174271.fb2 Los Chicos Que Cayeron En La Trampa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 45

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42

Avanzó a empellones con los ojos clavados en el suelo. La luz de la nave era muy fuerte y no deseaba ver así los restos de Assad. Se negaba a ser testigo de lo que las contundentes mandíbulas de una hiena eran capaces de hacer con un cuerpo humano.

En realidad no quería ver ni eso ni nada más. Podían hacer de él lo que gustaran, pero no tenía intención alguna de mirar cómo lo hacían.

De repente se oyó la risa de uno de ellos, una risa que le salía de las entrañas y no tardó en arrastrar a los otros dos a un desagradable coro de carcajadas que lo obligó a cerrar los ojos con toda la fuerza que le permitía la cinta aislante.

¿Cómo podían reírse de la desdicha y la muerte de otra persona? ¿Qué era lo que los había llevado a estar tan mal de la cabeza?

Entonces oyó una voz que escupía maldiciones en árabe, unos desagradables sonidos guturales destinados a engendrar rabia, pero que durante el breve instante en que perdió la noción de la gravedad de su situación le hicieron tan indescriptiblemente feliz que levantó la cabeza.

Assad estaba vivo.

Al principio no localizaba la procedencia del sonido, tan solo veía los relucientes barrotes de acero y a la hiena, que los observaba de reojo, pero al echar la cabeza hacia atrás descubrió a Assad, que se había encaramado a lo alto de la jaula como un mono y desde allí se defendía con la mirada extraviada y los brazos y el rostro cubiertos de arañazos.

Solo entonces reparó Carl en la fea cojera de la hiena. El animal renqueaba como si le hubiesen cortado una pata de un tajo. A cada tímido paso que daba, lanzaba un gemido. Las risas de los tres hombres enmudecieron.

– Marranos -resonaban los irrespetuosos gritos de Assad desde las alturas.

Carl estuvo a punto de sonreír bajo la cinta. Ni siquiera a tan corta distancia de la muerte dejaba de ser él mismo.

– Tarde o temprano caerás y entonces te verás cara a cara con ella -bufó Florin, que al ver a la joya de su zoológico mutilada de aquel modo echaba fuego por los ojos. Pero aquel demonio tenía razón. Assad no podría quedarse ahí arriba para siempre.

– No sé yo -dijo la voz de Ditlev Pram-. Ese orangután no parece muy asustado que digamos. Si se cae encima de la hiena con ese corpachón, no va a ser ella la que salga ganando.

– Pues que le den a la hiena. Al fin y al cabo no ha cumplido con la misión para la que ha venido a este mundo -replicó Florin.

– ¿Y qué vamos a hacer con estos dos hombres?

Era una pregunta tranquila, formulada en un tono muy diferente al de los otros dos. Ulrik Dybbøl Jensen volvía a intervenir. Parecía menos alterado que antes. Más sensible. La cocaína solía tener ese tipo de efectos secundarios en la gente.

Carl se volvió hacia él. De haber podido hablar habría dicho que los dejaran marchar. Que matarlos era inútil, absurdo y peligroso. Que si no aparecían al día siguiente, Rose les echaría encima a todos los departamentos policiales. Que registrarían la finca de Florin y encontrarían algo. Que tenían que soltarlos y luego irse a tomar por culo a la otra punta del planeta y quedarse allí bien escondidos para los restos. Que esa era su única oportunidad.

Pero no podía hablar. Llevaba la cinta aislante de la boca demasiado tirante. Además, no habrían mordido el anzuelo. Torsten Florin no descansaría hasta haber borrado todas las huellas de su fechoría, aunque eso supusiera pegarle fuego a todo. Y Carl lo sabía.

– Echar a este con el otro. Me da igual lo que pase -contestó Florin con calma-. Esta noche volvemos para dar un vistazo y, si no están liquidados, les echamos algún animal más. Hay donde elegir.

De repente, Carl empezó a hacer ruidos y a dar patadas. No se le acercarían sin encontrar resistencia. Otra vez, no.

– ¿Qué coño pasa, Carl Mørck? ¿Alguna queja?

Ditlev Pram se aproximó a él esquivando sus desmañados pataleos, alzó la ballesta y le apuntó directamente al ojo con el que veía.

– Quietecito -le ordenó.

Carl consideró la posibilidad de dar una patada más y acabar con todo aquello de una vez, pero no hizo nada, y Pram alargó la mano que le quedaba libre, cogió la cinta que cubría los ojos de subcomisario y tiró.

Fue como si le arrancaran los párpados, como si los ojos se le hubieran quedado al descubierto en las cuencas. La luz le taladró la retina y lo cegó unos momentos.

Después los vio. A los tres de una vez. Con los brazos abiertos, como si fueran a estrecharle entre ellos. Con una mirada que decía que aquel era su último combate.

A pesar de que había perdido mucha sangre y se sentía enormemente débil, trató de alcanzarlos con el pie una vez más y les rugió desde detrás de la cinta que eran unos cabrones y no escaparían a su destino.

Aún no había acabado de gritarles cuando una sombra se deslizó rápidamente por el suelo a sus pies. Florin también la vio. Despues se oyó un golpeteo al fondo de la nave, y otro, y otro más. Unos gatos pasaron frente a ellos en dirección a la luz. Después, los gatos se convirtieron en mapaches y en armiños y en aves que aleteaban hacia el armazón de aluminio que soportaba el tejado de cristal.

– ¿Qué coño está pasando? -gritó Florin mientras Ulrik Dybbøl Jensen observaba embobado la carrera paticorta de un jabalí de Indonesia por los pasillos que separaban las jaulas. La actitud de Ditlev Pram se transformó y, con la mirada alerta, levantó con cuidado la ballesta que había apoyado en el suelo.

Carl retrocedió. Aquel repiqueteo que surgía del fondo de la nave era cada vez más intenso. El sonido de la libertad se multiplicaba con creces.

Oyó la risa de Assad desde lo alto de los barrotes, oyó las maldiciones de aquellos tres individuos y oyó patas, gruñidos, bufidos, silbidos y un batir de alas.

Pero no oyó a la mujer hasta que la vio.

Apareció de pronto, con los vaqueros metidos por dentro de los calcetines, la pistola con silenciador en una mano y la otra torpemente aferrada a un pedazo de carne congelada.

Estaba magnífica allí de pie, con su bolso en bandolera. Realmente hermosa. Con el rostro muy sereno y los ojos brillantes.

Los tres hombres se quedaron mudos al verla y dejaron de prestar atención a todos los animales enloquecidos que corrían de un lado a otro. Parecían paralizados. No por la pistola ni por aquella mujer, sino por lo que representaba. Era tan evidente como el negro linchado frente al clan, como el librepensador frente al inquisidor.

– Hola -los saludó al tiempo que inclinaba la cabeza ante cada uno de ellos-. Suelta eso, Ditlev.

Señaló hacia la ballesta de Pram y les pidió que retrocedieran un paso.

– ¡Kimmie! -intentó Ulrik Dybbøl Jensen. Era un grito lleno de afecto y miedo. Tal vez más afecto que miedo.

Ella sonrió cuando una ágil pareja de nutrias se detuvo a olisquearle las piernas a uno de ellos antes de desaparecer rumbo a la libertad.

– Hoy todos seremos libres -anunció-. ¿No es un día maravilloso?

Y mirando a Carl a los ojos, continuó:

– Eh, tú, pásame esa correa de una patada.

Le indicó dónde estaba, asomando por debajo de la jaula de la hiena.

– Ven aquí, bonita -susurró hacia la jaula donde jadeaba el animal herido, aunque sin perder de vista en ningún momento a sus tres prisioneros-. Ven, que está muy bueno.

Echó el pedazo de carne al otro lado de los barrotes y aguardó a que el instinto del hambre venciera al del miedo. Cuando al fin la hiena se acercó, Kimmie levantó el dogal del suelo y lo introdujo con cautela por entre las barras de metal de manera que el lazo quedara en el suelo alrededor de la carne.

El animal, confundido al verse rodeado de tantas personas y en tan gran silencio, tardó algún tiempo en rendirse.

Cuando agachó la cabeza para morder la comida y Kimmie tiró, la hiena quedó atrapada y Ditlev Pram echó a correr hacia la puerta mientras los otros dos chillaban de rabia.

Levantó la pistola y disparó. Pram se desplomó y al golpearse la cabeza contra el pavimento empezó a lanzar sonoros gemidos. Mientras tanto, Kimmie logró atar la correa a los barrotes a duras penas y dejó al animal retorciendo la cabeza de un lado a otro en sus intentos de liberarse.

– Arriba, Ditlev -dijo sin alzar la voz.

Al ver que no podía, condujo hasta él a los otros dos y les ordenó que lo llevaran de vuelta al punto de partida.

Carl ya había tenido ocasión de ver otros disparos que habían detenido a fugitivos, pero nada tan limpio y efectivo como aquella herida, que había partido en dos la cadera de aquel tipo.

Ditlev Pram estaba blanco como la cera, pero no decía nada. Era como si Kimmie y aquellos tres hombres se hallaran en mitad de una ceremonia impostergable. Algo mudo y silencioso, pero de sobra conocido.

– Abre la jaula, Torsten.

Después levantó la vista hacia Assad.

– Tú eres el que me encontró en la estación. Ya puedes bajar.

– ¡Alabado sea Alá! -se oyó en las alturas. Assad desenroscó las piernas de la reja y se dejó caer. Al llegar al suelo era incapaz de tenerse en pie o caminar. Tenía todos los miembros dormidos desde hacía largo rato.

– Sácalo, Torsten -ordenó Kimmie sin perderse uno solo de sus movimientos hasta que Assad estuvo fuera de la jaula.

– Ahora, meteos los tres -les dijo en tono tranquilo.

– ¡Dios, no, deja que me vaya! -susurró Ulrik-. Yo nunca te hice daño, ¿no te acuerdas, Kimmie?

Intentó apelar a su compasión con gesto lastimero, pero ella no reaccionó.

– Vamos -se limitó a contestar.

– Para eso, mátanos directamente -dijo Florin mientras ayudaba a Ditlev a entrar en la jaula-. Ninguno de nosotros sobrevivirá en una cárcel.

– Lo sé, Torsten. Y te voy a hacer caso.

Pram y Florin guardaron silencio, pero Ulrik Dybbøl Jensen empezó a sollozar.

– Nos va a matar, ¿es que no os dais cuenta?

Cuando la puerta de la jaula se cerró con un golpe, Kimmie se echó hacia atrás sonriente y lanzó la pistola hacia el fondo de la nave con todas sus fuerzas.

La oyeron aterrizar con claridad, metal contra metal.

Carl se volvió hacia Assad, que se frotaba los miembros con una sonrisa en los labios. Si ignoraba la sangre que seguía escurriéndole por el brazo, las cosas habían tomado un rumbo de lo más grato.

De repente, los tres hombres empezaron a gritar quitándose las palabras de la boca.

– ¡Eh, tú, ve a cogerla! -le chilló uno a Assad.

– ¡No confíes en ella! -lo azuzó Florin.

Pero aquella mujer no se movió ni un milímetro. Se limitaba a contemplarlos en silencio como quien ve una vieja película que ya había caído en el olvido y ahora recuerda un poco a regañadientes.

Luego se acercó a Carl y le quitó la cinta de la boca.

– Sé quién eres -dijo.

Nada más.

– Lo mismo digo -contestó él antes de aspirar una liberadora bocanada de aire.

Su intercambio de impresiones hizo que los hombres abandonaran sus protestas.

Florin se aproximó a los barrotes.

– Policías, si no reaccionáis ahora mismo, dentro de cinco minutos la única que va a respirar aquí dentro va a ser ella, ¿os dais cuenta?

Miró a Carl a los ojos y después a Assad.

– Kimmie no es como nosotros, ¿comprendéis? La que mata es ella, no nosotros. Es cierto que hemos atacado a unas cuantas personas, que les hemos pegado hasta dejarlas inconscientes, pero la única que ha matado es Kimmie, ¿entendéis?

Carl sacudió la cabeza de un lado a otro con una sonrisa. Así eran los supervivientes como Florin. Para ellos, una crisis no era más que el comienzo de un nuevo éxito. Nadie estaba acabado para siempre hasta que no llegaba el tipo de la guadaña. Luchaba, y lo hacía sin escrúpulos. ¿Acaso no acababan de intentar matarlo? ¿No habían arrojado a Assad a la jaula de la hiena?

Se volvió hacia Kimmie. Esperaba encontrar una sonrisa, no aquella mueca fría y gozosa. Los escuchaba como en un trance.

– Sí, mírala. ¿Tú la ves protestar? ¿Crees que tiene un solo sentimiento? Fíjate en su dedo. Lo lleva colgando. ¿Llora? No, ella no llora por nada, y tampoco llorará por nuestra muerte -dijo Ditlev Pram, que estaba tendido en el suelo de la jaula con el puño apretado contra la repulsiva herida.

En un instante, todo el horror que la banda había desencadenado pasó ante los ojos del policía. ¿Habría algo de verdad en lo que estaban diciendo o solo formaba parte del juego?

Entonces volvió a tomar la palabra Torsten Florin. Ya no era el rey, el director de la orquesta. No era más que lo que era.

– Actuábamos siguiendo órdenes de Kristian Wolf, ¿me oís? Escogíamos las víctimas de acuerdo con sus instrucciones y arremetíamos contra ellas de forma colectiva hasta que dejaba de divertirnos. Mientras tanto, esta condenada esperaba a que le llegara el turno con la cabeza echada hacia atrás. A veces ella también tomaba parte en los castigos, naturalmente.

Hizo una pequeña pausa y asintió, como si estuviera viendo la escena.

– Pero la que mataba siempre era ella, creednos. Menos aquella vez que Kristian discutió con Kåre, su ex, la que mataba siempre era ella. Nosotros le allanábamos el camino, nada más. Ella era la asesina. Solo ella. Y le gustaba.

– ¡Oh, Dios! -gimoteó Ulrik Dybbøl Jensen-. Tenéis que detenerla, ¿es que no lo entendéis? Torsten está diciendo la verdad.

Carl sintió que los ánimos cambiaban, no solo a su alrededor, sino también en su interior. Advirtió que Kimmie abría el bolso muy despacio, pero, atado y extenuado como estaba, no pudo hacer nada. Vio que los hombres contenían el aliento. Observó que Assad se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo y trataba desesperadamente de ponerse de rodillas.

Kimmie encontró lo que buscaba en el bolso y lo sacó: una granada de mano; le quitó el pasador y mantuvo el dedo en el seguro.

– Tú no has hecho nada, amiguita -dijo mirando a la hiena a los ojos-, pero no vivirás con esa pata, lo sabes, ¿verdad?

Se volvió hacia Carl y Assad mientras Ulrik Dybbøl Jensen proclamaba a gritos su inocencia desde la jaula y aseguraba que si lo ayudaban aceptaría cualquier castigo.

– Si le tenéis algún apego a la vida -dijo Kimmie a los policías-, apartaos. ¡Ahora!

Carl protestó mientras retrocedía con las manos atadas a la espalda y el corazón a mil por hora.

– ¡Vamos, Assad! -exclamó al ver que su compañero reptaba hacia atrás como podía.

Cuando vio que estaban lo suficientemente lejos, Kimmie metió la granada en el bolso, lo lanzó a través de los barrotes al último rincón de la jaula y saltó hacia atrás. Florin se abalanzó sobre él y trataba inútilmente de sacarlo cuando el bolso estalló, transformando la nave en un infierno de chillidos de animales atemorizados y de ecos sin fin.

La onda expansiva lanzó a Carl y a Assad contra una selva de jaulas que se desmoronó sobre ellos y se convirtió en su salvación al protegerlos de la interminable lluvia de cristales.

Cuando la polvareda se asentó un poco y no se oyó más que la algarabía de los animales, Carl sintió que el brazo de Assad le tanteaba la pierna a través de un caos de fondos de metal y rejas.

Tiró de él hasta cerciorarse de que se encontraba bien antes de comunicarle que él también. Luego le liberó las muñecas de la cinta aislante.

Era un espectáculo terrorífico. Donde había estado la jaula no había más que hierros y pedazos de cadáveres desperdigados por todas partes. Un torso por aquí, un par de miembros más allá. Miradas yertas en rostros sin vida.

Había visto muchas cosas a lo largo de los años, pero nada como aquello. Para cuando él y los peritos hacían acto de presencia, la sangre siempre había dejado de correr. Los cuerpos estaban muertos.

Allí, la frontera entre la vida y la muerte aún era visible.

– ¿Dónde está Kimmie? -preguntó Carl apartando la mirada de lo que en algún momento habían sido tres hombres en una prisión de acero inoxidable. Los de la científica iban a tener trabajo para dar y tomar.

– No lo sé -contestó Assad-. Supongo que por aquí, en alguna parte.

Tiró de Carl hasta ponerlo en pie. Sus brazos habían quedado reducidos a dos colgajos insensibles que no tenían nada que ver con él. Solo el hombro palpitante tenía vida propia.

– Vamos a salir -propuso. Y se encaminó hacia el claro con su amigo.

Allí estaba Kimmie, esperándolos. Con el pelo enmarañado y polvoriento y una mirada profunda que parecía albergar toda la pena y la desdicha de este mundo.

A los somalíes les dijeron que se apartasen de allí. Que no se les acusaría de nada. Que no corrían peligro. Que pensaran en los animales y los ayudasen a salir. Que apagaran el incendio. Las mujeres abrazaron a los niños mientras los hombres contemplaban la nave, de entre cuyos restos se alzaba una negra y amenazadora columna de humo.

Uno de ellos gritó algo y al momento todos se pusieron manos a la obra con gran vigor.

Kimmie se fue voluntariamente con Assad y Carl. Los condujo por el sendero que llevaba al cortafuegos y les mostró los ganchos que abrían la verja. Con escasas palabras los guió a través del bosque por sendas suavemente salpicadas de sol que desembocaban en la vía del tren.

– Podéis hacer conmigo lo que queráis -les había dicho-. Yo ya no estoy viva. Reconozco mi culpa. Vamos a la estación, tengo allí mi bolso. Lo he dejado todo escrito. Todo lo que recuerdo está allí.

Carl intentó adaptarse a su ritmo mientras le hablaba de la caja que había encontrado y de que la incertidumbre en que muchas personas habían vivido durante años al fin se convertiría en certeza.

Se mostró reservada cuando le mencionó el dolor de quienes habían perdido a seres queridos, las heridas que había abierto en personas que ella no conocía el hecho de no saber quién era el asesino de un hijo o la suerte que habían corrido unos padres desaparecidos. Cuando le explicó que las víctimas no eran las únicas que habían sufrido.

No parecía calar muy hondo en ella. Caminaba por el bosque delante de ellos con los brazos colgando a los costados y el dedo roto torcido. El asesinato de los tres amigos había sido el último, resultaba evidente. Ella misma lo había dicho.

La gente como ella no sobrevive mucho tiempo en la cárcel, pensó Carl. Él lo sabía.

Una vez junto a las vías, faltaban unos cien metros hasta el andén y los raíles se abrían paso por el bosque como trazados con una regla.

– Os enseñaré dónde está mi bolso -dijo dirigiéndose hacia un arbusto que había cerca de las vías.

– No lo cojas, ya lo hago yo -objetó Assad mientras le cortaba el paso.

Recogió el bolso de piel y recorrió los veinte metros que lo separaban del andén llevándolo en una mano muy separado del cuerpo, como si contuviera algún tipo de dispositivo capaz de atravesarlo si lo agitaba demasiado.

El bueno de Assad.

Cuando llegaron al final del andén, lo abrió y vació el contenido en el suelo a pesar de las protestas de su dueña.

Contenía, en efecto, un cuaderno que, tras una rápida inspección, resultó ser un conjunto de páginas llenas de menudas anotaciones referentes a lugares, hechos y fechas.

Era un espectáculo increíble.

A continuación, Assad tomó un pequeño fardo de tela y tiró de la punta. La mujer se llevó las manos a la cabeza con un gemido.

Eso mismo hizo él al ver lo que había dentro.

Una diminuta persona momificada con las cuencas de los ojos vacías, la cabeza completamente negra y los dedos crispados vestida con una ropa de muñeca que difícilmente habría podido ser más pequeña.

La vieron abalanzarse hacia el cuerpo del bebé y no hicieron nada por impedir que lo cogiera y lo estrechase contra su pecho.

– Mille, mi Mille. Ya está bien. Mamá ha vuelto y ya no volverá a dejarte sola -dijo llorando-. Siempre estaremos juntas. Tendrás tu osito y jugaremos las dos todos los días.

Carl jamás había sentido la sensación de unión total que invade a una persona al sostener entre sus manos la sangre de su sangre inmediatamente después del parto, pero la añoranza de esa sensación estaba ahí. En teoría. A cierta distancia.

Al contemplar a aquella mujer lo invadió una oleada de añoranza y sintió una punzada en lo más hondo del corazón que le hizo comprender. Se llevó al pecho una mano apenas sin fuerzas, sacó del bolsillo el pequeño talismán, el osito que había encontrado en la caja de Kimmie, y se lo tendió.

Ella no dijo nada. Se quedó paralizada observando el peluche. Abrió lentamente la boca, ladeó la cabeza. Contrajo los labios como si fuera a llorar y dudó entre la sonrisa y el llanto durante una eternidad.

A su lado estaba Assad, extrañamente desarmado y desnudo, con el ceño fruncido y todo el cuerpo sumido en una profunda quietud.

Kimmie alargó el brazo muy despacio para coger el osito. En el instante en que lo sintió en su mano resplandeció, se llenó los pulmones de aire y echó la cabeza hacia atrás.

Carl se limpió la nariz, que empezaba a gotear, y trató de mirar hacia otro lado para no dar rienda suelta a las lágrimas. Siguió los raíles con la vista hasta un grupo de viajeros que esperaban la llegada del tren junto al coche que habían dejado aparcado al lado de la marquesina del apeadero. Después se volvió y vio el tren, que se afanaba en llegar hasta ellos.

Miró de nuevo a Kimmie, que respiraba acompasadamente estrechando entre sus brazos a su bebé y el osito.

– Bueno -dijo con un suspiro capaz de deshacer el nudo que la había atenazado durante varias décadas-. Las voces se han callado.

Rompió a reír con las mejillas bañadas en lágrimas.

– Las voces se han callado, ya no están -repitió levantando los ojos al cielo. De repente irradiaba una paz que Carl estaba lejos de entender.

– Oh, Mille, ahora ya solo estamos nosotras dos. De verdad.

Y en su alivio empezó a girar sobre sí misma con la niña en el regazo, entregada a una danza que, aunque no sabía de pasos, la elevaba por encima de este mundo.

Cuando el tren se encontraba a apenas diez metros de distancia, el subcomisario vio que sus pies saltaban y alcanzaban el borde del andén.

El grito de advertencia de Assad resonó a la vez que Carl levantaba la vista y miraba a Kimmie a los ojos, unos ojos rebosantes de gratitud y paz espiritual.

– Solas las dos, mi niña querida -dijo alargando un brazo.

Al cabo de un segundo ya no estaba.

Solo se oía el demencial chirriar de los frenos del tren.