174271.fb2 Los Chicos Que Cayeron En La Trampa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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24

Encontró a Tine acurrucada bajo las escaleras de un portal de Dybbølsgade, cerca de la plaza Enghave Plads. Estaba sucia, magullada, muriéndose por un chute. Uno de los vagabundos de la plaza le contó que llevaba así veinticuatro horas y que se negaba a moverse.

Estaba pegada a la pared del fondo del hueco de la escalera, oculta en la oscuridad.

Cuando Kimmie asomó la cabeza, se sobresaltó.

– Dioooos, si eres tú, Kimmie, cielo -exclamó aliviada lanzándose a sus brazos-. Hola, Kimmie. Hola. Eres justo la persona a quien quería ver.

Temblaba como una hoja y le castañeteaban los dientes.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Kimmie-. ¿Por qué estás ahí metida? ¿Por qué tienes este aspecto?

Le acarició la mejilla hinchada.

– ¿Quién te ha pegado, Tine?

– Viste mi nota, ¿verdad?

Se echó hacia atrás y la miró con los ojos amarillos e inyectados en sangre.

– Sí, claro que la vi. Bien hecho, Tine.

– Entonces, ¿vas a darme las mil coronas?

Kimmie asintió y le secó el sudor de la frente. Tenía la cara llena de golpes. Un ojo casi cerrado. La boca torcida. Cardenales y marcas por todas partes.

– No vayas a los sitios por donde sueles moverte, Kimmie.

Cruzó los brazos temblorosos por delante del pecho en un intento de calmar las sacudidas de su cuerpo, sin éxito.

– Esos hombres estuvieron en mi casa. No fue nada agradable, pero ahora me quedo aquí, ¿verdad, Kimmie?

Iba a preguntarle qué había ocurrido cuando oyó el chasquido de la puerta del portal. Uno de los habitantes de la casa regresaba con los tintineantes trofeos del día en una bolsa del Netto. No era de los que habían colonizado el barrio últimamente, no. Llevaba montones de tatuajes caseros en los brazos.

– No podéis estar aquí -dijo en tono agrio-. Largo, a la calle, guarras.

Kimmie se incorporó.

– Creo que harías bien en subir a tu casa y dejarnos en paz -replicó, avanzando unos pasos hacia él.

– ¿Y si no?

El tipo dejó la bolsa en el suelo, entre sus piernas.

– Si no, te parto la cabeza.

Le encantó, era evidente.

– Vaya, guarrilla, pareces lista. Puedes largarte con esa yonqui asquerosa o subir conmigo. ¿Qué te parece? Por mí, esa cerda puede quedarse pudriéndose donde quiera si subes.

Estaba intentando tocarla cuando su grasiento barrigón recibió el duro impacto del puño de Kimmie que se hundió en la carne fofa. El segundo golpe eliminó la expresión de sorpresa de su rostro. El golpe de sus pies contra el suelo de madera del portal sonó como una estampida.

– Ahhhh -gimoteó con la frente en el suelo mientras Kimmie se sentaba en el hueco de la escalera.

– ¿Quién fue? ¿Dices que unos hombres? ¿Adónde dices que van a ir?

– Eran los de la estación. Subieron a mi casa y, como no quise decirles nada de ti, me pegaron.

Intentó sonreír, pero la hinchazón del lado izquierdo se lo impidió. Después encogió las piernas.

– Yo me quedo aquí. Esos tíos me la sudan.

– Pero ¿quiénes son? ¿De la policía?

Hizo un gesto negativo.

– ¿Esos? ¡Para nada! El policía era majo. No, son unos gilipollas que te buscan porque les pagan para encontrarte. Ten cuidado.

Aferró a Tine por un brazo esquelético.

– ¡Te pegaron! ¿Les dijiste algo? ¿Te acuerdas?

– Kimmie, es que… necesito un chute.

– Tendrás tus mil coronas, Tine, no te preocupes. ¿Les dijiste algo de mí?

– Yo no me atrevo a salir a la calle, vas a tener que traérmelo. Kimmie, por favor. Y una botella de Cocio y unos cigarrillos. Y un par de birras, ya sabes.

– Sí, sí, yo te lo traigo. Pero ahora contéstame. ¿Qué les dijiste?

– ¿No podrías traérmelo antes?

Kimmie la observó. Era evidente, le aterrorizaba la idea de que cuando le contara lo que había ocurrido no quisiera darle eso que tanto necesitaba.

– ¡Venga, Tine, suéltalo de una vez!

– ¡Me lo has prometido, Kimmie!

Las dos asintieron.

– Es que me pegaron. No paraban, Kimmie. Les conté que nos veíamos en el banco de vez en cuando y también les dije que te había visto bajar por Ingerslevsgade muchas veces y que creía que vivías en algún sitio cerca de allí.

La miró con ojos suplicantes.

– No es verdad; ¿a que no, Kimmie?

– ¿Dijiste algo más?

La voz de Tine era cada vez más pastosa y sus espasmos, más marcados.

– No, Kimmie, te lo prometo. Nada más.

– ¿Y se largaron?

– Sí. Puede que vuelvan, pero no voy a decirles nada más. Yo no sé nada.

Sus ojos se encontraron en la penumbra. Intentaba que su amiga volviera a confiar en ella, pero esas últimas palabras habían sido un error.

De modo que sabía algo más.

– ¿Qué más sabes, Tine?

Sus piernas eran presas del mono y sufrían espasmos a pesar de la quietud de su postura.

– Bueno, solamente lo del parque de Enghave. Que sueles ir a ver jugar a los niños. Solo eso.

Había tenido los ojos y las orejas más abiertos de lo que creía Kimmie. Por lo visto, también iba a buscar clientes más allá de Skelbækgade y del tramo de Istedgade que iba de la estación a Gasværkvej. A lo mejor se la chupaba a los tíos en el parque, aún había arbustos suficientes.

– ¿Y qué más, Tine?

– Ah, Kimmie. No me acuerdo de todo ahora mismo. Ya sabes que no puedo pensar en nada más que en la mierda que me voy a meter.

– ¿Y después? Cuando ya tengas tu mierda ¿recordarás más cosas sobre mí? -le preguntó con una sonrisa.

– Sí, creo que sí.

– ¿A qué sitios voy y dónde me has visto? ¿Cómo soy? ¿Dónde compro? ¿A qué hora salgo a la calle? ¿Que no me gusta la cerveza? ¿Que me gusta mirar los escaparates de Strøget? ¿Que siempre estoy por el centro? ¿Esas cosas?

Tine parecía aliviada al ver que la ayudaba a salir del paso.

– Sí, esas cosas, Kimmie. Esas son las cosas que no voy a contarles.

Kimmie avanzaba con extrema cautela. Istedgade era un caos de recovecos y escondrijos. Era imposible bajar esa calle y tener la certeza de que no había nadie a diez metros siguiéndote con la mirada.

Ahora ya sabía de lo que eran capaces. Lo más probable era que a esas alturas ya hubiera bastante gente buscándola.

Por eso, en aquel preciso instante comenzaba el año cero. Una vez más había llegado el momento de dejar todo aparcado y lanzarse a explorar nuevos caminos.

¿Cuántas veces le había sucedido en esta vida? El cambio irrevocable. La ruptura total.

No me cogeréis, pensó mientras paraba un taxi.

– Llévame a la esquina de Dannebrogsgade.

– ¿De qué vas?

Con el brazo moreno que llevaba apoyado en el respaldo del asiento del copiloto le hizo un gesto para que no subiera.

– Fuera -dijo mientras ella abría-. ¿Crees que voy a llevarte a trescientos metros?

– Toma, doscientas coronas. No pongas en marcha el taxímetro.

Funcionó.

Se bajó en Dannebrogsgade como una exhalación y subió por Letlandsgade a la velocidad del rayo. No parecía haber nadie vigilándola. Después rodeó la plaza Litauens Plads y caminó pegada a los muros de los edificios hasta llegar otra vez a Istedgade, donde se quedó mirando la frutería que había en la acera de enfrente.

Un poco más y ya estoy, se dijo.

– Hola. ¿Otra vez por aquí? -la saludó el frutero.

– ¿Mahmoud está dentro? -preguntó.

Estaba con su hermano al otro lado de la cortina viendo un canal árabe. Siempre el mismo estudio y siempre el mismo decorado descolorido.

– ¡Vaya! -exclamó Mahmoud, el más bajo de los dos-. ¿Ya has hecho estallar todas las granadas? Y la pistola era buena, ¿verdad?

– No lo sé, se la di a otra persona. Ahora necesito una nueva, esta vez con silenciador. Y también quiero un par de dosis de heroína de la buena. Pero buena de verdad, ¿vale?

– ¿Ahora mismo? Tu estás loca, tía. ¿Te crees que puedes venir así, de la calle, a comprar esas cosas? ¡Un silenciador! ¿Tienes idea de lo que me estás pidiendo?

Ella se sacó un puñado de billetes del pantalón. Sabía que había más de veinte mil coronas.

– Te espero en la tienda dentro de veinte minutos. No volverás a verme, ¿de acuerdo?

Un minuto después, el televisor estaba apagado y no había ni rastro de los dos hombres.

Le sacaron una silla a la tienda y le dieron a elegir entre té frío y refresco de cola, pero ella no quiso nada.

Al cabo de media hora apareció un tipo que debía de ser de la familia y no era muy amigo de correr riesgos.

– ¡Ven aquí, tenemos que hablar! -le ordenó.

– Les he dado veinte mil. ¿Tienes la mercancía?

– Un momentito -dijo él-. No te conozco, así que levanta los brazos.

Kimmie hizo lo que le pedía y lo miró a los ojos cuando él empezó a tocarle las pantorrillas y a subirle la mano por los muslos hasta llegar a la entrepierna, donde se detuvo un instante. Después continuó con destreza por el pubis, la espalda, vuelta al estómago, los pechos, en los pliegues que se formaban por debajo, alrededor y hasta arriba, por el cuello y los cabellos. Luego aflojó un poco la presión y le palpó los bolsillos y la ropa una vez más para finalizar poniéndole las manos en los pechos.

– Me llamo Khalid -dijo-. Vale, no llevas micrófonos. Y tienes un cuerpazo de la leche.

Kristian Wolf fue el primero en descubrir el enorme potencial de Kimmie y decirle que tenía un cuerpazo de la leche. Eso fue antes de la agresión a Kyle Basset, antes de que sedujera al delegado, antes de la expulsión y del escándalo con el profesor. Después de tantearla un poco -en sentido figurado y también en el literal-, se dio cuenta de que aquella jovencita era capaz de convertir sus sentimientos en impulsos sexuales de gran efectividad.

No tenía más que acariciarla en el cuello y declararse loco por ella para ganarse los más apasionados besos con lengua o cualquier otra delicia que pudiera formar parte de los sueños de un chaval de dieciséis o diecisiete años.

Kristian aprendió que si quería sexo con Kimmie no había que preguntárselo, bastaba con pasar a la acción.

Torsten, Bjarne, Florin y Ditlev no tardaron en seguir sus pasos. Ulrik era el único que no captaba el mensaje. Atento y cortés como era, creía seriamente que primero debía ganarse sus favores; por eso no los tenía.

Kimmie era consciente de todo, también de que cuando empezó a buscar chicos fuera de aquel pequeño círculo, Kristian perdió los papeles.

Algunas chicas decían que la espiaba.

No le habría sorprendido lo más mínimo.

Cuando el profesor y el delegado desaparecieron del mapa y la joven se hizo con su propio piso en Næstved, los cinco pasaban con ella todo el tiempo que podían los fines de semana que tenían que dormir en el colegio. Sus rituales estaban definidos: ver vídeos violentos, fumar hachís y charlar sobre agresiones. Los fines de semana libres, cuando en teoría iban a casa a ver a sus insensibles familias, en realidad montaban en el Mazda rojo pálido de Kimmie y se alejaban hasta no saber dónde estaban. Se movían al azar. Buscaban un parque o algún bosque, se ponían guantes y máscaras y se quedaban con el primero que pasara. La edad y el sexo eran secundarios.

Si se trataba de un hombre con aspecto de poder defenderse, Kimmie se quitaba la máscara y se situaba la primera con el abrigo y la blusa desabrochados y las manos enguantadas en los pechos. ¿Quién no se iba a detener desorientado?

Después siempre sabían qué presas tendrían la boca cerrada y a quién había que hacer callar.

Tine miró a Kimmie como si acabara de salvarle la vida.

– ¿Es del bueno?

Encendió un cigarrillo y metió un dedo.

– Acojonante -dijo tras ponerse un poco en la punta de la lengua.

Estudió la bolsa.

– Tres gramos, ¿verdad?

Kimmie asintió.

– Dime primero para qué me buscaba la policía.

– Pues era algo de tu familia, no era como lo otro, eso seguro.

– ¿Cómo que mi familia?

– Sí, algo de que tu padre estaba enfermo y si te lo decían no ibas a querer ponerte en contacto con él. Siento que te enteres así.

Intentó tocarle el brazo, pero no fue capaz.

– ¿Mi padre?

Solo pronunciar esa palabra era como tener el cuerpo lleno de veneno.

– ¿Sigue vivo? Qué va. Y si no, que se muera.

De haber continuado allí la bola de sebo de antes con su bolsa de la compra, le habría pateado las costillas. Una a la salud de su padre y otra de postre.

– El poli me pidió que no te lo dijera. Perdóname, Kimmie.

Observó ansiosa la bolsita de plástico que su amiga sostenía en la mano.

– ¿Cómo has dicho que se llamaba el madero?

– No me acuerdo, ¿qué más da? ¿No te lo escribí en la nota?

– ¿Cómo sabes que era un madero?

– Vi su placa; le pedí que me la enseñara.

Dentro de Kimmie, las voces le susurraban qué debía creer y no creer. Dentro de poco ya no podría confiar en nadie. ¿Un policía buscándola porque su padre estaba enfermo? Ni de coña. ¿Qué quería decir una placa? Florin y los demás podían conseguirla sin problemas.

– ¿Cómo has pillado tres gramos con mil coronas? ¿Será que está muy cortada? No, qué tonta soy.

Miró a su amiga con una sonrisa suplicante y los parpados entrecerrados, pálida y temblorosa a causa del síndrome de abstinencia.

Kimmie correspondió a su sonrisa y le entregó la botella de batido, unas patatas fritas, las cervezas, la bolsa de heroína, una botellita de agua y la jeringuilla.

El resto era cosa suya.

Aguardó a que empezara a oscurecer y echó a correr hacia la verja. Sabía lo que iba a ocurrir y estaba muy nerviosa.

Dedicó varios minutos a sacar el efectivo y las tarjetas de crédito de sus escondrijos y a continuación dejó dos granadas sobre la cama y se guardó una en el bolso.

Después metió en la maleta lo estrictamente necesario, quitó los pósteres de la puerta y la pared y los colocó encima de lo demás, y por último, sacó la arqueta de debajo de la cama y la abrió.

El pequeño fardo de tela se había vuelto casi marrón y no pesaba nada. Tomó la botella de whisky, se la llevó a los labios y bebió hasta vaciarla. Esta vez las voces no desaparecieron.

– Sí, sí, ya voy -dijo mientras colocaba el fardo con mucho cuidado encima del resto del contenido de la maleta y lo cubría con la manta.

Luego acarició la tela con dulzura y cerró.

Arrastró la maleta hasta Ingerslevsgade. Ya estaba preparada.

Una vez en el umbral, echó un vistazo a la casa para grabarse bien en la memoria aquel arrollador intermezzo en su vida.

– Gracias por prestarme cobijo -se despidió.

Después salió por la puerta de espaldas mientras le quitaba el seguro a una de las granadas y la lanzaba hacia la cama, junto a la otra.

Cuando la casa saltó por los aires, ya hacía rato que ella había cruzado la valla.

De lo contrario, aquellos pedazos de ladrillo que salieron disparados en todas direcciones habrían sido lo último que sintiera en esta vida.