad.

El senescal estaba preocupado. Estaban encerrados dentro de la cámara del maestre, y la única salida era una solitaria ventana de ojo de buey que daba al vacío. Gotas de sudor perlaban su frente y se secó la salada humedad de sus ojos.

– Siéntese -ordenó Geoffrey a De Roquefort, y el hombre se sentó a la mesa de escritorio.

El senescal examinó la habitación.

– Veo que ha cambiado usted ya algunas cosas.

Algunas sillas tapizadas más, arrimadas contra las paredes. Una mesa donde antes no había nada. La ropa de cama era diferente, así como diversos objetos sobre las mesas y el escritorio.

– Es mi alojamiento ahora -dijo De Roquefort.

El senescal se fijó en la solitaria hoja de papel que descansaba sobre el escritorio, escrita por su mentor. El mensaje del sucesor, dejado tal como exigía la regla. Levantó la página escrita a máquina y leyó.

¿Crees que lo que consideras imperecedero no perecerá? Basas tu esperanza en el mundo, y tu dios es esta vida. No te das cuenta de que serás destruido. Vives en la oscuridad y la muerte, ebrio de fuego y lleno de amargura. Tu mente está perturbada debido al fuego sin llama que arde en tu interior, y gozas envenenando y golpeando a tus enemigos. La oscuridad se ha levantado sobre ti como la luz, porque has cambiado tu libertad por la esclavitud. Fracasarás, eso está claro.

– Su maestre se acordaba de pasajes del Evangelio de santo Tomás que son pertinentes -dijo De Roquefort-. Y aparentemente creía que yo, no usted, llevaría el manto blanco una vez que él se hubiera ido. Seguramente esas palabras no estaban destinadas a su elegido.

No, no lo estaban. El senescal se preguntó por qué su mentor tenía tan poca fe en él, especialmente cuando, en las horas previas a su muerte, le había alentado a buscar la más alta dignidad.

– Debería usted escucharle -dejó claro el senescal.

– El suyo es el consejo de un alma débil.

Se oyeron golpes en la puerta.

– ¿Maestre?¿Está usted ahí?

A menos que los hermanos estuvieran dispuestos a abrirse camino con explosivos, no había mucho peligro de que las pesadas planchas fueran forzadas.

De Roquefort le miró fijamente.

– Responda -dijo el senescal.

– Estoy bien. Retiraos.

Geoffrey se acercó a la ventana y se quedó mirando la cascada del otro lado del desfiladero.

De Roquefort colocó una pierna sobre la otra y se recostó en la silla.

– ¿Qué esperáis conseguir? Esto es una estupidez.

– Cierre la boca.

Pero el senescal se estaba preguntando lo mismo.

– El maestre dejó más palabras -dijo Geoffrey desde el otro lado de la habitación.

Él y De Roquefort se volvieron hacia Geoffrey mientras éste metía la mano bajo su hábito y sacaba un sobre.

– Éste es su verdadero mensaje final.

– Dámelo a mí -exigió De Roquefort, levantándose de la silla.

Geoffrey le apuntó con su arma.

– Siéntese.

De Roquefort se quedó de pie. Geoffrey bajó el arma y apuntó a sus piernas.

– El chaleco no le servirá de nada.

– ¿Me matarás?

– Le dejaré lisiado.

De Roquefort se sentó.

– Tiene usted un valiente cómplice -le dijo al senescal.

– Es un hermano del Temple.

– Es una vergüenza que llegara a hacer el juramento.

Si las palabras estaban pensadas para suscitar una respuesta en Geoffrey, fracasaron.

– Ustedes no van a ninguna parte -les dijo De Roquefort.

El senescal observaba a su aliado. Geoffrey estaba mirando por la ventana, como si esperara algo.

– Disfrutaré viendo cómo les castigan -dijo De Roquefort.

– Le dije que se callara -advirtió el senescal.

– Su maestre se consideraba inteligente. Yo sé que no lo era.

Veía que De Roquefort tenía algo más que decir.

– Conforme. Picaré. ¿Qué quiere decirme?

– El Gran Legado. Es lo que le consumió a él y a los demás maestres. Todos querían encontrarlo, pero ninguno tuvo éxito. Su maestre se pasó un montón de tiempo investigando el tema, y su joven amigo de ahí le ayudó.

El senescal lanzó una mirada a Geoffrey, pero su compañero no apartaba la vista de la ventana. Se dirigió entonces a De Roquefort.

– Creía que estaba usted a punto de hallarlo. Eso es lo que dijo en el cónclave.

– Lo estoy.

El senescal no le creyó.

– Su joven amigo de ahí y el difunto maestre formaban un buen equipo. Me he enterado de que recientemente registraron nuestros archivos con entusiasmo… Algo que despertó mi interés.

Geoffrey se dio la vuelta y cruzó a grandes zancadas el dormitorio, metiéndose otra vez el sobre dentro del hábito.

– Usted no se enterará de nada. -La voz era casi un grito-. Lo que está a punto de encontrarse no es para usted.

– ¿De veras? -preguntó De Roquefort-.¿Y qué es lo que está a punto de encontrarse?

– No habrá ningún triunfo para los que son como usted. El maestre tenía razón. Está usted ebrio de fuego y lleno de amargura.

De Roquefort evaluó a Geoffrey con semblante tenso.

– Tú y el maestre os enterasteis de algo, ¿verdad? Sé que enviaste dos paquetes por correo, e incluso sé a quién. Me he ocupado de uno de los destinatarios y dentro de poco lo haré del otro. Pronto sabré todo lo que tú y él supisteis.

El brazo derecho de Geoffrey se balanceó hacia atrás y el arma que sostenía golpeó a De Roquefort en la sien. El maestre vaciló, aturdido, luego sus ojos se pusieron en blanco y se derrumbó en el suelo.

– ¿Era necesario eso? -preguntó el senescal.

– Debería alegrarse de que no le disparara. Pero el maestre me hizo prometer que no haría daño a este estúpido.

– Tú y yo hemos de tener una seria charla.

– Primero tenemos que escapar.

– No creo que los hermanos del pasillo vayan a permitírnoslo.

– Ellos no son ningún problema.

El senescal podía percibir algo.

– ¿Sabes la manera de salir de aquí?

– El maestre fue bastante claro -dijo sonriendo Geoffrey.


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> En español, en el original. (N. del t.)

  2. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En español, en el original (N. del t.)

  3. <a l:href="#_ftnref3">[4]</a> El rey Felipe el Hermoso, Philip le Bel en francés, fue llamado así por su aspecto. Pero los ingleses lo conocían como Philip the Fair. Fair, en inglés, significa tanto «bello» o «rubio» como «justo», por lo que se explican las dudas del personaje ante esa ambigua expresión. (N del t.)

  4. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> También en español, en el original. (N. del t.)