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Corría con la cabeza echada hacia atrás y vislumbraba el suelo a sus pies como un centelleo que iba alternando hojas secas y ramas traicioneras. Por detrás, a lo lejos, oyó durante algún tiempo las furibundas protestas de Assad hasta que al fin lo envolvió el silencio.
Aminoró el paso. Luchó contra la cinta aislante de las muñecas. La nariz reseca por la dificultad de respirar. La nuca doblada para alcanzar a ver algo.
Tenía que quitarse la cinta de los ojos, eso lo primero. No tardarían en llegar de todas partes. Los cazadores de la finca y los ojeadores de sabe Dios dónde. Hizo un giro completo y no vio más que árboles y más árboles por las estrechas rendijas que dejaba la cinta aislante. Después echó a correr unos segundos más hasta que una rama baja lo golpeó en la cabeza y le hizo caer hacia atrás.
– Me cago en la leche -se lamentó-. Me cago en la leche puta.
Consiguió incorporarse a duras penas y escogió una rama tronchada que había a la altura de su cabeza. Luego se acercó cuanto pudo al tronco, logró pasar la punta doblada de la rama por debajo de la cinta y que saliera en paralelo a la aleta de la nariz y se agachó muy lentamente. La cinta se le tensó por la nuca, pero no llegó a desprenderse de la zona de los ojos. La tenía demasiado pegada a los párpados.
Volvió a tirar intentando mantener los ojos cerrados, pero sentía que los párpados seguían la dirección del movimiento y los ojos se le ponían en blanco.
– Mierda, mierda, mierda -maldijo sacudiendo la cabeza de un lado a otro mientras la rama le arañaba el párpado.
Oyó por primera vez los gritos de los ojeadores. No estaban tan lejos como esperaba, quizá a unos centenares de metros, aunque era difícil determinarlo allí, en el bosque. Al levantar la cabeza para sacar la rama de la cinta comprobó que veía más o menos bien con un ojo.
Por delante de él se extendía un bosque tupido. La luz se filtraba de una manera bastante irregular y, a decir verdad, no tenía la menor idea de qué era el Norte y qué el Sur. Eso le bastó para comprender que aquello podía ser el principio del fin de Carl Mørck.
Los primeros disparos resonaron cuando acababa de entrar en el primer claro; los ojeadores estaban tan cerca que no le quedó más remedio que echarse al suelo. Por lo poco que podía ver, el cortafuegos estaba algo más adelante y tras él arrancaban los senderos que atravesaban la zona pública del bosque. A tiro de piedra, no habría más de setecientos u ochocientos metros hasta el lugar donde había aparcado el coche, pero ¿de qué le servía si no sabía en qué dirección?
Veía las aves que levantaban el vuelo por encima de los árboles y oía movimiento en el monte bajo. Los ojeadores gritaban y golpeaban tacos de madera unos contra otros. Los animales huían.
Si llevan perros, me encuentran en dos patadas, pensó mientras bajaba la mirada hacia un montón de hojarasca que el viento había acumulado junto a un tronco que formaba una «y».
Cuando saltaron los primeros corzos se estremeció sobresaltado, rodó instintivamente hacia el montón de hojas y se retorció, se arqueó y se agitó hasta quedar enterrado.
Ahora respira con calma y muy, muy despacio, pensó en el interior de aquel montón que olía a humus. Joder, ojalá que Torsten Florin no hubiese pertrechado a sus ojeadores con teléfonos móviles y no pudiera avisarlos de que en ese preciso instante andaba por allí un poli suelto que por nada del mundo debía escapar. ¡Ojalá! Pero ¿era probable? ¿Sería posible que un hombre como Florin no hubiese tomado precauciones? No, imposible. Los ojeadores sabían perfectamente qué y quién había por delante, por supuesto.
Una vez oculto entre las hojas descubrió que se le había vuelto a abrir la herida y sintió que la sangre que iba perdiendo lentamente le pegaba la camisa al cuerpo. Si había perros, lo olfatearían en un santiamén. Y si tenía que permanecer mucho rato allí tumbado, se desangraría.
Así, ¿cómo cojones iba a poder ayudar a Assad? Y si, contra todo pronóstico, sobrevivía y Assad moría, ¿cómo iba a poder volver a mirarse al espejo? No podría. Ya había perdido a un compañero. Ya le había fallado a un compañero. Así era.
Respiró hondo. No podía volver a suceder. Aunque le valiera arder en el infierno. Aunque le supusiera pudrirse en la cárcel. Aunque le costase la vida.
Se apartó las hojas de la cara de un soplido y oyó un murmullo que no tardó en cobrar fuerza y transformarse en jadeos y débiles gañidos. Sintió que su pulso iba en aumento y que la herida del hombro le latía con violencia. Si era un perro, aquello era el fin.
A lo lejos, los pasos decididos de los ojeadores resonaban cada vez más nítidos. Reían, gritaban, sabían cuál era su cometido.
De pronto cesaron los chasquidos del avance del animal a través de la maleza y Carl supo que lo estaba observando.
Se apartó un par de hojas más de la cara de otro soplido y se encontró frente a frente con la cabeza inclinada de un zorro. Tenía los ojos inyectados en sangre, jadeaba como si estuviera gravemente enfermo y todos sus músculos se agitaban como si el frío de la escarcha le hubiese calado hasta los huesos.
Al verlo parpadear entre las hojas empezó a bufar, y bufó también cuando Carl dejó de respirar. Le enseñó los dientes con un gruñido demente y se arrastró hacia él con la cabeza gacha.
De repente se puso rígido. Levantó la cabeza y miró hacia atrás como si olfateara el peligro. Luego se volvió de nuevo hacia el policía y, como si tuviese capacidad de raciocinio, reptó por la tierra en dirección a él, se echó a sus pies y se enterró en la hojarasca con su hocico purulento.
Aguardó con la respiración entrecortada. Oculto por las hojas. Exactamente igual que él.
Algo más allá, una bandada de perdices se concentró en un rayo de sol. Cuando volvieron a alzar el vuelo, espantadas por el estruendo de los ojeadores a través del bosque, se oyeron varios escopetazos. Y a cada disparo una oleada de frío sacudía a Carl mientras algo se estremecía a sus pies.
Vio a los perros de los cazadores cobrándose las piezas e inmediatamente después a sus amos, que se recortaban como siluetas contra los matorrales desnudos.
Serían nueve o diez en total. Botas de cordones y pantalones bombachos todos ellos. A medida que se fueron acercando reconoció a varios, personajes de las más altas esferas. ¿Puedo dejarme ver?, se preguntó por un instante. Entonces reparó en que el anfitrión y sus dos amigos, estos últimos con las ballestas cargadas, les iban pisando los talones a los más adelantados. Si Florin, Dybbøl Jensen o Pram lo descubrían, dispararían sin detenerse a preguntar. Harían que pareciera un accidente de caza. Convencerían a los demás cazadores para que los secundaran. El sentimiento de unión era muy fuerte, le constaba. Le quitarían la cinta aislante y harían que pareciese un accidente.
La respiración de Carl empezó a entrecortarse tanto como la del zorro. ¿Qué sería de Assad? ¿Y qué sería de él?
Cuando estaban a apenas unos metros del montón de hojas, con los perros gruñendo y el animal que yacía a sus pies respirando audiblemente, de pronto el zorro dio un salto, se abalanzó sobre el cazador que iba más adelantado y le desgarró la ingle con todas las fuerzas de su pequeña dentadura. El hombre dejó escapar un chillido horripilante, un grito de auxilio traspasado de una angustia mortal. Los perros lanzaban dentelladas hacia el zorro, pero él les hizo frente con furia, orinó con las patas separadas y trató de salvar la vida con un salto mientras Ditlev Pram se disponía a disparar.
No oyó el silbido de la flecha por el aire, pero sí el aullido del zorro a lo lejos, sus gañidos y su lenta agonía.
Los perros husmearon la orina del animal y uno de ellos metió el hocico en el punto donde se había echado, a los pies de Carl, pero a él no lo olió.
Dios bendiga a ese zorro y esa meada, pensó el subcomisario cuando los perros empezaron a reunirse alrededor de sus amos. El herido que yacía en tierra a unos metros de distancia se retorcía entre espasmos en las piernas y chillidos de dolor. Sus compañeros de cacería, inclinados sobre él, presionaban la herida. Después hicieron jirones unos pañuelos, le vendaron la pierna y lo levantaron.
– Buen disparo, Ditlev -oyó que le felicitaba Torsten Florin cuando Pram regresó con el cuchillo ensangrentado y la cola del zorro en la mano. Después, volviéndose hacia los demás, anunció-: Se acabó la cacería, amigos, lo lamento. ¿Queréis encargaros de que Saxenholdt llegue al hospital lo antes posible? Voy a avisar a los ojeadores para que carguen con él. Aseguraos de que lo vacunen contra la rabia, con estas cosas nunca se sabe, ¿verdad? Y no dejéis de presionar con fuerza en la arteria, ¿de acuerdo? Si no, lo perdéis.
En respuesta a sus gritos por entre la espesura, un grupo de hombres negros surgió de entre las sombras. Mandó a cuatro de ellos con los cazadores y ordenó a los otros cuatro que se quedaran. Dos llevaban rifles como el suyo.
Cuando los cazadores desaparecieron y dejaron de oírse los gemidos del herido, los tres compañeros de estudios y los cuatro hombres oscuros se colocaron en corro.
– No andamos muy sobrados de tiempo -dijo Florin-. Ese policía no es mucho mayor que nosotros, no hay que subestimarlo.
– ¿Qué hacemos con él si lo vemos? -preguntó Dybbøl Jensen.
– Imaginad que es un zorro.
Permaneció largo rato escuchando hasta que estuvo seguro de que se habían dispersado e iban de camino hacia el otro extremo del bosque. En principio tenía vía libre hacia la casa. Vía libre siempre que los demás negros no volvieran a terminar la faena.
Ahora corre, se dijo, y estiró el cuerpo y echó hacia atrás la cabeza para que el ojo que tenía más o menos despejado pudiera dirigirlo a través del espeso sotobosque.
A lo mejor hay un cuchillo en la nave. A lo mejor puedo cortar la cinta. A lo mejor Assad está vivo. A lo mejor Assad está vivo, le pasaba por la mente mientras la ropa se le enganchaba en la maleza y un chorro de sangre le escurría por el hombro.
Estaba helado. Le temblaban las manos a la espalda. ¿Habría perdido ya demasiada sangre, sería demasiado tarde?
De pronto oyó a escasa distancia el sonido de varios todoterreno que aceleraban y se alejaban. Ya no podía estar muy lejos.
Eso era lo que estaba pensando cuando una flecha le pasó silbando tan cerca de la cabeza que pudo sentirla. Se clavó con tanta fuerza en el tronco que tenía delante que habría sido imposible sacarla.
Se retorció como pudo, pero no vio nada. ¿Dónde estaban? Entonces se oyó un disparo y parte de la corteza del árbol saltó.
Los gritos de los ojeadores se oyeron con más claridad. Corre, corre, corre, chillaba una voz en su interior. No te caigas. Detrás de ese arbusto y luego detrás del siguiente para que no me tengan a tiro. ¿Habrá algún sitio donde pueda esconderme? ¿Lo habrá?
Sabía que estaban a punto de darle caza. Sabía que no iba a ser una muerte fácil. Así se satisfacían esos cabrones.
El corazón le latía con tanta fuerza que lo oía claramente.
Saltó por encima de un riachuelo y a punto estuvo de perder los zapatos en el lodo. Las suelas pesadas, como de plomo, las piernas abotargadas, como de madera. Tú corre, corre.
Intuyó un claro algo apartado. Debía de ser el punto por donde había entrado con Assad, teniendo en cuenta que el riachuelo estaba justo a su espalda. Ahora había que ir a la derecha. Arriba y a la derecha, ya no podía quedar mucho.
Volvieron a disparar, pero esta vez la flecha salió muy desviada. De repente se encontró en el patio de la granja. Completamente solo, con el corazón palpitante y a apenas diez metros del amplio portón de la nave.
Estaba a medio camino cuando otra flecha se clavó en el suelo, a sus pies. No fue casualidad que no diera en el blanco. La habían disparado con el único fin de advertirle que si no se detenía habría otra más.
Todos sus mecanismos de defensa se vinieron abajo. Dejó de correr. Se detuvo con la cabeza gacha y esperó a que se abalanzaran sobre él. Aquel hermoso patio adoquinado sería el altar de su propio sacrificio.
Cogió aire y se volvió lentamente. Los tres hombres y sus cuatro ojeadores no eran los únicos que lo observaban, inmóviles. También había un puñado de negritos de ojos curiosos.
– Ya está, podéis iros -dispuso Florin. Los negros abandonaron el grupo y azuzaron a los niños para que los acompañaran.
Finalmente solo quedaron Carl y los tres hombres. Estaban sudorosos y lucían una sonrisa irónica. La cola del zorro colgaba de la ballesta de Ditlev Pram.
La cacería había terminado.