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Solo soñaba cosas agradables cuando bebía. Esa era una de las razones que la empujaban a hacerlo.
Si no le pegaba un buen par de tientos a la botella de whisky, el desenlace estaba asegurado. Tras varias horas de duermevela entre voces susurrantes, gracias al póster de los niños jugando que había en la puerta, lograba relajarse al fin y se sumergía en un mar de imágenes de pesadilla, las malditas imágenes que siempre la asaltaban cuando se dormía. Recuerdos de unos cabellos suaves y maternales y de un rostro duro como el granito. Imágenes de una pequeña intentando volverse invisible en un palacete. Momentos terribles. Destellos borrosos de una madre que la había abandonado. Abrazos gélidos, muy gélidos, de mujeres que ocupaban su lugar.
Cuando despertaba, con la frente bañada en sudor y el resto del cuerpo temblando de frío, los sueños solían haber llegado al punto de su vida en que volvía la espalda a las insaciables expectativas y al falso decoro de su clase. Todo cuanto deseaba olvidar. Eso y lo que vino después.
Había bebido mucho la víspera, de modo que la mañana fue relativamente sencilla. El frío, la tos y el estruendoso dolor de cabeza los podía manejar. Lo importante era que los pensamientos y las voces estuvieran en calma.
Se estiró, introdujo la mano bajo el camastro y sacó la caja de cartón. Esa era su despensa y el sistema, muy sencillo. La comida que estaba a la derecha era la que había que consumir antes. Cuando ya no quedaba nada en ese lado, giraba la caja ciento ochenta grados y seguía comiendo de lo que había a la derecha. Así podía rellenar el lado izquierdo con nuevos artículos del Aldi. Siempre el mismo método y nunca para más de dos o tres días en la caja; de lo contrario, los alimentos se estropeaban, sobre todo si el sol recalentaba el tejado.
Se comió el yogur sin demasiado entusiasmo. Hacía ya muchos años que la comida no le decía nada.
Luego devolvió la caja a su sitio bajo la cama de un empujón, buscó a tientas hasta dar con la arqueta, la acarició unos instantes y susurró:
– Sí, mi vida. Ahora mamá tiene que salir. No tardaré.
Se husmeó las axilas y comprobó que ya iba siendo hora de darse un baño. Antes se bañaba de vez en cuando en la estación central, pero desde que Tine la había advertido de que andaban buscándola por allí, eso se había acabado. Cuando no le quedaba más remedio que ir, tomaba precauciones especiales.
Lamió la cuchara y tiró el envase de plástico a la basura que guardaba bajo la cama mientras intentaba decidir su siguiente paso.
La noche anterior había ido a casa de Ditlev. Se había pasado una hora sentada en la carretera contemplando el mosaico de ventanitas encendidas hasta que las voces le dejaron vía libre. Era una casa bien cuidada, pero aséptica y desprovista de sentimientos, como el propio Ditlev. ¿Qué otra cosa cabía esperar? Acababa de romper un cristal cuando de pronto se encontró con una mujer en negligé que observó atemorizada cómo sacaba una pistola. Su expresión se suavizó cuando supo que su objetivo era su marido.
Después de entregarle el arma le dijo que la usara como considerase oportuno. La mujer la estudió un instante, la sopesó y sonrió. Sí, se le ocurría algún que otro uso que darle. Tal como habían predicho las voces.
Kimmie regresó a la ciudad a buen paso, consciente de que el mensaje ya debía de haber quedado bien claro para todos. Iba a por ellos. No podían sentirse seguros en ningún sitio. Estaba vigilándolos.
Si los conocía tan bien como ella creía, pronto habría más gente siguiéndole la pista por las calles, y eso la divertía. Cuantos más enviaran, más claro tendría ella que estaban alarmados.
Sí, los alarmaría tanto que no podrían pensar en nada más.
Lo peor para Kimmie cuando se duchaba al lado de otras mujeres no era ver cómo se ponían alerta. Tampoco los ojos curiosos con que las niñas observaban las largas cicatrices que le cubrían la espalda y el vientre, ni la ostensible alegría de madres e hijas al hacer algo juntas. Ni siquiera el bullicio y las risas despreocupadas que llegaban de la piscina.
Lo peor eran aquellos cuerpos femeninos rebosantes de vida. Alianzas en dedos que tenían a quién acariciar. Pechos que alimentaban. Vientres y regazos que esperaban dar fruto. Ese era el tipo de visiones del que se nutrían las voces.
Por eso se quitó la ropa a toda velocidad, la lanzó encima de las taquillas sin mirar a las demás y dejó en el suelo las bolsas de plástico con la ropa nueva. Tenía que salir de allí tan pronto como fuera posible, antes de que su mirada empezara a vagar por su cuenta y riesgo.
Mientras aún tenía el control.
Por eso tardó menos de veinte minutos en aparecer en el puente de Tietgen con un abrigo entallado, el pelo recogido y una insólita capa de perfume de clase alta sobre la piel. Desde allí contempló las vías que se deslizaban por debajo de la estación. Hacía ya mucho tiempo que no se vestía así y no se encontraba a gusto. En ese preciso instante era un reflejo de todo lo que combatía, pero había que hacerlo. Caminaría despacio por el andén, subiría por las escaleras mecánicas y recorrería el vestíbulo como cualquier otra mujer. Si no advertía nada de particular, se sentaría en la esquina del Train Fast Food a tomar un café y levantar la mirada hacia el reloj de cuando en cuando. Parecería una más esperando antes de ir a cualquier sitio. Aerodinámica, con las cejas bien perfiladas por encima de las gafas de cristales ahumados.
Una más de esas mujeres que sabían lo que querían en la vida.
Llevaba allí sentada una hora cuando vio a Tine la Rata avanzar bamboleante, con la cabeza caída y los ojos clavados en el espacio vacío que se abría medio metro por delante de sus pies. La enclenque mujer lanzaba sonrisas desangeladas a diestro y siniestro, era evidente que acababa de pincharse una dosis de heroína. Tina jamás había ofrecido un aspecto tan vulnerable y transparente, pero Kimmie no se movió. Se limitó a seguirla con la mirada hasta que desapareció por detrás del McDonald’s.
Esa larga panorámica le permitió descubrir al tipo flaco que había junto a la pared hablando con dos hombres vestidos con abrigos claros. Lo que le llamó la atención no fue el hecho de que tres hombres adultos estuviesen tan juntos, sino que se hablaran sin mirarse a los ojos y no perdieran de vista el vestíbulo de la estación. Eso y el hecho de que los tres llevasen prácticamente la misma indumentaria hizo que se le encendiese la luz de alarma.
Se levantó lentamente. Se colocó bien las gafas en el caballete de la nariz y echó a andar directamente hacia ellos con los pasos largos y briosos de sus zapatos de tacón de aguja. Al aproximarse, observó que rondaban los cuarenta. Las profundas arrugas que surcaban la comisura de sus labios hablaban de una vida dura. No eran como las que adquirían los hombres de negocios después de pasar hasta altas horas de la noche bajo sus lámparas enfermizas ante mesas inundadas de papeles; no, eran arrugas cinceladas por el viento, el frío y una eternidad de momentos aburridos. Eran hombres contratados para esperar y observar.
Cuando estaba a un par de metros de distancia, los tres la miraron al mismo tiempo y ella les sonrió evitando descubrir la dentadura. Después pasó a apenas unos centímetros de distancia y sintió que el silencio los unía. Aún no se había alejado ni dos pasos cuando retomaron la conversación. Se detuvo a revolver en su bolso. Oyó que uno de ellos se llamaba Kim. Por supuesto, un nombre con K.
Hablaban de horas y lugares sin preocuparse por ella. Eso quería decir que podía moverse con libertad, la descripción que les habían dado no encajaba en absoluto con lo que aparentaba ahora. Claro que no.
Dio una vuelta por el vestíbulo acompañada por voces susurrantes, compró el último número del Femina en el quiosco de enfrente y regresó a su punto de partida. Ya solo quedaba uno de los tres, apoyado en la pared de ladrillos y seguramente preparado para una larga espera. Todos sus movimientos eran lentos, los ojos eran la única parte de su cuerpo que parecía afanosa. Encajaba a la perfección con el tipo de hombres que solían rodear a Torsten, Ulrik y Ditlev. Mercenarios. Hijos de puta sin sentimientos. Hombres dispuestos a hacer prácticamente cualquier cosa por dinero.
Trabajos que no figuraban entre las ofertas de empleo.
Cuanto más lo miraba, más cerca le parecía estar de los cabrones con los que quería acabar y su excitación iba en aumento mientras las voces de su cabeza empezaban a contradecirse unas a otras.
– Basta ya -susurró bajando la mirada.
Tenía la sensación de que el hombre de la mesa de al lado había levantado la mirada del plato en un intento de localizar el blanco de sus iras.
No era asunto suyo.
Basta, pensó. Después se quedó mirando fijamente el titular de una de las páginas de la revista. «KARINA LUCHA POR SU MATRIMONIO», decía en grandes letras. Pero ella solo reparó en la K.
Una K mayúscula de trazo sinuoso. Otra vez esa K.
Los alumnos de tercero lo llamaban solo K, pero su nombre era Kåre, el chico que había conseguido casi todos los votos de segundo cuando eligieron delegado entre los estudiantes del último curso; el chico que parecía un dios; el chico que protagonizaba los cuchicheos de todas las chicas por los rincones del dormitorio, pero al que solo Kimmie conquistó. Después de tres canciones en el baile le llegó el turno a ella, y Kåre sintió sus dedos en lugares que nadie había tocado. Porque Kimmie conocía su cuerpo y también el de los chicos. De eso se había encargado Kristian.
Quedó prendado.
La gente murmuraba que las notas del simpático delegado habían empezado a bajar desde aquel día, que era extraño que un alumno tan estudioso y aplicado perdiese pie de repente. Y Kimmie disfrutaba. Era obra suya, era su cuerpo el que sacudía los cimientos de aquel monstruo de virtud. Solo su cuerpo.
Toda la vida de Kåre estaba planeada de antemano. Hacía ya mucho que su futuro había quedado decidido por unos padres que jamás habían sabido ver quién era su hijo en realidad. Lo único que importaba era mantenerlo en el buen camino, que hiciera honor a su casta de zampasolomillos.
Contentar a la familia y cosechar el éxito equivalía a encontrar el sentido de la vida. ¿Qué más daba lo que costara?
Eso creían ellos.
Por esa razón Kåre se convirtió en el principal objetivo de Kimmie. Le asqueaba todo lo que él representaba. Premio al alumno más aplicado. El mejor en tiro. El más rápido en la pista. Un extraordinario orador en cualquier celebración. El pelo mejor cortado, los pantalones mejor planchados. Kimmie quería acabar con todo aquello, despojarlo de la capa exterior y ver qué escondía debajo.
Cuando terminó con él fue en busca de presas más complicadas. Había donde escoger y no le temía a nada ni a nadie.
Kimmie solo despegaba los ojos de la revista de tarde en tarde. Si el tipo de la pared se marchaba, se daría cuenta. Sus más de diez años en la calle aguzaban los instintos.
Transcurrida una hora la alertó la presencia de otro hombre que deambulaba por la estación con el paso aparentemente distraído de quien se deja llevar por unos pies que caminan sin cesar mientras clava la vista en todo lo que lo rodea. No era el carterista de atenta mirada que localiza el bolso de una víctima o un abrigo solitario, ni tampoco el timador a punto de tender la mano mientras otro hacía el trabajo sucio por él. No, conocía a esos tipos como nadie y aquel no era uno de esos.
Se trataba de un hombrecillo robusto vestido con ropa raída. Un abrigo grueso de grandes bolsillos le envolvía el cuerpo como una piel de serpiente e indicaba una falta de medios que no acababa de encajar. También de eso sabía Kimmie más que nadie. Los hombres que vestían el uniforme de los marginados, los hombres que se habían dado por vencidos, no miraban así a la gente. Clavaban la vista en los cubos de basura, en el suelo que pisaban, en los rincones que podían ocultar el casco de una botella, quizá en un escaparate o en las ofertas de la semana del fast-food. Jamás escrutaban las miradas de la gente ni sus movimientos, como hacía él desde debajo de sus cejas pobladas. Además, tenía la piel oscura, como un turco o un iraní, ¿y quién había visto que un turco o un iraní cayera tan bajo como para acabar vagando sin hogar por las calles de Copenhague? ¿Quién?
Lo siguió con la mirada hasta verlo pasar junto al tipo que esperaba apoyado en la pared; imaginó que se harían una seña, pero se equivocaba.
Permaneció inmóvil acechando por encima de la revista y rogando a las voces que no se metieran en aquello hasta que el hombrecillo regresó al punto de partida, pero tampoco entonces estableció contacto alguno con el otro.
Se levantó con calma, acercó la silla con cuidado a la mesa y empezó a seguirlo a una distancia prudencial.
Caminaba despacio. De vez en cuando salía a la calle a echar un vistazo, pero nunca se alejaba demasiado y Kimmie podía seguir sus movimientos desde las escaleras que pasaban por encima de las vías.
No cabía duda de que buscaba a alguien y ese alguien podía ser ella. Por eso se mantuvo oculta entre las sombras de los rincones y detrás de los letreros.
En su décimo paseo por delante de la oficina de Correos, el hombrecillo se volvió bruscamente y la miró a los ojos, algo que no entraba en los planes de Kimmie, que giró sobre sus altos tacones y puso rumbo hacia la parada de taxis. Tenía intención de llamar a uno y largarse de allí y ese hombre no se lo iba a impedir.
Con lo que no contaba era con que Tine la Rata apareciera justo detrás de ella.
– Hola, Kimmie -la saludó con la voz chillona y la mirada apagada-. Me habías parecido tú, cielo. Hoy te has puesto guapísima, ¿qué pasa?
Alargó las manos hacia su amiga como si pretendiera cerciorarse de que aquella visión era real, pero Kimmie la esquivó y la dejó abrazando la nada.
Por detrás se oían los pasos del hombre, que se acercaba a la carrera.