174271.fb2 Los Chicos Que Cayeron En La Trampa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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21

– Quiero que hablemos de lo que ocurrió con total franqueza -dijo Mona Ibsen-. La última vez no llegamos demasiado lejos, ¿eh?

Carl contempló el mundo de la psicóloga. Pósteres con hermosos escenarios naturales, palmeras, montañas y esas cosas; colores claros iluminados por el sol; sillas de maderas nobles, plantas ligeras como plumas; todo en perfecto orden, nada dejado al azar; ningún cachivache perturbador y, sin embargo, la enorme distracción que suponía tenderse en el diván con la mente abierta y no ser capaz de pensar en otra cosa que en quitarle la ropa.

– Lo intentaré -prometió. Estaba dispuesto a hacer cuanto ella le pidiera. Al fin y al cabo, no tenía nada mejor en que entretenerse.

– Ayer atacaste a un hombre. ¿Puedes explicarme por qué?

Él protestó como correspondía, proclamó su inocencia. Sin embargo, ella lo miraba como si mintiera.

– Me temo que en tu caso la única manera de avanzar va a ser retroceder un poco. Quizá te parezca desagradable, pero es necesario.

– Dispara -contestó el subcomisario con los ojos entornados, pero lo bastante abiertos como para seguir el efecto de la respiración en sus pechos.

– En enero de este año te viste involucrado en un tiroteo en Amager, ya hemos hablado de ello. ¿Recuerdas la fecha exacta?

– El 26 de enero.

Ella asintió como si fuese una fecha particularmente buena.

– Tú saliste bastante bien librado, pero uno de tus compañeros, Anker, murió y el otro está paralítico en el hospital. ¿Cómo has llevado estos ocho meses, Carl?

Levantó la mirada hacia el techo. ¿Que cómo los había llevado? La verdad es que no tenía la menor idea. No debería haber ocurrido, eso era todo.

– Siento que pasara, claro.

Imaginó a Hardy en la clínica. Su mirada triste, apagada. Sus ciento veinte kilos de peso muerto.

– ¿Te atormenta?

– Sí, un poco.

Trató de sonreír, pero Mona estaba consultando sus papeles.

– Hardy me ha dicho que sospecha que los tipos que os dispararon os estaban esperando. ¿Te lo ha dicho a ti también?

Carl se lo confirmó.

– ¿Y también que cree que solo Anker o tú pudisteis ponerlos sobre aviso?

– Sí.

– ¿Y qué te parece la idea?

Lo estaba evaluando. Tal como él lo veía, la mirada de Mona Ibsen destilaba erotismo. A saber si era consciente de ello y de lo mucho que le distraía.

– Puede que tenga razón -respondió.

– Tú no fuiste, evidentemente, lo noto. ¿Me equivoco?

¿Qué podía esperar sino una negativa? ¿Lo tomaba por tonto? ¿Hasta dónde creía poder leer en un rostro?

– No, claro, no fui yo.

– Pero, si fue Anker, algo tuvo que salirle mal, ¿no?

Es posible que esté loco por ti, pensó, pero si pretendes que siga adelante con esto vas a tener que empezar a hacerme preguntas como Dios manda.

– Sí, claro -contestó.

Oía su propia voz como un susurro.

– Hardy y yo vamos a tener que considerar esa posibilidad. En cuanto deje de ser víctima de las mentiras de un payaso que se cree detective y de las zancadillas de ciertos potentados, nos ponemos con ello.

– En Jefatura lo llaman el caso de la pistola de clavos a causa del arma homicida. A la víctima le dispararon en la cabeza, ¿verdad? Parece una ejecución.

– Es posible. Yo, teniendo en cuenta la situación, no llegué a ver gran cosa, y no he vuelto a ocuparme del caso desde entonces. No ha sido la única víctima, pero supongo que ya lo sabes. En Sorø mataron a otros dos hombres con el mismo sistema. Creen que los asesinos son los mismos.

La psicóloga asintió. Por supuesto que lo sabía.

– Este caso te atormenta, ¿verdad, Carl? -le preguntó.

– No, yo no diría tanto.

– ¿Qué te atormenta entonces?

Se aferró al lateral del diván de piel. Ahora tenía la oportunidad que estaba esperando.

– Lo que me atormenta es que cada vez que intento invitarte a salir me digas que no. Eso sí que me atormenta, joder.

Salió de la consulta de Mona Ibsen con un burbujeo por todo el cuerpo. Cielo santo, qué bronca le había caído. Después, mientras ella lo acribillaba a preguntas que ya a varios kilómetros de distancia apestaban a acusaciones y dudas, había sentido el impulso de levantarse del diván hecho una furia y exigir que lo creyera, pero en lugar de hacerlo había permanecido echado contestando obedientemente. Al final, sin grandes aspavientos pero con una sonrisa apresurada, había accedido a que salieran a cenar juntos cuando, y solo cuando, terminara su relación con él como paciente.

Quizá se creyera segura con esa vaga promesa, quizá pensara que podría tenerlo eternamente bajo sospecha de no haber concluido el tratamiento, pero Carl lo sabía mejor que nadie: ya se encargaría él de que cumpliera su promesa.

Echó un vistazo calle abajo por la avenida Jægersborg Allé y contempló el maltratado núcleo urbano de Charlottenlund. Tras cinco minutos a pie hasta la estación de tren y otra media hora más de transporte, volvería a encontrarse mano sobre mano en su silla regulable del rincón del sótano. No era precisamente el escenario más adecuado para su recién recuperado optimismo.

Tenía que ocurrir algo y allí dentro no había más que la nada.

Al llegar a la esquina de Lindegårdsvej miró a lo lejos. Sabía perfectamente que al final de la calle el pueblo pasaba a llamarse Ordrup y que no sería mala idea ir a dar un paseo por allí.

Nada más marcar el número de Assad, su mirada se desvió automáticamente hacia el indicador de la batería. Acababa de cargarla y ya estaba a la mitad. Qué pesadez.

Assad parecía sorprendido. ¿Es que ya podían hablar?

– Déjate de idioteces, Assad. Basta con que no anunciemos a bombo y platillo por Jefatura que seguimos en ello. Escucha, ¿por qué no averiguas con quién podemos hablar que fuera al internado? En la carpeta grande hay un anuario. Ahí podrás ver quién iba a clase con Kimmie. Eso o búscame a algún profesor que trabajara allí entre 1985 y 1987.

– Ya lo he mirado.

¿Por qué coño no lo habría adivinado?

– Tengo unos nombres, entonces, pero no he terminado, jefe.

– Bien. Pásame a Rose, por favor.

Al cabo de un minuto oyó su voz jadeante.

– ¡Sí!

Los títulos de sus superiores no formaban parte de su retórica.

– Montando las mesas, supongo.

– ¡Sí!

Si con una palabra tan corta se podía expresar irritación, reproche, frialdad y un inmenso hartazgo ante un jefe que venía a interrumpir labores más importantes, decididamente Rose Knudsen era la persona más indicada para hacerlo.

– Necesito la dirección de la madrastra de Kimmie Lassen. Sé que me la pasaste en una nota, pero no la llevo encima. Tú dame la dirección y ya está, ¿vale? ¡Nada de preguntas, por favor!

Estaba a la puerta del Danske Bank, donde una larga fila de señoras y caballeros muy bien conservados aguardaban pacientemente en fila a que llegara su turno. Lo mismo ocurría en zonas menos exclusivas como Brøndby y Tåstrup cuando llegaba el día de cobrar, pero eso le parecía más comprensible. ¿Por qué demonios hacía cola en el banco gente tan acaudalada como los vecinos de Charlottenlund? ¿Es que no podían mandar a nadie a pagar los recibos? ¿No disponían de oficina virtual? ¿O había algo en los hábitos de los ricachones que se le escapaba? ¿Se gastarían la paga en acciones nada más cobrarla igual que los vagabundos de Vesterbro invertían la suya en tabaco y cerveza?

Sobre gustos no hay nada escrito, pensó. Al levantar la vista hacia la fachada de la farmacia descubrió el letrero del abogado Bent Krum en una ventana del edificio: «Licencia para ejercer ante el Tribunal Supremo». Con clientes como Pram, Dybbøl Jensen y Florin, no tardaría en verse obligado a echar mano de esa licencia.

Dejó escapar un hondo suspiro.

Pasar de largo por delante de aquel despacho sería como ignorar todas las tentaciones bíblicas. Casi podía oír la risa del diablo. Si llamaba al timbre, subía e interrogaba a Bent Krum, el abogado no tardaría ni diez minutos en tener a la directora de la policía al aparato. Y entonces, adiós Departamento Q y adiós Carl Mørck.

Por un momento se debatió entre el ocio involuntario y la posibilidad de dejar el enfrentamiento para mejor ocasión.

Lo más sensato es pasar de largo, se dijo mientras uno de sus dedos cobraba vida propia y pulsaba hasta el fondo el botón del telefonillo. Aún no había nacido el guapo que le parara una investigación. Bent Krum tendría que pasar por el banquillo tarde o temprano.

Soltó el botón con aire contrariado. La misma situación que ya había vivido miles de veces: acababa de darle caza la maldición de su juventud. Si alguien tenía que decidir, ese era él y solo él.

Una voz femenina algo grave lo informó con desgana de que tendría que esperar. Al cabo de unos instantes oyó pasos en las escaleras y al otro lado de la puerta de cristal apareció una mujer muy bien vestida, con un pañuelo de marca echado por los hombros y un abrigo de piel igualito al que Vigga se había pasado al menos cuatro quintas partes de su vida en común adorando en el escaparate de la tienda de Birger Christensen que había en Strøget. Como si a Vigga fuera a sentarle así. De habérselo comprado, lo más probable era que el abrigo hubiese corrido la triste suerte de acabar destrozado a tijeretazos para que alguno de sus salvajes amantes artistas le hiciera un drapeado a sus cuadros psicodélicos.

La mujer abrió la puerta y le dedicó una de esas blanquísimas sonrisas que solo se logran con dinero.

– No sabe cómo lo siento, pero me pilla usted saliendo. Mi marido no viene los jueves. Quizá pueda darle cita para otro día.

– No, yo…

Carl se llevó la mano al bolsillo por instinto en busca de su placa y no encontró más que pelusas. Pensaba decir que estaba llevando a cabo una investigación, algo así como que quería hacerle unas preguntas de rutina a su marido y que volvería dentro de una o dos horas si no les venía mal, algo breve, pero acabó preguntando:

– ¿Está en el campo de golf?

Ella lo miró sin comprender.

– Que yo sepa, mi marido no juega al golf.

– Muy bien.

Inspiró antes de continuar:

– Lamento tener que decírselo, pero nos están engañando a los dos. Su marido y mi mujer están juntos y yo quisiera saber en qué situación me encuentro exactamente.

Trató de adoptar un aire abatido mientras observaba lo duro que había sido el golpe para aquella inocente mujer.

– Perdóneme -prosiguió-, lo siento muchísimo.

Le puso una mano en el brazo con delicadeza.

– Ha sido un error enorme por mi parte, le reitero mis disculpas.

Luego salió a toda prisa hacia Ordrup, algo impresionado al comprobar hasta qué punto se había contagiado de los impulsivos arrebatos de Assad. Un error por su parte. Sí, por decirlo suavemente.

Vivía enfrente de la iglesia, en Kirkevej. Tres cocheras, dos escaleras en forma de torreón, un pabellón de ladrillo en el jardín, centenares de metros de tapia recién arreglada y un palacete de cuatrocientos o quinientos metros cuadrados con más latón en las puertas que todo el Dannebrog, el barco de la reina. Decir que era una vivienda modesta y humilde habría sido equivocarse de medio a medio en la descripción.

Observó con placer que unas sombras se movían tras los cristales de la planta baja. Tenía una oportunidad.

La muchacha de servicio parecía agotada, pero accedió a llevar a Kassandra Lassen hasta la puerta siempre que fuera posible.

La expresión «llevar hasta la puerta» resultó más acertada de lo que el subcomisario había previsto en un principio.

Los gritos de protesta que salían del salón no tardaron en ser sustituidos por una exclamación.

– ¿Un joven, dices?

Era la quintaesencia de una estirada arrogante de clase alta que había conocido tiempos mejores y hombres mejores. Nada más lejos de la mujer delgada y sin una arruga del reportaje de Ella y su vida. La de cosas que podían ocurrir en treinta años. Llevaba puesto un kimono que le quedaba tan suelto que su ropa interior de satén había pasado a formar parte de la imagen de conjunto. Los grandes aspavientos de sus manos de larguísimas uñas salieron al encuentro del policía. Había comprendido de inmediato que era un hombre de verdad, una afición que al parecer no había perdido con la edad.

– Pero pase, pase -lo recibió.

El aliento le apestaba a alcohol añejo, pero del bueno. Whisky de malta, diría él. La densidad de la nube era tal que un entendido habría podido incluso determinar la cosecha.

Entró del brazo de su anfitriona, o quizá sería más correcto decir dirigido por el abrazo de sus garras, y fue a parar a una zona de la planta baja a la que ella, en un tono de voz más cavernoso, se refirió como My room.

Allí lo sentó en un sillón muy arrimadito al suyo con vistas frontales a sus caídos párpados y a sus aún más caídos pechos. Memorable.

También allí la amabilidad, o quizá sería mejor decir el interés, acabó en el instante en que le comunicó el motivo de su visita.

– ¿Dice que quiere información sobre Kimmie?

La mujer se llevó la mano al pecho en un gesto que daba a entender que si no se marchaba se desplomaría en el suelo.

En ese momento, Carl notó cómo su temperamento de Vendsyssel pasaba a la acción.

– He venido porque me han dicho que esta casa es la quintaesencia de los buenos modales y aquí siempre lo tratan a uno bien, independientemente de lo que le haya traído -intentó. Sin resultado.

Cogió la botella de cristal y le rellenó el vaso de whisky. Tal vez eso la ablandara.

– ¿Sigue viva esa niña? -preguntó Kassandra Lassen en un tono completamente desprovisto de empatía.

– Sí, vaga por las calles de Copenhague. Tengo una foto suya, ¿quiere verla?

Ella cerró los ojos y apartó el rostro como si acabaran de ponerle una mierda de perro delante de las narices. Cielo santo, mejor que le evitara esa experiencia.

– ¿Podría explicarme qué pensaron usted y el que entonces era su marido en 1987 cuando se enteraron de las sospechas que recaían sobre Kimmie y sus amigos?

Volvió a llevarse la mano al pecho, esta vez para concentrarse mejor, al parecer. Después le cambió la expresión. La sensatez y el whisky empezaban a cooperar.

– ¿Sabe una cosa, querido? La verdad es que no seguimos muy de cerca aquel asunto. Viajábamos mucho, ¿me comprende?

Se volvió bruscamente hacia él y tardó unos instantes en recobrar el sentido de la orientación.

– Dicen que viajar es el elixir de la vida. Mi marido y yo hicimos amistades maravillosas. El mundo es un lugar fantástico, ¿no le parece, señor…?

– Mørck, Carl Mørck.

Asintió. Un ser tan obtuso no lo encontraba uno ni en los cuentos de los hermanos Grimm.

– Sí, tiene usted toda la razón.

No tenía por qué saber que -aparte de un viaje en autocar a la Costa Brava, donde Vigga tenía trato con los artistas locales mientras él se cocía en una playa abarrotada de jubilados- jamás se había alejado mucho más de novecientos kilómetros de Valby Bakke.

– ¿Cree usted que esas sospechas podrían tener fundamento? -preguntó Carl.

Ella curvó las comisuras de los labios hacia abajo. Quizá fuera un intento de parecer seria.

– ¿Sabe una cosa? Kimmie era un asco de cría. A veces pegaba. Sí, ya desde pequeñita. Empezaba a mover los brazos como los palos de un tambor en cuanto alguien le llevaba la contraria. Así.

Intentó ilustrarlo mientras los jugos de malta salían disparados en todas direcciones.

¿Qué criatura con un desarrollo medianamente normal no habría hecho lo mismo?, se preguntó Carl. Sobre todo con semejantes padres.

– ¿Y también se comportaba así de mayor?

– ¡Ja! Era odiosa. Me llamaba cosas horribles, no se puede hacer una idea.

Sí que podía.

– Además, era muy ligera de cascos.

– ¿Puede explicarse un poco mejor?

La señora Lassen se frotó las finas venillas azules del dorso de la mano. Solo entonces advirtió su invitado lo afectadas que tenía las articulaciones por la artritis. Observó el vaso de whisky casi vacío y pensó que el alivio del dolor tenía muchos rostros.

– Cuando volvió de Suiza se traía a casa a cualquiera y… sí, las cosas como son… jodía con ellos como un animal, con la puerta abierta, cuando yo estaba en casa. No era nada fácil estar sola, señor Mørck.

Agachó la cabeza y lo observó con seriedad.

– Sí, Willy, el padre de Kimmie, ya había hecho las maletas y se había largado.

Bebió un sorbito del vaso.

– Como si quisiera que se quedara. Ridículo…

Luego volvió a mirarlo con la dentadura teñida de vino tinto.

– ¿Está usted solo en la vida, señor Mørck?

Su caída de hombros y su más que evidente invitación eran de folletín.

– Así es -contestó él recogiendo el guante. La miró a los ojos y le sostuvo la mirada hasta que ella enarcó las cejas lentamente y bebió otro sorbo. Sus cortas pestañas eran lo único que asomaba por el borde del vaso. Hacía mucho que un hombre no la miraba de ese modo.

– ¿Sabía que Kimmie se había quedado embarazada? -la interrogó el policía.

Ella tomó aire y por un momento pareció ausente, aunque con las huellas del pensamiento grabadas en la frente, como si lo que le doliera fuera más la palabra embarazada que el recuerdo de una inmensa frustración. Hasta donde Carl sabía, ella no había sido capaz de engendrar vida.

– Sí -contestó con la mirada fría-, eso hizo la señorita. No fue una sorpresa para nadie.

– ¿Qué pasó después?

– Después vino pidiendo dinero, claro.

– ¿Y se lo dieron?

– ¡Yo no!

Renunció al coqueteo para dar paso al mayor de los desprecios.

– Pero su padre le dio doscientas cincuenta mil coronas y le pidió que no volviera a ponerse en contacto con él.

– ¿Y usted? ¿Volvió a saber de ella?

Negó con la cabeza. Su mirada decía: mejor así.

– ¿Quién era el padre del niño? ¿Lo sabe usted?

– Ah, sería ese retrasado que le prendió fuego al negocio de su padre.

– ¿Se refiere a Bjarne Thøgersen, el hombre al que encerraron por el crimen?

– Seguramente. La verdad es que ya no me acuerdo de cómo se llamaba.

– ¡Claro, claro!

Era mentira, seguro. Con whisky o sin él. Esas cosas no se olvidan así como así.

– Kimmie vivió aquí una temporada y me dice usted que no fue nada fácil.

Ella lo observó con aire de incredulidad.

– ¿No pensará que aguanté en este gallinero mucho tiempo? No, preferí trasladarme a la costa.

– ¿A la costa?

– A la Costa del Sol, claro. A Fuengirola. Tenía una terraza estupenda frente al paseo marítimo. Un sitio maravilloso. ¿Conoce Fuengirola, señor Mørck?

Él asintió. Seguramente ella iba por la artritis, pero era el destino favorito de todos los inadaptados con algo de dinero y trapos sucios. Si hubiera dicho Marbella lo habría entendido mejor. Al fin y al cabo, tenía un capital considerable.

– ¿Sabe usted si queda algo de Kimmie en la casa? -le preguntó.

En ese preciso instante la mujer se vino abajo. Se quedó en silencio y continuó bebiendo a su ritmo, con calma; una vez vacío el vaso, se le vació también el cerebro.

– Me parece que Kassandra necesita descansar -dijo la muchacha, que hasta ese momento se había mantenido en standby en un segundo plano.

Carl levantó una mano para detenerla. Acababa de tener una sospecha.

– ¿Podría ver la habitación de Kimmie, señora Lassen? Tengo entendido que sigue tal como ella la dejó.

Lo dijo sin pensar. Era una de esas frases que los polis curtidos llevan en el cajón de «Vale la pena probar». Siempre empiezan por: «Tengo entendido que…».

En caso de apuro nunca está de más un buen comienzo.

Carl dedicó los dos minutos escasos que la muchacha de servicio tardó en acostar a la reina de la casa en su lecho dorado a curiosear por ahí. Aquella casa podía ser el lugar donde Kimmie había pasado su infancia, pero le pareció el sitio menos adecuado para criar a un niño. No había un solo rincón donde jugar, todo estaba repleto de adornos, jarrones chinos y japoneses, y al estirar los brazos se corría el riesgo de que la aventura acabara en un siniestro con seis ceros. Un ambiente de lo más desagradable, que seguramente no había cambiado mucho con los años. A su modo de ver, una cárcel para niños.

– Sí -le explicó la muchacha de camino hacia el segundo piso-, en realidad Kassandra solo vive aquí, la casa es de la hija. Por eso toda la segunda planta está tal como ella la dejó la última vez que vino.

De modo que Kassandra Lassen vivía de la misericordia de Kimmie y si esta regresaba a la sociedad, el refugio de Kassandra podía pasar a la historia. Qué capricho del destino. La mujer rica vagando por las calles y la pobre reinando sobre el parnaso. Por eso iba a Fuengirola y no a Marbella. No era por propia voluntad.

– Le advierto que está desordenado -dijo la muchacha al abrir la puerta-, pero lo hemos preferido así. Kassandra no quiere que la hija vuelva y la acuse de hurgar en sus cosas, y no me parece mala idea.

Carl, que esperaba al final de la alfombra roja, asintió. ¿De dónde sacaban una servidumbre tan leal y tan ciega? Y ni siquiera tenía acento extranjero.

– ¿Conocías a Kimmie?

– ¡No, por Dios! ¿Tengo aspecto de llevar aquí desde 1995?

Se echó a reír de buena gana.

Pero el caso era que sí lo tenía.

Aquello era prácticamente otra vivienda. Esperaba encontrar un par de habitaciones, pero desde luego, no aquella reproducción de una buhardilla del Barrio Latino de París. No faltaba ni el balcón de estilo francés. Los cristales de las ventanas con travesaños de los miradores que habían abierto en las paredes inclinadas estaban sucios, pero por lo demás todo era perfecto. Si eso era lo que la muchacha entendía por desorden, al ver el cuarto de Jesper le daría un síncope.

Había algo de ropa sucia desperdigada, pero nada más. Ni siquiera papeles en la mesa ni nada delante de la tele, en la mesita del sofá, que revelara que allí había vivido una joven.

– Puede echar un vistazo, señor Mørck, pero antes me gustaría ver su placa. Se suele hacer así, ¿verdad?

Él asintió y empezó a rebuscar en todos sus bolsillos. Maldita entrometida. Al final encontró una tarjeta de visita medio doblada que llevaba allí guardada hacía siglos.

– Lo siento, pero mi placa está en Jefatura, lo lamento mucho. Verás, como soy el jefe del departamento no salgo muy a menudo, pero esta es mi tarjeta, toma. Así sabrás quién soy.

Ella leyó el número y la dirección y después palpó la tarjeta como si fuera una experta en falsificaciones.

– Un momento -dijo.

A continuación levantó el auricular de un teléfono Bang & Olufsen que había sobre la mesa. Se presentó como Charlotte Nielsen y preguntó si conocían a un comisario llamado Carl Mørck. Esperó un momento dando golpecitos con el pie mientras le pasaban la llamada a otra persona.

Volvió a preguntar lo mismo y pidió una descripción del tal Mørck.

Lo miró de arriba abajo entre risas y colgó con una sonrisa en los labios.

¿Qué cojones le haría tanta gracia? Diez contra uno a que había hablado con Rose.

Sin entrar en detalles acerca de sus risitas, salió de la habitación y lo dejó solo con sus preguntas en aquel piso abandonado que, aparentemente, no tenía nada que contar.

Revisó todo varias veces y otras tantas apareció la muchacha de servicio en el umbral. Había decidido asumir el papel de guardiana y creía hacerlo mejor si lo observaba como quien mira a una hormiga hambrienta que se le ha subido a la mano. Pero no fue a mayores. Carl no había revuelto las cosas ni se había guardado nada en el bolsillo.

Parecía una empresa arriesgada. Kimmie se había marchado de un modo apresurado, pero no a lo loco. Lo más probable es que tirase lo que no quería que viera nadie a los cubos de basura situados a la entrada del jardín que se veían por el balcón.

Lo mismo se podía decir de su ropa. Había un montoncito en la silla de al lado de la cama, pero no ropa interior. Había zapatos tirados por los rincones, pero no calcetines sucios. Se había detenido a pensar qué podía dejar y qué era demasiado íntimo, y ese era precisamente el quid de la cuestión, que nada era íntimo.

Por no haber, no había siquiera decoración en las paredes, normalmente tan reveladora de ideologías y gustos. Ni cepillos de dientes en su pequeño cuarto de baño de mármol, ni tampones en el armario, ni bastoncillos de algodón en el cubo de basura junto al inodoro. No se veía ni rastro de excrementos en la taza ni de pasta de dientes en el lavabo.

Kimmie había dejado aquel lugar tan asépticamente desprovisto de personalidad que era evidente que su moradora solo podía haber sido una fémina, pero por lo demás, podía tratarse de una mezzosoprano de Jutlandia del Ejército de Salvación o de una pija fashion de barrio bien.

Apartó las sábanas e intentó captar algún olor. Levantó la carpeta del escritorio para ver si había alguna nota olvidada. Revisó el fondo de la papelera vacía, miró por detrás de los cajones de la cocina, asomó la cabeza por el altillo. Nada.

– Ya no falta mucho para que anochezca -observó Charlotte dando a entender que ya iba siendo hora de que se buscara otro sitio donde seguir jugando a los policías.

– ¿Hay un desván o algo así ahí encima? -preguntó él esperanzado-. Una trampilla o una escalera que no se vea desde aquí.

– No; lo que ve es lo que hay.

Carl levantó la mirada. Muy bien, o sea, que el desván de arriba era inexistente.

– Voy a hacer una última revisión -dijo.

Levantó todas las alfombras en busca de tablas sueltas. Buscó por detrás de los pósteres de especias de la cocina para ver si ocultaban un escondrijo. Golpeó los muebles y el fondo de los armarios con los nudillos. No había nada de nada.

Sacudió la cabeza de un lado a otro burlándose de sí mismo. ¿Y por qué tendría que haber algo?

Cerró la puerta al salir y se detuvo un instante en el rellano, primero para ver si allí había algo de interés y después, en vista de que no era el caso, para acabar con la molesta sensación de que se le estaba pasando por alto algún detalle.

De pronto, su teléfono empezó a sonar y lo devolvió a la realidad.

– Soy Marcus. ¿Por qué no estás en tu despacho, Carl? ¿Y por qué tiene el aspecto que tiene? Todo el pasillo está lleno de piezas de yo qué sé cuántas mesas y en tu despacho hay notitas amarillas por todas partes. ¿Dónde estás? ¿Es que ya no te acuerdas de que mañana llega la visita de Noruega?

– ¡Mierda! -exclamó algo más alto de la cuenta. Ya tenía aquel asunto felizmente olvidado.

– ¿De acuerdo? -se oyó al otro lado de la línea.

Conocía los de acuerdo del jefe de Homicidios; mejor no coleccionarlos.

– Estaba saliendo hacia Jefatura.

Consultó el reloj. Eran más de las cuatro.

– ¡¿Ahora?! No, tú no te preocupes por nada -dijo en un tono que no admitía discusiones; parecía enfadado-. Ya me ocupo yo de la visita de mañana, así no tendrán que ver ese desbarajuste que tienes ahí montado.

– ¿A qué hora llegaban?

– A las diez, pero tú no te molestes, Carl, que ya me ocupo yo. Tú limítate a estar localizable por si, llegado el caso, necesitamos alguno de tus comentarios.

El subcomisario se quedó contemplando el móvil un rato después de que Marcus Jacobsen colgara. Hasta ese momento, los jeques del bacalao le habían traído por cierto sitio, pero de repente veía las cosas de otro modo. Si al jefe de Homicidios se le había antojado quedarse con su visita, ya podía ir cambiando de idea.

Lanzó un par de juramentos y se asomó a la claraboya que remataba la impresionante escalinata. El sol seguía alto e irrumpía por los cristales. Aunque su jornada laboral ya había terminado, no le apetecía volver a casa.

No tenía la cabeza para hacer el recorrido a través de los sembrados que flanqueaban Hestestien ni para enfrentarse a los pucheros de Morten.

Al reparar en la nitidez de la sombra del recuadro de la ventana sintió que se le dibujaba una arruga en la frente.

En las casas antiguas, los marcos de las claraboyas solían tener un grosor de treinta centímetros, pero este tenía más fondo, mucho más fondo. Al menos cincuenta centímetros. De modo que el aislamiento de la vivienda se hizo después de su construcción.

Echó la cabeza hacia atrás y descubrió un resquicio en el punto de unión del techo y el tabique oblicuo. Lo siguió por toda la habitación hasta regresar al punto de partida. Sí, las paredes se habían movido un poquitín; en su origen, la casa no estaba tan bien aislada, era evidente. Habían añadido una capa de por lo menos quince centímetros rematada con placas de yeso. Un trabajo de primera con la espátula y el pincel, pero siempre acaban apareciendo grietas, eso lo sabe todo el mundo.

A continuación giró sobre sus talones, volvió a abrir la puerta del apartamento de Kimmie, se dirigió directamente al lateral que daba al exterior y examinó todas las paredes inclinadas. Allí también había grietas, pero eso era todo.

Algún tipo de oquedad existía, pero al parecer era imposible acceder a ella para esconder algo. Al menos desde dentro.

Repitió esas palabras para sus adentros. ¡Al menos desde dentro! Miró hacia la puerta del balcón, asió el picaporte, abrió y salió al exterior, donde las tejas inclinadas componían un fondo de lo más pintoresco.

Ha pasado mucho tiempo, que no se te olvide, se dijo en un susurro mientras recorría con la mirada las hiladas de tejas.

Era el lado norte de la casa y unas algas, nutridas de agua de lluvia, cubrían casi todo el tejado como un fondo de atrezo. A continuación se volvió a observar las tejas que había al otro lado de la puerta y descubrió la irregularidad de inmediato.

Las hiladas de esa parte estaban bien dispuestas y también tenían hierbas por todas partes; la única diferencia era que una de las tejas, justo por encima del punto donde el pretil se unía al tejado, asomaba un poco con respecto a las demás. Se trataba de una de esas tejas acanaladas que se superponen unas a otras y llevan un pequeño tacón de apoyo en la cara inferior para que no se escurran del rastrel. Se apoyaba suelta entre las demás como si le hubiesen quitado ese tacón.

Cuando trató de levantarla, se soltó sin problemas.

Carl aspiró una buena bocanada del aire frío de septiembre.

Se sintió embargado por la extraña sensación de encontrarse frente a algo único. Algo parecido debió de sentir Howard Carter cuando, tras practicar una pequeña abertura en la puerta de la cámara mortuoria, se topó con la tumba de Tutankamon, porque ante el policía, en un hueco en el aislamiento que había bajo la teja, había una caja de metal sin pintar del tamaño de una caja de zapatos envuelta en plástico transparente.

Con el corazón latiendo a cien por hora, llamó a gritos a la muchacha.

– ¡Mira esa caja!

Ella se inclinó a regañadientes para mirar por debajo de las tejas.

– Hay una caja. ¿Qué es?

– No lo sé, pero puedes dar fe de que la has visto ahí metida.

Lo miró con aire arisco.

– Ni que no tuviera ojos en la cara.

El subcomisario acercó su teléfono móvil al agujero y sacó varias fotos. Después se las enseñó.

– ¿Estamos de acuerdo en que este es el hueco que acabo de fotografiar?

La muchacha colocó los brazos en jarras. Mejor sería no hacerle más preguntas.

– Ahora voy a sacarla para llevarla a comisaría.

No era una pregunta, sino una afirmación. De lo contrario, la empleada habría salido corriendo escaleras abajo para despertar a Kassandra Lassen y él habría acabado metido en un lío.

Cuando le indicó que podía retirarse la vio alejarse sacudiendo la cabeza y con una grave fisura en su confianza en la inteligencia de las autoridades.

Por un momento consideró la posibilidad de llamar a los de la científica, pero la idea de verlo todo lleno de kilómetros y kilómetros de cinta de plástico y hombres vestidos de blanco por todas partes lo hizo desistir. Ellos ya tenían bastante con lo suyo y él estaba algo apurado, de modo que se puso los guantes, levantó la caja con cuidado, volvió a colocar la teja, llevó la caja a la habitación, la dejó sobre la mesa, la desempaquetó y la abrió sin dificultad. Todo ello en una larga secuencia inconsciente.

Lo primero que vio fue un osito de trapo. No era mucho mayor que una caja de cerillas. De color claro, casi amarillento, con la felpa desgastada por la cara y los brazos. Quizá en su día fuera el bien más preciado de Kimmie, su único amigo. Quizá el de otra persona. Después levantó el papel de periódico que había debajo del oso. BerlingskeTidende, 29 de septiembre de 1995, se leía en una esquina. Era el día que se había ido a vivir con Bjarne Thøgersen. No tenía otro interés, el resto no era más que una larga ristra de ofertas de empleo.

Siguió buscando en la caja con la esperanza de encontrar un diario o unas cartas que sacaran a la luz pensamientos y hechos del pasado, pero lo que vio fueron cinco fundas de plástico de las que se emplean para clasificar sellos, tarjetas o recetas de cocina. Su instinto lo impulsó a llevarse la mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacar unos guantes blancos de algodón y ponérselos antes de vaciar la caja de metal.

¿Por qué ocultar tan bien todas aquellas cosas? Supo la respuesta al ver las dos últimas fundas.

– ¡Dios! -exclamó.

Eran dos tarjetas de Trivial Pursuit. Cada una de ellas en su funda.

Tras cinco minutos de intensa concentración, sacó su libreta y anotó cuidadosamente la posición de cada una de las fundas de plástico en relación con las demás.

Después pasó a estudiarlas con detalle de una en una.

Había una funda con un reloj de pulsera de caballero, otra con un pendiente, otra con lo que parecía ser una cinta de goma y, por último, un pañuelo.

Cuatro fundas de plástico, aparte de las dos con las tarjetas del Trivial.

Se mordió el labio.

Eso hacía un total de seis.