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La mañana del día en que iba tener lugar la caza del zorro, Torsten Florin, fiel a su costumbre, se despertó al compás de la música clásica y del sonido de unos pasitos breves y ligeros, y al abrir los ojos se encontró con una joven negra con el torso desnudo y los brazos extendidos. En sus manos sostenía, como siempre, una bandeja de plata. Su sonrisa carecía de vida, era forzada, pero eso a él le traía sin cuidado. No necesitaba su afecto ni su entrega, solamente un poco de orden en su existencia, y orden quería decir cumplir con el ritual al pie de la letra. Así era todo desde hacía diez años y así pretendía que siguiera siendo. Algunas personas con dinero recurrían a esas cosas en sus campañas de marketing personal. Torsten lo hacía para sobrevivir a la rutina.
Levantó la servilleta, aspiró su aroma, se la colocó en el pecho y cogió el plato con cuatro corazones de pollo que le tendía la joven con el convencimiento de que sin aquellos órganos recién extraídos de los animales su vida se consumiría.
Se comió el primero de un bocado y a continuación rezó su plegaria para favorecer la caza. Luego dio cuenta de los otros tres corazones y se dejó limpiar el rostro y las manos con un paño con aroma de alcanfor que la muchacha manejaba con destreza.
Después les indicó con una seña a ella y a su marido, que había montado guardia durante toda la noche, que abandonaran la estancia y se dispuso a saborear el espectáculo de los débiles rayos luminosos del día que alboreaba atravesando el bosque. En unas horas se desencadenaría todo. A las nueve estaría listo el grupo de cazadores. Esta vez no buscarían a su presa a la débil luz del alba, iban a vérselas con un animal demasiado astuto y enloquecido. Tendrían que hacerlo a plena luz del día.
Imaginó al zorro azuzado por la rabia y el instinto de supervivencia cuando lo soltaran, con qué facilidad se aplastaría contra el suelo a la espera del momento justo cuando se aproximaran los ojeadores. Una sola dentellada en la ingle de cualquiera de ellos y se acabó.
Pero Torsten conocía a sus somalíes, no permitirían que el zorro se les acercase tanto. Le preocupaban más los cazadores. Bueno, preocupar no era quizá la palabra apropiada porque la mayoría era gente hábil que se había unido a sus juegos muchas veces y suspiraba por vivir su vida al límite. Hombres influyentes que movían los hilos del país. Individuos de miras más altas que las de la gente de a pie. Por eso se encontraban allí. Estaban hechos de otra pasta. No, no se sentía preocupado, sino devorado por una inquietud excitante.
De no haber sido por Kimmie y ese puto policía que había ido a hablar con Krum, y porque casos que hacía mucho que deberían haber caído en el olvido, como los de Langeland, Kyle Basset y Kåre Bruno, volvían a salir a la luz, el día habría sido perfecto.
Ya volvería a ocuparse de ese asunto en el plazo de unas horas.
¿Cómo coño podía aquel ser inferior, aquel policía que de pronto se le había plantado en la puerta, tener noticias de todo eso?
De pie en el recinto acristalado, en medio del griterío de los animales, observó al zorro mientras los somalíes sacaban la jaula de su rincón. Tenía una mirada salvaje y no dejaba de lanzarse contra los barrotes y morderlos como si fuesen tejidos vivos. Aquellos dientes llenos de bacterias letales que estaban acabando con la vida del animal hicieron que un cosquilleo le bajara por la espalda.
A la mierda la policía, a la mierda Kimmie y a la mierda todas las pequeñeces de este mundo. El paso hacia la antesala de la eternidad que suponía soltar a aquella bestia en medio de todos ellos estaba por encima de cualquier otra consideración.
– No tardaréis en enfrentaros a vuestro destino, Señor Zorro -dijo alargando un puño hacia la jaula.
Miró a su alrededor. Era una visión celestial. Más de cien jaulas con todo tipo de animales. Su última adquisición era la jaula de las fieras que acababan de traerle de Nautilus. La habían colocado en el suelo y en su interior había una hiena furiosa que le lanzaba miradas de reojo con el lomo arqueado. La pondrían en la esquina, en el sitio del zorro, con las demás piezas únicas. Ya estaban garantizadas las cacerías hasta Navidad. Lo tenía todo bajo control.
De pronto oyó los coches que entraban en el patio y se volvió sonriente hacia la entrada.
Ulrik y Ditlev llegaban puntuales, como siempre. Un elemento más que marcaba la diferencia.
Al cabo de diez minutos se hallaban en el túnel de tiro, con la ballesta y la mirada en estado de alerta. Ulrik tenía el día masoquista y se estremecía de gozo al hablar de Kimmie. De la incertidumbre sobre su paradero. Tal vez se hubiera excedido con las rayas blancas esa mañana. Ditlev, en cambio, tenía la mente despejada y un brillo especial en los ojos. En su brazo, la ballesta parecía una prolongación natural de su organismo.
– Sí, gracias; he dormido de maravilla. Que vengan Kimmie y todos los demás -dijo en respuesta a la pregunta de Torsten-. Estoy listo para lo que sea.
– Estupendo -contestó Torsten. No quería estropear el buen humor de sus compañeros de cacería con la visita del subcomisario Mørck y sus fisgoneos en el pasado. Eso podía esperar a que terminaran los ejercicios de tiro-. Bueno es saberlo, creo que te va a hacer falta.