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CAPÍTULO 17 Y el pequeño zorro rojo y la primera valla

Partieron del aeropuerto internacional Dulles en un vuelo de British Airways, que resultó ser un 747 cuyas superficies de control habían sido designadas por su propio padre hacía veintisiete años. Dominic pensó que en ese entonces él usaba pañales, y que el mundo había dado unas cuantas vueltas desde ese momento.

Ambos tenían flamantes pasaportes con sus nombres reales. Todos los demás documentos relevantes estaban en sus laptops, totalmente encriptados,junto a sus también encriptados módems y sistemas de softwareAl margen de esto, iban vestidos,como la mayor parte de los demás pasajeros de primera, de manera informal. La azafata revoloteaba eficientemente, dándoles a todos algunos bocadillos, así como vino blanco a los hermanos. Una vez que alcanzaron la altura de crucero, sirvió la comida, que era decente -el máximo al que puede aspirar una comida de avión- como también lo era la selección de películas: Brian escogió Dia de la Independencia, mientras que Dominic prefirió Matrix. A ambos les gustaba la ciencia ficción desde que eran niños. Ambos llevaban los bolígrafos dorados en los bolsillos de sus chaquetas. Los cartuchos de recarga iban en sus neceseres, dentro de sus maletas, en alguna parte de las entrañas del avión. Les tomaría unas seis horas llegar a Heathrow, y ambos esperaban dormir un poco en el trayecto.

"¿Dudas, Enzo?", preguntó quedamente Brian.

"No", replicó Dominic. "Siempre que todo salga bien". No agregó que no hay agua corriente en las celdas de las cárceles inglesas y, por más humillante que ello fuera para un oficial de infantería de Marina, lo era aún más para un agente especial juramentado ante el FBI.

"Con eso basta. Buenas noches, hermano".

"Entendido, soldadito". y ambos jugaron con los complejos controles del asiento hasta dejarlo casi totalmente horizontal. y durante tres mil millas, el Atlántico pasó por debajo de ellos.

En su apartamento, Jack Jr. sabía que sus primos habían ido al otro lado del mar, y aunque nadie le había dicho exactamente qué habían ido a hacer, no hacía falta mucha imaginación para saber de qué se trataba. Sin duda Uda bm Sali no viviría más allá de la semana en curso. Se enteraría a través del tráfico de mensajes matutino de Thames House, y se preguntó qué dirían los ingleses, cuán excitados o apesadumbrados se mostrarían. Ciertamente, se enteraría de muchas cosas con respecto a cómo habría sido hecha la tarea. Eso excitaba su curiosidad. Había pasado en Londres el tiempo suficiente para saber que allí las armas de fuego no corren, a no ser que se trate de matar siguiendo las órdenes del gobierno. En un caso así -por ejemplo, si el Special Air Service despachara a alguien que gozara de la especial antipatía del 10 de la calle Downing la policía sabía que no debía investigar muy a fondo. Tal vez algunos interrogatorios como para salvar las apariencias, tanto como para establecer un legajo que luego sería deslizado al cajón de NO RESUELTO donde atraería mucho polvo y poco interés. No hacía falta ser un genio para saber que así sería.

Pero esto se trataría de un ataque estadounidense en territorio británico y eso sin duda que no agradaría al Gobierno de Su Majestad. Era un asunto de buenos modales. Por otra parte, no se trataría de una acción del gobierno de los Estados Unidos. Para la ley, se trataba de un homicidio premeditado, delito que el gobierno contemplaba con considerable severidad. De modo que, ocurriera lo que ocurriese, esperaba que se anduvieran con cuidado. Ni siquiera su padre podía interferir mucho en esto.

"ioh, Uda, eres una bestia!", exclamó Rosalie Parker cuando finalmente él rodó a un costado. Miró la hora. El se había demorado y al día siguiente ella tenía una cita después del mediodía con un ejecutivo petrolero de Dubai. Era un viejo encantador, y daba buenas propinas, aunque un día, el muy depravado le dijo que ella le recordaba a una de sus hijas favoritas.

"Quédate a pasar la noche", propuso Uda.

"No puedo, amor.Tengo que buscar a mamá para comer juntas y luego ir de compras a Harrods. Dios mío, me tengo que ir ya", dijo con bien fingida excitación, incorporándose.

"No". Uda la tomó del hombro y la atrajo hacia él.

"iEres un diablo!", dijo con una risita y una cálida sonrisa.

"Ése se llama Shahatin y no es parte de mi familia".

"Bueno, puedes agotar a una chica, Uda". Lo cual no era malo, pero había cosas que hacer. De modo que se puso de pie y tomó sus ropas del piso, donde él solía arrojarlas.

"Rosalie, mi amor, eres la única", gimió. Ella sabía que mentía. Al fin y al cabo, ella le había presentado a Mandy.

"¿Ah sí?", le preguntó. "¿Y Mandy?"

"Oh, ésa. Es demasiado delgada. No come. No es como tú, princesa mía".

"Eres tan amable". Se inclinó, lo besó, se puso el corpiño. "Uda, eres el mejor, el mejor de todos". Al ego masculino siempre le venían bien un poco de caricias, y el ego de Uda era mayor que lo normal.

"Sólo lo dices para complacerme", acusó Salí.

"¿Crees que soy actriz? Uda, haces que se me salgan los ojos de las órbitas. Pero debo irme, amor:

"Como digas". Bostezó. Le compraría unos zapatos al día siguiente, decidió Uda. Había una nueva zapatería Jimmy Chao cerca de su oficina a la que hacía tiempo que quería echarle una mirada y sus pies eran un tamaño 6 exacto. De hecho, a él le gustaban mucho sus pies.

Rosalie se metió rápidamente en el baño para verse al espejo. Su pelo era un desastre. Uda no hacía más que desordenarlo, como para marcar su propiedad. Unos pocos segundos de cepillo lo dejaron casi presentable.

"Debo partir, amor". Se inclinó a besarlo otra vez. "No te levantes, sé dónde queda la puerta". Un último beso, amoroso, invitante…, para la próxima. Uda era lo más regular que imaginarse pudiera. De modo que ella regresaría. Mandy era buena, y era su amiga, pero ella sabía cómo tratar a esos maracas y, mejor aún, no tenía que matarse de hambre para parecer una modelo prófuga. Mandy tenía demasiados clientes estadounidenses y europeos para comer con normalidad.

Fuera, detuvo un taxi.

"¿A dónde, querida?", preguntó el taxista.

"New Scotland Yard, por favor".

Siempre desorienta despertar en un avión, aun si los asientos son buenos. Las cortinas subieron y las luces de la cabina se encendieron y los auriculares transmitieron noticias que podían, o no, ser nuevas; cómo se referían a Inglaterra era difícil saberlo. Se sirvió el desayuno, lleno de grasa, además de un respetable café de Starbucks que merecía unos seis puntos en una escala de uno a diez. Tal vez hasta siete. Por las ventanas a su derecha, Brian veía los verdes campos de Inglaterra en vez del negro pizarra del mar tormentoso que había atravesado durmiendo, afortunadamente sin soñar. Ahora, ambos gemelos temían a los sueños, por lo que éstos contenían del pasado y por el futuro que temían, a pesar de estar comprometidos con él. Veinte minutos más tarde, el 747 aterrizó suavemente en Heathrow. Migraciones fue una amable formalidad -los ingleses lo hacían mucho mejor que los estadounidenses, pensó Brian. Su equipaje no tardó en aparecer en la cinta transportadora, Y salieron a tomar un taxi.

"¿A dónde, caballeros?"

"Hotel Mayfair, calle Stratton".

El conductor asintió y partió hacia la ciudad, al este. El viaje tomó unos treinta minutos y coincidió con el comienzo del atasco matinal. Era la primera vez que Brian -no así Dominic- estaba en Inglaterra. Para este último, el panorama era placentero, para ambos, nuevo y emocionante. Se parecía a casa, pensó Brian, sólo que la gente conducía del lado equivocado de la calle. A primera vista, quienes conducían también parecían más corteses, pero era difícil saber si esto realmente era así. Había al menos un campo de golf con césped verde esmeralda, pero fuera de eso, la hora pico no era muy distinta de la de Seattle.

Media hora más tarde, contemplaban Green Park, que era, de hecho, maravillosamente verde, luego el taxi giró a la izquierda, hizo dos cuadras más y llegaron al hotel. Exactamente al otro lado de la calle, había una concesionaria que vendía automóviles Aston Martin, que parecían brillar tanto como los diamantes del escaparate de Tiffany's en Nueva York. Evidentemente, era un vecindario caro. Aunque Dominic ya había estado en Londres, nunca se había alojado en ese lugar. Los hoteles europeos podían darle lecciones de servicio y hospitalidad a cualquier establecimiento de los Estados Unidos. La bañera era de suficiente tamaño como para que un tiburón se ejercitase, y las toallas colgaban de un perchero calentado a vapor. El minibar era generoso en su surtido, ya que no en sus precios. Los gemelos se tomaron el tiempo necesario para ducharse. Eran las nueve menos cuarto y, como Berkeley Square estaba a sólo a cien metros de allí, les pareció un momento adecuado para salir del hotel y dirigirse hacia la izquierda, al lugar donde cantan los ruiseñores.

Dominic le dio con el codo a su hermano y señaló a la izquierda. "Supuestamente, el MIS tenía un edificio por allá, calle Curzon arriba. Para llegar a la embajada, hay que llegar a la cima de la colina, girar a la izquierda, dos cuadras más, a la derecha y otra vez hacia la izquierda, hacia Grosvenor Square. Feo edificio, pero así es el gobierno. y nuestro amigo vive justamente -allí, al otro lado del parque, a media cuadra del Westminster Bank. El que tiene la enseña del caballo".

"Parece una zona cara".

"Ya lo creo", confirmó Dominic. "Estas casas valen muchísimo dinero. Casi todas están divididas en tres apartamentos, pero la de nuestro amigo Uda no lo está, es un Disneyworld de sexo y disipación. Mmm…" observó al ver una camioneta cubierta de British Telecom estacionada a unos veinte metros de allí. "Apostaría a que ése es el equipo de vigilancia… un poco obvio". No se veía a nadie en la cabina, pero eso era porque las ventanas estaban polarizadas para que no se viera hacia adentro. Era el único vehículo de bajo precio en toda la calle -en ese vecindario, todo era al menos un Jaguar. Pero el rey, en términos automotores, era un Vanquish negro al otro lado del parque.

"Al diablo, ése sí que es un auto", observó Brian.Y de hecho, aun estacionado frente a una casa, parecía ir a ciento sesenta kilómetros por hora.

"El verdadero campeón es el McLaren Fi. Un millón de dólares, pero sólo tiene lugar para uno. Rápido como un avión caza. El que miras es un auto de un cuarto de millón, hermanito".

"Carajo, reaccionó Brian. "¿Tanto?"

"Están hechos a mano, Aldo, por tipos que en sus horas libres trabajan en la Capilla Sixtina. Sí, es todo un auto. Ojalá pudiera permitírmelo Probablemente podrías ponerle el motor a un Spitflre y derribar algunos aviones alemanes, ¿sabes?"

"Debe de consumir mucho combustible", observó Brian.

"Bueno… Todo tiene un precio… mierda. Allí va nuestro amigo".

La puerta de la casa se abrió, y de ella salió un joven. Llevaba un traje de tres piezas, de un color gris semejante al de los uniformes confederados de la Guerra de Secesión. Se detuvo en el medio de la escalinata de cuatro peldaños y consultó su reloj. Como si hubiese dado una señal, un taxi londinense negro apareció y, bajando los escalones, lo tomó.

Un metro ochenta, setenta a setenta y dos kilos, pensó Dominic. Barba negra completa, como en una película de piratas. Debería llevar espada… pero no lo hace.

"Más joven que nosotros", observó Brian, mientras continuaban andando. Luego, a iniciativa de Dominic, cruzaron el parque y regresaron por el otro lado, deteniéndose para mirar con codicia el Aston Martin antes de seguir su camino. Había una cafetería en el hotel, donde tomaron café y un desayuno ligero de medialunas y mermelada.

"No me gusta que nuestro objetivo esté vigilado", dijo Brian.

"No podemos evitarlo. Los ingleses también deben de creer que está en algo raro. Pero recuerda que sólo tendrá un ataque cardíaco. No es como si fuésemos a balearlo, ni siquiera con armas silenciadas. Sin marcas, sin ruido".

"Bueno, de acuerdo, vamos a ver qué hace en el centro, pero si no parece conveniente, no hagamos nada y retirémonos para pensarlo bien, ¿de acuerdo?"

"De acuerdo", asintió Dominic. Deberían ser astutos. Probablemente él debiera ir a la cabeza, pues su tarea sería identificar al policía que seguía a su objetivo. Pero tampoco tenía sentido esperar demasiado. Le echaron una mirada a Berkeley Square, más que nada para darse una idea del lugar y ver si distinguían a su blanco. No era un buen lugar para atacar, no con un equipo de vigilancia acampado a treinta metros de allí. "Lo bueno es que al parecer quien lo sigue es un novato. Si puedo identificarlo, prepárate para tropezar con él y yo, qué demonios, le preguntaré cómo llegar a algún lado. Sólo necesitarás un segundo para inyectarlo. Luego, seguimos nuestro camino como si nada ocurriera. Aun si alguien pide a gritos una ambulancia, sólo nos miraremos casualmente y seguiremos camino",

Brian lo pensó durante un momento. "Antes debemos verificar el vecindario".

"De acuerdo". Terminaron su desayuno sin decir más.

Sam Granger ya estaba en su oficina. Eran las tres y cuarto de la mañana cuando entró y encendió su computadora. Los gemelos habían llegado a Londres a lo que para él era la una y algo le decía que no se demorarían en cumplir con su misión. Esa primera misión justificaría -o no – la idea del Campus de lo que es una oficina virtual. Si las cosas salieran según lo planeado, recibiría notificación de la marcha de la operación aún más rápido que el servicio de intervención a las agencias de inteligencia que manejaba Rick Bell. Había llegado el momento que siempre supo que odiaría: esperar que otros llevaran a cabo la misión que había delineado en su propia mente, aquí en su escritorio. El café ayudaba. Un cigarro habría venido bien, pero no tenía un cigarro. Se abrió la puerta.

Era Gerry Hendley.

"¿También tú?", dijo Sam, sorprendido y divertido.

Hendley sonrió. "Bueno, es la primera vez, ¿no? En casa no podía dormir".

"Te creo. ¿Tienes una baraja?", se preguntó en voz alta.

"Ojalá". De hecho, Hendley era bueno con las cartas. "¿Se sabe algo de los gemelos?"

"Ni una palabra. Llegaron puntualmente, probablemente estén en el hotel en este momento. Me imagino que se habrán refrescado un poco y habrán salido a echar un vistazo. El hotel queda a más o menos una cuadra de la casa de Uda. Demonios, por lo que sabemos, tal vez ya lo hayan matado. La hora corresponde. Ahora debe de estar yendo al trabajo, si es que los locales tienen bien estudiada su rutina, y creo que podemos contar con que es así.

"Sí, a no ser que recibamos una llamada inesperada, o que haya visto algo que le llamó la atención en el diario de la mañana o que su camisa favorita no estuviese bien planchada. La realidad es análoga, no digital, Sam, ¿recuerdas?"

"Ya lo creo", asintió Granger.

El distrito financiero parecía exactamente lo que era, aunque tenía un aspecto ligeramente más acogedor que las torres, blancos de acero y vidrio de Nueva York. Claro que aquí también había algunas de ésas, pero no tan agobiantes. A media cuadra del lugar donde los dejó su taxi había un segmento de la muralla original romana que había rodeado la ciudad- cuartel de Londinium, nombre original de la capital británica, un emplazamiento escogido originalmente por sus buenas vertientes y gran río. La gente aquí iba bien vestida, notaron, y los negocios eran caros aun para una ciudad en la que nada era barato. Reinaba un gran ajetreo, y multitudes de personas se movían con velocidad y deliberación. Tampoco faltaban pubs, que en su mayor parte anunciaban sus comidas en pizarras escritas con tiza colocadas junto a sus puertas. Los gemelos escogieron uno desde donde se viera fácilmente el edificio del Lloyd's; tenía agradables mesas en la acera, como si fuese un restaurante romano cercano a la escalinata de la Plaza España. El cielo despejado desmentía la reputación de Londres como ciudad lluviosa. Los gemelos estaban suficientemente bien vestidos, tanto como para no tener un aspecto de turistas estadounidenses demasiado obvio. Brian vio un cajero automático de donde sacó algo de dinero que partió con su hermano y luego pidieron café -eran demasiado estadounidenses como para tomar té- y esperaron.

En su oficina, Sali trabajaba en su computadora. Tenía la oportunidad de adquirir una casa en Beigravia -un vecindario aun más caro que el suyo- por ocho millones y medio de libras, lo cual, si bien no era una ganga, tampoco era demasiado. Sin duda, podría arrendarla por una buena suma, y se vendía la plena propiedad del inmueble, lo cual significaba que de adquirirlo, se adquiría también la tierra, en lugar de pagarle un alquiler por ella al duque de Westminster. Tampoco éste habría sido excesivo, pero si se sumaba, no era poco. Tomó nota de que debía ir a verla esta semana. Fuera de eso, el mercado de divisas se mantenía medianamente estable. Había especulado ocasionalmente con arbitraje de divisas a lo largo de los meses, pero realmente no le parecía que tuviera el entrenamiento como para meterse profundamente en ese mercado. Al menos no por ahora. Tal vez pudiera hablar con personas expertas en ese campo. Todo lo que se podía hacer, también se podía aprender y, con acceso a más de doscientos millones de libras, podía especular sin dañar demasiado el capital de su padre. De hecho, este año había ganado nueve millones de dólares, lo cual no estaba mal. Durante la siguiente hora, permaneció en su computadora, en busca de tendencias -las tendencias son un buen amigo-, tratando de encontrarles un sentido. Sabía que el verdadero truco consistía en identificarlas cuando recién comenzaban – lo suficientemente temprano como para comprar barato y vender caro- pero, aunque cada vez se acercaba más, aún no dominaba esa habilidad en particular. De haber sido así, sus especulaciones le habrían hecho ganar treinta y un millones, en vez de sólo nueve. La paciencia, pensó, era una virtud condenadamente difícil de adquirir. Cuánto mejor era ser joven y brillante.

Por supuesto que su oficina también tenía televisor, y sintonizó un canal financiero de los Estados Unidos que mencionaba una futura debilidad de la libra frente al dólar, aunque como las razones que aducía no eran del todo convincentes, renunció a especular con treinta millones de dólares. Su padre ya le había advertido sobre los riesgos de especular, y como se trataba del dinero de éste, lo había escuchado con atención y le había dado el gusto al viejo hijo de puta. A lo largo de los últimos diecinueve meses, sólo había perdido tres millones de libras, casi todas debido a errores que ya tenían un año de antigtiedad. Su cartera de bienes raíces iba muy bien. Más que nada, les compraba propiedades a ingleses de edad y se las vendía a sus compatriotas, quienes en general pagaban en efectivo o en el equivalente electrónico del mismo. En términos generales, se tenía por un especulador en bienes inmuebles de grandes y crecientes talentos. Y, por supuesto, un amante soberbio. Se acercaba el mediodía, y sus caderas ya añoraban a Rosalie. ¿Tal vez estuviese disponible esa tarde? Por mil libras, más le valía estarlo, pensó Uda. De modo que, antes del mediodía pulsó el 9 del discado rápido.

"Amada Rosalie, éste es Uda. Si vienes esta noche a eso de las siete y media, tendré algo bonito para ti. Conoces mi número, querida". Y colgó el auricular. Esperaría hasta más o menos las cuatro y si no le telefoneaba, llamaría a Mandy. Era realmente muy infrecuente que ninguna de las dos estuviese disponible. Prefería pensar que cuando era así, estaban de compras o cenando con amigas. A fin de cuentas ¿quién les pagaba tan bien como él? Y quería ver qué cara ponía Rosalie cuando recibiera los nuevos zapatos. A las mujeres inglesas les gustaba ese Jimmy Chao. A él, sus diseños le parecían grotescamente incómodos, pero las mujeres eran mujeres, no hombres. Para realizar sus fantasías, él conducía su Aston Martin. Las mujeres preferían que les doliesen los pies. No había quién las entendiera.

Brian se aburrió en seguida de sólo quedarse sentado mirando el edificio del Lloyd's. Además, le hacía daño a los ojos. Era más que mediocre, era positivamente grotesco, como una planta de Du Pont para la fabricación de gas nervioso u otro químico dañino, sólo que cubierta de vidrio. Además, probablemente fuera contra las reglas del oficio quedarse mirando lo que fuera durante mucho tiempo. Había negocios en la calle y, una vez más, ninguno de ellos era barato. Una sastrería de hombres y lugares para mujeres de aspecto igualmente agradable y lo que parecía ser una zapatería muy cara. Ese era el artículo de vestimenta en que menos se fijaba. Tenían unos buenos zapatos negros formales -los llevaba hoy-, un buen par de zapatillas que había adquirido cierto día que prefería no recordar y cuatro pares de botines de combate, dos negros y dos de! color pardo al que tendía el Cuerpo de Infantería de Marina, fuera de los desfiles y otros eventos oficiales, en los que los duros integrantes de la Fuerza de Reconocimiento rara vez participaban. Se suponía que todos los infantes de marina debían tener buen aspecto, pero los duros pertenecían a esa rama de la familia de la cual es mejor no hablar mucho. y aún estaba digiriendo el tiroteo de la semana pasada. Aun la gente a la que se había enfrentado en Mganistán no había hecho, que él supiera, ningún intento abierto de matar mujeres y niños. Claro que eran bárbaros, pero se suponía que hasta los bárbaros tenían límites. Todos los tenían, menos la banda con que jugaba este tipo. No era viril- ni siquiera su barba lo era. Las de los afganos sí, pero la de este tipo lo hacía parecer un alcahuete. En síntesis, no era digno del acero de los infantes de marina, no alguien a quien matar, sino una cucaracha a eliminar. Aun si su auto valía más que lo que un capitán de infantes de marina ganaba en diez años -sin descontar impuestos… Un oficial de infantes de marina podía ahorrar durante años para comprarse un Chevy Corvelle, pero este oficial de baja graduación tenia que manejar el nieto del auto de James Bond, además de las putas que alquilaba. Se lo podía llamar de muchas formas, pero "hombre" definitivamente no era una de ellas, pensó e! infante de marina, mentalizándose subconscientemente para la misión.

"Ahí va el zorro, Aldo", dijo Dominic poniendo sobre la mesa e! dinero necesario. Ambos se pusieron de pie e inicialmente se dirigieron en sentido opuesto al de su objetivo. En la esquina, ambos se detuvieron y se volvieron como si buscaran algo. Allí estaba Sali…

y allí estaba su seguidor. Costosamente vestido de trabajador. Tambien salía de un pub, notó Dominic. Por supuesto que era novato. Sus ojos estaban fijos de manera obvia en el sujeto, aunque, eso sí, se mantenía a unos cincuenta metros por detrás de éste y claramente no lo preocupaba que pudieran descubrirlo. Probablemente Sali no fuera el más alerta de los sujetos, y no tenía entrenamiento en contraseguimiento. Indudablemente, creía estar perfectamente a salvo. Probablemente también se creería muy astuto. Todo hombre tiene sus ilusiones. Las de éste le costarían un poco más caras que al resto.

Los hermanos escudriñaron la calle. Había cientos de personas en su campo de visión. Muchos autos circulaban por la calle. La visibilidad era buena -un poco demasiado- pero Sali se les ofrecía casi como si lo hiciera deliberadamente, y la ocasión era demasiado buena para dejarla pasar…

"¿Plan A, Enzo?", preguntó Brian rápidamente. Tenían pensados tres planes, así como una señal de cancelación.

"Entendido, Aldo. Hagámoslo". Se dividieron, dirigiéndose en distintas direcciones con la esperanza de que Sali fuera hacia el pub donde habían soportado el mal café. Ambos llevaban anteojos de sol para que no se viese en qué dirección miraban. En el caso de Aldo, miraba al agente que seguía a Sali. Probablemente fuese mera rutina para él, algo que ya llevaba haciendo unas cuantas semanas y era imposible hacer algo durante tanto tiempo sin caer en la rutina, dar por sabido cuáles serían los movimientos del sujeto, centrarse en sus movimientos y no en la calle en general, como se suponía que debía ser. Pero actuaba en Londres, que posiblemente fuese su lugar natal, un lugar donde supondría que conocía todo lo que había por conocer y donde no tenía nada que temer. Más ilusiones peligrosas. Su única tarea era vigilar a un sujeto no muy intrigante por quien Thames House sentía un inexplicable interés. Los hábitos del sujeto eran regulares, y no representaba un peligro para nadie, al menos no en este territorio. Un niño rico malcriado, nada más que eso Ahora giraba a la izquierda, tras cruzar la calle. Al parecer, iría de compras. Zapatos para alguna de sus damas, dedujo el oficial del Servicio de Seguridad. Mejores regalos que los que él podía permitirse para su compañera, refunfuñó para sus adentros el agente, y eso que él estaba como prometido.

Había un bonito par de zapatos en la vidriera, según vio Sali, de cuero negro con detalles de dorados…Subió de un juvenil brinco a la acera luego giró a la izquierda para entrar en la zapatería, sonriendo al imaginar la expresión que pondría Rosalie al abrir la caja.

Dominic tomó su mapa Chichester del centro de Londres, un librito rojo que abrió al pasar junto al sujeto, sin echade ni una mirada, dejando actuar su visión periférica. Sus ojos estaban fijos en el agente de seguimiento. Parecía aún más joven que él y su hermano y probablemente estuviese desempeñando su primera tarea tras egresar de cualquiera que fuese la academia del Servicio de Seguridad, y justamente por esa razón, debía tratarse de una misión fácil. Probablemente estuviese un poco nervioso, de ahí los ojos fijos y las manos crispadas. Dominic mismo no había sido muy diferente hacía más o menos un año, en Newark;- joven y ansioso. Dominic se detuvo y se volvió rápidamente, calculando la distancia que separaba a Brian de Sali. Brian estaría haciendo exactamente lo mismo, y su tarea era sincronizar sus movimientos con los de su hermano, quien iba adelante. De acuerdo. Una vez más, su visión periférica se hizo cargo de la situación, hasta que dio los últimos pasos.

Luego, sus ojos se detuvieron en el agente de seguimiento. Los ojos del británico lo notaron y su mirada también se desvió. Se detuvo en forma casi automática y oyó al turista yanqui preguntar como un estúpido:

"Disculpe, señor, podría decirme dónde… Exhibía su guía para mostrar exactamente cuán perdido estaba.

Brian metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó el bolígrafo dorado. Giró el extremo, que quedó transformado en una punta de iridio cuando pulsó el botón de obsidiana. Sus ojos se fijaron en el sujeto. A una distancia de menos de un metro, dio medio paso a la izquierda como para evitar un obstáculo inexistente, y tropezó con Sali.

"¿La Torre de Londres?, bueno, no tiene más que ir por ahí", dijo el hombre del MIS, volviéndose para señalar.

Perfecto.

"Disculpe", dijo Brian, dando medio paso a la izquierda para dejar pasar al hombre, bajando al mismo tiempo el bolígrafo en un movimiento de cuchillada invertida que alcanzó al sujeto exactamente en medio de la nalga derecha. La punta hueca de la jeringa entró unos tres milímetros, inyectando sus siete miligramos de succinylcolina en el tejido del mayor músculo de la anatomía de Sali. y Brian Caruso siguió su camino.

"Oh, gracias, amigo", dijo Dominic, metiendo la guía Chichester de vuelta en su bolsillo y dando un paso hacia donde le habían señalado. Cuando estuvo fuera del alcance de la vista del agente de seguimiento, se detuvo y se volvió -aunque sabía que no era lo que indican las reglas del oficio- a tiempo para ver a Brian guardándose el bolígrafo en el bolsillo de su abrigo. Su hermano se frotó la nariz, señal convenida de MISIÓN CUMPLIDA.

Sali dio un respingo muy ligeramente ante el golpe o pinchadura -lo que fuera- que sintió en el trasero. Su mano derecha se dirigió hacia atrás y frotó el lugar, pero el dolor desapareció de inmediato, de modo que no le dio importancia y siguió su camino hacia la zapatería. Anduvo tal vez diez pasos más cuando notó…

que su mano derecha temblaba muy ligeramente. Se detuvo a mirarla, y estiró la izquierda…

que también temblaba. Por qué…

sus piernas cedieron debajo de él y su cuerpo cayó verticalmente sobre la acera de cemento. De hecho, sus rótulas rebotaron sobre la superficie, lo cual dolió y mucho. Trató de respirar hondo para ocultar el dolor y la vergüenza…

Pero no lo hizo. Para este momento, la succinylcolina inundaba su organismo, neutralizando cada interfase nervio-músculo de su cuerpo. La última en extinguirse fue la de los párpados, y Sali, cuyo rostro se acercaba rápidamente a la acera, no vio cuando la golpeó. En cambio, la negra oscuridad lo envolvió -en realidad, roja por la luz de baja frecuencia que atravesaba el delgado tejido de los párpados. Muy rápidamente. su cerebro quedó invadido de la confusión previa al pánico.

¿Qué es esto?, se preguntó a sí misma su mente. Podía sentir lo que ocurría. Su mente estaba contra la áspera superficie de cemento sin alisar. Oía las pisadas de la gente a uno y otro lado. Trató de girar la cabeza -no, primero tenía que abrir los ojos…

pero no se abrían. iii¿ Qué es esto?!!!…

no respiraba…

se ordenó a sí mismo respirar. Como si estuviese bajo el agua de una piscina de natación y, al subir a la superficie tras contener la respiración por un lapso incómodamente prolongado, le dijera a su boca que se abriera y a su diafragma que se expandiera…

ipero eso no ocurrió!…

¿Qué es esto?… Gritó su mente.

Su cuerpo operaba por cuenta propia. A medida que el dióxido de carbono se acumulaba en sus pulmones, órdenes automáticas iban desde allí a su diafragma, diciéndole que expandiera los pulmones para tomar aire para reemplazar el veneno que los inundaba. Pero nada ocurrió, y ante esa información, su cuerpo entró, por su cuenta, en pánico. Las glándulas adrenales inundaron su torrente sanguíneo – el corazón aún latía- de adrenalina y, ante esta estimulación natural, su conciencia se aguzó y su cerebro comenzó a funcionar a marchas forzadas…

¿Qué es esto?, se preguntó Sali urgentemente una vez más, porque ahora el pánico comenzaba a dominarlo. Su cuerpo lo traicionaba de forma que iba más allá de lo imaginable. Se ahogaba en la oscuridad en medio de una acera en pleno centro de Londres, en un día de sol. La sobrecarga de C02 en sus pulmones no le producía verdadero dolor, pero la forma en que su cuerpo se lo informaba a su mente, sí. Algo iba muy mal, y no tenía ningún sentido ser atropellado de esa manera por un camión en la calle -no, ser atropellado por un camión en su sala de estar. Todo ocurría a demasiada velocidad como para entenderlo. No tenía sentido, era tan sorprendente, asombroso, inaudito.

Pero innegable.

Continuó dándose órdenes de respirar. Debía hacerlo. Nunca había dejado de ocurrir, de modo que debía volver a hacerlo. Sintió cómo se vaciaba su vejiga, pero la breve vergüenza fue inmediatamente sobrepasada por el creciente pánico. Podía sentir todo. Podía oír todo. Pero no podía hacer nada, nada en absoluto. Era como si lo hubiesen sorprendido desnudo en la corte del rey en Riad, con un cerdo en brazos…

y luego comenzó el dolor. Su corazón latía frenético, a 160 pulsaciones por minuto, pero al hacerlo enviaba sangre sin oxigenar a su sistema cardiovascular y al hacerlo el corazón -el único órgano activo de su cuerpo- había consumido todo el oxígeno de su cuerpo, el de libre disposición y también el de reserva…

y sin ese oxígeno, las confiables células cardíacas, inmunes al relajante muscular que inundaba el cuerpo de su propietario, comenzaron a morir.

Era el mayor dolor que el cuerpo puede experimentar,y a medida que cada célula individual moría, comenzando por las del corazón, el peligro en que éste se encontraba era inmediatamente informado a la totalidad del cuerpo, y las células ahora morían de a miles, cada una de ellas conectada a un nervio que le gritaba al cerebro que la MUERTE estaba ocurriendo, en ese preciso instante…

No podía siquiera hacer muecas. Sentía como una daga llameante en el pecho, revolviéndose, penetrando cada vez más. Era el sentimiento de la Muerte, traído por la propia mano de Iblis, de Lucifer en persona…

Y en ese instante, Sali vio cómo llegaba la Muerte, cabalgando por un campo de fuego para llevar su alma a la Perdición. Urgentemente, inundado por el pánico, Uda bm Sali pensó tan intensamente como pudo las palabras de la Sahada. No hay más Dios que Alá y Mahoma es Su profeta… No hay más Dios que Alá y Mahoma es Su profeta…No hay más Dios que Alá y Mahoma es Su profeta…

nohaymásdiosquealáymahomaessuprofeta…

También sus células cerebrales quedaron sin oxígeno y también ellas comenzaron a morir y cuando esto ocurrió, los datos que contenían comenzaron a verterse a su agonizante conciencia. Vio a su padre, a su caballo favorito, a su madre ante una mesa cargada de alimentos -y Rosalie, Rosalie cabalgándolo, su rostro lleno de deleite, cada vez más lejano… desvaneciéndose…, desvaneciéndose…, desvaneciéndose…

hasta desaparecer.

Se había reunido gente en torno a él. Uno se inclinó y le dijo: "Diga, ¿se encuentra bien?" Una pregunta estúpida, pero es lo que la gente pregunta en esas circunstancias. Luego la persona -un vendedor de insumos para computadoras que se dirigía al pub cercano para beberse un vaso y comer una "comida de labrador" de pan y queso- lo sacudió del hombro. No resistió en lo más mínimo, era como tomar un trozo de carne en la carnicería…, y eso lo asustó más que si se hubiera tratado de una pistola cargada. De inmediato, volvió el cuerpo y le buscó el pulso. Tenía pulso. El corazón latía frenéticamente – pero el hombre no respiraba. Qué demonios…

A diez metros de allí, el agente de vigilancia discaba el 999 de emergencias en su teléfono celular. Había un cuartel de bomberos a pocas cuadras de allí y el Guy's Hospital estaba al otro lado del Puente de Londres. Como muchos agentes, había comenzado a identificarse con su sujeto, aunque lo detestaba y verlo ahí caído en la acera lo conmovió profundamente. ¿Qué había ocurrido? ¿Ataque cardíaco? Pero era un hombre joven…

Brian y Dominic se encontraron en un pub, muy cerca de la Torre de Londres. Escogieron un reservado y no bien se sentaron, una camarera se acercó a preguntarles qué querían.

"Dos vasos de cerveza", dijo Enzo.

"Tenemos Tetley's Smooth y John Smith, cariño".

"¿Cuál bebes tú?", preguntó Brian.

"John Smith, por supuesto".

"Dos de ésas", ordenó Dominic. Tomó el menú.

"No estoy seguro de querer comer, pero la cerveza es buena idea", dijo Brian, con sus manos ligeramente temblorosas.

"Y tal vez un cigarrillo", bromeó Dominic. Como casi todo chico, habían hecho la prueba de fumar en la secundaria, pero ambos lo habían abandonado antes de quedar enganchados. De todas maneras, la máquina expendedora de cigarrillos era de madera y probablemente demasiado compleja como para ser operada por un extranjero.

"Sí, claro", dijo Brian.

Cuando llegaban las cervezas, oyeron la disonante nota de una ambulancia a tres cuadras de allí.

"¿Cómo te sientes?", le preguntó Enzo a su hermano.

"Un poco tembloroso".

"Piensa en el viernes pasado", le sugirió el agente del FB! al infante de marina.

"No dije que lo sintiera, idiota. Es que uno se agita un poco. ¿Distrajiste al que lo seguía?"

"Sí, me estaba mirando a los ojos en el momento en que diste el pinchazo. Tu sujeto caminó unos seis metros más antes de caer. No vi que reaccionara al pinchazo. ¿Tú?"

Brian meneó la cabeza. "Ni un iay! hermanito". Bebió un sorbo. "Buena cerveza".

"Sí, agitada, no mezclada, como los martinis de cero cero siete". Brian no pudo evitar reír en voz alta. "iEres un idiota!"

"Bueno, ése es nuestro trabajo ahora, ¿no?"