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Abadía des Fontaines
11:40 am
De Roquefort miró por encima de la mesa al capellán. El cura le había estado esperando cuando regresó a la abadía desde Givors. Lo que era estupendo. Después de su confrontación del día anterior, también él necesitaba hablar con el italiano.
– No vuelva usted a cuestionarme -dejó claro de entrada.
Poseía la autoridad para destituir al capellán si, tal como la regla establecía, «provocaba alborotos o era más un estorbo que una ventaja».
– Es mi tarea ser su conciencia. Los capellanes han servido a los maestres de esa manera desde el inicio.
Lo que no se decía era el hecho de que toda decisión de destituir al capellán tenía que ser aprobada por la hermandad. Lo cual podía resultar difícil, ya que aquel hombre era popular. De manera que aflojó un poco.
– No me desafiará usted ante los hermanos.
– Yo no le estoy desafiando. Me he limitado a señalar que las muertes de dos hombres pesan mucho en todas nuestras mentes.
– ¿Y no en la mía?
– Debe usted andar con tiento.
Estaban sentados detrás de la cerrada puerta de su cámara, con la ventana abierta, por lo que podía oír el suave rugido de la distante cascada.
– Ese planteamiento no nos ha llevado a ninguna parte.
– Se dé usted cuenta, o no, esos hombres que murieron han socavado su autoridad. Corren ya rumores, y sólo lleva usted de maestre unos días.
– No toleraré la disensión.
Una triste pero tranquila sonrisa afloró a los labios del capellán.
– Habla usted como el hombre al que supuestamente se oponía. ¿Qué ha cambiado?¿Le ha afectado tanto la huida del senescal?
– Ya no es senescal.
– Desgraciadamente, es el único nombre por el que lo conozco. Usted al parecer sabe mucho más.
Pero De Roquefort se preguntó si el cauteloso veneciano que se sentaba ante él estaba siendo veraz. Había oído rumores, también, de que el capellán estaba bastante interesado en lo que el maestre hacía. Mucho más de lo que cualquier consejero espiritual necesitaba. Se preguntó si aquel hombre, que declaraba ser su amigo, se estaba posicionando para más cosas. A fin de cuentas, él había hecho lo mismo años atrás.
Deseaba realmente hablar sobre su dilema, explicar lo que había pasado, lo que él sabía, buscar alguna clase de guía, pero compartir eso con alguien sería temerario. Ya era difícil tratar con Claridon, pero al menos él no formaba parte de la orden. En cambio este hombre era totalmente diferente. Estaba en situación de convertirse en un enemigo potencial. De manera que expresó lo evidente.
– Estoy buscando el Gran Legado, y estoy a punto de localizarlo.
– Pero al precio de dos muertes.
– Muchos han muerto por lo que creemos -dijo, alzando la voz-. Durante los dos primeros siglos de nuestra existencia, veinte mil hermanos dieron su vida. El que mueran dos más es insignificante.
– La vida humana tiene mucho más valor ahora que entonces.
Observó que la voz del capellán había bajado hasta convertirse en un susurro.
– No, el valor es el mismo. Lo que ha cambiado es nuestra falta de dedicación.
– Esto no es una guerra. No hay infieles ocupando Tierra Santa. Estamos hablando de encontrar algo que lo más probable es que no exista.
– Está usted blasfemando.
– Digo la verdad. Y usted lo sabe. Piensa que encontrar nuestro Gran Legado lo cambiará todo. No cambiará nada. Aún le queda cultivar el respeto de todos los que le sirven.
– Hacer lo que he prometido generará ese respeto.
– ¿Ha meditado usted bien sobre esta búsqueda? No es tan simple como piensa. Las consecuencias ahora son mucho mayores de lo que lo eran en el Inicio. El mundo ya no es analfabeto e ignorante. Tiene usted que enfrentarse a muchas más cosas que los hermanos de entonces. Desgraciadamente para usted, no existe ninguna mención a Jesucristo en ningún relato histórico griego, romano o judío. Ni una sola referencia en ningún fragmento de la literatura que nos ha llegado. Sólo el Nuevo Testamento. A eso se limita la suma entera de hechos relativos a su existencia. Y eso por qué? Usted sabe la respuesta. Si Jesús vivió realmente, predicó su mensaje en lo más parecido al anonimato. Nadie le prestaba mucha atención en Judea. A los romanos les daba igual, con tal que no incitara a la rebelión. Y los judíos hicieron poco más que discutir entre ellos, cosa que convenía a los romanos. Jesús llegó y se fue. Tuvo poca importancia. Sin embargo, atrae la atención de miles de millones de seres humanos. El cristianismo es la más grande religión del mundo. Y Él es, en todos los sentidos, su Mesías. El Señor resucitado. Y nada de lo que usted pueda encontrar cambiará eso.
– ¿Y si sus huesos están ahí?
– ¿Cómo sabría usted que son sus huesos?
– ¿Cómo lo supieron aquellos nueve caballeros originales? Y mire lo que han realizado. Reyes y reinas se inclinaban ante su voluntad. ¿Qué otra cosa podría explicar eso si no era lo que ellos sabían?
– ¿Y usted piensa que ellos compartieron ese conocimiento?¿Qué es lo que ellos hacían?¿Mostrar los huesos de Cristo a cada rey, a cada donante, a cada uno de los fieles?
– No tengo ni idea de lo que hacían. Pero fuera cual fuese su método, se demostró efectivo. Los hombres acudían en masa a la orden, deseando formar parte de ella. Las autoridades seculares buscaban sus favores. ¿Por qué no puede ocurrir eso de nuevo?
– Puede. Sólo que no de la manera que usted piensa.
– Eso me hiere. Por todo lo que hicimos por la Iglesia. Veinte mil hermanos, seis maestres, todos muertos defendiendo a Jesucristo. El sacrificio de los Caballeros Hospitalarios no se puede ni comparar. Sin embargo, no hay ni un solo templario santo, y, en cambio, hay muchos hospitalarios canonizados. Quiero reparar esa injusticia.
– ¿Y cómo es eso posible? -El capellán no esperó a que le contestara-. Lo que es no cambiará.
De Roquefort recordó la nota, la respuesta ha sido hallada. Y el teléfono descansaba en su bolsillo, llamaré antes de la puesta de sol para informarle. Sus dedos acariciaron suavemente el bulto del teléfono móvil en el bolsillo de su pantalón. El capellán seguía hablando, murmurando más cosas sobre «la búsqueda de nada». Royce Claridon seguía en los archivos, investigando.
Pero sólo un pensamiento ocupaba su mente.
¿Por qué no sonaba el teléfono?
– Henrik -exclamó Malone-. Esto ya es demasiado.
Acababa de escuchar la explicación de Mark de que las ruinas de la cercana abadía pertenecían a Thorvaldsen. Se encontraban entre los árboles, a ochocientos metros de St. Agulous, donde habían aparcado y aguardado.
– Cotton, yo no tenía ni idea de que fuera el dueño de esa propiedad.
– ¿Tenemos que creer eso? -preguntó Stephanie.
– Me importa un bledo si me cree usted o no. No sabía nada de esto hasta hace unos momentos.
– ¿Y cómo lo explica entonces? -preguntó Malone.
– No puedo explicarlo. Lo único que puedo decir es que Lars me pidió prestados ciento cincuenta mil dólares antes de morir. Nunca dijo para qué era ese dinero, y yo no se lo pregunté.
– ¿Simplemente le dio ese dinero sin hacer preguntas? -quiso saber Stephanie.
– Lo necesitaba. Así que se lo di. Confiaba en él.
– El cura del pueblo dijo que el comprador adquirió la propiedad al gobierno regional. Se estaban desprendiendo de las ruinas, y tenían pocos compradores, pues éstas se encuentran allí arriba, en las montañas, y en malas condiciones. Fueron vendidas en subasta aquí, en St. Agulous. -Mark se encaró ahora con Thorvaldsen-. Usted fue el postor más alto. El cura conocía a papá y dijo que él fue el único que pujó.
– Entonces Lars contrató a alguien para que lo hiciera en su nombre, porque no fui yo. Luego puso la propiedad a mi nombre para encubrirlo. Lars era bastante paranoico. Si yo hubiera sido el dueño de la propiedad y lo hubiera sabido, lo habría dicho anoche.
– No necesariamente -murmuró Stephanie.
– Mire, Stephanie. No le tengo miedo a usted ni a ninguno de los demás. No tengo por qué dar explicaciones. Pero les considero a todos ustedes amigos míos, y de ser el dueño de la propiedad, y haberlo sabido, se lo hubiera dicho.
– ¿Por qué no suponemos que Henrik está diciendo la verdad? -sugirió Casiopea. Había estado extrañamente callada durante la discusión-. Y subimos allí. Oscurece pronto en estas montañas. Yo, por lo menos, quiero ver lo que hay allí.
Malone se mostró de acuerdo.
– Tiene razón, vayamos. Podemos discutir esto más tarde.
El trayecto hasta la cima llevó unos quince minutos y requirió esfuerzo mental y físico. Siguieron la dirección marcada por el abate, y finalmente divisaron el desmoronado priorato, descansando sobre una aguilera, su destruida torre flanqueada por un inmisericorde precipicio. El camino terminaba a unos ochocientos metros de las ruinas, y la excursión, a lo largo de un tramo de descarnada roca salpicada de tomillo, bajo un dosel de grandes pinos, llevó otros diez minutos.
Entraron en el lugar.
Los signos de abandono aparecían por todas partes. Las gruesas paredes estaban desnudas, y Malone deslizó sus dedos por el granito esquistoso gris-verdoso, cada piedra extraída de las montañas y trabajada con fiel paciencia por manos antiguas. Lo que debía de haber sido una gran galería se abría al cielo, con columnas y capiteles que siglos de intemperie y luz solar habían empañado hasta hacerlos irreconocibles. El musgo, líquenes anaranjados y una tiesa hierba gris cubrían el suelo, cuya piedra había recuperado desde hacía mucho tiempo su estado arenoso. Los grillos hacían sonar con fuerza su canto de castañuelas.
Resultaba difícil distinguir el contorno de las habitaciones, ya que el tejado y la mayor parte de las paredes se habían derrumbado, pero eran aún visibles las celdas de los monjes, así como un amplio vestíbulo y otra espaciosa sala que podría haber sido una biblioteca o scriptorium. Malone sabía que la vida aquí habría sido frugal y austera.
– Vaya lugar que posee usted -le dijo a Henrik.
– Yo estaba precisamente admirando lo que ciento cincuenta mil dólares podían comprar hace doce años.
Casiopea parecía cautivada.
– Imagínese a los monjes recogiendo una magra cosecha. Los veranos aquí eran breves, los días cortos. Casi se les puede oír cantando.
– Este sitio habría estado suficientemente aislado -dijo Thorvaldsen-. Un lugar de retiro.
– Lars puso esta propiedad a nombre de usted -dijo Stephanie- por alguna razón. Llegó aquí por algún motivo. Algo tiene que haber aquí.
– Tal vez -señaló Casiopea-. Pero el cura del pueblo le ha dicho a Mark que Lars no encontró nada. Ésta podría ser otra más de las perpetuas búsquedas en que estaba metido.
Mark negó con la cabeza.
– El criptograma nos ha conducido aquí. Papá estuvo aquí. No encontró nada, pero lo consideró lo bastante importante para comprarlo. Éste tiene que ser el lugar.
Malone se sentó sobre uno de los pedruscos y miró fijamente al cielo.
– Quizás nos queden unas cinco o seis horas de luz. Sugiero que las aprovechemos al máximo. Estoy seguro de que hará un frío de mil diablos aquí por la noche, y estas chaquetas forradas de piel no van a ser suficientes.
– Traje algo de equipo y herramientas en el Land Rover -informó Casiopea-. Supuse que podíamos tener que andar bajo tierra, así que tengo tubos de neón, linternas y un pequeño generador.
– Bien, no es usted ninguna novata -dijo Malone.
– Aquí -gritó Geoffrey.
Malone dirigió la mirada hacia el fondo del derruido priorato. No se había dado cuenta de que Geoffrey se había separado del grupo.
Todos se apresuraron hacia el lugar donde Geoffrey se encontraba de pie ante lo que antaño había sido un pórtico románico. Poco quedaba de su artesanía aparte de la débil imagen de unos toros con cabeza humana, leones alados y un motivo de hojas de palmera.
– La iglesia -dijo Geoffrey-. La tallaron en la roca.
Malone pudo ver que realmente las paredes no eran de factura humana, sino que formaban parte del precipicio que se elevaba sobre la antigua abadía.
– Necesitaremos esas linternas -le dijo a Casiopea.
– No, no las necesitaremos -dijo Geoffrey-. Hay luz en el interior.
Malone encabezó la marcha. Multitud de abejas zumbaban en las sombras. Polvorientos rayos de luz atravesaban la roca en diversos ángulos, aparentemente concebidos para aprovechar el desplazamiento del sol. Algo captó su atención. Se acercó a una de las paredes de roca, que había sido labrada hasta dejarla lisa, pero que ahora estaba desnuda de toda decoración excepto por una talla situada a unos tres metros por encima de él. La insignia consistía en un casco con una franja de tela que caía a cada lado de una cara masculina. Los rasgos habían desaparecido, la nariz gastada hasta quedar lisa, y los ojos en blanco y sin vida. En la parte de arriba había una esfinge. Abajo un escudo de piedra con tres martillos.
– Eso es templario -dijo Mark-. He visto otra así en nuestra abadía.
– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó Malone.
– Los catalanes que vivían en esta región durante el siglo xiv no sentían ningún amor por el rey francés. Los templarios fueron tratados con bondad aquí, incluso después de la Purga. Ésta es una razón por la que la zona fue elegida como refugio.
Las macizas paredes se alzaban hasta un techo redondeado. Seguramente en el pasado los frescos lo adornaban todo, pero no quedaba ni rastro. El agua que se filtraba a través de la porosa roca había borrado hacía mucho tiempo todo posible vestigio artístico.
– Es como una cueva -dijo Stephanie.
– Más parece una fortaleza -señaló Casiopea-. Ésta bien podría haber sido la última línea de defensa de la abadía.
Malone había estado pensando lo mismo.
– Pero hay un problema. -Hizo un gesto hacia la penumbra que los rodeaba-. No hay ninguna salida.
Algo más captó su atención. Se acercó y se concentró en la pared, la mayor parte de la cual se alzaba en las sombras. Se estiró para ver mejor.
– Me iría bien una de esas linternas.
Los demás se aproximaron.
A una altura de tres metros distinguió los débiles restos de unas letras toscamente grabadas en la piedra gris.
– «P», «R», «N», «V», «R» -preguntó.
– No -dijo Casiopea-. Hay más, otra «I», quizás una «E» y otra «R».
Penetró en la oscuridad para interpretar lo escrito:
PRIER EN VENIR
La mente de Malone se aceleró. Recordó las palabras que aparecían en el centro de la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul. reddis regís céllis arcis. Y lo que Claridon había dicho sobre ellas en Aviñón.
Reddis significa «devolver, restituir algo que se ha cogido previamente». Regis deriva de rex, que es rey. Cellis se refiere a un almacén. Arcis viene de arx… baluarte, fortaleza, ciudadela.
Aquellas palabras no parecieron tener importancia en aquel momento. Pero quizás simplemente necesitaban ser dispuestas de otro modo.
«Almacén, fortaleza, restituir algo cogido previamente, rey.»
Añadiendo algunas preposiciones, el mensaje podría ser: «En un almacén, en una fortaleza, devolver algo previamente quitado al rey.»
Y la flecha que iba de arriba abajo por el centro de la lápida sepulcral, entre las palabras, iniciándose arriba con las letras «P» «S» y terminando en præ-cum.
Præ-cum. En latín, «se ruega venir».
prier en venir
En francés, «se ruega venir».
Sonrió y les dijo lo que pensaba.
– El abate Bigou era un tipo inteligente, lo reconozco.
– Esa flecha sobre la lápida sepulcral -dijo Mark- tenía que ser importante. Exactamente en el centro, en un lugar preeminente.
Los sentidos de Malone estaban ahora plenamente alerta, su mente tratando de analizar la información, y empezó a fijarse en el suelo. Muchas de las baldosas habían desaparecido, y el resto estaban rotas y deformadas, pero observó un esquema. Una serie de cuadriláteros, enmarcados por una estrecha línea de piedra, corrían de delante atrás y de derecha a izquierda.
Contó.
En uno de los enmarcados rectángulos contó siete piedras de través y nueve de lado. Contó otra sección. Lo mismo. Luego otra.
– El suelo está dispuesto en siete y nueve -les dijo.
Mark y Henrik se movieron hacia el altar, haciendo números por su cuenta.
– Y hay nueve secciones desde la puerta trasera al altar -dijo Mark.
– Y siete van de través -dijo Stephanie, cuando terminó de descubrir una última sección del suelo cerca de una pared exterior.
– Conforme, parece que estamos en el lugar correcto -declaró Malone.
Pensó nuevamente en la lápida sepulcral. «Se ruega venir.» Levantó la mirada hacia las palabras francesas garabateadas en la piedra, y luego miró abajo, al suelo. Las abejas seguían zumbando cerca del altar.
– Vayamos a buscar esos tubos de neón y ese generador. Necesitamos ver lo que estamos haciendo.
– Pienso que deberíamos quedarnos esta noche -dijo Casiopea-. La posada más próxima está en Elne, a unos cincuenta kilómetros de distancia. Deberíamos acampar aquí.
– ¿Tenemos provisiones? -quiso saber Malone.
– Podemos conseguirlas -dijo ella-. Elne es una población bastante grande. Podemos comprar lo que necesitemos sin llamar la atención. Pero yo no quiero ir.
Pudo ver que ninguno de ellos quería marcharse. La excitación corría por todos sus cuerpos. Y él podía sentirla también. El enigma ya no era ninguna entelequia imposible de comprender. En vez de ello, la respuesta se hallaba en alguna parte a su alrededor. Y, contrariamente a lo que le había dicho a Casiopea el día anterior, él deseaba encontrarla.
– Iré yo -dijo Geoffrey-. Ustedes necesitan quedarse y decidir qué haremos a continuación. Es cosa suya, no mía.
– Apreciamos ese gesto -dijo Thorvaldsen.
Casiopea buscó en su bolsillo y sacó un fajo de euros.
– Necesitarás dinero.
Geoffrey cogió los billetes y sonrió.
– Denme una lista y estaré de vuelta al anochecer.
Malone rastreó con la linterna el interior de la iglesia, buscando más pistas en las paredes de roca. Habían descargado todo el equipo que Casiopea había traído. Stephanie y Casiopea se encontraban fuera, montando un campamento. Henrik se había ofrecido voluntariamente para buscar leña. Malone y Mark regresaron al interior para ver si habían pasado algo por alto.
– Esta iglesia lleva vacía mucho tiempo -dijo Mark-. Trescientos años, dijo el cura del pueblo.
– Debió de haber sido notable en su época.
– Este tipo de construcción no es infrecuente. Hay iglesias excavadas en la roca por todo el Languedoc. En Vals, cerca de Carcasona, existe una de las más famosas. Está en buen estado. Y conserva frescos. Todas las iglesias de esta región estaban pintadas. Era la moda. Por desgracia, muy poco de ese arte sobrevivió gracias a la Revolución.
– Debe de haber sido duro vivir aquí.
– Los monjes eran una raza muy rara. No tenían periódicos, radio, televisión, música, teatro. Sólo algunos libros y los frescos de la iglesia como entretenimiento.
Malone continuaba examinando la casi teatral oscuridad que le rodeaba, rota solamente por una gredosa luz que iba desapareciendo y que coloreaba los escasos detalles como si hubiera caído una gruesa capa de nieve en el interior.
– Hemos de suponer que el criptograma del informe del mariscal es auténtico -declaró Mark-. No hay ninguna razón para pensar que no lo sea.
– Excepto que el mariscal desapareció poco después de archivar ese informe.
– Siempre he creído que ese mariscal estaba obsesionado, como De Roquefort. Creo que iba tras el tesoro. Debió de haber tenido noticias de la historia del secreto familiar de los De Blanchefort. Esa información, y el hecho de que el abate Bigou pueda haber conocido el secreto, ha formado parte de nuestras Crónicas durante siglos. El mariscal quizás supuso que Bigou había dejado ambos criptogramas y que éstos conducían al Gran Legado. Siendo un hombre ambicioso, trató de obtenerlo por su cuenta.
– Entonces, ¿por qué registró el criptograma?
– ¿Y eso qué importaba? Él tenía la solución, que el abate Gélis le facilitó. Nadie más tenía la más mínima idea de lo que significaba. Así que, ¿por qué no archivar el informe y demostrar a tu maestre que habías estado trabajando?
– Siguiendo esta línea de pensamiento, el mariscal pudo haber matado a Gélis y simplemente regresado y registrado posteriormente lo que había pasado como una manera de borrar sus huellas.
– Eso es totalmente posible.
Malone se acercó a las letras -prier en venir- garabateadas en la pared.
– Nada más sobrevivió aquí -murmuró.
– Eso es cierto. Lo cual es una vergüenza. Hay montones de nichos, y todos habrían contenido estatuas. Combinado con los frescos, éste hubiera sido antaño un lugar bellamente decorado.
– ¿Y cómo consiguieron sobrevivir estas tres palabras?
– Apenas lo han conseguido.
– Lo suficiente -dijo, pensando que tal vez Bigou había intervenido en ello.
Recordó nuevamente la lápida sepulcral de Marie de Blanchefort. La flecha de dos puntas y præ -cum. «Se ruega venir.» Miró fijamente al suelo y a la disposición siete por nueve.
– En el pasado debió de haber habido bancos aquí, ¿no?
– Claro. De madera. Desaparecidos hace tiempo.
– Si Saunière se enteró de la solución del criptograma por Gélis o lo resolvió él mismo…
– El mariscal dice en su informe que Gélis no confiaba en Saunière.
Malone negó con la cabeza.
– Eso podía ser más información errónea por parte del mariscal. Saunière evidentemente dedujo algo sin que el mariscal lo supiera. Así que supongamos que encontró el Gran Legado. Por todo lo que sabemos, Saunière retornó a él muchas veces. Me contó usted en Rennes que él y su amante salían de la población, y luego regresaban con rocas para la gruta que estaban construyendo. Podían haber venido aquí a retirar fondos de su banco privado.
– En tiempos de Saunière, esa excursión hubiera sido fácil en tren.
– De modo que habría necesitado poder acceder al escondite, aunque al mismo tiempo manteniendo en secreto su ubicación.
Levantó la mirada nuevamente hacia las letras, prier en venir. «Se ruega venir.»
Luego se arrodilló.
– Tiene sentido. Pero ¿Qué ve usted desde ahí que yo no veo desde aquí? -preguntó Mark.
Su mirada recorrió la iglesia. No quedaba nada dentro excepto el altar, a unos seis metros de distancia. La losa que lo cubría tendría unos siete u ocho centímetros de espesor, y estaba sostenida por un soporte rectangular modelado en bloques de granito. Contó los bloques de una fila horizontal. Nueve. Luego contó el número verticalmente. Siete. Alumbró con la linterna las piedras cubiertas de líquenes. Gruesas líneas onduladas de mortero seguían allí. Siguió varias de las líneas con la luz, luego dirigió el rayo hacia la parte de abajo de la losa de granito.
Y lo vio. Ahora sabía.
«Se ruega venir.»
Inteligente.
De Roquefort no estaba escuchando el parloteo del tesorero. Algo sobre el presupuesto y los excedentes de la abadía. Ésta había sido fundada con una donación que ascendía a millones de euros, unos fondos adquiridos hacía mucho tiempo y que eran religiosamente mantenidos para garantizar que la orden nunca tendría problemas económicos. La abadía era casi autosuficiente. Sus campos, granjas y panadería producían la mayor parte de sus necesidades. Su lagar y su vaquería generaban gran parte de lo que bebían. Y el agua manaba en tanta abundancia que era conducida por tuberías al valle, donde era embotellada y vendida a toda Francia. Por supuesto, mucho de lo que necesitaba para completar las comidas y el mantenimiento tenía que ser comprado. Pero los ingresos procedentes de la venta del vino y el agua, junto con los que aportaban los visitantes, proporcionaban con creces los recursos necesarios. De manera que, ¿qué era todo aquello sobre excedentes?
– ¿Necesitamos dinero? -preguntó bruscamente, interrumpiendo a su interlocutor.
– En absoluto, maestre.
– Entonces, ¿por qué me está usted molestando?
– El maestre debe ser informado de todas las decisiones monetarias.
Aquel idiota tenía razón. Pero no quería que le molestaran. Sin embargo, el tesorero podía servir de ayuda.
– ¿Ha estudiado usted nuestra historia financiera?
La pregunta pareció pillar desprevenido al hombre.
– Desde luego, maestre. Es algo que se exige a todo tesorero. Yo estoy actualmente enseñando a los que están a mis órdenes.
– En la época de la Purga, ¿cuál era nuestra riqueza?
– Incalculable. La orden poseía más de mil propiedades, y es imposible calcular el valor de todo eso.
– ¿Y nuestra riqueza líquida?
– De nuevo, es difícil decirlo. Había dinares de oro, monedas bizantinas, florines de oro, dracmas, marcos, junto con plata y oro sin acuñar. De Molay llegó a Francia en 1306 con doce monturas cargadas de plata sin acuñar que nunca fueron contabilizadas. Luego está la cuestión de los artículos que tenían en depósito.
De Roquefort sabía a qué se refería el hombre. La orden había sido la iniciadora de los depósitos de seguridad, guardando testamentos y documentos preciosos de hombres adinerados, juntamente con joyas y otros artículos personales. Su reputación de honradez había sido impecable, lo que permitió que el servicio prosperase en toda la Cristiandad… Todo ello, por supuesto, a cambio de unos emolumentos.
– Los artículos que se guardaban -dijo el tesorero- se perdieron en la Purga. Los inventarios estaban con nuestros archivos, que desaparecieron también. De manera que no hay forma de estimar lo que se guardaba. Pero se puede decir con seguridad que la riqueza total equivaldría a miles de millones de euros de hoy.
Tenía noticia de los carros de heno acarreados hacia el sur por cuatro hermanos elegidos y su líder, Gilbert de Blanchefort, que había recibido instrucciones, primero de no informar a nadie de su escondite y, segundo, de asegurarse de que lo que sabía era «transmitido a otros de la manera apropiada». De Blanchefort realizó bien su trabajo. Habían trascurrido setecientos años, y la ubicación seguía siendo un secreto.
¿Qué era tan valioso que Jacques de Molay había ordenado que se guardara en secreto con tan complicadas precauciones?
Venía dando vueltas a la respuesta a esta pregunta treinta años.
El teléfono que llevaba en su sotana vibró, lo cual le pilló por sorpresa.
Por fin.
– ¿Qué pasa, maestre? -preguntó el tesorero.
De Roquefort recobró el dominio de sí mismo.
– Déjeme ahora.
El hombre se levantó de la mesa, se inclinó y luego se retiró. De Roquefort descolgó el teléfono y dijo:
– Espero que esto no sea una pérdida de tiempo.
– ¿Cómo puede ser la verdad una pérdida de tiempo?
Instantáneamente reconoció la voz.
Geoffrey.
– ¿Y por qué habría de creer ninguna palabra que dijeras tú? -preguntó.
– Porque es usted mi maestre.
– Tu lealtad era hacia mi predecesor.
– Mientras él respiraba, eso fue cierto. Pero después de su muerte, mi juramento con la hermandad exige que sea leal con quien sea que lleve el manto blanco…
– Incluso aunque no te guste ese hombre.
– Creo que usted hizo lo mismo durante muchos años.
– ¿Y atacar a tu maestre es una muestra de tu lealtad?
No había olvidado el golpe en la sien con la culata del arma antes de que Geoffrey y Mark Nelle escaparan de la abadía.
– Una demostración necesaria ante el senescal.
– ¿Dónde has conseguido este teléfono?
– El antiguo maestre me lo dio. Iba a ser útil durante nuestra excursión más allá de los muros. Pero yo decidí darle un uso diferente.
– Tú y el maestre lo planeasteis bien.
– Era importante para él que tuviéramos éxito. Por eso envió el diario a Stephanie Nelle. Para involucrarla.
– Ese diario no tiene valor.
– Así me han dicho. Pero ésa fue una información nueva para mí. No me enteré hasta ayer.
De Roquefort preguntó lo que quería saber.
– ¿Han resuelto el criptograma?¿El del informe del mariscal?
– Cierto, lo han hecho.
– Bueno, dime, hermano. ¿Dónde estás?
– En St. Agulous. En la abadía en ruinas justo al norte del pueblo. No lejos de usted.
– ¿Y nuestro Gran Legado está ahí?
– Aquí es adonde conducen todas las pistas. Ellos están, en este momento, trabajando para encontrar el escondite. A mí me enviaron a Elne por provisiones.
De Roquefort estaba empezando a creer en el hombre que se encontraba al otro extremo de la línea. Pero no sabía si era por desesperación, o por una correcta apreciación.
– Hermano, te mataré si esto es una mentira.
– No dudo de esa declaración. Ya ha matado usted antes.
Sabía que no debía, pero tenía que preguntar.
– ¿Y a quién he matado?
– Probablemente fue usted responsable de la muerte de Ernest Scoville. ¿Y de Lars Nelle? Eso es más difícil de determinar, al menos por lo que me dijo el antiguo maestre.
Quería sondear más, pero sabía que todo interés que mostrara no sería más que una tácita admisión, de manera que dijo simplemente:
– Tú deliras, hermano.
– Me han dicho cosas peores.
– ¿Cuál es tu motivo?
– Quiero ser caballero. Usted es quien toma esa decisión. En la capilla, hace unas noches, cuando arrestó usted al senescal, dejó claro que eso no iba a pasar. Decidí entonces que tomaría un camino diferente… un camino que no le gustaría al antiguo maestre. De manera que seguí adelante. Me enteré de lo que pude. Y esperé hasta poder ofrecerle lo que usted realmente quería. A cambio, pediría sólo el perdón.
– Si lo que dices es verdad, lo tendrás.
– Volveré a las ruinas dentro de poco. Ellos tienen pensado acampar allí esta noche. Ya ha visto usted que tienen recursos, tanto individual como colectivamente. Aunque jamás me atrevería a anteponer mi juicio al suyo, yo recomendaría una acción decisiva.
– Puedo asegurarte, hermano, que mi respuesta será de lo más decisiva.
Malone se puso de pie y se dirigió al altar. A la luz de su linterna, había observado que no había ninguna junta de mortero bajo la losa superior. La disposición siete por nueve de las piedras del soporte había llamado su atención, y al arrodillarse vio la grieta.
Ya en el altar, se inclinó y acercó la luz.
– Esta losa no está fijada.
– No esperaría que lo estuviese. Es la gravedad lo que la mantiene en su lugar. Mírela. ¿Cuánto tiene eso?¿Siete u ocho centímetros de grosor y más de un metro ochenta de largo?
– Bigou escondió su criptograma en la columna del altar en Rennes. Yo me preguntaba por qué había elegido ese particular escondite. Único, ¿no te parece? Para llegar a él, tenía que levantar la losa lo suficiente para dejar libre el perno de fijación, luego deslizar el frasco de vidrio en el nicho. Devuelves la losa a su sitio y tendrás un magnífico escondrijo. Pero hay más cosas. Bigou estaba mandando un mensaje. -Dejó a un lado la linterna-. Tenemos que mover esto.
Mark se fue a un extremo y Malone se situó en el otro. Agarrando ambos lados con sus manos, probaron a ver si la piedra se movía.
Lo hizo, aunque muy ligeramente.
– Tienes razón -dijo-. Está simplemente asentada ahí. No veo razón alguna para delicadezas. Empuja fuerte.
Juntos, movieron la piedra de un lado a otro, y luego la deslizaron lo suficiente para hacer que la gravedad la hiciera caer al suelo.
Malone contempló la abertura rectangular que habían dejado al descubierto, y todo lo que vio fue unas piedras sueltas.
– Esto está lleno de piedras -dijo Mark.
Malone sonrió.
– Claro. Saquémoslas.
– ¿Para qué?
– Si tú fueras Saunière y no quisieras que nadie te siguiera la pista, esa losa de mármol es un buen objeto para disuadir. Pero estas piedras serían incluso mejores. Como tú me dijiste ayer, tenemos que pensar como lo hacía la gente hace cien años. Mira a tu alrededor. Nadie vendría aquí a buscar el tesoro. Esto sólo es un montón de ruinas. Y quién hubiera desmontado este altar? Lo que sea lleva aquí siglos sin que nadie haya venido a buscarlo. Pero si alguien hiciera todo eso, ¿por qué no pensar en otra línea de defensa?
El soporte rectangular se encontraba a unos noventa centímetros del suelo, y rápidamente sacaron las piedras. Diez minutos más tarde, el soporte estaba vacío. El fondo estaba lleno de suciedad.
Malone saltó al interior y le pareció que detectaba una ligera vibración. Se inclinó y tanteó con los dedos. El reseco suelo tenía la consistencia de la arena del desierto. Mark alumbró con la linterna mientras él sacaba la tierra a puñados. A unos quince centímetros de profundidad tropezó con algo. Escarbó con ambas manos basta abrir un agujero de treinta centímetros de anchura, y descubrió unas planchas de madera.
Levantó la mirada y sonrió.
– ¿No es estupendo tener razón?
De Roquefort entró como una exhalación en la sala y se enfrentó a su consejo. Había ordenado apresuradamente una reunión de los dignatarios de la orden después de terminar su conversación telefónica con Geoffrey.
– El Gran Legado ha sido encontrado -anunció.
El asombro se apoderó de los rostros de los reunidos.
– El antiguo senescal y sus aliados han localizado el escondite. Tengo a un hermano infiltrado entre ellos como espía. Acaba de informar de su éxito. Es hora de reclamar nuestra herencia.
– ¿Qué se propone usted? -preguntó uno de ellos.
– Tomaremos un contingente de caballeros y los capturaremos.
– ¿Más derramamiento de sangre? -preguntó el capellán.
– No, si la operación se lleva a cabo con cuidado.
El capellán no parecía muy impresionado.
– El antiguo senescal y Geoffrey, quien al parecer es su aliado, ya que no sabemos de ningún otro hermano que esté con ellos, han matado ya a dos de los nuestros. No hay razón alguna para suponer que no seguirán disparando.
Ya estaba harto de sus palabras.
– Capellán, ésta no es una cuestión de fe. Su consejo no es necesario.
– La seguridad de los miembros de esta orden es responsabilidad de todos nosotros.
– ¿Y se atreve usted a decir que yo no pienso en la seguridad de la orden? -Hizo que su voz se elevara-.¿Cuestiona usted mi autoridad?¿Está objetando mi decisión? Responda, capellán. Quiero saberlo.
Si el veneciano se sentía intimidado, nada en su actitud dejaba entreverlo. En vez de ello, dijo simplemente:
– Usted es mi maestre. Le debo lealtad… en lo que sea.
No le gustó a De Roquefort aquel tono insolente.
– Pero, maestre -continuó el capellán-, ¿no fue usted quien dijo que todos nosotros deberíamos tomar parte en las decisiones de esta magnitud? -Algunos de los otros hermanos asistieron con la cabeza-.¿No le dijo usted a la hermandad reunida en cónclave que trazaría usted un nuevo derrotero?
– Capellán, vamos a emprender la mayor misión que esta orden ha llevado a cabo durante siglos. No tengo tiempo de discutir con usted.
– Pensaba que cantar las alabanzas de nuestro Dios y Señor era nuestra misión más grande. Y eso es una cuestión de fe, de lo cual estoy calificado para hablar.
Se le terminó la paciencia.
– Queda usted destituido.
El capellán no se movió. Ninguno de los otros dijo una palabra.
– Si no se marcha usted inmediatamente, haré que lo detengan y lo traigan ante mí más tarde para su castigo. -Hizo una pausa-. Que no resultará agradable.
El capellán se puso de pie y se tocó la cabeza.
– Me marcharé. Como usted manda.
– Ya hablaremos más tarde. Se lo aseguro.
Esperó a que el capellán saliera, y entonces les dijo a los demás:
– Hemos buscado nuestro Gran Legado durante mucho tiempo. Ahora está a nuestro alcance. Lo que ese depósito contiene no pertenece a nadie más que a nosotros. Nuestra herencia está allí. Yo trato de reclamar lo que es nuestro. Doce caballeros me ayudarán. Os dejaré que vosotros mismos seleccionéis a esos hombres. Tened a vuestros elegidos completamente armados y reunidos en el gimnasio dentro de una hora.
Malone llamó a Stephanie y a Casiopea y les dijo que trajeran la pala que habían descargado del Land Rover. Ellas aparecieron junto con Henrik, y entraron en la iglesia. Malone explicó lo que él y Mark habían hallado.
– Chico listo -le dijo Casiopea.
– Bueno, tengo mis momentos.
– Tenemos que sacar el resto de esa porquería de ahí -dijo Stephanie.
– Alárgueme la pala.
Empezó a quitar la tierra. Unos minutos más tarde, salieron a la luz tres ennegrecidas planchas de madera. La mitad estaban unidas con tiras de metal. La otra mitad formaba una puerta engoznada que se abría hacia arriba.
Se inclinó y acarició suavemente el metal.
– El hierro está corroído. Estas bisagras ya no sirven. Un centenar de años las han afectado.
– ¿Qué quiere usted decir con «un centenar de años»? -quiso saber Stephanie.
– Saunière construyó esa puerta -dijo Casiopea-. La madera está en bastante buen estado; no tiene siglos de existencia. Y parece haber sido cepillada hasta darle un suave acabado, que no es algo que uno suela ver en la madera medieval. Saunière había de tener una manera fácil de entrar y salir. De manera que cuando halló esta entrada, reconstruyó la puerta.
– Estoy de acuerdo -dijo Malone-. Y eso explica cómo pudo manejar esa pesada losa de piedra. Simplemente la apartaba a medias, quitaba las piedras sobre la puerta, bajaba y luego lo volvía a poner todo en su sitio cuando había terminado. Por todo lo que sé sobre él, estaba en buena forma. Y era condenadamente listo.
Metió la pala en el hueco del borde y haciendo palanca subió la puerta. Mark alargó la mano y la sujetó. Malone arrojó a un lado la pala y juntos liberaron la escotilla de su marco, dejando al descubierto un gran orificio.
Thorvaldsen miró en su interior.
– Asombroso. Éste podría ser realmente el lugar.
Stephanie alumbró la abertura con la linterna. Una escalera aparecía apoyada contra una de las paredes de piedra.
– ¿Qué piensa usted?¿Resistirá?
– Hay una manera de averiguarlo.
Malone extendió una pierna y suavemente aplicó su peso sobre el primer travesaño. La escalera estaba fabricada con madera gruesa, que él esperaba que siguiera unida con clavos. Vio algunas cabezas oxidadas. Apretó un poco más, agarrándose por si cedía. Pero el escalón aguantó. Colocó el otro pie en la escalera y probó un poco más.
– Creo que resistirá.
– Yo soy más liviana -dijo Casiopea-. Me encantaría bajar la primera.
Él sonrió.
– Si no le importa, yo tendré el honor.
– Lo ve, yo tenía razón -dijo ella-. Usted lo deseaba.
Sí, lo deseaba. Lo que pudiera haber abajo le estaba llamando, como la búsqueda de libros raros a través de oscuras estanterías. Nunca sabías lo que podías encontrar.
Agarrándose todavía, descendió hasta el segundo peldaño. Habría una separación entre ellos de cuarenta y cinco centímetros. Tranquilamente trasladó sus manos a la parte superior de la escalera y descendió otro.
– La impresión es buena -dijo.
Siguió bajando, probando cuidadosamente cada escalón. Por encima de él, Stephanie y Casiopea trataban de penetrar la oscuridad con sus linternas. En el halo de sus dos luces combinadas, Malone vio que había llegado al pie de la escalera. El siguiente paso ya lo daría en el suelo. Todo estaba cubierto de una fina gravilla y piedras del tamaño de puños y cráneos.
– Échenme una linterna -dijo.
Thorvaldsen dejó caer hacia él una de las luces. Malone la cogió y paseó el rayo de luz alrededor. La escalera tendría unos cuatro metros y medio desde el suelo hasta el techo. Vio que la salida se encontraba en el centro de un corredor natural, algo que millones de años de lluvia y deshielos habían forjado a través de la arenisca. Sabía que los Pirineos estaban acribillados de cuevas y túneles.
– ¿Por qué no baja de un salto? -preguntó Casiopea.
– Es demasiado fácil. -Estaba alerta a un escalofrío que había sentido en la base de su espalda, algo que no se debía solamente al aire frío-. Dejen caer una de esas piedras por el agujero.
Se situó fuera de la trayectoria.
– ¿Listo? -preguntó Stephanie.
– Dispare.
La roca pasó por la abertura. Él siguió su caída y observó cómo golpeaba en el suelo, y luego seguía su camino.
Las luces iluminaron el lugar del impacto.
– Tenía usted razón -reconoció Casiopea-. Ese agujero estaba justo debajo de la superficie para alguien que saltara de la escalera.
– Dejen caer algunas rocas más a su alrededor y busquemos terreno firme.
Llovieron cuatro piedras más que golpearon el suelo con un ruido sordo. Supo entonces adonde saltar, de manera que se soltó de la escalera y utilizó la linterna para examinar la trampa. La cavidad era un cuadrado de casi un metro de lado y tendría al menos noventa centímetros de profundidad. Buscó dentro y recogió algunos trozos de la madera que había cubierto la parte superior del agujero. Los bordes eran machihembrados, y las tablas lo bastante finas para romperse bajo el peso de un hombre, pero suficientemente gruesas para sostener una capa de limo y grava. En el fondo del agujero se veían largas púas de metal, bien afiladas, ensanchadas por la base, esperando cazar a algún intruso confiado. El tiempo había empañado su pátina, pero no su eficacia.
– Saunière era muy serio -dijo.
– Podría ser una trampa templaria -señaló Mark-.¿Es latón?
– Bronce.
La orden dominaba el arte de la metalurgia. Latón, bronce, cobre… se usaba todo. La Iglesia prohibía la experimentación científica, pero aprendieron cosas de los árabes.
– La madera de la parte superior no puede tener setecientos años de antigüedad -dijo Casiopea-. Saunière debía de haber reparado las defensas templarias.
No era lo que deseaba oír.
– Eso significa que ésta es probablemente sólo la primera de una serie de múltiples trampas.
Malone observó cómo Stephanie, Mark y Casiopea bajaban por la escalera. Thorvaldsen se quedó en la superficie, esperando el regreso de Geoffrey, preparado para facilitar herramientas, si haría falta.
Mark quiso dejar las cosas claras.
– Hablo en serio cuando digo que los templarios fueron los primeros en preparar estas trampas. He leído relatos en las Crónicas sobre las técnicas que empleaban.
– Sólo hay que mantener los ojos bien abiertos -dijo Malone-. Si queremos encontrar lo que hay que encontrar, tenemos que mirar.
– Son más de las tres -advirtió Casiopea-. El sol se habrá puesto dentro de un par de horas. Ya hace bastante frío ahora. Después del crepúsculo el frío será intenso.
Su chaqueta mantenía cálido el pecho, pero les vendrían bien guantes y calcetines térmicos, que eran algunas de las cosas que Geoffrey había ido a buscar. Sólo la luz procedente del techo iluminaba el corredor que se extendía en ambas direcciones. Sin la linterna, Malone dudaba de que fuera capaz de ver un dedo cerca de su nariz.
– La luz del día no va a tener importancia. Todo es luz artificial aquí. Necesitamos que Geoffrey vuelva con la comida y la ropa de abrigo. Henrik -gritó-. Háganos saber cuándo regresa el buen hermano.
– Caza segura, Cotton.
Su mente barajaba cada vez más posibilidades.
– ¿Qué piensan ustedes de esto? -preguntó a los demás.
– Esto podría formar parte de un horreum -dijo Casiopea-. Cuando los romanos gobernaron esta región, establecieron almacenes subterráneos para conservar mercancías perecederas. Una versión temprana del almacén refrigerado. Algunos han sobrevivido. Éste podría ser uno de ellos.
– ¿Y los templarios supieron de su existencia? -quiso saber Stephanie.
– Ellos también los tenían -explicó Mark-. Lo aprendieron de los romanos. Lo que dice tiene sentido. Cuando De Molay le dijo a De Blanchefort que «se llevara el tesoro del Temple por anticipado», fácilmente pudo haber elegido un lugar así. Debajo de una anodina iglesia, en una abadía menor, sin ninguna relación con la orden.
Malone apuntó adelante con su linterna, luego dio la vuelta y dirigió el rayo en la otra dirección.
– ¿Por dónde?
– Buena pregunta -dijo Stephanie.
– Usted y Mark vayan en esa dirección. Casiopea y yo iremos en la otra. -Pudo ver que ni a Mark ni a Stephanie les gustaba esa decisión-. No tenemos tiempo para que ustedes se peleen. Déjenlo estar de momento. Hagan su trabajo. Eso es lo que me dijo usted, Stephanie.
Ella no quería discutir con él.
– Tiene razón. Andando -le dijo a Mark.
Malone observó mientras ellos desaparecían en la negrura.
– Inteligente, Malone -susurró Casiopea-. Pero ¿Le parece prudente mandar juntos a esos dos? Hay montones de cuestiones pendientes entre ellos.
– Nada como una pequeña tensión para hacer que se aprecien mutuamente.
– ¿Eso es válido para nosotros también?
Malone apuntó con la linterna al rostro de la mujer.
– Vaya delante y averigüémoslo.
De Roquefort y doce de los hermanos se acercaban a la abadía desde el sur. Habían evitado el pueblo de St. Agulous y aparcado sus vehículos un kilómetro antes, en el espeso bosque. Habían ido andando a través de un paisaje de maleza y roca rojiza. Sabían que toda la zona era como un imán para los entusiastas del campo. Verdes laderas y rojizos riscos los rodeaban, pero el camino estaba bien delimitado, quizás usado por los pastores de la zona para conducir las ovejas, y la senda los llevó hasta unos centenares de metros de las derruidas paredes y montañas de escombros que antaño habían sido un lugar de devoción.
Hizo detener a sus hombres y consultó el reloj. Eran cerca de las cuatro de la tarde. El hermano Geoffrey había dicho que regresaría al lugar al crepúsculo. Miró a su alrededor. Las ruinas estaban encaramadas sobre un promontorio rocoso a unos cien metros arriba. El coche de alquiler de Malone estaba aparcado en la ladera.
– Meteos entre los árboles para ocultaros -ordenó-. Y que nadie se deje ver.
Momentos más tarde, un Land Rover apareció por el inclinado sendero de gravilla y se detuvo junto al otro coche. Vio salir a Geoffrey del lado del conductor, y observó que el joven examinaba los alrededores, pero De Roquefort decidió no mostrarse, no estando seguro todavía de si se trataba de una trampa.
Geoffrey vaciló ante el Land Rover, luego abrió el portón trasero y sacó dos cajas. Agarrándolas, inició el camino de ascenso hacia la abadía. De Roquefort esperó a que pasara por su lado, luego salió al sendero y dijo:
– He estado esperando, hermano.
Geoffrey se detuvo y se dio la vuelta.
Una fría palidez cubría la demacrada cara del joven. El hermano no dijo nada, simplemente depositó las cajas en el suelo, buscó en su chaqueta y sacó una automática de nueve milímetros. De Roquefort reconoció el arma. La pistola, fabricada en Austria, era de una de las marcas almacenadas en el arsenal de la abadía.
Geoffrey metió un cargador.
– Entonces traiga a sus hombres y acabemos de una vez con esto.
Una insoportable tensión borraba todo pensamiento de la mente de Malone. Éste iba siguiendo a Casiopea a medida que avanzaban lentamente por el pasaje subterráneo. El pasadizo tendría algo más de un metro cincuenta de ancho y casi dos metros y medio de alto, y las paredes estaban secas y eran irregulares. Cuatro metros y medio de dura tierra le separaban de la superficie. Los lugares cerrados no eran de su agrado. Casiopea, sin embargo, no parecía nerviosa. Malone había visto ese tipo de valor anteriormente en agentes que trabajaban mejor bajo extrema presión.
Andaba alerta ante más posibles trampas. Prestando especial atención a la gravilla que se extendía ante él. Siempre había encontrado divertido en las películas de aventuras que unas partes móviles de piedra y metal, supuestamente de centenares o miles de años de antigüedad, siguieran funcionando como si hubieran sido engrasadas el día anterior. El hierro y la piedra eran vulnerables al aire y el agua, su eficacia limitada. Pero el bronce era otra cuestión. Ese metal era duradero; había sido creado justamente por ese motivo. De manera que otras púas colocadas en el fondo de pozos podrían constituir un problema.
Casiopea se detuvo, su linterna enfocada unos tres metros más adelante.
– ¿Qué pasa? -preguntó Malone.
– Eche una mirada.
Él sumó su cono de luz al de la mujer, y lo vio.
Stephanie también aborrecía los espacios cerrados, pero no estaba dispuesta a confesarlo, especialmente a su hijo, que tan mal concepto tenía ya de ella. De manera que, para apartar de su cabeza esa incomodidad, preguntó:
– ¿Cómo habrían almacenado los caballeros su tesoro aquí abajo?
– Transportándolo pieza a pieza. Nada los habría detenido, excepto la captura o la muerte.
– Debió de ser un gran esfuerzo.
– Les sobraba tiempo.
Ambos estaban atentos al terreno que tenían ante ellos, comprobando Mark el suelo antes de dar cada paso.
– Sus medidas de seguridad no habrían sido muy sofisticadas -dijo Mark-. Pero sí efectivas. La orden poseía cámaras subterráneas por toda Europa. La mayoría estaban vigiladas, amén de las trampas. Aquí, el secreto y las trampas tenían que hacer el trabajo sin guardianes. Lo último que hubieran deseado era llamar la atención hacia este lugar con algunos caballeros rondando por aquí.
– A tu padre le habría encantado. -Tenía que decirlo.
– Lo sé.
La luz de la linterna de Stephanie captó algo en la pared del pasaje, más adelante. Ella sujetó a Mark por el hombro y lo hizo detenerse.
– Mira.
Esculpidas en la roca había unas letras:
non nobis domine
non nobis sed nomine tuo daré gloriam
pauperes commilitones christi templique salamonis
– ¿Qué dice? -preguntó ella.
– Un poco libremente, «No por obra de nosotros, oh, Señor, no por obra de nosotros, sino en Tu nombre se da la gloria. Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón». Es el lema templario.
– Así que es verdad. Es eso.
Mark no dijo nada.
– Que Dios me perdone -susurró ella.
– Dios tiene poco que ver con esto. El hombre creó esta porquería, y al hombre le corresponde limpiarla. -Dirigió la luz más adelante por el pasaje-. Mira aquí.
Ella miró dentro del halo, y vio una reja de metal -una puerta- que daba a otro pasaje.
– ¿Es ahí dónde está todo almacenado? -preguntó.
Sin esperar una respuesta, pasó por el lado de Mark, y había dado ya unos pasos cuando oyó que Mark gritaba:
– No.
Entonces el suelo se hundió.
Malone contempló la visión iluminada por sus luces combinadas. Un esqueleto. Postrado en el suelo de la caverna, con los hombros, cuello y cráneo apoyados contra la pared.
– Acerquémonos -dijo.
Avanzaron un poquito con precaución, y Malone observó una ligera depresión en el suelo. Agarró a Casiopea por el hombro.
– Lo veo -dijo ella, deteniéndose-. Es largo. Tiene casi dos metros.
– Estos malditos pozos habrían sido invisibles en su época, pero la madera de debajo se ha debilitado lo suficiente para mostrarlos.
Se movieron en torno de la depresión, permaneciendo en terreno firme, y se acercaron al esqueleto.
– No queda nada más que los huesos -dijo ella.
– Mire el pecho. Las costillas. Rotas en algunos lugares. Cayó en esa trampa. Esas heridas son de las estacas.
– ¿Quién es?
Algo captó su atención.
Malone se inclinó y descubrió una ennegrecida cadena de plata entre los huesos. La levantó. Del bucle colgaba un medallón. Lo enfoco con la linterna.
– El sello templario. Dos hombres sobre un único caballo. Representaba la pobreza individual. Vi un dibujo de esto en un libro hace unas cuantas noches. Apostaría algo a que se trata del mariscal que escribió el informe que hemos venido usando. Desapareció de la abadía en cuanto tuvo noticias de la solución del criptograma por el abate Gélis. Vino, averiguó la solución, pero no tuvo cuidado. Saunière probablemente encontró el cuerpo y simplemente lo dejó ahí.
– Pero ¿Cómo habría averiguado nada Saunière?¿Cómo resolvió el criptograma? Mark me dejó leer ese informe. Según Gélis, Saunière no había resuelto el rompecabezas que encontró en su iglesia, y Gélis sospechaba de él, de manera que no le dijo nada a Saunière.
»Eso suponiendo que lo que el mariscal escribió fuera cierto. O Saunière o el mariscal mataron a Gélis para impedir que el cura contara a nadie lo que había descifrado. Si fue el mariscal, lo que parece probable, entonces escribió el informe simplemente como una manera de borrar sus huellas. Una manera de que nadie pensara que dejaba la abadía para venir aquí y encontrar por su cuenta el Gran Legado. ¿Qué importaba que incluyera el criptograma? No hay manera de resolverlo sin la secuencia matemática.
Apartó la atención del muerto e iluminó con su linterna el pasaje.
– Mire eso.
Casiopea se puso de pie y ambos vieron una cruz de cuatro brazos iguales, ensanchados por sus extremos, esculpida en la roca.
– La cruz paté -dijo ella-. Que sólo se les permitía llevar a los templarios por un decreto papal.
Recordó más cosas de las que había leído en el libro templario.
– Las cruces eran rojas sobre un manto blanco, y simbolizaban la disposición a sufrir el martirio en la lucha contra los infieles.
Con su linterna siguió las letras escritas encima de la cruz:
PAR CE SIGNE TU LE VAINCRAS
– «Con este signo tú lo vencerás» -dijo, traduciendo-. Las mismas palabras de la iglesia de Rennes, encima de la pila de agua bendita de la puerta. Saunière las puso aquí.
– La declaración de Constantino cuando luchó por primera vez contra Majencio. Antes de la batalla, se dice que vio una cruz en el sol con esas palabras blasonadas debajo.
– Con una diferencia. Mark dijo que no había ningún le en la frase original. Sólo: «Con este signo tú vencerás.»
– Tiene razón.
– Saunière insertó el le después de tu. En la posición trece y catorce de la frase. 1314.
– El año en que Jacques de Molay fue ejecutado.
– Parece que Saunière añadió un toque de ironía a su simbolismo, y fue de aquí de dónde sacó la idea.
Buscó más profundamente en la oscuridad y vio que el pasaje terminaba a unos seis metros más adelante. Pero antes de eso, una verja de metal cerrada con una cadena y una aldabilla bloqueaba un camino que iba en otra dirección.
Casiopea lo vio también.
– Parece que lo encontramos.
Un estruendo llegó desde sus espaldas y alguien gritó.
– No.
Ambos se dieron la vuelta.
De Roquefort se detuvo en la entrada de las ruinas e hizo un gesto a sus hombres para que se situaran a cada lado. El lugar parecía inquietantemente tranquilo. Ningún movimiento, ni una sola voz. Nada. El hermano Geoffrey se encontraba a su lado. Seguía preocupado por si le estuvieran tendiendo una trampa. Por eso había venido con potencia de fuego. Estaba encantado con la selección de los caballeros que había efectuado el consejo… Aquellos hombres eran algunos de los mejores de sus filas, luchadores experimentados de indiscutible valor y entereza… cosas ambas que muy bien podía necesitar.
Dirigió su mirada más allá de una pila de cascotes cubiertos de líquenes, profundizando en la derruida estructura, más allá de las briznas de la enhiesta hierba. La brillante cúpula del cielo sobre su cabeza se estaba apagando a medida que el sol se retiraba tras las montañas. La oscuridad no tardaría en caer. Y le preocupaba también el tiempo. Las turbonadas y la lluvia llegaban en verano sin previa advertencia en los Pirineos.
Hizo un gesto y sus hombres avanzaron entre peñascos y lienzos de pared derruidos. Descubrió un lugar de acampada entre tres trozos de pared. La leña había sido preparada para un fuego que aún había de ser encendido.
– Iré adentro -susurró Geoffrey-. Me están esperando.
De Roquefort comprendió lo prudente de aquel movimiento y asintió.
Geoffrey entró con calma en el espacio abierto y se acercó a la fogata. Seguía sin haber nadie allí. Entonces el joven desapareció entre las ruinas. Un momento después volvió a salir y les hizo una seña para que se acercaran.
De Roquefort les dijo a sus hombres que aguardaran y sólo él penetró en el claro. Ya había dado instrucciones a su lugarteniente de que atacara en caso necesario.
– En la iglesia sólo está Thorvaldsen -dijo Geoffrey.
– ¿Qué iglesia?
– Los monjes excavaron una iglesia en la roca. Y ahora ellos han descubierto un portal bajo el altar que conduce a unas cuevas. Los demás están debajo explorando. Le he dicho a Thorvaldsen que iba a traer los suministros.
A De Roquefort le gustó lo que estaba oyendo.
– Quisiera encontrarme con Henrik Thorvaldsen.
Empuñando la pistola, siguió a Geoffrey a la cavidad parecida a un calabozo tallada en la roca. Thorvaldsen se encontraba de pie dándoles la espalda, mirando dentro de lo que antaño fuera un soporte para el altar.
El viejo se dio la vuelta cuando ellos se acercaban.
De Roquefort levantó el arma.
– Ni una palabra. O será la última.
La tierra bajo los pies de Stephanie había cedido, y sus piernas se estaban hundiendo en una de las trampas que tanto había tratado de evitar. ¿En qué estaba pensando? Al ver las palabras grabadas en la roca y luego la verja de metal que esperaba ser abierta, comprendió que su marido había tenido razón. De modo que abandonó toda precaución y corrió hacia delante. Mark había tratado de detenerla. Ella le oyó gritar, pero era demasiado tarde.
Estaba ya cayendo.
Sus manos se levantaron en un intento de agarrarse, y se preparó para las púas de bronce, Pero entonces sintió que un brazo le rodeaba el pecho en un estrecho abrazo. Empezó a caer hacia atrás, hacía el suelo, contra el cual golpeó, mientras otro cuerpo amortiguaba su impacto.
Un segundo más tarde, silencio.
Mark yacía bajo ella.
– ¿Estás bien? -preguntó Stephanie, rodando para apartarse de él.
Su hijo se levantó de la gravilla.
– Qué bien se sentían estas rocas contra mi espalda…
Sonaron unos pesados pasos en la oscuridad tras ellos, acompañados de dos conos de luz vacilante. Aparecieron Malone y Casiopea.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Malone.
– Me descuidé -dijo ella, poniéndose de pie y limpiándose el polvo.
Malone iluminó el agujero rectangular.
– Habría sido una caída sangrienta. Está lleno de púas, todas en buen estado.
Ella se acercó, bajó la mirada hacia la abertura, luego se dio la vuelta y le dijo a Mark.
– Gracias, hijo.
Mark se estaba frotando el cogote, tratando de aliviar el dolor de sus músculos.
– No ha sido nada.
– Malone -dijo Casiopea-. Eche una mirada.
Stephanie observó que Malone y Casiopea estudiaban el lema templario que ella y Mark habían encontrado.
– Me dirigía a esa puerta cuando se cruzó el agujero en mi camino.
– Dos de ellas -murmuró Malone-. En los extremos opuestos del corredor.
– ¿Hay otra reja? -preguntó Mark.
– Con otra inscripción.
La mujer escuchó mientras Malone le contaba lo que habían hallado.
– Estoy de acuerdo con usted -dijo Mark-. Ese esqueleto tiene que ser nuestro mariscal perdido hace tanto tiempo. -Se sacó una cadena de debajo de su camisa-. Todos nosotros llevamos el medallón. Nos lo entregan en la ceremonia de iniciación.
– Aparentemente -dijo Malone-, los templarios se cubrían las espaldas y defendían su escondite. -Hizo un gesto hacia la trampa del suelo-. Y convertían en un desafío arriesgado el encontrarlo. El mariscal debería haber tenido más cuidado. -Malone se volvió hacia Stephanie-. Como deberíamos todos.
– Entiendo -dijo ella-. Pero, como usted a menudo me recuerda, yo no soy un agente de campo.
Él sonrió ante su sarcasmo.
– Vamos a ver lo que hay detrás de esa reja.
De Roquefort apuntó con el corto cañón de su arma directamente a las arrugadas cejas de Henrik Thorvaldsen.
– Me han dicho que es usted uno de los hombres más ricos de Europa.
– Y a mí me han dicho que es usted uno de los más ambiciosos maestres de la memoria reciente.
– No debería usted escuchar a Mark Nelle.
– No lo he hecho. Fue su padre quien me lo dijo.
– Su padre no me conocía.
– Yo no diría eso. Lo estuvo usted siguiendo bastante tiempo.
– Lo cual resultó ser una pérdida de tiempo.
– ¿Eso hizo más fácil matarlo?
– ¿Eso es lo que usted piensa?¿Que maté a Lars Nelle?
– A él y a Ernest Scoville.
– No sabe usted nada, viejo.
– Sé que usted es un problema. -Thorvaldsen hizo luego un gesto señalando a Geoffrey-. Y sé que él es un traidor a su amigo. Y a su orden.
De Roquefort observó cómo Geoffrey acusó el insulto. El desdén apareció en los pálidos ojos grises del joven, desapareciendo luego con la misma rapidez.
– Soy leal a mi maestre. Ése fue el juramento que hice.
– ¿De modo que nos ha traicionado por su juramento?
– No espero que usted lo comprenda.
– En efecto, no lo comprendo, y jamás lo comprenderé.
De Roquefort bajó el arma, y luego hizo una señal a sus hombres. Éstos entraron en la iglesia, y él reclamó silencio con la mano. Hizo luego otras señas, y los hombres comprendieron instantáneamente que seis de ellos habían de situarse fuera y los otros distribuirse en círculo en el interior.
Malone rodeó la trampa que Stephanie había dejado al descubierto y se acercó a la verja de metal. Los demás lo siguieron. Descubrió un candado suspendido de una cadena.
– Latón -dijo, acariciando la puerta-. Pero la verja es de bronce.
– El candado es un coeur-de-bras -dijo Casiopea-. Antaño fueron muy frecuentes en toda esta región para sujetar las cadenas de los esclavos.
Ninguno de ellos se movía para abrir la verja, y Malone sabía el motivo. Podía haber otra trampa esperando.
Con su bota, apartó suavemente la porquería y la gravilla bajo sus pies, y probó la solidez del suelo. Firme. Empleó la linterna para examinar el exterior de la verja. Dos bisagras de bronce sostenían el borde derecho. Iluminó con la linterna a través de la reja. El corredor torcía en ángulo recto a su derecha unos metros más adelante, y no se podía ver nada más allá de la curva. Estupendo. Probó la cadena y el candado.
– Este latón se conserva fuerte. No vamos a poder romperlo a golpes.
– ¿Y qué me dice de cortarlo? -preguntó Casiopea.
– Eso funcionaría. Pero ¿Con qué?
– Las cizallas que traje. Están en la bolsa de herramientas, arriba, junto al generador.
– Iré por ellas -dijo Mark.
– ¿Hay alguien ahí arriba?
Las palabras resonaron desde el interior del soporte vacío del altar y sorprendieron a De Roquefort. Entonces rápidamente se dio cuenta de que la voz era la de Mark Nelle. Thorvaldsen se movió para responder, pero De Roquefort agarró al encorvado viejo y aplicó una mano contra su boca antes de que pudiera emitir un sonido. Hizo entonces una señal a uno de los hermanos, el cual se precipitó hacia delante y cogió al danés, que no dejaba de patear, ayudando con la otra mano a sellar la boca de Thorvaldsen. A una señal de De Roquefort, el prisionero fue arrastrado hasta un rincón alejado de la iglesia.
– Respóndele -articuló con la boca a Geoffrey.
Ésta sería una interesante prueba de la lealtad de su reciente aliado.
Geoffrey se metió el arma en la cintura y se acercó al altar.
– Estoy aquí.
– Ya has vuelto. Bien. ¿Algún problema?
– Ninguno. Compré todo lo de la lista. ¿Qué está pasando ahí?
– Hemos encontrado algo, pero necesitamos unas cizallas. Están en la bolsa de herramientas, junto al generador.
Esperó a que Geoffrey se dirigiera al generador y sacara un par de cizallas.
¿Qué habrían encontrado?
Geoffrey arrojó la herramienta abajo.
– Gracias -dijo Mark Nelle-.¿No bajas?
– Me quedo aquí con Thorvaldsen, y a montar guardia. Por si vienen huéspedes inesperados.
– Buena idea. ¿Dónde está Henrik?
– Desempaquetando lo que he traído y dejando listo el campamento para la noche. El sol casi se ha puesto. Iré a ayudarle.
– Podrías preparar el generador y desenredar los cables para los tubos de neón. Quizás los necesitemos dentro de poco.
– Me ocuparé de ello.
Geoffrey se demoró un momento y luego se alejó del altar y susurró:
– Se ha ido.
De Roquefort sabía lo que se tenía que hacer.
– Ya es hora de tomar el mando.
Malone agarró las cizallas y rodeó con los dientes la cadena de latón. Apretó luego los mangos y dejó que la acción del muelle rompiera limpiamente el metal. Un chasquido indicó el éxito, y la cadena, junto con el cierre, se deslizó al suelo.
Casiopea recuperó ambas cosas.
– Hay museos en todo el mundo a los que les encantaría tener esto. Estoy segura de que no hay muchos que hayan sobrevivido en este estado.
– Y nosotros acabamos de cortarlo -dijo Stephanie.
– No había elección -dijo Malone-. Teníamos un poco de prisa. -Apuntó con la linterna a través de la reja-. Que todo el mundo se eche a un lado. Voy a abrir esta cosa lentamente. Parece que no hay peligro, pero uno nunca sabe.
Colocó las cizallas alrededor de la reja, y luego se echó él mismo a un lado utilizando la pared rocosa como protección. Los goznes estaban rígidos y tuvo que mover la reja adelante y atrás. Finalmente, la puerta se abrió.
Se disponía a abrir la marcha al interior cuando una voz gritó desde arriba:
– Señor Malone. Tengo a Henrik Thorvaldsen. Necesito que usted y sus compañeros suban. Ahora mismo. Les daré un minuto, y luego mataré de un tiro a este viejo.
Malone fue el último en subir. Cuando dejó la escalera atrás vio que la iglesia estaba ocupada por seis hombres armados junto con el propio De Roquefort. Fuera, el sol se había puesto. El interior estaba ahora iluminado por el brillo de dos pequeñas fogatas, el humo saliendo precipitadamente a la noche a través de las rendijas de las ventanas sin cristales.
– Señor Malone, finalmente nos volvemos a encontrar -dijo Raymond de Roquefort-. Se las arregló usted bien en la catedral de Roskilde.
– Me alegra saber que es usted un admirador.
– ¿Cómo nos encontró? -preguntó Mark.
– Ciertamente no gracias a ese falso diario de su padre, por listo que fuera. Contaba lo obvio y cambiaba los detalles lo suficiente para hacerlo inútil. Cuando monsieur Claridon descifró el criptograma que contenía, el mensaje, desde luego, no fue de ninguna ayuda. Nos decía que ocultaba los secretos de Dios. Dígame, ya que han estado ustedes ahí abajo, ¿oculta tales secretos?
– No tuvimos la oportunidad de averiguarlo -dijo Malone.
– Entonces deberíamos remediar eso. Pero para responder a su pregunta…
– Geoffrey nos traicionó -lo interrumpió Thorvaldsen.
El asombro nubló la cara de Mark.
– ¿Qué?
Malone ya había observado el arma en la mano de Geoffrey.
– ¿Es cierto?
– Soy un hermano de Temple, leal a mi maestre. Cumplí con mi deber.
– ¿Tu deber? -gritó Mark-. Mentiroso hijo de puta.
Mark se lanzó hacia Geoffrey, pero dos de los hermanos le cortaron el paso. Geoffrey permaneció inmóvil.
– ¿Tú me guiaste a todo esto sólo para que De Roquefort pudiera ganar?¿Es eso lo que nuestro maestre te enseñó? Él confiaba en ti. Yo confiaba en ti.
– Sabía que eras un problema -declaró Casiopea-. Todo en ti anunciaba peligro.
– Y usted debería saber -dijo De Roquefort- cómo lo ha sido usted para mí. Dejando el diario de Lars Nelle en Aviñón para que yo lo encontrara. Pensó usted que eso me mantendría ocupado algún tiempo. Pero ya ve, mademoiselle, la lealtad a nuestra hermandad es prioritaria. De manera que todos sus esfuerzos no han servido de nada. -Se volvió a Malone-. Tengo a seis hombres aquí, y otros seis fuera… Y saben cómo arreglárselas. Ustedes no tienen armas, o al menos así me ha informado Geoffrey. Pero para estar seguros…
De Roquefort hizo un gesto y uno de los hombres cacheó a Malone; luego se movió hacia los demás.
– ¿Qué hiciste, llamar a la abadía cuando saliste a comprar las provisiones? -le preguntó Mark a Geoffrey-. Me preguntaba por qué te habías ofrecido voluntario. No me perdiste de vista durante dos días.
Geoffrey continuaba callado, su cara rígida con convicción.
– Eres una vergüenza de ser humano -le espetó Mark.
– Estoy de acuerdo -dijo De Roquefort, y Malone vio cómo el arma de éste se alzaba y de ella brotaban tres disparos que impactaron en el pecho de Geoffrey. Las balas hicieron tambalearse al joven hacia atrás, y De Roquefort remató su asesinato con un disparo en la cabeza.
El cuerpo de Geoffrey se desplomó en el suelo. Manaba sangre de sus heridas. Malone se mordió los labios. No había nada que pudiera hacer.
Mark se lanzó contra De Roquefort.
El arma apuntó al pecho de Mark.
Éste se detuvo.
– Me atacó en la abadía -dijo De Roquefort-. Atacar al maestre se castiga con la muerte.
– No desde hace quinientos años -gritó Mark.
– Era un traidor. Para ti y para mí. Ninguno de nosotros puede utilizarlo. Ése es el peligro inherente a ser un espía. Probablemente sabía el riesgo que estaba corriendo.
– ¿Sabe usted el riesgo que está corriendo?
– Una extraña pregunta viniendo de un hombre que mató a un hermano de su orden. Este acto se castiga con la muerte también.
Malone se dio cuenta de que aquel numerito estaba dedicado a los demás allí presentes. De Roquefort necesitaba a su enemigo, al menos de momento.
– Hice lo que tenía que hacer -le espetó Mark.
De Roquefort amartilló su pistola automática.
– Igual que yo.
Stephanie se adelantó, colocándose entre los dos hombres, su cuerpo tapando el de Mark.
– ¿Y me matará a mí también?
– Si hace falta.
– Pero yo soy cristiana y no he hecho daño a ningún hermano.
– Palabras, querida señora. Sólo palabras.
Ella levantó el brazo y sacó una cadena con una medalla de su cuello.
– La Virgen. Siempre va conmigo a todas partes.
Malone sabía que De Roquefort no dispararía contra ella. Stephanie había captado el teatro también y puesto en evidencia el farol de De Roquefort ante sus hombres. El maestre no podía permitirse ser un hipócrita. Éste estaba impresionado. Hacían falta redaños para enfrentarse con un arma cargada. No estaba mal para una chupatintas.
De Roquefort bajó el arma.
Malone corrió hacía el cuerpo sangrante de Geoffrey. Uno de los hombres levantó una mano para detenerlo.
– Yo de usted bajaría ese brazo -dejó claro Malone.
– Déjale pasar -dijo De Roquefort.
Malone se acercó al cuerpo. Henrik se encontraba de pie contemplando el cuerpo. Una expresión de dolor aparecía en el rostro del danés, y Malone vio algo que no había visto en el año que le conocía.
Lágrimas.
– Tú y yo iremos abajo -le dijo De Roquefort a Mark-, y me mostrarás lo que habéis encontrado. Los demás se quedarán aquí.
– Jódase.
De Roquefort se encogió de hombros y su arma apuntó a Thorvaldsen.
– Es judío. Reglas diferentes.
– No le provoques -le dijo Malone a Mark-. Haz lo que dice. -Esperaba que Mark comprendiera que unas veces había que resistirse y otras doblegarse.
– Conforme. Bajaremos -dijo Mark.
– Me gustaría ir -dijo Malone.
– No -dijo De Roquefort-. Éste es un asunto de la hermandad. Aunque nunca consideré a Nelle uno de los nuestros, hizo el juramento, y eso cuenta. Además, puede ser necesaria su presencia. Usted, por otra parte, podría convertirse en un problema.
– ¿Cómo sabe que Mark se comportará bien?
– Lo hará. De lo contrario, cristianos o no, todos ustedes morirán antes de que él pueda salir de ese agujero.
Mark bajó por la escalera, seguido de De Roquefort. Señaló a la izquierda y le habló a De Roquefort de la cámara que habían encontrado.
De Roquefort deslizó nuevamente el arma en su funda sobaquera y apuntó al frente con la linterna.
– Ve delante. Y ya sabes lo que pasará si se presenta algún problema.
Mark echó a andar, sumando la luz de su linterna a la del maestre. Rodearon con cuidado el pozo de las púas que casi había acabado con Stephanie.
– Ingenioso -exclamó De Roquefort mientras examinaba el pozo.
Encontraron la abierta verja.
Mark recordó la advertencia de Malone sobre otras trampas y daba unos pasitos cortos como los de un niño. El pasaje se estrechaba más allá hasta aproximadamente unos noventa centímetros de amplitud, y luego torcía a la derecha. Al cabo de sólo una par de metros, formaba nuevamente un ángulo a la izquierda. Dando un solo paso cada vez, fue avanzando lentamente.
Dobló el último recodo y se detuvo.
Alumbró con la linterna y vio ante sí una cámara, quizás de unos nueve por nueve metros, con un elevado techo redondeado. La apreciación de Casiopea de que los túneles subterráneos podrían ser de origen romano parecía correcta. La galería formaba un perfecto depósito, y a medida que la luz de la linterna disolvía la oscuridad, una multitud de maravillas fue apareciendo ante su vista.
Primero vio las estatuas. Pequeños objetos llenos de color. Varias de ellas representaban a la Virgen y el Niño en el trono. Doradas pietàs. Ángeles. Bustos. Todo en filas rectas, como soldados, dispuestas en la pared trasera. Estaba luego el brillo del oro de los cofres rectangulares. Algunos revestidos de paneles de marfil, otros cubiertos de un mosaico de ónix y oropel, algunos recubiertos de cobre y decorados con escudos de armas y escenas religiosas. Cada uno de ellos era demasiado precioso para ser un simple objeto donde almacenar algo. Eran urnas de relicarios, hechas para contener los restos de santos muy venerados, con toda probabilidad recogidas precipitadamente, cualquier cosa capaz de contener lo que necesitaban transportar.
Oyó que De Roquefort se quitaba la mochila que había estado llevando, y de repente la habitación se vio envuelta en un brillante resplandor procedente de un tubo de neón alimentado por una batería. De Roquefort le tendió uno.
– Éstos funcionarán mejor.
No le gustaba cooperar con el monstruo, pero sabía que tenía razón. Cogió la luz, y se desplegaron para ver lo que contenía la habitación.
– Tapémoslo -dijo Malone a uno de los hermanos, haciendo un gesto hacia Geoffrey.
– ¿Con qué? -fue la pregunta.
– Los cables de los fluorescentes iban envueltos en una manta. Puedo usar eso.
Se movió a través de la iglesia, más allá de una de las fogatas encendidas. El templario pareció considerar la sugerencia un momento, y luego dijo:
– Oui. Hágalo.
Malone cruzó a grandes zancadas el irregular suelo y encontró la manta, en tanto valoraba la situación. Regresó y envolvió el cuerpo de Geoffrey. Tres de los guardianes se habían retirado al otro fuego. Los restantes estaban apostados cerca de la salida.
– No era un traidor -susurró Henrik.
Todos se quedaron mirándole.
– Vino solo y me dijo que De Roquefort estaba aquí. Lo había llamado. Tenía que hacerlo. El antiguo maestre le hizo jurar que, una vez que fuera encontrado el Legado, se lo diría a De Roquefort. No tenía elección. No quería hacerlo, pero confiaba en el viejo. Me dijo que siguiera el juego, me pidió perdón y dijo que cuidaría de mí. Por desgracia, no he podido devolverle el favor.
– Fue estúpido por su parte -dijo Casiopea.
– Quizás -dijo Thorvaldsen-. Pero sus palabras significaron algo para él.
– ¿Explicó por qué tenía que decírselo? -murmuró Stephanie.
– Sólo que el maestre preveía una confrontación entre Mark y De Roquefort. La tarea de Geoffrey era garantizar que se produjera.
– Mark no es rival para ese hombre -dijo Malone-. Va a necesitar ayuda.
– Estoy de acuerdo -añadió Casiopea, hablando entre dientes.
– Las perspectivas no son buenas -dijo Malone-. Doce hombres armados, y nosotros no lo estamos.
– Yo no diría eso -susurró Casiopea.
Y a Malone le gustó el brillo que veía en sus ojos.
Mark estudió el tesoro que le rodeaba. Nunca había visto tanta riqueza. Las urnas contenían plata y oro, tanto monedas acuñadas como metal en bruto sin acuñar. Había dinares de oro, dracmas de plata y monedas bizantinas, todas apiladas en limpias filas. Y joyas. Tres de los cofres rebosaban de piedras en bruto. Demasiadas para imaginarlas siquiera. Cálices y vasos sagrados captaron su atención, la mayor parte de ébano, vidrio, plata y en parte dorados.
Algunos estaban cubiertos de figuras en relieve, y tachonados de piedras preciosas. Se preguntó qué restos contendrían. De uno sí estaba seguro. Leyó lo que estaba grabado y susurró «De Molay» mientras miraba dentro del tubo de cristal de roca del relicario.
De Roquefort se acercó.
Dentro del relicario había trocitos de hueso ennegrecido. Mark conocía la leyenda. Jacques de Molay había sido asado vivo en la isla del Sena, a la sombra de Nôtre Dame, proclamando a gritos su inocencia y maldiciendo a Felipe IV, que contemplaba desapasionadamente su ejecución. Durante la noche, algunos hermanos atravesaron el río a nado y robaron las cenizas. Regresaron también a nado con los acres huesos de De Molay en la boca. Ahora él estaba contemplándolos.
De Roquefort se santiguó y murmuró una plegaria.
– Mira lo que le hicieron.
Pero Mark era consciente de algo aún más importante.
– Esto significa que alguien visitaba este lugar después de marzo de 1314. Debieron de seguir viniendo hasta que todos murieron. Cinco de ellos sabían de este escondite. La Peste Negra seguramente se los llevó a mediados del siglo xiv. Pero nunca le dijeron nada a nadie, y este lugar se perdió para siempre.
Un velo de tristeza le cubrió el rostro al pensar en ello.
Se dio la vuelta y la luz de su tubo reveló crucifijos y estatuas de madera ennegrecida dispuestos en una pared, aproximadamente una cuarentena, variando los estilos del románico al alemán, al bizantino y al período culminante del gótico, las intrincadas tallas de las figuras tan perfectamente modeladas que parecían casi estar respirando.
– Es espectacular -dijo De Roquefort.
El total era incalculable; los nichos de piedra que abarcaban dos paredes estaban completamente llenos. Mark había estudiado en detalle la historia y propósito de la escultura medieval a partir de las piezas que habían sobrevivido en los museos, pero aquí, ante él, se alzaba una amplia y espectacular muestra de la artesanía de la Edad Media.
A su derecha, sobre un pedestal de piedra, divisó un libro de tamaño descomunal. La tapa aún brillaba -laminilla de oro, supuso- y estaba tachonada de perlas. Al parecer alguien había abierto el libro con anterioridad, ya que en su interior se veía pergamino desmenuzado, esparcido como si fueran hojas. Se inclinó, acercó los trocitos a la luz, y vio que era latín. Pudo leer algo de la escritura y rápidamente decidió que antaño había sido un libro de cuentas.
De Roquefort observó su interés.
– ¿Qué es?
– Un libro de contabilidad. Saunière probablemente trató de examinarlo cuando encontró este lugar. Pero ha de tener usted cuidado con el pergamino.
– Un ladrón. Eso es lo que era. Nada más que un vulgar ladrón. No tenía ningún derecho a coger nada de esto.
– ¿Y nosotros sí?
– Es nuestro. Dejado para nosotros por el propio De Molay. Fue crucificado en una puerta, pero no les contó nada. Sus huesos están aquí. Esto es nuestro.
La atención de Mark se desvió hacia un cofre parcialmente abierto. Lo iluminó y vio más pergaminos. Lentamente hizo girar la tapa sobre sus goznes para abrirla. Ésta sólo se resistió un poco. No se atrevía a tocar las hojas apiladas juntas. De manera que se inclinó para descifrar lo que había en la página de arriba. Francés antiguo, concluyó rápidamente. Pudo leer lo suficiente para saber que se trataba de un testamento.
– Documentos que la orden guardaba. Este cofre está probablemente lleno de escrituras y testamentos de los siglos xiii y xiv. -Movió la cabeza en un gesto negativo-. Hasta el final, los hermanos se aseguraron de que su deber se cumpliera. -Consideró las posibilidades que se alzaban ante él-. Lo que podríamos aprender de estos documentos.
– Eso no es todo -declaró repentinamente De Roquefort-. No hay libros. Ni uno. ¿Dónde está el conocimiento?
– Lo que usted ve es todo lo que hay.
– Estás mintiendo. Hay más. ¿Dónde?
Mark se volvió hacia De Roquefort.
– Esto es todo.
– No te hagas el tonto conmigo. Nuestros hermanos guardaron en secreto nuestro conocimiento. Lo sabes. Felipe nunca lo encontró. De manera que tiene que estar aquí. Puedo verlo en tus ojos. Hay más cosas. -De Roquefort alargó la mano en busca de su arma, y apuntó con el cañón a la frente de Mark-. Dímelo.
– Antes moriría.
– Sí, perote gustaría hacer que muriera tu madre?¿O tus amigos de ahí arriba? Porque a ellos son a los que mataré primero, mientras tú observas, hasta que me entere de lo que quiero saber.
Mark consideró la amenaza. No es que tuviera miedo de De Roquefort -curiosamente, no sentía ningún temor-. Era simplemente que quería saber también. Su padre había buscado durante años y no encontró nada. ¿Qué le había dicho el maestre a su madre sobre él? «No posee la decisión necesaria para terminar sus batallas.» La solución a la búsqueda de su padre estaba a corta distancia.
– De acuerdo. Venga conmigo.
– Está todo terriblemente oscuro aquí -le dijo Malone al hermano que parecía estar al frente-.¿Le importa si pongo en marcha el generador y enciendo esas luces?
– Esperaremos a que el maestre regrese.
– Ellos van a necesitar esas luces aquí, y tardan unos minutos en encenderse. Su maestre quizás no esté dispuesto a esperar cuando las pida. -Confiaba en que la predicción podría afectar al juicio del hombre-.¿A quién perjudica? Vamos sólo a montar unas luces.
– Conforme. Adelante.
Malone se retiró hacia donde estaban los demás.
– Se lo ha tragado. Instalémoslas.
Stephanie y Malone se dirigieron a uno de los juegos, mientras Henrik y Casiopea agarraban el otro. Los tubos consistían en dos lámparas reflectoras de halógeno encima de un trípode naranja. El generador era una pequeña unidad de gasolina. Situaron los trípodes en los extremos opuestos de la iglesia y dirigieron las bombillas hacia arriba. Los cables fueron conectados y tendidos hasta donde se encontraba el generador, cerca del altar.
Había una bolsa de herramientas al lado del generador. Casiopea estaba buscando en su interior cuando uno de los guardianes la detuvo.
– Necesito hacer un puente con los cables. No puedo usar clavijas para esta clase de amperaje. Sólo busco un destornillador.
El hombre vaciló, y luego retrocedió, con el arma a su costado, al parecer preparado. Casiopea buscó en la bolsa y con cuidado sacó el destornillador. A la luz de los fuegos, empalmó los cables que conducían al generador.
– Comprobemos las conexiones de las luces -le dijo a Malone.
Se dirigieron con paso indiferente hacia el primer trípode.
– Mi pistola de dardos está en la bolsa de herramientas -susurró ella.
– Supongo que son las mismas monadas que usó en Copenhague, ¿no?
Había mantenido los labios quietos, como los de un ventrílocuo.
– Hacen efecto deprisa. Y sólo necesito unos segundos para dispararlos.
Estaba jugueteando con el trípode, sin hacer realmente nada.
– ¿Y de cuántos proyectiles dispone?
Ella pareció terminar lo que estaba haciendo.
– Cuatro.
Se dirigieron al otro trípode.
– Tenemos seis huéspedes.
– Los otros dos son problema suyo.
Se detuvieron ante el segundo trípode. Malone suspiró.
– Necesitaremos un momento de distracción para confundir a todo el mundo. Tengo una idea.
Se entretuvo con la parte trasera de las luces.
– Por fin.
Mark encabezaba la marcha por el pasaje subterráneo, hacia donde Malone y Casiopea habían explorado al principio. No se filtraba ninguna luz de arriba. Al salir de la cámara del tesoro habían recuperado las cizallas, ya que supusieron que la otra verja también estaría cerrada con una cadena.
Llegaron a donde estaban escritas las palabras en la pared.
– «Con este signo lo vencerás» -dijo De Roquefort leyendo; luego el cono de luz de su linterna halló la segunda puerta.
– ¿Es eso?
Mark asintió e hizo un gesto hacia el esqueleto apoyado contra la pared.
– Él vino a verlo por sí mismo.
Y explicó lo del mariscal de la época de Saunière y el medallón que Malone había encontrado, que confirmaba la identidad del muerto.
– Le estuvo bien empleado -dijo De Roquefort.
– ¿Y lo que está usted haciendo es mejor?
– Yo he venido por los hermanos.
Bajo el cono de luz, Mark observó una ligera depresión en la tierra. Sin decir una palabra, rodeó al mentiroso, acercándose a la pared, evitando así la trampa que De Roquefort no parecía haber observado, ya que su foco se dirigía al esqueleto. Ante la verja, con las cizallas, Mark cortó otra cadena. Recordó la precaución que Malone había tomado y se situó a un lado mientras movía la reja para abrirla.
Más allá de la entrada había los mismos dos recodos. Muy lentamente, avanzó. Dentro del dorado brillo de su lámpara no se veía otra cosa que roca.
Dobló la primera esquina, luego la segunda. De Roquefort seguía detrás de él, y sus luces combinadas revelaron otra galería, ésta más ancha que la primera cámara del tesoro.
La habitación estaba llena de plintos de piedra de diversas formas y tamaños. Encima de ellos se veían libros, todos limpiamente apilados. Centenares de volúmenes.
Mark sintió un vacío en el estómago al darse cuenta de que los manuscritos estarían probablemente muy estropeados. Aunque la cámara era fría y seca, el tiempo se habría cobrado su tributo tanto en las hojas de papel como en la tinta. Habría sido mucho mejor dejarlos encerrados en otro contenedor. Pero los hermanos que los habían guardado sin duda jamás imaginaron que pasarían centenares de años antes de que fueran recuperados.
Se acercó a una de las pilas y examinó la tapa del volumen superior. Lo que antaño fueran seguramente unas tablillas de madera recubiertas de plata para cubrir la parte de arriba se habían vuelto negras. Estudió los grabados de Cristo y lo que parecían ser san Pedro y san Pablo, que sabía que estaban hechos de arcilla y cera bajo el oropel. Artesanía italiana. Ingenio alemán. Suavemente levantó la tapa y acercó la luz. Sus sospechas se confirmaron. No podía distinguir muchas de las palabras.
– ¿Puedes leerlo? -preguntó De Roquefort.
Mark negó con la cabeza.
– Tendrán que ir a un laboratorio. Habrá que hacer una restauración profesional. No deberíamos tocarlos.
– Parece como si alguien ya lo hubiera hecho.
Y Mark se fijó donde enfocaba De Roquefort, descubriendo una pila de libros esparcidos por el suelo. Restos de páginas aparecían por todas partes como papel chamuscado por una llama.
– Nuevamente Saunière -dijo Mark-. Llevará años sacar algo útil de todo esto. Y eso suponiendo que haya algo que encontrar. Más allá de su valor histórico, probablemente son inútiles.
– Esto es nuestro.
«Y qué -pensó Mark-. Para lo que van a servir…»
Pero su mente repasaba rápidamente las posibilidades. Saunière había venido a este lugar. De eso no cabía duda. La cámara del tesoro le había proporcionado su riqueza… Habría sido cosa fácil regresar de vez en cuando y llevarse oro y plata sin acuñar. Las monedas hubieran suscitado preguntas. Los funcionarios de bancos o los tasadores podrían querer saber su origen. Pero el metal en bruto hubiera sido la moneda perfecta en la primera parte del siglo xx, cuando muchas economías se basaban en el oro y la plata.
No obstante, el abate había ido un paso más lejos.
Había empleado la riqueza para construir una iglesia cargada de indicios que apuntaban a algo en lo que Saunière claramente creía. Algo sobre lo que estaba tan seguro que hacía alarde de su conocimiento. «Con este signo lo vencerás.» Unas palabras grabadas no solamente aquí, bajo tierra, sino en la iglesia de Rennes también. Se imaginó la inscripción pintada encima de la entrada. «He sentido desprecio por el reino de este mundo, y todos los adornos temporales, por el amor de mi Señor Jesucristo, al cual vi, a quien amé, en el que creí y al que adoré.»¿Oscuras palabras de un antiguo responsorio? Quizás. Sin embargo, Saunière las había elegido intencionadamente.
«Al cual vi.»
Paseó los tubos de neón alrededor de la sala y estudió los plintos.
Entonces lo vio.
«¿Dónde esconder un guijarro?»
Dónde, realmente.
Malone regresó junto al generador, donde Stephanie y Henrik se hallaban. Casiopea seguía «trabajando» en el trípode. Se inclinó y se aseguró de que hubiera gasolina en la máquina.
– ¿Va a hacer mucho ruido esto? -preguntó en voz baja.
– Confiemos en que sí. Pero, por desgracia, hoy en día se fabrican unas máquinas muy silenciosas.
No tocaron la bolsa de herramientas, pues no querían llamar la atención hacia ella. Hasta el momento ninguno de los guardianes se había preocupado de comprobar dentro. Al parecer el adiestramiento de la abadía dejaba mucho que desear. Pero ¿Cuán eficaz podía ser? Claro, uno podía aprender el combate cuerpo a cuerpo, a disparar, cómo manejar un cuchillo. Pero la elección de reclutas tenía que ser limitada y no se le podían pedir peras al olmo.
– Todo listo -dijo Casiopea, lo bastante alto para que todos lo oyeran.
– Necesito encontrar a Mark -susurró Stephanie.
– Lo comprendo -dijo Malone-. Pero tenemos que ir paso a paso.
– ¿Cree usted que De Roquefort le va a permitir salir de allí? Le disparó a Geoffrey sin vacilar.
Malone se daba cuenta de la agitación de la mujer.
– Todos somos conscientes de la situación -murmuró-. Pero mantenga la cabeza fría.
Él también quería vérselas con De Roquefort. Por Geoffrey.
– Necesito estar un segundo con la bolsa de herramientas -susurró Casiopea mientras se agachaba y metía en su interior el destornillador que había estado usando.
Cuatro de los guardianes permanecían al otro lado de la iglesia, más allá de una de las fogatas. Otros dos deambulaban a su izquierda, cerca del otro fuego. Ninguno de ellos parecía estar prestándoles mucha atención, confiando en que la jaula era segura.
Casiopea permanecía agachada junto a la bolsa de herramientas, su mano todavía en su interior y le hizo un ligero asentimiento con la cabeza a Malone. Lista. Él se puso de pie y gritó:
– Vamos a arrancar el generador.
El hombre que estaba al frente le hizo una seña de que siguiera adelante.
Malone se dio la vuelta y le susurró a Stephanie:
– Después de arrancarlo, nos echaremos sobre los dos hombres que están juntos. Yo me encargaré de uno; usted del otro.
– Con sumo placer.
La mujer estaba ansiosa, y él lo supo.
– Tranquila, tigre. No es tan sencillo como usted piensa.
– Usted obsérveme.
Mark se acercó a uno de los plintos de piedra que se destacaba entre todos. Había observado algo. Mientras que la parte superior de los otros estaba sostenida por columnas, algunas singulares, la mayoría geminadas, a ésta lo sostenía un soporte de forma rectangular, parecido al del altar de arriba. Y lo que le llamaba la atención era la manera en que estaba dispuesta la piedra. Nueve bloques cuadrados compactos de través, otros siete hacia arriba.
Se inclinó y alumbró con la linterna la parte inferior. No se veía ninguna unión de mortero encima de la fila superior del bloque. Igual que en el altar.
– Hay que quitar estos libros -dijo.
– Ha dicho usted antes que no había que moverlos.
– Lo importante está aquí dentro.
Dejó a un lado el tubo de luz y agarró un puñado de los viejos manuscritos. Esta acción levantó una nube de polvo. Suavemente los dejó en el suelo. De Roquefort hizo lo mismo. Seis viajes fueron suficientes para despejar la losa.
– Tendría que deslizarse -dijo Mark.
Juntos agarraron por un extremo y la losa se movió, mucho más fácilmente de lo que lo había hecho el altar, ya que el plinto tenía la mitad de tamaño. Empujaron y la losa de piedra arenisca cayó al suelo con estrépito y se rompió en pedazos. Dentro del plinto, Mark vio un contenedor, más pequeño, de unos setenta centímetros de largo, por la mitad de ancho, y de cincuenta y cinco centímetros de alto más o menos. Hecho de una roca entre beige y grisácea, y en notable buen estado.
Agarró el tubo de luz y lo metió dentro. Tal como había sospechado, apareció una inscripción en el costado.
– Esto es un osario -dijo De Roquefort-.¿Está identificado?
Estudió la escritura y observó encantado que se trataba de arameo. Eso confirmaba su autenticidad. La costumbre de dejar a los muertos en criptas subterráneas hasta que todos los restos se convirtieran en huesos secos, y luego recoger esos huesos y depositarlos en una caja de piedra, fue popular entre los judíos en el siglo i. Sabía que habían sobrevivido algunos miles de osarios. Pero sólo una cuarta parte de ellos llevaba inscripciones que identificaran su contenido… Muy probablemente esto se explicaba por el hecho de que la mayoría de las personas de aquella época era analfabeta. Muchas falsificaciones habían aparecido a lo largo de los siglos… Una, en particular, unos años atrás, había pretendido que contenía los huesos de Santiago, el medio hermano de Jesús. Otra prueba de autenticidad sería el tipo de material usado -piedra caliza de unas canteras próximas a Jerusalén-, junto con el estilo de las tallas, el examen microscópico de la pátina y la prueba del carbono.
Él había aprendido arameo en un curso de posgrado. Un difícil idioma, complicado mucho más por los diferentes estilos, su argot y los múltiples errores de los antiguos escribas. Y el modo en que las letras se grababan constituía un problema también. La mayoría de las veces eran poco profundas, rayadas con un clavo. Otras veces aparecían garabateadas al azar por toda la tapa, como grafitis. En ocasiones, como aquí, estaban grabadas con un punzón, y las letras se distinguían con claridad. Por eso, estas palabras no eran difíciles de traducir. De hecho las había visto antes. Leyó de derecha a izquierda como se requería, y luego las invirtió en su cabeza:
YESHUA BAR YEHOSEF
– «Jesús, hijo de José» -dijo, traduciendo.
– ¿Sus huesos?
– Eso está por ver. -Examinó la tapa-. Levántelo.
De Roquefort alargó la mano y agarró la tapa plana. La movió de un lado a otro hasta que la piedra cedió. Entonces levantó la cubierta y la dejó descansar verticalmente contra el osario.
Mark hizo una profunda inspiración.
Dentro del contenedor había unos huesos.
Algunos se habían convertido en polvo. Muchos seguían intactos. Un fémur. Una tibia. Algunas costillas, una pelvis. Lo que parecían dedos de la mano, así como dedos de los pies y partes de una espina dorsal.
Y un cráneo.
¿Era esto lo que Saunière había hallado?
Bajo el cráneo, aparecía un librito en notable buen estado. Lo cual resultaba comprensible, dado que había sido sellado dentro del osario, y éste a su vez metido dentro de otro contenedor. La tapa era exquisita, adornada con laminillas de oro y tachonada de piedras talladas dispuestas en forma de crucifijo. Cristo en la cruz, modelada también en oro. Rodeando la cruz aparecían más piedras en tonalidades carmesíes, de jade y de limón.
Levantó el libro y sopló el polvo de su cubierta, luego lo dejó en equilibrio sobre la esquina del plinto. De Roquefort se acercó con su lámpara. Abrió la tapa y leyó el incipit, escrito en latín y con caligrafía gótica cursiva, sin puntuación, la tinta una mezcla de azul y carmesí:
AQUÍ SE INICIA UN RELATO LOCALIZADO POR LOS HERMANOS FUNDADORES DURANTE SU EXPLORACIÓN DEL MONTE DEL TEMPLO LLEVADA A CABO DURANTE EL INVIERNO DE 1121 EL ORIGINAL SE HALLABA EN UN ESTADO DE DEGRADACIÓN Y HA SIDO COPIADO EXACTAMENTE TAL COMO APARECIÓ EN UN IDIOMA QUE SÓLO UNO DE LOS NUESTROS PUDO COMPRENDER POR ORDEN DEL MAESTRE GUILLERMO DE CHARTRES FECHADO EN 4 DE JUNIO DE 1217 EL TEXTO HA SIDO TRADUCIDO A LAS PALABRAS DE LOS HERMANOS Y PRESERVADO PARA CONOCIMIENTO DE TODOS.
De Roquefort estaba leyendo por encima de su hombro y dijo:
– Ese libro fue colocado dentro del osario por alguna razón.
Mark se mostró de acuerdo.
– ¿Ves lo que sigue?
– Yo pensaba que estaba usted aquí por los hermanos, ¿no?¿No deberíamos llevarlo a la abadía para que lo leyéramos todos?
– Tomaré una decisión después de haberlo leído.
Mark se preguntó si los hermanos llegarían a saber de él jamás. Pero él quería saber, de manera que estudió la escritura de la siguiente página y reconoció el revoltijo de garabatos.
– Es arameo. Sólo puedo leer algunas palabras. Esa lengua desapareció hace dos mil años.
– El incipit hablaba de una traducción.
Cuidadosamente levantó unas hojas y vio que el arameo se extendía durante varias páginas. Luego vio palabras que podía comprender, las palabras de los hermanos. Latín. La vitela había sobrevivido en excelentes condiciones, su superficie del color del pergamino envejecido. La tinta coloreada, igualmente, seguía clara. Un título encabezaba el texto:
EL TESTIMONIO DE SIMÓN
Empezó a leer.
Malone se acercó a uno de los hermanos, un hombre vestido como los otros cinco con vaqueros y chaqueta, y con un gorro sobre su corto cabello. Al menos otros seis se encontraban en el exterior -eso era lo que De Roquefort había dicho-, pero ya se preocuparía de ellos una vez que los seis de dentro fueran reducidos.
Al menos entonces estaría armado.
Observó a Stephanie mientras ésta agarraba una pala y atizaba una de las fogatas, revolviendo los leños y avivando las llamas. Casiopea se encontraba aún junto al generador, con Henrik, esperando a que él, Malone, y Stephanie se posicionaran.
Se volvió hacia Casiopea y asintió.
La mujer tiró de la cuerda de arranque.
El generador chisporroteó y luego se calló. Dos tirones más y el pistón arrancó, emitiendo el motor un suave ronroneo. Los focos de los dos trípodes cobraron vida, intensificándose su brillo a medida que el voltaje aumentaba. Las bombillas halógenas se calentaron rápidamente y empezó a levantarse una condensación de los cristales en forma de espirales de niebla que desaparecían con la misma rapidez.
Malone advirtió que el ruido distraía a sus guardianes. Un error. Pero necesitarían un poco más de distracción para darle tiempo a Casiopea de que disparara sus dardos. Se preguntó sobre la destreza de la mujer, pero entonces recordó su excelente puntería en Rennes.
El generador continuaba zumbando.
Casiopea seguía agachada, la bolsa de herramientas a sus pies, dando la impresión de que estaba ajustando los controles de la maquina.
Las luces parecieron adquirir su máxima intensidad, y los guardianes perdieron interés.
Una serie de bombillas estalló.
Luego la otra.
Un resplandor blanco y una nube de humo en forma de hongo que se elevó y, en un instante, desapareció. Malone utilizó ese segundo para lanzar un puñetazo a la mandíbula del hermano que se encontraba a su lado.
El hombre vaciló y luego se desplomó en el suelo.
Malone alargó la mano y lo desarmó.
Stephanie recogió con la pala un tizón ardiente, se volvió hacia el guardián que estaba a un metro de ella y cuya atención se dirigía a las luces que estaban estallando.
– Eh -dijo.
El hombre se dio la vuelta. Ella lanzó el tizón. El pedazo de madera incandescente flotó por el aire y el guardián alzó el brazo para desviar el proyectil, pero éste le dio en el pecho.
El hombre lanzó un grito, y Stephanie golpeó con la parte plana de la pala en el rostro del hombre.
Malone vio que Stephanie acababa de lanzar el tizón al guardián y que luego le golpeaba con la pala. Su mirada se dirigió entonces hacia Casiopea, mientras ésta disparaba con calma la pistola de aire comprimido. Ya debía de haber abatido a uno de ellos, pues Malone vio solamente a tres hombres de pie. Uno de ellos se llevó la mano al muslo. Otro dio una sacudida y buscó a tientas la parte trasera de su chaqueta.
Ambos cayeron al suelo.
El último de los cabellos cortos, que se hallaba junto al altar, vio lo que les estaba sucediendo a sus compañeros, y se dio la vuelta para hacer frente a Casiopea, que estaba agachada a unos nueve metros de distancia, con la pistola de aire comprimido apuntándole directamente.
El hombre pegó un brinco.
El disparo de Casiopea falló.
Malone sabía que se le habían terminado los dardos. Transcurriría sólo un instante antes de que el hombre empezara a disparar.
Sintió la pistola en su mano. Aborrecía tener que usarla. La detonación alertaría no sólo a De Roquefort, sino también a los hombres de fuera. De manera que corrió como un loco a través de la iglesia, plantó las palmas de sus manos sobre el soporte del altar, y, cuando el hermano se ponía de pie, el arma preparada, arremetió contra él y empleó su inercia para lanzarlo al suelo.
– No está mal -dijo Casiopea.
– Pensaba que usted había dicho que no fallaba nunca.
– El tipo ese saltó.
Casiopea y Stephanie estaban desarmando a los hermanos caídos. Henrik se acercó y preguntó:
– ¿Estás bien?
– Hace mucho que no les pido tanto a mis reflejos.
– Es bueno saber que aún funcionan.
– ¿Cómo se las arreglaron para lo de las luces? -quiso saber Henrik.
Malone sonrió.
– Me limité a subir el voltaje. Funciona siempre. -Examinó la iglesia. Algo no andaba bien. ¿Por qué ninguno de los hermanos del exterior había acudido al oír el ruido de las bombillas?-. Deberíamos tener compañía. ¿Por qué no vienen?
Casiopea y Stephanie se acercaron, pistola en mano.
– Quizás están fuera, en las ruinas, hacia la parte de delante -dijo Stephanie.
Malone miró fijamente a la salida.
– O quizás no existen.
– Estaban ahí, se lo aseguro -dijo una voz masculina desde fuera de la iglesia.
Un hombre se deslizó lentamente ante ellos, su rostro envuelto en las sombras.
Malone levantó su arma.
– ¿Y usted quién es?
El hombre se detuvo cerca de las fogatas. Su mirada, que surgía de unos ojos serios, profundos, se detuvo en el cubierto cadáver de Geoffrey.
– ¿Le disparó el maestre?
– Sin el menor remordimiento.
La cara del hombre se contrajo y sus labios murmuraron algo. ¿Una plegaria? Luego el recién llegado dijo:
– Soy el capellán de la orden. El hermano Geoffrey me llamó también después de llamar al maestre. Vine a impedir la violencia. Pero algo nos retrasó y llegamos tarde.
Malone bajó el arma.
– ¿Formaba usted parte de lo que fuera que Geoffrey estaba haciendo?
El hermano asintió.
– Él no deseaba establecer contacto con De Roquefort, pero había dado su palabra al antiguo maestre. -El tono del capellán era afectuoso-. Ahora parece que ha dado su vida también.
Malone quería saber más.
– ¿Qué está pasando aquí?
– Comprendo su frustración.
– No, no la comprende -dijo Henrik-. Ese pobre joven ha muerto.
– Y lo siento por él. Sirvió a la orden con gran honor.
– Llamar a De Roquefort fue una estupidez -dijo Casiopea-. No hizo más que empeorar las cosas.
– Durante los últimos meses de su vida, el maestre puso en marcha una compleja cadena de acontecimientos. Me contó lo que planeaba. Me dijo quién era nuestro senescal y por qué lo había hecho entrar en la orden. Me habló del padre del senescal y de lo que estaba por venir. De manera que juré obedecer, al igual que el hermano Geoffrey. Sabíamos lo que estaba pasando. Pero el senescal no, y tampoco estaba al corriente de nuestra implicación. Me dijeron que no me involucrara hasta que el hermano Geoffrey requiriera mi ayuda.
– Su maestre está abajo con mi hijo -dijo Stephanie-. Cotton, tenemos que bajar ahí.
Malone notó la impaciencia en su voz.
– El senescal y De Roquefort no pueden coexistir -siguió diciendo el capellán-. Son los extremos opuestos de un largo espectro. Por el bien de la hermandad, sólo uno de ellos puede sobrevivir. Pero mi antiguo maestre se preguntaba si el senescal podría hacerlo solo. -El capellán miró a Stephanie-. Por eso está usted aquí. Él creía que usted le daría fuerzas al senescal.
Stephanie no parecía estar de humor para misticismos.
– Mi hijo podría morir gracias a esa estupidez.
– Durante siglos la orden sobrevivió a través de la batalla y el conflicto. Ése es nuestro estilo de vida. El antiguo maestre simplemente forzó el enfrentamiento. Sabía que De Roquefort y el senescal lucharían. Pero quería que esa lucha sirviera de algo… De manera que los encaminó hacia el Gran Legado. Sabía que estaba ahí, en alguna parte, pero dudo de que realmente creyera que ninguno de los dos iba a encontrarlo. Era consciente, sin embargo, de que se produciría un conflicto, y que de él surgiría un ganador. Sabía también que si De Roquefort era el vencedor, rápidamente provocaría el rechazo de sus aliados, y así ha sido. La muerte de hermanos pesa mucho en nosotros. Todos estamos de acuerdo en que no habrá más muertes.
– Cotton -dijo Stephanie-, voy a bajar.
El capellán no se movió.
– Los hombres de fuera han sido reducidos. Haga lo que tenga que hacer. No habrá más derramamiento de sangre aquí arriba.
Y Malone oyó las palabras que el sombrío personaje no había dicho.
«Bajo nosotros, sin embargo, es totalmente diferente.»
EL TESTIMONIO DE SIM ÓN
He permanecido en silencio, pensando que es mejor que sean otros los que dejen constancia. Sin embargo, nadie se ha adelantado. De modo que esto ha sido escrito para que vosotros sepáis lo que sucedió.
El hombre Jesús se ha pasado años difundiendo su mensaje por todas las tierras de Judea y Galilea. Yo fui el primero de sus seguidores, pero nuestro número fue creciendo, ya que muchos creyeron que sus palabras tenían gran importancia. Viajamos con él, contemplando cómo aliviaba el sufrimiento, traía la esperanza y alentaba la salvación. Siempre era él mismo, fuera cual fuese el día o el hecho. Si las masas le alababan, se enfrentaba con ellas. Cuando le rodeaba la hostilidad, él no mostraba rabia ni temor. Lo que otros pensaban de él, o decían, o hacían, no le afectaba. Dijo en una ocasión: «Todos nosotros llevamos la imagen de Dios, todos somos merecedores de ser amados, todos podemos crecer en el espíritu de Dios.» Vi cómo abrazaba a los leprosos y a los inmorales. Las mujeres y los niños eran algo precioso para él. Él me mostró que todos merecemos ser amados. Decía: «Dios es nuestro padre. Él nos cuida, nos ama y nos perdona a todos. Ninguna oveja se perderá jamás con ese pastor. Sintámonos libres de decírselo todo a Dios, porque sólo con esta franqueza puede el corazón alcanzar la paz.»
Ese hombre, Jesús, me enseñó a orar. Él hablaba de Dios, del juicio final y del fin de los tiempos. Llegué a pensar que podía incluso dominar el viento y las olas, ya que se alzaba tanto por encima de nosotros. Los ancianos del Sanedrín enseñaban que el dolor, la enfermedad y la tragedia eran el juicio de Dios, y deberíamos aceptar esa ira con el pesar de un penitente. El hombre Jesús decía que eso era falso y ofrecía a los enfermos el coraje para sanar, a los débiles la capacidad de crecer en un espíritu fuerte, y a los no creyentes la oportunidad de creer. El mundo parecía participar de su visión. El hombre Jesús tenía un propósito, vivía su vida para cumplir este propósito, y ese propósito era claro para aquellos de nosotros que lo seguíamos.
Pero, en sus viajes, el hombre Jesús hizo enemigos. Los ancianos lo consideraban una amenaza, en el sentido que ofrecía unos valores diferentes, unas reglas nuevas, y amenazaba su autoridad. Les preocupaba que si a Jesús se le permitía vagar libremente y predicar el cambio, Roma podría estrechar su control, y todos sufrirían, especialmente el sumo sacerdote que servía a la voluntad de Roma. De modo que Jesús fue arrestado por blasfemia y Pilatos decretó que debía subir a la cruz. Yo estaba allí aquel día, y Pilatos no obtuvo ningún placer con esta decisión, pero los ancianos exigían justicia y Pilatos no podía negársela.
En Jerusalén, el hombre Jesús y otros seis fueron llevados a un lugar sobre la colina y atados a la cruz con tiras de cuero. Avanzado el día, las piernas de los hombres fueron rotas, y éstos sucumbieron al anochecer. Otros dos murieron al día siguiente. Al hombre Jesús se le permitió conservar la vida hasta la hora nona, cuando finalmente fueron rotas sus piernas. Yo no estuve a su lado mientras sufría. Los demás que le seguíamos huimos, temerosos de que pudiéramos ser los siguientes. Después de morir, el hombre Jesús fue dejado en la cruz durante seis días más mientras los pájaros picoteaban su carne. Finalmente fue bajado de la cruz y depositado en un agujero excavado en la tierra. Yo observé este hecho, y luego abandoné Jerusalén por el desierto, deteniéndome en Betania, en la casa de María llamada Magdalena y su hermana Marta. Éstas habían conocido al hombre Jesús y estaban entristecidas por su muerte. Se enfurecieron conmigo por no haberle defendido, por no reconocerle, por huir cuando estaba sufriendo. Les pregunté qué hubieran querido ellas que hiciera y su respuesta fue clara: «Unirte a él.» Pero ese pensamiento jamás se me ocurrió. En vez de ello, a todos los que preguntaron, yo negué al hombre Jesús y todo lo que él representaba. Me marché de su hogar, regresando días más tarde a Galilea y al consuelo de lo que me era conocido.
Dos que habían viajado con el hombre Jesús, Santiago y Juan, también regresaron a Galilea. Juntos, compartimos nuestra pena por la pérdida de Jesús y reanudamos nuestra vida como pescadores. La oscuridad que todos sentíamos nos consumía, y el tiempo no alivió nuestro dolor. Mientras pescábamos en el mar de Galilea, hablábamos del hombre Jesús y de todo lo que hizo y todo lo que habíamos contemplado. Fue en aquel mar, años atrás, cuando le conocimos. Su recuerdo aparecía por todas partes sobre las aguas, lo que hacía más difícil eludir nuestra pena. Una noche, mientras una tempestad azotaba el lago y nosotros estábamos sentados en la orilla comiendo pan y pescado, me pareció ver al hombre Jesús en la niebla. Pero cuando me metí en el agua, supe que aquella visión estaba sólo en mi mente. Cada mañana partíamos pan y comíamos pescado. Recordando lo que el hombre Jesús hizo en una ocasión, uno de nosotros bendecía el pan y lo ofrecía como alabanza a Dios. Esta acción nos hacía sentirnos a todos mejor. Un día Juan comentó que el pan partido era como si fuera el cuerpo roto del hombre Jesús. Después de eso, todos empezamos a asociar el pan con el cuerpo.
Pasaron cuatro meses, y un día Santiago nos recordó que la Torah proclamaba que el que es colgado de un árbol es maldito, le dije que eso no podía ser cierto de ese hombre Jesús. ¿Cómo sabría un escriba tan antiguo que todos los que eran colgados de un árbol eran malditos? No podía. En una batalla entre el hombre Jesús y las antiguas palabras, el hombre Jesús era el vencedor.
Nuestra pena continuaba atormentándonos. El hombre Jesús se había ido. Su voz ya no se oía. Los ancianos sobrevivían y su mensaje pervivía. No porque tuvieran razón, sino simplemente porque estaban vivos y hablaban. Los ancianos habían triunfado sobre el hombre Jesús. Pero ¿Cómo podía ser malo algo tan bueno?¿Por qué permitiría Dios que tanta bondad desapareciera?
El verano terminó y llegó la fiesta del Tabernáculo, que era una época para celebrar la alegría de la cosecha. Pensamos que era seguro viajar a Jerusalén y participar en ella. Una vez allí, durante la procesión al altar, se leyó en los Salmos que el Mesías no morirá, sino que vivirá y volverá para contar las hazañas del Señor. Uno de los ancianos proclamó que el Señor ha castigado al Mesías severamente. Pero Él no le ha entregado a la muerte. Sino, más bien, la piedra que los constructores rechazaron se ha convertido en la piedra angular. En el Templo escuchamos las lecturas de Zacarías, que decían que algún día el Señor se convertiría en rey de toda la tierra. Entonces una tarde me tropecé con otra lectura de Zacarías. Hablaba de una efusión de la casa de David y de un espíritu de compasión y de súplica. Se decía que cuando contemplemos a aquel al que han atravesado lloraremos de pena por él como se llora de gozo ante un recién nacido.
Escuchando, me acordé del hombre Jesús y de lo que le había pasado. El lector parecía hablarme directamente a mí cuando hablaba del plan divino para golpear al pastor de manera que las ovejas puedan dispersarse. En ese momento se apoderó de mí un amor del que no podía desprenderme. Aquella noche me marché de Jerusalén al lugar donde los romanos habían enterrado al hombre Jesús. Me arrodillé ante sus restos mortales y me pregunté cómo un sencillo pescador podía ser la fuente de toda verdad. El sumo sacerdote y los escribas habían considerado al hombre Jesús un fraude. Pero yo sabía que se equivocaban. Dios no exige obediencia a las antiguas leyes a fin de conseguir la salvación. El amor de Dios es ilimitado. Jesús el hombre había dicho eso muchas veces, y al aceptar su muerte con gran valor y dignidad, Jesús nos había dado una última lección a todos nosotros. Al final de la vida encontramos vida. Amar es ser amado.
Me disipó toda duda. La pena se desvaneció. La confusión devino claridad. El Jesús hombre no estaba muerto. Estaba vivo. Resurrecto en mi interior estaba el Señor resucitado. Sentía su presencia tan claramente como cuando antaño había estado a mi lado. Recordé lo que me había dicho muchas veces: «Simón, si me amas, encontrarás mis ovejas.» Finalmente sabía que amar como él amaba permitirá a cualquiera conocer al Señor. Hacer lo que él hacía nos permitirá a todos conocer al Señor. Vivir como él vivía es el camino a la salvación. Dios ha bajado de los cielos para morar en el hombre Jesús, y a través de sus hechos y sus palabras el Señor se dará a conocer. El mensaje estaba claro. Cuida del necesitado, consuela al afligido, ofrece amistad al rechazado. Haz estas cosas y el Señor quedará complacido. Dios dio la vida al Jesús hombre para que nosotros pudiéramos ver. Yo fui simplemente el primero en aceptar esa verdad. La tarea se hizo clara.
El mensaje debe vivir a través de mí y de los otros que del mismo modo creen.
Cuando les hablé a Juan y a Santiago de mi visión, ellos vieron también. Antes de salir de Jerusalén, regresamos al lugar de mi visión y sacamos de la tierra los restos del hombre Jesús. Nos los llevamos con nosotros y los depositamos en una cueva. Regresamos al año siguiente y reunimos sus huesos. Luego escribí este relato que coloqué al lado del hombre Jesús, porque juntos son la Palabra.
Mark estaba confuso y asombrado. Sabía quién era Simón.
Éste había sido llamado Cefas en arameo, luego Petros, roca, en griego. Finalmente, se convirtió en Pedro, y los Evangelios proclamaban que Cristo había dicho: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.»
Aquel testimonio era el primer relato antiguo que había leído en su vida que tuviera sentido. Nada de hechos sobrenaturales o apariciones milagrosas. Ninguna acción contraria a la historia o a la lógica. Y tampoco detalles contradictorios que arrojaran dudas o afectaran a su credibilidad. Sólo el testimonio de un sencillo pescador de cómo había sido testigo de un gran hombre, alguien cuyas buenas obras y bondadosas palabras vivían después de su muerte, lo suficiente para inspirarle a continuar con su causa.
Simón ciertamente no poseía el intelecto o la capacidad de crear el tipo de elaboradas ideas religiosas que vendrían mucho más tarde. Su comprensión se limitaba al hombre Jesús, al que conocía y a quien Dios lo había reclamado con una muerte violenta. A fin de conocer a Dios, de formar parte de Él, estaba claro para Simón que debía emular al hombre Jesús. El mensaje podía vivir sólo si él, y otros después de él, le insuflaban vida. De esa sencilla manera, la muerte no se apoderaría del hombre. Una resurrección tendría lugar. No literal, sino espiritualmente. Y en la mente de Simón, el hombre Jesús había resucitado -vivía nuevamente-, y a partir de aquel singular comienzo, durante una noche de otoño, seis meses después de que el Jesús hombre fuera ejecutado, nació el cristianismo.
– Esos arrogantes cabrones -murmuró De Roquefort-. Con sus imponentes iglesias y su teología. Todo es absolutamente falso.
– No, no es así.
– ¿Cómo puedes decir eso? No hay ninguna crucifixión, ninguna tumba vacía, nada de ángeles anunciando al Cristo resucitado. Todo eso es ficción, creada por los hombres en su propio beneficio. Este testimonio que vemos aquí tiene mucha importancia Todo empezó con un hombre que comprende algo en su mente. Nuestra orden fue borrada de la faz de la tierra, nuestros hermanos torturados y asesinados, en el nombre del supuestamente resucitado Cristo.
– El resultado es el mismo. La Iglesia había nacido.
– ¿Crees, ni siquiera por un instante, que la Iglesia habría florecido si toda su teología estuviera basada en la revelación personal de un simple hombre aislado?¿Cuántos conversos crees que habría conseguido?
– Pero eso es exactamente lo que pasó. Jesús era un hombre corriente.
– Que fue elevado a la categoría de Dios por los hombres posteriores. Y si alguno ponía objeciones, era condenado como hereje y quemado en la hoguera. Los cátaros fueron eliminados aquí mismo, en los Pirineos, por no creer en ello.
– Aquellos primeros Padres de la Iglesia hicieron lo que hicieron. Tenían que embellecer las cosas para que sobreviviera su mensaje.
– ¿Perdonas lo que hicieron?
– Está hecho.
– Y no podemos deshacerlo.
Se le ocurrió una idea.
– Saunière probablemente leyó esto.
– Y no se lo dijo a nadie.
– Exacto, Hasta él vio la futilidad de hacerlo.
– No se lo dijo a nadie porque hubiera perdido su tesoro privado. No tenía honor alguno. Era un ladrón.
– Tal vez. Pero la información evidentemente le afectó. Dejó muchas pistas en su iglesia. Era un hombre culto y sabía latín. Si encontró esto, de lo cual estoy seguro, lo entendió. Sin embargo, lo devolvió a su lugar y cerró la puerta al marcharse.
Bajó la vista hacia el osario. ¿Estaba contemplando los huesos de Jesús el hombre? Una oleada de tristeza le invadió cuando se dio cuenta de que todo lo que quedaba de su propio padre eran huesos también.
Clavó su mirada en De Roquefort, y preguntó lo que realmente quería saber.
– ¿Mató usted a mi padre?
Malone observó cómo Stephanie se apresuraba hacia la escalera, con el arma de uno de los hermanos en su mano.
– ¿Va usted a alguna parte?
– Quizás me deteste, pero sigue siendo mi hijo.
Malone comprendió que la mujer tenía que ir, pero no iría sola.
– Yo también voy.
– Prefiero hacer esto sola.
– Me importa un bledo lo que usted prefiera. Yo voy.
– Y yo -dijo Casiopea.
Henrik agarró el arma de la mujer.
– No. Déjeles hacerlo. Tienen que resolver esto.
– ¿Resolver qué? -preguntó Casiopea.
El capellán dio un paso adelante.
– El senescal y el maestre deben desafiarse. La señora fue implicada por alguna razón. Déjenla que vaya. Su destino está abajo, con ellos.
Stephanie desapareció por la escalera, y Malone la observó desde arriba mientras ella se hacía a un lado, evitando el pozo. Luego la siguió, con la linterna en una mano y el arma en la otra.
– ¿Por dónde? -susurró Stephanie.
Malone le indicó que guardara silencio. Entonces oyó voces. Procedentes de su izquierda, de la cámara que él y Casiopea habían hallado.
– Por ahí -señaló.
Sabía que el pasadizo estaba libre de trampas hasta casi la entrada de la cámara. Sin embargo, avanzaron lentamente. Cuando descubrieron el esqueleto y las palabras que estaban grabadas en la pared, supo que justo a partir de allí tendrían que andar con mucha precaución.
Las voces se oían más claramente ahora.
– Le he preguntado si mató usted a mi padre -dijo Mark en un tono más alto.
– Tu padre fue un alma débil.
– Eso no es una respuesta.
– Yo estaba allí la noche en que puso fin a su vida. Le seguí hasta el puente. Hablamos.
Mark estaba escuchando.
– Estaba frustrado. Furioso. Había resuelto el criptograma, el que aparecía en su diario, y no le decía nada. A tu padre simplemente le faltó fuerza para seguir adelante.
– Usted no sabe nada de mi padre.
– Al contrario. Le estuve vigilando durante años. Saltaba de problema en problema sin llegar a resolver ninguno. Eso le provocó un conflicto, profesional y personalmente.
– Al parecer encontró lo suficiente para traernos a nosotros hasta aquí.
– No. Fueron otros.
– ¿No hizo usted ningún intento para evitar que se ahorcara?
De Roquefort se encogió de hombros.
– ¿Por qué? Tenía intención de morir, y yo no vi ninguna ventaja en detenerlo.
– ¿De manera que usted simplemente se marchó y lo dejó morir?
– Yo no interferí en algo que no me concernía.
– Hijo de puta. -Mark dio un paso adelante. De Roquefort levantó el arma. El joven aún sostenía el libro del osario-. Vamos, adelante. Dispáreme.
De Roquefort no parecía desconcertado.
– Mataste a un hermano. Ya sabes el castigo.
– Él murió por su causa. Usted lo envió.
– Ya vuelves con ésas. Unas reglas para ti, otras para el resto de nosotros. Tú apretaste el gatillo.
– En defensa propia.
– Suelta el libro.
– ¿Y qué va usted a hacer con él?
– Lo que hicieron los maestres al Inicio. Lo usaré contra Roma. Siempre me pregunté cómo se había expandido la orden tan rápidamente. Cuando los papas trataron de que nos uniéramos con los Caballeros Hospitalarios, una y otra vez los detuvimos. Y todo debido a ese libro y a esos huesos. La Iglesia romana no podía correr el riesgo de que esto se hiciera público.
«Imagínate lo que aquellos papas medievales pensaron cuando se enteraron de que la resurrección de Cristo era un mito. Naturalmente, no podían estar seguros. Ese testimonio podía ser tan falso como los Evangelios. Sin embargo, las palabras son convincentes y los huesos, imposibles de ignorar. Había miles de reliquias por ahí en aquella época. Restos de santos adornaban cada iglesia. Todo el mundo mostraba una fácil credulidad. Todo el mudo hubiera creído en la autenticidad de esos huesos. Y éstas eran las más grandes reliquias de todas. De manera que los maestres usaron lo que ellos sabían, y la amenaza surtió efecto.
– ¿Y hoy?
– Todo lo contrario. Muchas personas no creen en nada. Existen montones de preguntas en la mente moderna, y pocas respuestas en los Evangelios. Ese testimonio, sin embargo, ya es otra cuestión. Tendría sentido para muchísimas personas.
– De manera que usted va a ser un Felipe IV actual.
De Roquefort escupió en el suelo.
– Eso es lo que yo pienso de él. El rey quería ese conocimiento para poder controlar a la Iglesia… y para que sus herederos pudieran controlarla también. Pero pagó por su codicia. Él y toda su familia.
– ¿Acaso piensa que usted podría controlar algo?
– Yo no siento ningún deseo de controlar. Pero me gustaría ver las caras de esos pomposos prelados cuando expliquen el testimonio de Simón Pedro. A fin de cuentas, sus huesos descansan en el corazón del Vaticano. Construyeron una catedral sobre su tumba y le dieron su nombre a la basílica. Es el primero de sus santos, su primer papa. ¿Cómo explicarán sus palabras?¿No te gustaría oírlo cuando lo intenten?
– ¿Quién dice que son sus palabras?
– ¿Quién dice que las palabras de Mateo, Marcos, Lucas o Juan son de ellos?
– Cambiarlo todo podría no ser tan bueno.
– Eres débil como tu padre. No tienes estómago para luchar. ¿Tú enterrarías esto?¿No se lo dirías a nadie?¿Permitirías que la orden languideciera en la clandestinidad, manchada por la calumnia de un rey codicioso? Los hombres débiles como tú son la causa de que nos encontremos en esta situación. Tú y el antiguo maestre estabais hechos el uno para el otro. Él también era un hombre débil.
Ya había oído bastante y, sin previa advertencia, levantó la mano izquierda, que sostenía la linterna, enfocando el brillante tubo, de forma que su brillo momentáneamente cegara a De Roquefort. El instante de incomodidad hizo que éste entrecerrara los ojos, y la mano que sostenía el arma bajó, mientras levantaba el otro brazo para cubrirse los ojos.
Mark dio un puntapié al arma de De Roquefort, y luego corrió fuera de la cámara. Torció hacia la escalera, pero sólo dio unos pasos.
Unos tres metros ante él vio otra luz y divisó a Malone y a su madre.
Tras él, salió De Roquefort.
– Alto -llegó la orden, y Mark se detuvo.
De Roquefort se acercó.
Mark vio que su madre alzaba el arma.
– Al suelo, Mark -gritó ella.
Pero él permaneció de pie.
De Roquefort estaba ahora justo detrás de él. Sintió el cañón del arma en el cogote.
– Baje su arma -le dijo De Roquefort a Stephanie.
Malone mostró la suya.
– No puede dispararnos a los dos.
– No. Pero puedo dispararle a él.
Malone considero sus opciones. No podía disparar a De Roquefort sin herir a Mark. Pero ¿Por qué Mark se había detenido?
¿Por qué había dado a De Roquefort la oportunidad de acorralarlo?
– Baje el arma -le dijo suavemente Malone a Stephanie.
– No.
– Yo haría lo que él dice -dijo De Roquefort.
Stephanie no hizo ningún movimiento.
– De todos modos, le va a disparar.
– Quizás -dijo Malone-. Pero no lo provoque.
Sabía que ella había perdido a su hijo en una ocasión por una serie de errores. No estaba dispuesta a que se lo quitaran nuevamente. Estudió la cara de Mark. Ni el menor signo de temor. Hizo un movimiento con su linterna hacia el libro que Mark sujetaba.
– ¿Es de eso de lo que se trataba?
Mark asintió.
– El Gran Legado, juntamente con un enorme tesoro y documentos.
– ¿Valía la pena?
– No me corresponde a mí decirlo.
– La valía -declaró De Roquefort.
– Entonces, ¿ahora qué? -preguntó Malone-. No tiene ningún lugar a donde ir. Sus hombres están fuera de combate.
– ¿Cosa suya?
– En parte. Pero su capellán está aquí con unos hermanos suyos. Parece que ha habido una revuelta.
– Eso está por ver -dijo De Roquefort-. Yo sólo digo, una vez más, señora Nelle, que baje el arma. Como el señor Malone correctamente indica, ¿qué tengo que perder disparándole a su hijo?
Malone estaba todavía evaluando la situación, su mente examinando las opciones. Entonces, gracias al cono de luz de la linterna de Mark, lo descubrió. Una ligera depresión en el suelo. Apenas perceptible, excepto si uno sabía qué buscar. Otra trampa que abarcaba todo el ancho del pasadizo y se extendía desde donde ellos estaban hasta Mark. Volvió su mirada y descubrió en los ojos del joven que éste ya sabía de su existencia. Un ligero asentimiento de la cabeza y comprendió por qué Mark se había detenido. Quería que De Roquefort fuera tras él. Quería que llegara hasta allí.
Aparentemente era hora de terminar con esto.
Aquí y ahora.
Alargó la mano y le arrancó el arma a Stephanie.
– ¿Qué está usted haciendo? -preguntó ella.
De espaldas a De Roquefort, articuló con la boca, «el suelo», y vio que ella registraba lo que le había dicho.
Entonces se enfrentó a su dilema.
– Una sabia decisión -le dijo De Roquefort.
Stephanie guardó silencio, aparentemente comprendiendo. Pero Malone dudaba de que realmente fuera así. Dirigió nuevamente su atención al pasaje. Sus palabras, destinadas a Mark, fueron dichas a De Roquefort.
– Conforme. Mueve usted.
Mark sabía que había llegado el momento. El maestre le había dicho por escrito a su madre que él no poseía la decisión necesaria para terminar sus batallas. Empezarlas parecía fácil, continuarlas más fácil aún, pero resolverlas siempre se había demostrado difícil. Se acabó. Su maestre había creado el escenario y los actores habían actuado siguiendo el guión. Ya era hora del finale. Raymond de Roquefort era una amenaza. Dos hermanos habían muerto por su causa, y no había modo de saber cuándo se detendría. Tampoco había manera alguna de que él y De Roquefort convivieran dentro de la orden. Su maestre era consciente de eso. Por ello, uno de los dos tenía que irse.
Sabía que sólo un paso más allá había un profundo pozo en el suelo, cuyo fondo supuso que estaba erizado de púas de bronce. En su rabia por hacerse con el Gran Legado, sin preocuparse de lo que le rodeaba, De Roquefort no tenía ni idea de la existencia de aquel peligro. Y así era precisamente como su enemigo dirigiría la orden. Los sacrificios que miles de hermanos habían hecho durante setecientos años se desperdiciarían por su arrogancia.
La lectura del testimonio de Simón le había proporcionado una confirmación histórica de su propio escepticismo religioso. Siempre le habían atormentado las contradicciones bíblicas y la débil explicación que se daba de ellas. La religión, temía, era una herramienta utilizada por unos hombres para manipular a otros hombres. La necesidad de la mente humana de tener respuestas, incluso para preguntas que no tenían ninguna, había permitido que lo increíble se convirtiera en un evangelio. De alguna manera, había un consuelo en la creencia de que la muerte no era un final. Había más cosas. Jesús supuestamente demostraba eso, resucitándose a sí mismo, y ofreciendo la misma salvación a todos los que creían.
Pero no había ninguna vida después de la muerte.
Al menos en un sentido literal.
En vez de ello, seguías viviendo gracias a lo que otros hacían de tu vida. Al recordar lo que Jesús hombre dijo e hizo, Simón Pedro comprendía que las creencias de su amigo muerto habían resucitado realmente en él. Y predicar este mensaje, hacer lo que Jesús había hecho, se convertía en la referencia de la salvación de Simón. Ninguno de nosotros debía juzgar a los demás; sólo a sí mismo. La vida no es eterna. Un tiempo establecido nos define a todos… Luego, tal como los huesos del osario mostraban, al polvo debemos retornar.
Sólo confiaba en que su vida hubiera significado algo, y que los demás le recordaran por ese significado.
Hizo una profunda inspiración.
Y arrojó el libro a Malone, que lo cogió.
– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó De Roquefort. Mark vio que Malone sabía lo que se disponía a hacer.
Y de pronto su madre también lo comprendió.
Él lo descubrió en sus ojos al ver cómo le brillaban a causa de las lágrimas. Quería decirle que lo sentía, que estaba equivocado, que no debería haberla juzgado. Ella pareció leer sus pensamientos y dio un paso adelante, que Malone bloqueó con el brazo.
– Apártese de mi camino, Cotton -dijo ella.
Mark utilizó ese momento para avanzar unos centímetros; el suelo estaba duro todavía.
– Vamos -dijo De Roquefort-. Recoge el libro.
– Por supuesto.
Otro paso.
Duro todavía.
Pero en vez de dirigirse hacia Malone como De Roquefort ordenaba, se agachó para evitar el cañón del arma y se dio la vuelta, lanzando un codazo a las costillas de De Roquefort. El musculoso abdomen del hombre era duro, y Mark sabía que él no era rival para el viejo guerrero. Pero tenía una ventaja. Mientras De Roquefort se estaba preparando para una pelea, él simplemente envolvió con sus brazos el pecho del otro e hizo que ambos giraran hacia delante, levantándole los pies del suelo y haciendo que los dos cayeran a un piso que él sabía que no aguantaría.
Oyó que su madre gritaba «no», luego el arma de De Roquefort se disparó.
Mark había empujado hacia arriba la mano que sostenía el arma, pero no había forma de saber adonde había ido a parar la bala. Cayeron sobre el falso suelo, su peso combinado fue suficiente para destruir la cubierta. De Roquefort había esperado seguramente golpear el suelo con dureza, listo para revolverse. Pero cuando caían en el agujero, Mark soltó su presa del cuerpo de De Roquefort y liberó los brazos, lo que hizo que toda la fuerza de las púas impactara en la espalda de su enemigo.
Un gemido se escapó de los labios de De Roquefort cuando abrió la boca para hablar. Pero sólo brotó sangre.
– Ya le dije, el día que usted objetó al maestre, que lamentaría lo que hacía -susurró Mark-. Su mandato ha terminado.
De Roquefort trató de hablar, pero la respiración le abandonó mientras de sus labios manaba la sangre.
Entonces el cuerpo se quedó fláccido.
– ¿Estás bien? -preguntó Malone desde arriba.
Mark se levantó. El movimiento del peso de su cuerpo hacía que De Roquefort se clavara aún más las púas. Arenisca y gravilla lo cubrían. Mark salió del pozo, y luego se quitó de encima la suciedad.
– Sólo que he matado a un hombre.
– Él te hubiera matado a ti -dijo Stephanie.
– No es una buena razón, pero es todo lo que tengo.
Las lágrimas corrían por el rostro de su madre.
– Pensé que te perdía otra vez.
– Yo esperaba evitar esas púas, pero no sabía que De Roquefort cooperaría.
– Tenías que matarlo -dijo Malone-. Nunca se habría detenido.
– ¿Y adónde fue el disparo? -preguntó Mark.
– Pasó silbando muy cerca -dijo Malone. Hizo un gesto con el libro. -¿Esto es lo que andabas buscando?
Mark asintió.
– Y aún hay más.
– Ya te lo pregunté antes. ¿Valía la pena?
Mark señaló hacia atrás al pasaje.
– Echemos una mirada, y ya me lo dirá usted.
Abadía des Fontaines
Miércoles, 28 de junio
12:40 pm
Mark paseó la mirada por la sala circular. Los hermanos aparecían otra vez engalanados con sus vestiduras más formales, reunidos en cónclave, dispuestos a elegir un maestre. De Roquefort estaba muerto, y había sido depositado en el Panteón de los Padres la noche anterior. En el funeral, el capellán había objetado la memoria de De Roquefort, y se había votado unánimemente su repudio. Mientras escuchaba el discurso del capellán, Mark comprendió que todo lo que había ocurrido los últimos días era necesario. Por desgracia, él había matado a dos hombres, a uno con remordimiento, al otro sin entusiasmo. Había suplicado el perdón del Señor por la primera muerte, pero sólo sentía alivio de que De Roquefort hubiera desaparecido.
Ahora el capellán estaba hablando nuevamente, dirigiéndose al cónclave.
– Os lo digo, hermanos. El destino ha intervenido, pero no en el sentido que nuestro más reciente maestre esperaba. El suyo era el camino equivocado. Nuestro Gran Legado ha vuelto gracias al senescal. Él era el sucesor elegido por nuestro antiguo maestre. Él fue el enviado a la búsqueda. Se enfrentó a su enemigo, puso nuestro bienestar por encima del suyo, y llevó a cabo lo que los maestres han estado intentando conseguir durante siglos.
Mark vio centenares de cabezas asintiendo para mostrar su acuerdo. Nunca había conmovido a unos hombres de esta manera en su vida. Había llevado una existencia solitaria en la universidad, pasando sus fines de semana con su padre, y luego solo, la única aventura que había conocido hasta estos últimos días.
El Gran Legado había sido recuperado discretamente de la tierra al día anterior y llevado a la abadía. Él y Malone habían retirado personalmente el osario, junto con su testimonio. Le mostraron al capellán lo que habían encontrado y se convino en que el nuevo maestre decidiría qué hacer con ello.
Ahora esa decisión estaba en sus manos.
Esta vez Mark no se encontraba entre los dignatarios de la orden. Era simplemente un hermano más, de manera que ocupaba su lugar entre la sombría masa de hombres. No había sido seleccionado para formar parte del cónclave, de manera que contemplaba junto con todos los demás cómo los doce elegidos se disponían a realizar su tarea.
– No cabe duda acerca de lo que debe hacerse -dijo uno de los miembros del cónclave-. El antiguo senescal debería ser nuestro maestre. Sea.
La sala permaneció en silencio.
Mark quería hablar para protestar. Pero la regla lo prohibía, y él ya la había quebrantado el suficiente número de veces en su vida.
– Estoy de acuerdo -dijo otro miembro del cónclave.
Los otros diez asistieron.
– Entonces, sea -dijo el que había hecho la propuesta-. El que fuera nuestro senescal será ahora nuestro maestre.
Los aplausos retumbaron en la sala cuando más de cuatrocientos hermanos mostraron su aprobación.
Se iniciaron los cánticos.
Beauseant.
Ya no era Mark Nelle.
Era el maestre.
Todos los ojos se concentraron en él. Emergió de entre los hermanos y entró en el círculo formado por el cónclave. Miró a los hombres que admiraba. Se había unido a la orden simplemente como un medio de realizar lo que su padre había soñado, y escapar de su madre. Y se había quedado porque había llegado a amar tanto la orden como a su maestre.
Las palabras de Juan acudieron a su mente:
En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Todas las cosas por Él fueron hechas. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz en las tinieblas resplandeció, pero las tinieblas no la comprendieron. En el mundo estaba y el mundo fue hecho por Él y el mundo no le reconoció. Vino a lo que era suyo, pero los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a aquellos que creyeron en su nombre, dióles la potestad de convertirse en hijos de Dios.
Simón Pedro Le reconoció y Le recibió, como hicieron todos los que vinieron después de Simón, y su oscuridad se tornó luz. Quizás gracias a la singular comprensión de Simón, eran todos ahora hijos de Dios.
Los gritos se calmaron.
Esperó hasta que la sala quedó en silencio.
– Yo había pensado que tal vez ya era hora de que abandonara este lugar -dijo con calma-. Los últimos días me han exigido muchas decisiones difíciles. Debido a las resoluciones que tomé, pensé que mi vida como hermano había terminado. Maté a uno de los nuestros y por ello siento pena. Pero no se me dio elección. Maté al maestre, pero por eso no siento nada. -Su voz se alzó-. Él desafió todo aquello en lo que nosotros creemos. Su codicia y su temeridad hubieran provocado nuestra caída. A él le importaban sus necesidades, sus deseos, no los nuestros. -Una fuerza pareció brotar en su interior mientras oía nuevamente las palabras de su mentor. «Recuerda todo lo que te enseñé»-. Como vuestro nuevo maestre, yo trazaré un nuevo curso. Saldremos de las sombras, pero no para exigir venganza o justicia, sino para reclamar un lugar en este mundo como los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón. Eso es lo que somos. Eso es lo que seremos. Tenemos grandes cosas por hacer. Los pobres y los oprimidos necesitan un defensor. Nosotros seremos sus salvadores.
Algo que había escrito Simón le vino a la cabeza. «Todos nosotros llevamos la imagen de Dios, todos merecemos ser amados, todos podemos crecer en el espíritu de Dios…» Era el primer maestre en setecientos años en ser guiado por esas palabras.
Y tenía intención de seguirlas.
– Ahora, mis buenos hermanos, ya es hora de que digamos adiós al hermano Geoffrey, cuyo sacrificio hizo posible este día.
Malone estaba impresionado por la abadía. Él, Stephanie, Henrik y Casiopea habían sido bien recibidos a primera hora, y se les había ofrecido una visita completa, los primeros no templarios que eran merecedores de semejante honor. Su guía, el capellán, les había mostrado hasta los lugares más recónditos y contado pacientemente su historia. Luego se había marchado diciéndoles que el consistorio estaba a punto de empezar. Regresó al cabo de unos minutos y les acompañó a la capilla. Habían ido para asistir al funeral de Geoffrey, y se les había permitido la entrada gracias al importante papel que habían desempeñado en el hallazgo del Gran Legado.
Se sentaron en la primera fila de bancos, directamente ante el altar. La capilla era magnífica, una catedral por derecho propio, un lugar que había albergado a los Caballeros del Temple durante siglos. Y Malone podía sentir su presencia.
Stephanie estaba sentada junto a él, con Henrik y Casiopea a su lado. Oyó cómo se le escapaba un suspiro a la mujer cuando se iniciaron los cánticos y Mark salió de detrás del altar. En tanto que los demás hermanos llevaban hábitos rojizos y la cabeza cubierta, él iba vestido con el blanco manto del maestre. Malone alargó el brazo y cogió la mano temblorosa de la mujer. Ella le brindó una sonrisa y la apretó con fuerza.
Mark se dirigió hacia el sencillo ataúd de Geoffrey.
– Este hermano dio su vida por nosotros. Mantuvo su juramento. Por ello tendrá el honor de ser enterrado en el Panteón de los Padres. Hasta ahora, sólo los maestres lo fueron. Ahora, a ellos se les unirá este héroe.
Nadie dijo una palabra.
– Además, la objeción hecha a nuestro anterior maestre por el hermano De Roquefort queda con ello rescindida. Digamos ahora adiós al hermano Geoffrey. Gracias a él hemos renacido.
El servicio duró una hora y Malone y los demás siguieron a los hermanos al Panteón de los Padres. Allí el ataúd fue depositado en el locolus al lado del maestre.
Luego se dirigieron afuera, a sus coches.
Malone percibió tranquilidad en Mark y como un deshielo en la relación con su madre.
– ¿Y ahora qué va a hacer usted, Malone? -quiso saber Casiopea.
– Vuelta a vender libros. Y mi hijo va a venir a pasar un mes conmigo.
– ¿Tiene un hijo?¿De qué edad?
– Catorce, dentro de poco cumplirá treinta. Es un mal bicho.
Casiopea sonrió.
– Muy parecido a su padre, entonces.
– Más bien a su madre.
Había estado pensando mucho en Gary los últimos días. Ver a Stephanie y a Mark peleando el uno contra el otro le había recordado algunos de sus defectos como padre. Pero uno nunca se daría cuenta mirando a Gary. Mientras Mark se había vuelto resentido, Gary era brillante en los estudios, y en el deporte, y no había puesto ninguna objeción a que Malone se fuera a Copenhague. Por el contrario, le había alentado, dándose cuenta de que su padre necesitaba ser feliz también. Malone sentía una gran culpabilidad por esa decisión. Pero anhelaba que llegara el momento de estar con su hijo. El año anterior había sido su primer verano juntos en Europa. Este año tenía planeado viajar a Suecia, Noruega e Inglaterra. A Gary le encantaba viajar… otra cosa que tenían en común.
– Lo vamos a pasar bien -dijo.
Malone, Stephanie y Henrik se irían en coche a Toulouse y cogerían un vuelo a París. Desde allí, Stephanie volaría a su hogar, Atlanta. Malone y Henrik regresarían a Copenhague. Casiopea pondría rumbo a su château en el Land Rover.
Ella se encontraba junto a su coche cuando se cercó Malone.
Les rodeaban montañas por todas partes. Dentro de un par de meses, el invierno lo cubriría todo con un manto blanco. Formaba parte de un ciclo. Tan claro en la naturaleza como en la vida. Lo bueno, luego lo malo, de nuevo lo bueno, otra vez lo malo y una vez más lo bueno. Recordaba haberle dicho a Stephanie cuando él se retiró que estaba hasta las narices de tonterías. Ella había sonreído ante su ingenuidad, diciéndole que mientras la tierra estuviera habitada, no habría ningún lugar tranquilo. En todas partes se jugaba el mismo juego. Sólo cambiaban los jugadores.
Eso estaba bien. La experiencia de la semana anterior le había enseñado que él era un jugador y siempre lo sería. Pero si alguien le preguntaba, él les diría que era un librero.
– Cuídese, Malone -dijo ella-. Ya no podré seguir protegiéndole las espaldas.
– Tengo la impresión de que usted y yo nos volveremos a ver.
Ella le brindó una sonrisa.
– Nunca se sabe. Es posible.
Él regresó a su coche.
– ¿Qué hay de Claridon? -le preguntó Malone a Mark.
– Pidió perdón.
– Y tú graciosamente se lo concediste.
Mark sonrió.
– Explicó que De Roquefort iba a asarle los pies, y un par de hermanos lo confirmaron. Quiere unirse a nosotros.
Malone soltó una risita.
– ¿Y vosotros estáis preparados para eso, muchachos?
– Nuestras filas se llenaron antaño de hombres mucho peores. Sobreviviremos. Yo lo veo como mi penitencia personal.
Stephanie y Mark hablaron un momento en un tono apacible. Ya se habían dicho adiós en privado. Ella tenía un aspecto tranquilo y relajado. Aparentemente su despedida había sido amistosa. Malone estaba contento. Había que restablecer la paz.
– ¿Qué pasará con el osario y el testimonio? -preguntó Malone.
No había hermanos por allí, de modo que se sentía seguro al hablar de ello.
– Quedarán sellados para siempre. El mundo está satisfecho con lo que cree. No voy a crear problemas.
Malone se mostró de acuerdo.
– Buena idea.
– Pero esta orden resurgirá.
– Eso es -dijo Casiopea-. Ya he hablado con Mark sobre su posible implicación en la organización caritativa que dirijo. La lucha contra el sida y la prevención del hambre en el mundo se beneficiarían de una entrada de capital, y esta orden ahora tiene un montón de dinero para gastar.
– Henrik ha presionado duramente también para que nos impliquemos en sus causas favoritas -dijo Mark-. Y me he mostrado de acuerdo. De manera que los Caballeros Templarios estarán ocupados. Nuestras habilidades pueden servir de mucho.
Malone alargó la mano, que Mark estrechó.
– Creo que los templarios están en buenas manos. Te deseo la mejor de las suertes.
– Lo mismo para usted, Cotton. Y sigo deseando saber el motivo de ese nombre.
– Llámame un día y te lo contaré todo.
Subieron al coche de alquiler con Malone al volante. Mientras se instalaban y se abrochaban los cinturones de seguridad, Stephanie dijo:
– Le debo una.
Él la miró fijamente.
– Es la primera vez que lo reconoce.
– No se acostumbre.
Él sonrió.
– Úselo juiciosamente.
– Sí, señora.
Y puso en marcha el coche.