174271.fb2 Los Chicos Que Cayeron En La Trampa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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30

Del salón salían chasquidos, estruendo y un jaleo de mil demonios, como si todos los elefantes del mundo hubiesen arremetido en estampida contra los más que gastados muebles de Ikea del subcomisario.

Vamos, que Jesper daba otra fiesta.

Carl se restregó las sienes y se preparó para soltarle una perorata.

Cuando al fin abrió la puerta en medio de un escándalo ensordecedor, se encontró con la luz de un televisor parpadeante y con Morten y Jesper, cada uno en una punta del sofá.

– ¿Qué cojones está pasando aquí? -exclamó despistado por la omnipresencia del ruido y el vacío de la habitación.

– Surround sound -lo informó Morten con cierto orgullo tras bajar el volumen al máximo, con el mando a distancia.

Jesper señaló hacia la hilera de altavoces ocultos tras los sillones y la estantería con una mirada que quería decir: Flipante, ¿eh?

Adiós a la paz en el hogar de la familia Mørck.

Le pasaron una Tuborg templadorra e intentaron alisarle las arrugas del ceño explicándole que el equipo era un regalo de los padres de un amigo de Morten, que no conseguían hacerse con él.

Sabias personas.

Llegados a ese punto, cedió al impulso de pasar al contrataque.

– ¡Tengo algo que comunicarte, Morten! Hardy me ha preguntado si te gustaría cuidar de él aquí, en casa. Cobrando, claro. Pondremos su cama ahí mismo, donde está ese altavoz de graves tan guay que habéis traído. Lo instalaremos detrás de la cama, así la bolsa de orina puede ir encima.

Bebió un sorbito, deseoso de comprobar los efectos de la noticia una vez digerida por sus lentos cerebros de los sábados.

– ¿Cobrando? -repitió su inquilino.

– ¿Y tiene que venir precisamente aquí? -protestó Jesper con una mueca de disgusto-. Bueno, a mí me la trae floja. Si no me dan un piso subvencionado en Gammel Amtsvej, cualquier día me voy a vivir con mamá a la cabaña.

Tendría que verlo con sus propios ojos para creérselo.

– ¿Cuánto crees que puede ser? -continuó Morten.

Esta vez sí que se le puso la cabeza como un bombo.

Al cabo de dos horas y media despertó con los ojos clavados en un despertador que decía «SUNDAY 01:39:09» y la mente repleta de pendientes de plata y amatista y nombres como Kyle Basset, Kåre Bruno y Klavs Jeppesen.

En el cuarto de Jesper había resucitado el Nueva York del gangsta rap y Carl se sentía como si hubiese inhalado una sobredosis de alguna mutación del virus de la gripe. Las mucosas secas, las cuencas de los ojos que parecía que iban a romperse y una agotadora pesadez por el cuerpo y las extremidades.

Pasó largo rato echado luchando consigo mismo antes de decidirse a sacar las piernas de la cama y considerar la posibilidad de darse una ducha humeante que achicharrara a unos cuantos bichos infectos.

Descartada la idea, encendió la radio despertador y oyó la noticia de que había aparecido otra mujer apaleada y medio muerta en un contenedor de basura. Esta vez en Store Søndervoldstræde, pero en circunstancias idénticas al caso de Store Kannikestræde.

Curiosa la coincidencia, dos nombres compuestos que empiezan por «Store» y terminan en «stræde», se dijo mientras trataba de recordar si había más calles por el estilo en el distrito del Departamento A.

Por eso le pilló despierto la llamada de Lars Bjørn.

– No sería mala idea que te vistieras y vinieras a Rødovre a reunirte conmigo -le sugirió.

Carl estaba a punto de darle una respuesta demoledora, por ejemplo que Rødovre no era su zona, y hablarle de los contagios y las enfermedades infecciosas cuando Bjørn le cerró la boca con la noticia de que habían encontrado el cadáver del detective Finn Aalbæk en el césped cinco pisos por debajo de su balcón.

– La cabeza está intacta, pero el cuerpo le ha encogido por lo menos medio metro. Debe de haber aterrizado de pie. Tiene la columna vertebral incrustada en el cráneo -fue su pintoresca descripción de la escena.

Inopinadamente, funcionó contra la jaqueca. Al menos se le olvidó.

Carl encontró a Lars Bjørn delante de la fachada del edificio. El inmenso grafiti que asomaba tras él, «Kill your Mother and fuck your fucking dog!», no le daba precisamente un aire más alegre.

Todo en Bjørn decía que no pintaba nada al oeste de Valby Bakke, y que si estaba allí solo era para expiar su culpa.

– ¿Qué haces aquí, Lars? -preguntó el subcomisario mirando hacia las ventanas iluminadas de unos edificios que había tras unos árboles casi desnudos a menos de cien metros de distancia. Era el instituto de Rødovre del que prácticamente acababa de salir. La fiesta de antiguos alumnos se estaba alargando.

Qué extraña sensación. Hacía apenas seis horas había estado allí hablando con Klavs Jeppesen y ahora, Aalbæk yacía muerto a sus pies al otro lado de la calle. ¿Qué coño estaba pasando?

Bjørn le lanzó una mirada sombría.

– Como recordarás, acaban de interponer una denuncia contra uno de los hombres de confianza de Jefatura aquí presentes por agredir brutalmente al finado, así que Marcus y yo hemos pensado que no estaría de más acercarnos por aquí a ver de qué iba todo esto. Tú no sabrás nada al respecto, ¿verdad, Carl?

Menudo tonito para una oscura y fría noche de septiembre.

– Si lo hubierais seguido, como os pedí, estaríamos un poco menos perdidos, ¿a que sí? -contestó entre dientes mientras trataba de descifrar dónde empezaba y dónde terminaba aquel bulto que se había incrustado en el césped a diez metros de distancia.

– Lo han encontrado esos descebrebrados -lo informó Bjørn señalando hacia la valla de una escuela infantil y después hacia una mezcolanza de chavales inmigrantes con pantalones de chándal de rayas y pálidas adolescentes danesas de vaqueros ultraajustados. Estaba claro que no todos lo encontraban igual de guay.

– Iban a entrar a la zona de columpios de la guardería, el colegio o lo que sea eso, coño, pero no han llegado tan lejos.

– ¿Cuándo ha sido? -le preguntó Carl al forense, que ya estaba recogiendo sus cosas para marcharse.

– Bueno, ya ha empezado a refrescar, pero estaba al abrigo del edificio, así que yo diría que hará unas dos horas o dos y media -contestó con unos ojos cansados que anhelaban su edredón y el trasero calentito de su mujer.

El subcomisario se volvió hacia Bjørn.

– Yo estaba en el instituto de enfrente a eso de las siete, para que lo sepas. Hablando con un antiguo novio de Kimmie. Es totalmente casual, pero pon en el informe que te lo he dicho yo mismo.

Bjørn sacó las manos de los bolsillos de su chaqueta de cuero y se subió las solapas.

– Vaya, ¡no me digas!

Lo miró directamente a los ojos.

– ¿Nunca has subido a su casa, Carl?

– No, te puedo asegurar que no.

– ¿Estás seguro?

Con la mano en el corazón, pensó mientras sentía el recochineo de su jaqueca desde su escondrijo.

– Con la mano en el corazón -contestó al fin a falta de algo mejor-, esto ya es demasiado. ¿Habéis subido?

– Los chicos de la policía de Glostrup están arriba.

– ¿Samir?

– Samir Ghazi, el que nos han mandado para sustituir a Bak. Es de la policía de Rørovre.

¿Samir Ghazi? En ese caso, Assad ya tenía un congénere con el que compartir su sopa de engrudo.

– ¿Habéis tropezado con alguna carta de despedida? -preguntó Carl tras estrechar una manaza áspera que cualquier policía de Selandia con años de servicio a sus espaldas identificaría como la del comisario Antonsen. Unos segundos en su tenaza y nadie volvía a ser el mismo. Algún día se decidiría a decirle que podía ahorrarse las demostraciones de fuerza.

– ¿Una carta de suicidio? No, no había nada. Y que me aspen si no había alguien echándole una mano.

– ¿Qué quieres decir?

– Que aquí dentro no hay ni una puta huella. Nada en el picaporte del balcón, nada en la primera fila de vasos del armario de la cocina, nada al borde del sofá. En cambió sí que había unas huellas bien visibles en la barandilla, seguramente de Aalbæk. Y ¿por qué agarrarse a la barandilla si había decidido saltar?

– Arrepentimiento. No sería la primera vez.

Antonsen soltó una risita. Siempre lo hacía cuando encontraba a algún investigador fuera de su jurisdicción. Una modalidad de condescendencia bastante llevadera, si no había más remedio.

– Hay sangre en la barandilla. No mucha, un ligero roce. Y me da a mí que ahora, cuando bajemos a echarle un vistazo, le vamos a encontrar marcas de golpes en las manos. Uf, esto apesta.

Acababa de enviar a un par de peritos al cuarto de baño cuando, de pronto, delante de Carl y de Bjørn apareció un tipo apuesto y moreno.

– Uno de mis mejores hombres y vais vosotros y me lo levantáis. Miradnos a los ojos y decid que estáis avergonzados.

– Samir -se presentó el recién llegado tendiéndole una manaza enorme a Bjørn. Así que no se conocían.

– Que sepáis que si no tratáis bien a Samir tendréis que véroslas conmigo -dijo Antonsen dándole una palmadita en el hombro.

– Carl Mørck -lo saludó el subcomisario, que recibió un apretón de manos que no tenía nada que envidiar al que acababa de darle el comisario.

– Sí, es él -asintió Antonsen ante la mirada inquisitiva de Samir-. El tío que resolvió el caso de Merete Lyngaard y que, por lo que cuentan, le soltó un par de galletas a Aalbæk.

Se echó a reír. Al parecer, Finn Aalbæk tampoco había sido precisamente popular en la zona oeste.

– Estas astillas de la alfombra -apuntó uno de los peritos mientras señalaba hacia unos chirimbolillos diminutos que había delante de la puerta del balcón- no deben de llevar ahí demasiado tiempo. Están encima de toda la porquería.

Ataviado con su mono blanco, Carl se arrodilló a estudiarlos más de cerca. Una raza curiosa, esos de la científica. Pero competente, había que reconocérselo.

– ¿Podrían ser de un bate o algo así? -quiso saber Samir.

El subcomisario echó un vistazo por la estancia y no encontró nada digno de atención aparte de la gruesa figura de madera que había junto al balcón con una tela atada a la cintura. Un Oliver Hardy muy bien tallado, con su bombín y todo. Su compañero Stan estaba arrinconado con un aire mucho menos activo. Era extraño.

Carl se agachó a quitarle la tela y echó la estatuilla un poco hacia delante. Prometedor, muy prometedor.

– Ya le daréis vosotros la vuelta, pero me parece que esta figurita no anda muy bien de la espalda, que digamos.

Todos se arremolinaron a su alrededor y empezaron a analizar las dimensiones del orificio y la masa de la madera incrustada.

– Un calibre relativamente pequeño. El proyectil no ha llegado a atravesarla, continúa ahí dentro -dijo Antonsen ante la mirada aprobadora de los peritos.

Carl estaba de acuerdo. Seguramente un 22. Pequeño, pero letal, si era lo que se pretendía.

– ¿Han oído algo los vecinos? Me refiero a gritos o disparos -preguntó olisqueando el agujero.

Gestos de negación.

Le extrañaba y no le extrañaba. El edificio estaba en pésimo estado y prácticamente abandonado; quedarían poco más de un par de vecinos por piso. Seguramente no habría nadie ni debajo ni encima. Aquel caserón rojo tenía los días contados. Poco importaría que se viniera abajo con la próxima tormenta.

– Huele a reciente -comentó al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás-. Disparada a un par de metros de distancia, ¿no os parece? Y esta noche.

– Desde luego -dijo el perito.

Carl se asomó al balcón y miró hacia abajo. Joder con la caidita.

Contempló el mar de luces de los edificios bajos del otro lado. Había rostros en todas las ventanas. No tenían problemas de curiosidad ni en una noche tan negra como aquella.

De repente su móvil empezó a sonar.

La persona que llamaba no se presentó, pero no era necesario.

– No te lo vas a creer, Carl -dijo Rose-, pero los del turno de noche de Svendborg han encontrado el pendiente. El tipo que hacía la guardia sabía exactamente dónde estaba. ¿No es increíble?

Consultó su reloj. Lo más increíble de todo era que ella creyese que él estaba para ese tipo de noticias a esas horas de la noche.

– No estarías durmiendo, ¿no? -le preguntó; y sin esperar respuesta, continuó-: Salgo hacia Jefatura ahora mismo. Van a mandar una foto.

– ¿Y no puedes esperar a que amanezca, o al lunes?

Otra vez aquellos martillazos en la cabeza.

– ¿Se te ocurre quién ha podido obligarlo a tirarse? -le preguntó Antonsen cuando colgó.

Hizo un gesto negativo. Que quién podía haber sido, le preguntaba. Seguramente alguien a quien Aalbæk le había jodido la existencia al meter las narices en su vida, alguien que quizá pensara que sabía demasiado. Pero también podría tratarse de la banda. Ocurrírsele, se le ocurrían montones de posibilidades, solo que ninguna de ellas era una prueba que pudiera pregonarse a los cuatro vientos.

– ¿Habéis registrado su despacho? -preguntó-. Su cartera de clientes, su agenda de reuniones, los mensajes del contestador, el correo electrónico…

– Hemos mandado gente para allá y dicen que no es más que un viejo cuartucho vacío con un buzón.

Carl echó un vistazo a su alrededor con el ceño fruncido. Después se acercó al escritorio que había junto a la pared del fondo, se agenció una de las tarjetas de visita de Aalbæk que había bajo la carpeta y marcó el número de la agencia.

No habían pasado ni tres segundos cuando empezó a sonar un móvil en el recibidor.

– ¡Bueno! Ya sabemos dónde estaba su despacho en realidad -exclamó-. Aquí mismo.

No resultaba nada evidente. No había un solo archivador, ni una carpeta con recibos a la vista. Solo libros baratos, cachivaches dispersos y varias ristras de CD de Helmut Lotti y otros tipos de ese pelaje.

– No dejéis ni un solo centímetro sin revisar -ordenó Antonsen.

La cosa iba a llevar su tiempo.

No llevaba ni tres minutos metido en la cama con todos los síntomas de la gripe lanzándose con energías renovadas a un nuevo asalto contra su organismo, cuando Rose volvió a llamarlo. Esta vez con las cuerdas vocales a pleno rendimiento.

– Es El Pendiente, Carl. La pareja del que apareció en Lindelse Nor. Ahora podemos relacionar el que encontramos en la funda de Kimmie con las desapariciones de Langeland con total seguridad, ¿no es increíble?

Sí que lo era, pero costaba un poquito seguirle el ritmo.

– Y no solo eso, Carl. Ha llegado la respuesta a unos mensajes que mandé el sábado por la mañana. Puedes ir a hablar con Kyle Basset, ¿no es un pasote?

Carl se encogió de hombros y reptó, cansado, hacia la cabecera de la cama. ¿Kyle Basset? El chico al que habían acosado en el internado. Sí, claro; era… un pasote, eso.

– Puede recibirte a mediodía. Hemos tenido suerte, porque no suele pasar por su despacho, pero los domingos sí. Os vais a ver a las dos, así puedes tomar el vuelo de vuelta a las 16:20.

El torso se le enderezó él solito como si le hubiera saltado un resorte en la espalda.

– ¡VUELO! ¿De qué coño estás hablando, Rose?

– Sí, es en Madrid. Ya sabes que tiene la empresa en Madrid.

Carl abrió unos ojos como platos.

– ¡MADRID! Yo no pienso ir a Madrid así me maten. Vete tú, no te jode.

– Ya te he reservado los billetes, Carl. Sales con SAS a las 10:20. Nos vemos en el aeropuerto una hora y media antes. Ya te he hecho el check-in.

– No, no y no; yo no pienso ir en avión a ningún sitio.

Intentó tragar una masa viscosa que se le había quedado en la campanilla.

– ¡Ni de coña!

– ¡Guau, Carl! ¿Te da miedo volar?

Se echó a reír con una de esas risas que imposibilitaban cualquier respuesta plausible.

Vaya si le daba miedo volar. Al menos hasta donde él sabía, porque la única vez que lo había intentado -para ir a Aalborg a una fiesta-, había hecho la ida y la vuelta con tal melopea preventiva que Vigga había estado a punto de partirse la espalda arrastrándolo de un lado a otro. Al cabo de quince días, seguía agarrándose a ella en sueños. ¿A quién coño se iba a agarrar ahora?

– No tengo pasaporte y no pienso hacérmelo, Rose. Anula esos billetes.

Otra vez esa risa. Una mezcla realmente desagradable, esa combinación de dolor de cabeza, pavor y aquellos gorgoritos taladrándole los tímpanos.

– Del pasaporte ya me he encargado yo con la policía del aeropuerto -le explicó-. Puedes recogerlo mañana. Tranquilo, Carl, te daré unos Frisium. Tú lo único que tienes que hacer es presentarte en la terminal tres con hora y media de antelación. El metro te lleva directamente y no hace falta que cojas el cepillo de dientes. Pero que no se te olvide la tarjeta de crédito, ¿de acuerdo?

Luego colgó y lo dejó solo en la oscuridad. Era del todo incapaz de recordar en qué momento habían empezado a torcerse las cosas.