174271.fb2
Como de costumbre, el que estaba más enterado de las noticias era Ulrik, pero él no se había pasado el fin de semana entrenando con la ballesta como Ditlev. Eran muy diferentes, y siempre lo habían sido. Ulrik prefería ir por la vida con todas las facilidades posibles.
Cuando sonó el teléfono, Ditlev estaba frente al estrecho disparando series de flechas hacia una diana. Al principio, muchas pasaban de largo y acababan haciendo cabrillas en el agua, pero en los últimos dos días eran pocas las que salían despedidas de la ballesta y no aterrizaban exactamente en su objetivo. Ya era lunes y estaba entretenido en alinear cuatro flechas en cruz en el centro de la diana, cuando la voz aterrorizada de Ulrik puso fin a la diversión.
– Kimmie ha matado a Aalbæk -anunció-. Lo he oído en las noticias, sé que ha sido ella.
En una décima de segundo, el dato penetró en la mente de Ditlev. Era como un presagio de muerte.
Escuchó atentamente la breve e inconexa historia de Ulrik acerca de la fatal caída del detective y demás circunstancias.
Por lo que había entendido de la interpretación que hacían los medios de las vaguedades de la policía, no estaba claro que se pudiera hablar de suicidio. Lo que, hablando en plata, quería decir que tampoco se podía descartar que fuera un asesinato.
Era una noticia de la mayor gravedad.
– Tenemos que vernos los tres, ¿me oyes? -susurró Ulrik como si Kimmie ya le siguiera la pista-. Si no nos mantenemos unidos, nos pillará de uno en uno.
Ditlev contempló la ballesta que colgaba del extremo de la correa de cuero que sostenía en la mano. Ulrik tenía razón. Eso lo cambiaba todo.
– De acuerdo -contestó-. De momento vamos a hacer lo que habíamos dicho. Mañana a primera hora nos reunimos en la finca de Torsten para la cacería y después parlamentamos. Que no se te olvide que solo es la segunda vez que ataca en más de diez años. Aún hay tiempo, Ulrik, tengo esa sensación.
Contempló el estrecho con la mirada perdida. De nada servía darle la espalda. O ella o ellos.
– Escucha, Ulrik -dijo-. Voy a llamar a Torsten para informarlo. Mientras tanto, tú puedes hacer unas llamadas a ver qué averiguas. Por ejemplo, a la madrastra de Kimmie. Ponla al tanto de la situación, ¿vale? Pídele a la gente que nos avise si se enteran de algo. Lo que sea. Y Ulrik -añadió antes de colgar-, no salgas de casa si puedes evitarlo hasta que nos veamos, ¿vale?
No le había dado tiempo a guardarse el móvil en el bolsillo cuando volvió a sonar.
– Soy Herbert -se presentó una voz sin brillo.
Su hermano mayor no lo llamaba jamás. Cuando la policía investigaba el crimen de Rørvig, Herbert caló a su hermano pequeño con una sola mirada, aunque nunca dijo nada. No comentó sus sospechas ni intentó entrometerse, pero aquello no fue precisamente el inicio de una gran relación. Antes tampoco la había. Los sentimientos no se llevaban demasiado entre los miembros de la familia Pram.
A pesar de todo, Herbert nunca le había fallado en los momentos decisivos. Probablemente porque su eterno miedo al escándalo estaba por encima de cualquier otra consideración. El temor a que todo lo que él representaba se manchara le producía un sentimiento abrumador.
Por eso había sido la herramienta perfecta cuando Ditlev olfateaba en busca de una posibilidad de frenar la investigación del Departamento Q.
Y por eso telefoneaba ahora.
– Te llamo para avisarte de que la investigación del Departamento Q vuelve a estar en marcha. No puedo facilitarte más datos porque mi contacto en Jefatura ha replegado las antenas, pero el caso es que ese tipo que está al frente, Carl Mørck, ya sabe que habéis intentado entrometeros en su trabajo. Lo lamento, Ditlev. Trata de pasar desapercibido una temporada.
Ditlev también empezaba a notar las embestidas del pánico.
Pilló a Torsten Florin en el preciso instante en que el rey de la moda salía marcha atrás de su plaza de aparcamiento de Brand Nation. Acababa de enterarse de lo de Aalbæk y coincidía con Ditlev y Ulrik en que era obra de Kimmie. De lo que no estaba enterado era de que el Departamento Q y Carl Mørck habían vuelto a la carga.
– Joder, la cosa se está poniendo cada vez más negra -oyó al otro lado de la línea.
– ¿Quieres suspender la cacería? -preguntó Ditlev.
El largo silencio al otro extremo era más que elocuente.
– ¡No! El zorro se moriría -contestó al fin.
Como si lo viera. Seguro que Torsten se había pasado el fin de semana deleitándose con los tormentos de aquel pobre animal enloquecido.
– Deberías haberlo visto esta mañana -prosiguió-, completamente enloquecido. Pero deja que lo piense.
Ditlev lo conocía. En aquellos momento libraba una batalla entre sus impulsos asesinos y la sensatez con la que había manejado su vida laboral y su creciente imperio desde los veinte años. No tardaría en oírlo musitar una plegaria. Así era él. Cuando no podía solucionar las cosas por sus propios medios, siempre tenía algún dios al que invocar.
Ditlev se colocó el auricular del móvil en el oído, tensó la cuerda de la ballesta y sacó una nueva flecha de la aljaba. A continuación la cargó y apuntó hacia uno de los postes del antiguo embarcadero. El ave acababa de posarse y se estaba sacudiendo la bruma de las alas cuando Ditlev calculó la distancia y el viento y disparó como si acariciara con el dedo la mejilla de un niño.
El animal no se dio cuenta de nada. Cayó atravesado al agua y allí se quedó flotando, eso fue todo; mientras tanto, Torsten salmodiaba casi imperceptiblemente al otro lado de la línea.
Aquel prodigioso disparo fue lo que decidió a Ditlev a abrir el baile.
– Seguimos adelante, Torsten -dijo-. Reúne a todos los somalíes esta noche y dales instrucciones para que a partir de ahora estén atentos con Kimmie. Ponlos en guardia. Enséñales una foto suya. Promételes una gratificación fuera de serie si ven algo.
– De acuerdo -contestó él tras unos segundos de reflexión-. ¿Y el terreno de la cacería? No podemos tener por ahí sueltos a Krum y todos esos descerebrados.
– ¿Qué dices? Podemos tener a quien nos dé la gana. Si se acerca, es mejor tener testigos que vean que las flechas la atraviesan.
Ditlev le dio unas palmaditas a la ballesta y observó la pequeña mancha blanca que lentamente se iba yendo mar adentro arrastrada por las olas.
– Sí -continuó-. Si aparece, será más que bienvenida. ¿Estamos de acuerdo, Torsten?
Los gritos de su secretaria desde la terraza de Caracas le impidieron oír su respuesta. Por lo que podía ver a esa distancia, agitaba las manos y se las llevaba al oído.
– Creo que alguien me busca, Torsten. Tengo que colgar. Nos vemos mañana por la mañana, ¿vale? Take care.
Colgaron al mismo tiempo y al segundo volvió a sonar el teléfono.
– ¿Has vuelto a desconectar la llamada en espera, Ditlev?
Era su secretaria, que ahora permanecía inmóvil en la terraza de la clínica.
– Pues no lo hagas, porque así no puedo localizarte. Hay mucho jaleo por aquí. Un tipo que dice ser el subcomisario Carl Mørck anda metiendo las narices por todas partes. ¿Qué hacemos? ¿Quieres hablar con él o qué? No nos ha enseñado ninguna orden y no creo que la tenga.
Ditlev sentía la bruma salada en el rostro. Aparte de eso, nada. Habían pasado más de veinte años desde la primera agresión, veinte años con una cosquilleante inquietud y una preocupación latente que lo impulsaban como una fuente de energía siempre en aumento.
En aquel instante no sentía nada y aquello no era una sensación agradable.
– No -contestó-. Di que he salido de viaje.
La gaviota desapareció por completo en la oscuridad de las olas.
– Di que he salido de viaje y ocúpate de que lo echen y lo manden al infierno.