174271.fb2 Los Chicos Que Cayeron En La Trampa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

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29

Había hecho el recorrido de ida y vuelta del planetario a Vodroffsvej de diez modos diferentes. Por las escaleras y los caminos que comunicaban el lago con Gammel Kongevej y Vodroffsvej, siempre de un lado a otro y tratando de no acercarse demasiado a la parada de autobús del pasaje del Teatro, donde imaginaba que estarían esos hombres.

De vez en cuando se sentaba en la terraza del planetario con la espalda contra los cristales y los ojos clavados en el jugueteo del sol en la fuente del lago. Alguien por detrás de ella alabó las vistas, pero a Kimmie le traían totalmente sin cuidado. Hacía años que no se dejaba llevar por esas cosas. Lo único que le interesaba era ver a los tipos que habían reventado a Tine, husmear a sus perseguidores, averiguar quién les hacía el trabajo sucio a esos cabrones.

No dudó ni un instante de que volverían. Eso era lo que más miedo le daba a Tine, y seguramente no se equivocaba. Querían atraparla a ella, Kimmie, y no iban a darse por vencidos así como así.

Tine era el nexo de unión. Pero Tine ya no estaba.

Cuando se oyó aquel estruendo y la caseta saltó por los aires, se alejó rápidamente. Tal vez la vieran unos niños al pasar a toda velocidad por delante de la piscina, pero eso era todo. Al llegar al otro lado de los edificios de Kvægtorvsgade se arrancó el abrigo y lo metió en la maleta. Después se puso una cazadora de ante y se colocó un pañuelo negro en la cabeza.

Al cabo de diez minutos estaba delante del mostrador luminoso del Hoten Ansgar mostrando un pasaporte portugués que había encontrado años atrás en una de las maletas que robaba. No estaba cien por cien igual que en la foto, pero ya habían pasado seis años…, ¿y quién no cambia en ese tiempo?

– Do you speak english, Mrs. Teixeira? -le preguntó el amable conserje. El resto fue una pura formalidad.

Por espacio de una hora se acomodó bajo una de las estufas de gas del jardín interior con un par de copas. Así la iban conociendo.

A continuación durmió casi veinte horas seguidas con la pistola bajo la almohada y la imagen de una temblorosa Tine en la retina.

Así empezó su nueva vida, cuando echó a andar hacia el planetario; allí, y tras ocho horas de espera, encontró al fin lo que buscaba.

Era un tipo flaco, casi escuálido, cuyos ojos se clavaban alternativamente en la ventana de Tine del quinto piso y en la entrada del pasaje del Teatro.

– Vas a tener que esperar un buen rato, desgraciado -murmuró Kimmie desde el banco que había en Gammel Kongevej a la altura del planetario.

Alrededor de las once de la noche vinieron a relevarlo. No cabía duda de que el recién llegado tenía un estatus más bajo que el que se iba. La cuestión era ver cuánto se acercaba el nuevo. Como un perro que quiere la comida, pero antes debe husmear para saber si es bien recibido.

Por eso era él y no el otro quien tenía que ocuparse del turno del sábado por la noche. Y por eso Kimmie decidió irse también.

Siguió al tipo flaco a una distancia prudencial y llegó al autobús en el mismo instante en que se iban a cerrar las puertas.

Al subir se fijó en cómo tenía la cara. El labio inferior partido, una herida en una ceja y cardenales que iban siguiendo el nacimiento del pelo desde la oreja hasta el cuello como si se hubiera teñido con henna y no se hubiese aclarado bien el exceso de tinte.

Iba mirando por la ventanilla, acechando la acera con la esperanza de encontrar a su presa en el último instante. Solo al llegar a Peter Bangs Vej empezó a relajarse.

Está libre y no tiene prisa, pensó Kimmie. Nadie lo esperaba, se veía en su actitud. En su indiferencia. De haber tenido una niña, un cachorro o un salón caldeado donde tomar de la mano a alguien con quien compartir risas y suspiros, habría respirado más hondo, más libre. No, no podía ocultar la angustia que le acongojaba el alma y el cuerpo. Nadie lo esperaba en casa. No tenía prisa.

Como si ella no supiera lo que era eso.

Se apeó al llegar al Damhuskroen y no preguntó por el espectáculo de la noche. Llegaba tarde, y al parecer lo sabía. Muchos ya se habían reunido con sus ligues de una noche e iban rumbo a su aventura. Colgó el abrigo y entró en el enorme local sin mayores ambiciones. ¿Cómo era posible que su estado de ánimo fuera tan deplorable como su aspecto? Pidió una cerveza de barril y se sentó en la barra a observar de reojo hacia las mesas y hacia la multitud para ver si una mujer, daba igual cuál, le devolvía la mirada.

Kimmie se quitó el pañuelo y la cazadora y le pidió a la empleada del guardarropa que le cuidara bien el bolso. Después se adentró en el local con gesto seguro, los hombros echados hacia atrás y emitiendo discretas señales con los pechos a cualquiera que aún pudiese centrar la mirada. Sobre el escenario, una orquesta de cuarta que armaba un estruendo de primera acompañaba a las parejas de baile que se tanteaban con cautela. Ninguno de los que bailaban bajo el firmamento cristalino de tubos de vidrio parecía haber dado con su media naranja.

Sintió la punzada de los ojos que se clavaban en ella y la inquietud que se extendía por las mesas y en los asientos de la barra.

Comprobó que llevaba menos maquillaje que las demás mujeres. Menos maquillaje y menos grasa en las costillas.

¿Me reconocerá?, se preguntó mientras paseaba lentamente la mirada por todos aquellos ojos suplicantes hasta llegar al flaco. Allí estaba, como todos los demás, listo y pronto a actuar a la mínima señal. El flaco se acodó en la barra con indiferencia y alzó un poco la cabeza. Sus ojos expertos evaluaron si esperaba a alguien o si era una presa disponible.

Cuando ella le regaló una sonrisa por entre las mesas, el tipo respiró hondo una sola vez. Le costaba creerlo, pero joder, qué ganas tenía.

Al cabo de no más de dos minutos, Kimmie recorría la pista de baile con un maromo sudoroso al mismo ritmo calmado que todo el mundo.

Pero el flaco había tomado nota de su miradita y sabía que había elegido. Se irguió, luego se arregló el nudo de la corbata y trató como pudo de que su rostro maltrecho y demacrado resultara más o menos atractivo a aquella luz ahumada.

La abordó en mitad de una canción y la cogió por el brazo. Le pasó el suyo por la espalda con cierta torpeza y la atrajo hacia sí. Kimmie advirtió que no eran dedos expertos. El corazón de aquel tipo le latía desbocado contra el hombro.

Era una presa fácil.

– Bueno, pues aquí vivo -la invitó tímidamente a pasar a un saloncito del quinto piso con unas tristes vistas a la estación de cercanías de Rødovre y a un montón de aparcamientos y carreteras.

En la entrada, junto a un ascensor morado, le había mostrado el letrero de la puerta. «Finn Aalbæk», ponía. Después había afirmado que el edificio era seguro a pesar de que no tardarían demasiado en derribarlo. La había tomado de la mano y, cual caballero ayudándola a cruzar el puente colgante sana y salva por encima del bramido de las aguas, la había conducido por la galería exterior del quinto. Eso sí, bien pegadito a su presa para evitar que se diera a la fuga si cambiaba de idea. Su fecunda imaginación, ayudada por un entusiasta y recién adquirido aplomo, ya lo había situado entre las sábanas con las manos inquietas y el ánimo bien levantado.

La invitó a que saliera al balcón a disfrutar de las vistas mientras él recogía la mesita del sofá, encendía las lámparas de lava, ponía un CD y le quitaba el tapón a la botella de ginebra en menos que canta un gallo.

Kimmie recordó que hacía diez años de su último encuentro con un hombre a puerta cerrada.

– ¿Qué te ha pasado? -le preguntó tocándole el rostro.

Él arqueó sus cejas marchitas. Seguramente un gesto estudiado ante el espejo. Creería que era encanto. No lo era ni de broma.

– Ah, eso… Me topé con unos tipos que iban provocando en una guardia. No salieron muy bien parados.

Una sonrisita irónica. Otro cliché. Estaba mintiendo, nada más.

– ¿A qué te dedicas, Finn? -se decidió a preguntarle.

– ¿Yo? Soy detective privado.

Su manera de decir privado le daba a la palabra un tufillo a fisgoneo escabroso e intrusión en secretos de alcoba muy alejado del exótico brillo de misterio y peligro que él había pretendido conferirle.

Al observar la botella que blandía su anfitrión, Kimmie sintió un nudo en la garganta.

Calma, Kimmie, le susurraban las voces. No hay que perder el control.

– ¿Un gin-tonic? -le ofreció Aalbæk.

Ella hizo un gesto negativo.

– ¿No tendrás whisky?

Pareció sorprendido, pero no disgustado. Las mujeres que le daban al whisky no eran muy delicadas que digamos.

– Vaya, pues sí que tenías sed -exclamó al verla vaciar el vaso de un solo trago. Le sirvió otro y se puso uno él también, en un intento de seguirle el ritmo.

Cuando Kimmie hubo dado cuenta de otros tres seguidos él ya estaba fuera de juego y borracho.

Su invitada se interesó abiertamente por el caso que llevaba en esos momentos sin dejar de observar cómo se iba aproximando por el sofá a pesar de su torpeza etílica. La miró con una sonrisa embotada mientras sus dedos le iban subiendo por el muslo.

– Estoy buscando a una mujer que puede hacer mucho daño a muchas personas -contestó.

– Caramba, qué interesante. ¿Es una espía industrial, una call-girl o algo así? -preguntó ella al tiempo que ilustraba su embelesada admiración poniendo una mano sobre la de él y guiándola con decisión hacia la cara interna del muslo.

– Un poco de todo -contestó el detective mientras intentaba que separara las piernas un poquitín.

Al mirarle la boca, Kimmie supo que si intentaba besarla vomitaría.

– ¿Y quién es? -se interesó.

– Eso es secreto profesional, cielo; no puedo decírtelo.

¡La había llamado cielo! De nuevo el mismo malestar.

– Pero ¿quién te encarga ese tipo de trabajo?

Lo dejó avanzar un poco más. Su aliento alcoholizado le abrasaba el cuello.

– Gente que está en lo más alto del sistema -susurró él como si eso fuera a situarlo en un escalón más alto en la lista de aspirantes al apareamiento.

– ¿Qué, otro traguito? -preguntó Aalbæk mientras se abría camino con los dedos por su pubis.

Se echó un poco hacia atrás y la contempló con la mitad hinchada de la cara contraída en una sonrisa. Tenía un plan, era evidente. Quería hacerla beber y seguiría sirviéndole hasta tenerla bien lubricada y dispuesta.

Por él probablemente daría lo mismo que se quedara inconsciente. Se la traía floja que a ella le gustara o no. Esa no era la cuestión, estaba segura.

– Esta noche no podemos hacerlo -dijo de pronto; el detective enarcó las cejas e hizo un gesto contrariado con los labios-. Tengo la regla, pero lo dejamos para otro día, ¿vale?

Era mentira, claro, pero en el fondo deseaba que fuese cierto. Ya hacía once años de su última menstruación. Tan solo le quedaban las convulsiones, y no se trataba de un problema de origen físico. Le había costado años de rabia y sueños rotos.

Había sufrido un aborto y estuvo muy cerca de morir. Y se había quedado estéril. Eso era.

Si no, tal vez las cosas no hubieran llegado hasta ese punto.

Le pasó el índice con cuidado por la ceja partida sin lograr mitigar la rabia y la frustración que estaban ya en camino.

Adivinaba sus pensamientos. Se había traído a casa a la guarra que no tocaba, y no tenía intención de resignarse. ¿A qué coño iba a un club para solteros si estaba con el mes?

Cuando Kimmie advirtió cómo se le iban endureciendo las facciones, cogió el bolso, se levantó y se acercó a la ventana a contemplar el sombrío desierto de adosados y rascacielos lejanos. Casi no había luz, tan solo el frío resplandor de las farolas a cierta distancia.

– Has matado a Tine -dijo con calma mientras metía la mano en el bolso.

Lo oyó saltar del sofá como un resorte. En menos de un segundo lo tendría encima. Estaba algo confuso, pero el instinto cazador que llevaba dentro acababa de despertar.

Se volvió muy lentamente y sacó la pistola con el silenciador.

Él vio el arma cuando intentaba desembarazarse de la mesita del sofá y se quedó inmóvil, perplejo ante su propia conducta y lo que aquello suponía para su orgullo profesional. Tenía gracia. A Kimmie le encantaba esa mezcla de mudo asombro y miedo.

– Sí -dijo-, mal asunto. Te has traído el trabajo a casa sin saberlo.

Cabizbajo, estudió sus facciones. Era evidente que estaba añadiendo nuevas capas a la imagen que se había formado de una mujer devastada de la calle, que rebuscaba, confuso, en su memoria. ¿Cómo podía haber caído tan bajo? ¿Cómo era posible que se dejara engañar por el envoltorio y encontrase atractiva a una pordiosera?

Vamos, susurraron las voces. A por él, ¡es su lacayo y nada más! ¡Aprovecha!

– Si no fuera por ti, mi amiga estaría viva -afirmó con el alcohol abrasándole las entrañas. Miró hacia la botella. Dorada y medio llena. Otro traguito más, y las voces y el fuego se extinguirían.

– Yo no he matado a nadie -se defendió él paseando la mirada del dedo que Kimmie tenía en el gatillo al seguro de la pistola. Lo que fuera con tal de hacer que albergase dudas y creyera que había pasado algo por alto.

– ¿No te sientes como una rata arrinconada? -le preguntó. Era una pregunta intrascendente, pero el detective se negó a responder. Odiaba reconocerlo, ¿quién no?

Aalbæk había pegado a Tine. Aalbæk la había zarandeado hasta hacerla vulnerable. Aalbæk la había vuelto peligrosa para Kimmie. Sí, tal vez Kimmie fuera el arma, pero Aalbæk había sido la mano que la empuñaba. Por eso ahora tenía que pagar.

Él y los que daban las órdenes.

– Detrás de todo esto están Ditlev, Ulrik y Torsten, ya lo sé -dijo absorta ante la proximidad de la botella y su reparador contenido.

No lo hagas, susurró una de las voces. Pero no le hizo caso. Cuando alargó la mano hacia la botella, primero vio el cuerpo de Aalbæk como una vibración en el espacio y después un tembloroso montón de ropa y brazos y una lucha cuerpo a cuerpo.

La derribó ciego de ira. Kimmie había aprendido que quien pisotea la sexualidad de un hombre se gana un enemigo de por vida, y era verdad. Sus miradas famélicas, sus serviles esfuerzos por llevarla a la cama y el haberse mostrado franco y vulnerable tenían un precio y él se lo iba a cobrar.

La arrojó contra el radiador y las láminas atravesaron el colchón del pelo y se le hundieron en el cuero cabelludo. Levantó una figura de madera que había en el suelo y se la estrelló en la cadera. La aferró por los hombros y la retorció boca abajo. Le aplastó el torso contra el suelo y le dobló el brazo con el que sostenía la pistola, pero ella no la soltó.

Le taladró el antebrazo con los dedos. Para Kimmie el dolor no era nada nuevo, hacía falta algo más para obligarla a chillar.

– ¿Te crees que vas a venir aquí a ponerme cachondo? Tú a mí no me la das -exclamó mientras le daba puñetazos en el costado. Después consiguió mandar la pistola a un rincón y agarrarla por debajo del vestido hasta hacer que cedieran las medias y las bragas.

– Me cago en todo, guarra, ¡si no tienes la regla! -gritó.

Después la asió con fuerza, le dio la vuelta y la golpeó en la cara.

Se miraron a los ojos mientras la aprisionaba con las rodillas y le daba puñetazos al azar. Los muslos que se tensaron sobre ella enfundados en unos pantalones de tergal eran fibrosos. Las venas que le latían en los antebrazos estaban llenas de sangre.

La golpeó hasta que sus paradas defensivas empezaron a decaer y toda resistencia parecía inútil.

– ¿Has acabado ya, guarra? -le gritó mostrándole un puño preparado a repetir el castigo-. ¿O quieres acabar como tu amiguita?

¿Que si había acabado?

Acabaría cuando ya no respirase, antes no.

Lo sabía mejor que nadie.

Kristian era quien mejor la conocía. Solo él percibía el vuelco que le daba el estómago a causa de la emoción, la sensación química de estar flotando mientras su vientre enviaba señales de deseo a todas sus células.

Y cuando veían La naranja mecánica a oscuras, él le enseñaba hasta dónde podía llevar el deseo.

Kristian Wolf era el experto. Ya había estado con chicas, conocía la contraseña que conducía a sus más íntimos pensamientos y sabía cómo hacer girar la llave de sus cinturones de castidad. Y ella se encontraba de repente en medio del grupo con las miradas voluptuosas de todos ellos clavadas en su cuerpo desnudo a la luz parpadeante de las terroríficas imágenes que iban apareciendo en la pantalla. Les enseñó, a ella y a los demás, que se podía disfrutar de varias cosas a la vez. Que violencia y deseo iban de la mano.

Sin Kristian, nunca habría aprendido a usar su cuerpo como reclamo solo por el placer de la caza. Lo que él no había calculado era que Kimmie también iba a aprender a tener el control de cuanto la rodeaba por primera vez en su vida. Tal vez al principio no, pero después sí.

Cuando regresó de Suiza, dominaba aquel arte a la perfección.

Se acostaba con unos y con otros. Los enamoraba y luego rompía con ellos. Así pasaba las noches.

Durante el día todo era rutina. El frío glacial de su madrastra, los animales de Nautilus Trading, el contacto con los clientes y los fines de semana con la banda. Las agresiones esporádicas.

Hasta que Bjarne se acercó a ella y despertó unos sentimientos nuevos. Le dijo que tenía un concepto muy malo de sí misma, que podía hacerle ser mejor a él y a otras personas, que no tenía culpa alguna de lo que había hecho, que su padre era un cabrón y que tuviera cuidado con Kristian, que el pasado estaba muerto.

Tras cerciorarse de la resignación de su víctima, Aalbæk pasó a manosearse torpemente los pantalones. Kimmie esbozó una leve sonrisa. Quizá él pensara que así era como le gustaba, que todo había salido según sus planes, que era más retorcida de lo que había supuesto, que los mamporros formaban parte del ritual.

Pero Kimmie sonrió porque sabía que estaba vendido. Sonrió al ver que la sacaba. Sonrió cuando la sintió contra sus muslos desnudos y notó que no estaba lo bastante dura.

– Túmbate un momento y si quieres, lo hacemos -le susurró mirándolo a los ojos-. La pistola era un juguete, solo pretendía asustarte. Pero tú ya lo sabías, ¿a que sí?

Separó un poco los labios para hacer que parecieran más carnosos.

– Creo que te voy a encantar -dijo mientras se restregaba contra él.

– Yo también -contestó el detective al tiempo que le echaba una mirada sesgada al canalillo.

– Qué fuerte eres. Qué hombre.

Al acercarle los hombros con zalamería notó que él aflojaba las piernas para permitirle sacar el brazo. Ella le condujo la mano a su entrepierna y Aalbæk la liberó del todo para que pudiera cogerle la polla con la otra mano.

– No vas a contarles nada de esto a Pram y a los demás, ¿verdad? -le preguntó mientras se lo trabajaba hasta hacerle jadear.

Si había algo que no pensaba comunicarles en su informe era esto.

Era mejor no provocarlos. Había tenido ocasión de comprobarlo en carne propia.

Kimmie y Bjarne llevaban viviendo juntos medio año cuando Kristian decidió que no estaba dispuesto a consentirlo.

Un día, Kimmie se dio cuenta de que él había reunido a la banda para llevar a cabo otra de sus agresiones, que tuvo un desenlace insólito. Kristian perdió el control y al intentar recuperarlo volvió a los demás contra ella.

Ditlev, Kristian, Torsten, Ulrik y Bjarne. Uno para todos y todos para uno.

Esas eran las cosas que recordaba con toda claridad cuando Aalbæk, a horcajadas sobre ella, no pudo esperar más y decidió tomarla, por las buenas o por las malas.

Kimmie lo odiaba y lo adoraba al mismo tiempo. Nada daba más energía que el odio; nada aclaraba tanto las cosas como la sed de venganza.

Retrocedió con todas sus fuerzas hacia la pared y, apoyada en la durísima figura de madera con que la había golpeado, volvió a coger su miembro flácido. Eso bastó para hacerlo titubear. Bastó para que le permitiera frotárselo y acariciárselo hasta dejarlo al borde de las lágrimas.

Cuando se corrió en sus muslos, aún no había soltado todo el aire que aguantaba en los pulmones. Era un hombre que había vivido una noche de sorpresas, un hombre que había conocido tiempos mejores y que ya había olvidado la diferencia que puede llegar a haber entre una paja solitaria y la proximidad de una mujer. Estaba irremisiblemente perdido. Tenía la piel empapada, pero los ojos secos clavados en un punto del techo que se negaba a explicarle cómo era posible que se le hubiese podido escurrir de entre las manos y ahora estuviera allí, despatarrada, apuntándole con la pistola hacia el vientre que aún tenía palpitante.

– Saborea bien la sensación porque va a ser la última vez, hijo de puta.

Cuando se levantó, su esperma le chorreaba por la pierna y se sentía sucia y despreciable.

Exactamente igual que cuando la traicionaban las personas en quienes confiaba.

Como los golpes de su padre cuando no se comportaba correctamente. Como los sorprendentes insultos y bofetones de su madrastra cuando hablaba con entusiasmo de alguien. Igual que los dedos ásperos de una madre desvaída y borracha que no sabía hacia dónde ni por qué pegar. Empleaba palabras como corrección, discreción y urbanidad, palabras de las que una niña aprendió su importancia antes que su significado.

Luego estaba lo que le habían hecho Kristian, Torsten y los demás. Las personas en las que más confiaba en este mundo.

Sí, sabía lo que era sentirse sucia y le gustaba. La vida la había hecho dependiente. Era la única forma de seguir adelante. Solo así podía actuar.

– Levántate -le ordenó. Luego abrió la puerta del balcón.

Era una noche serena y húmeda. Los gritos en lenguas ininteligibles que salían de los adosados vecinos se cernían sobre el paisaje de hormigón como un eco vibrante.

– Levántate.

Agitó la pistola y advirtió que una sonrisa se extendía por el rostro tumefacto del detective.

– ¿No era de pega? -preguntó mientras avanzaba lentamente hacia ella subiéndose la cremallera del pantalón.

Kimmie se volvió hacia la figura de madera que estaba en el suelo y disparó. Era asombroso lo poco que sonó el tiro cuando la bala se le incrustó en la espalda.

Incluso para Aalbæk.

Retrocedió, pero ella volvió a hacerle señas para que se acercase al balcón.

– ¿Qué pretendes? -preguntó una vez fuera con un tono grave muy distinto al anterior y las manos aferradas a la barandilla.

Kimmie miró hacia abajo. La oscuridad se abría a sus pies como un pozo sin fondo capaz de engullirlo todo. El detective, consciente de ello, se echó a temblar.

– Cuéntamelo todo -le ordenó ella; después retrocedió hasta quedar a cubierto entre las sombras de la pared.

Él hizo lo que le decía. Despacio, pero desde el principio. Las documentadas observaciones de un profesional. Llegados a ese punto, no había nada que ocultar. Al fin y al cabo no era más que un trabajo. Ahora había más cosas en juego.

Kimmie iba viendo a sus viejos amigos a medida que Aalbæk hablaba para salvar la vida. Ditlev, Torsten, Ulrik. Dicen que los hombres poderosos se aprovechan de la impotencia de la gente. Incluida la suya propia. La historia no se cansaba de demostrarlo.

Cuando al tipo que tenía delante no le quedó nada más que añadir, le dijo fríamente:

– Tienes dos posibilidades. Salta o disparo. Son cinco pisos, saltando tienes la oportunidad de sobrevivir. Por los arbustos, ya sabes. ¿No es por eso por lo que los plantan tan cerca de las casas?

Él negó moviendo la cabeza de un lado a otro. Si había algo imposible, era eso. Había tenido que pasar tanto… Esas cosas no ocurrían.

Se armó de valor y esbozó una sonrisa lastimosa.

– Ahí abajo no hay arbustos, solo césped y hormigón.

– ¿Esperas que me apiade de ti? ¿Es que te apiadaste tú de Tine?

Él no dijo nada. Permaneció callado como un muerto con la frente surcada de arrugas y trató de convencerse de que no hablaba en serio. Acababan de hacer el amor. O algo parecido.

– Salta o te pego un tiro en el vientre. A eso no sobrevivirás, te lo aseguro.

Dio un paso hacia ella y observó con gesto de terror cómo bajaba la pistola y doblaba el dedo.

De no haber sido por el alcohol que le corría pesadamente por las venas, todo habría acabado con un disparo, pero, en un alarde de temeridad, se aferró a la barandilla y saltó por encima, y habría logrado descolgarse hasta el piso de abajo si Kimmie no le hubiese machacado las falanges con la culata hasta hacerlas crujir.

Solo se oyó un ruido sordo cuando aterrizó en el suelo. Ni siquiera un grito.

Luego Kimmie se volvió, regresó al salón y lanzó una ojeada hacia la maltrecha figura de madera que sonreía sobre la alfombra. Le devolvió la sonrisa, se agachó a recoger el casquillo y se lo guardó en el bolso.

Al cerrar la puerta a su espalda estaba satisfecha. Había pasado una hora limpiando a conciencia los vasos, la botella y un sinfín de cosas más. La figura de madera la había dejado colocada junto al radiador con una bonita tela alrededor.

Como un chef listo para recibir a los siguientes invitados del establecimiento.