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David Greengoid nació en Brooklyn, la más estadounidense de las comunidades, pero en su Bar Mitzvah, algo importante cambió su vida. Tras proclamar "soy un hombre", fue al festejo y se reunió con algunos integrantes de su familia que acababan de llegar de Israel. Su tío Moses era un próspero comerciante de diamantes allí. El padre de David tenía siete locales de venta de joyería al menudeo, el principal de los cuales estaba en la calle Cuarenta de Manhattan. Mientras su padre y su tío hablaban de negocios y bebían vino californiano David conversaba con su primo hermano Daniel. Daniel, quien le llevaba diez años, comenzaba a trabajar en esos momentos para el Mossad, la principal agencia de inteligencia exterior de Israel y, como buen novato, no paraba de contarle anécdotas a David. El servicio militar obligatorio de Daniel había sido en un cuerpo de paracaidistas israelí. Había llevado a cabo once saltos y había participado en combates en la Guerra de los Seis Días, en 1967. Fue una buena guerra para él, pues no se habían producido muchas bajas en su compañía, y habían provocado las suficientes en las filas enemigas como para que le pareciese una hazaña deportiva – una partida de caza contra animales peligrosos, pero no demasiado, conclusión que había coincidido a la perfección con lo que esperaba y suponía que fuera la guerra. Sus relatos habían sido un vívido contraste a los sombríos noticiarios televisivos sobre Vietnam que dominaban las tardes por ese entonces, y, entusiasmado con su recientemente confirmada identidad religiosa, David había decidido en ese instante emigrar a la patria judía en cuanto se graduara en la escuela secundaria. Su padre, que había servido en la Segunda División Blindada de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y que, en conjunto, encontró esa aventura más bien poco agradable, veía con escaso placer la posibilidad de que su hijo fuese a una jungla asiática a pelear una guerra por la cual ni él ni las personas que trataba habitualmente sentían mucho entusiasmo -pero después de la graduación, el joven David partió hacia Israel en un vuelo de El Al y jamás pensó seriamente en regresar. Se dedicó a su hebreo, sirvió en las fuerzas armadas y, como su primo, fue reclutado por el Mossad.
Tuvo éxito en su trabajo, tanto, que hoy era el Jefe de Estación en Roma, puesto de no poca importancia. En tanto, su primo Daniel había dejado la organización para dedicarse a los negocios de la familia, que eran más redituables que una carrera de funcionario. Ocuparse de la estación del Mossad en Roma lo mantenía ocupado. Tenía a tres agentes de inteligencia de tiempo completo a sus órdenes, y traían bastante información. Parte de esta información provenía de un agente que llamaban Hassan. Era de familia palestina, tenía buenos contactos con el FPLP, el Frente Popular para la Liberación de Palestina, y, a cambio de dinero, compartía con sus enemigos las cosas de las que se enteraba. El dinero era suficiente para financiarle un confortable apartamento a un kilómetro del parlamento italiano. Hoy, David debía recoger información.
El sitio era uno que ya había empleado antes, el baño de hombres del Ristorante Giovanni, al pie de la escalinata de la Plaza España. Primero se tomó su tiempo para disfrutar de una ternera a la francesa -plato que preparaban a la perfección- y, tras terminarse su vino blanco, se levantó para buscar el paquete. La estafeta era la parte inferior del mingitorio de la izquierda, una ubicación un poco teatral, pero que tenía la ventaja de no ser limpiada ni inspeccionada. Habían adherido allí una placa de acero, y si alguien la notaba, no le daría importancia, ya que llevaba, grabados en relieve, el nombre de un fabricante y un número carente de significado. Antes de verificar la estafeta, aprovechó para hacer lo que se hace normalmente en un mingitorio. Mientras lo hacía oyó que la puerta se abría con un crujido. Quienquiera que hubiese entrado, no demostró interés en él, de modo que, para hacer las cosas bien, dejó caer su paquete de cigarrillos y, inclinándose a recogerlo con la mano derecha, con la izquierda sacó el envoltorio magnético de su escondrijo. Fue una actuación profesional, como la de un mago que llama la atención hacia una de sus manos mientras hace el truco con la otra.
Sólo que esta vez no funcionó. No bien hubo terminado de recoger el envoltorio, cuando alguien tropezó con él desde atrás.
"Perdón, viejo -quiero decir, signore", se corrigió una voz en lo que parecía inglés de Oxford. Exactamente lo necesario para que un hombre civilizado no se incomodara en una situación como ésa.
Greengold ni siquiera respondió, sino que simplemente se volvió a la derecha para lavarse las manos e irse. Llegó al lavabo y abrió el grifo antes de mirarse al espejo.
Casi siempre, el cerebro va por delante de las manos. Esta vez vio los ojos azules del hombre que había tropezado con él. No había nada raro en ellos, fuera de su expresión. Para el momento en que su mente le ordenó a su cuerpo que reaccionase, la izquierda del hombre ya lo había tomado de la frente y algo frío y aguzado había penetrado en la parte superior de su cuello, justo abajo del cráneo. Su cabeza fue tirada bruscamente hacia atrás, facilitando el paso de la navaja por su médula espinal, que quedó completamente seccionada.
La muerte no fue instantánea. Su cuerpo cayó al cesar toda orden electroquímica de la mente a los músculos. Sólo quedaba una sensación de ardor en el cuello, pero la conmoción impidió que se convirtiese en auténtico dolor. Intentó respirar sin entender que jamás volvería a hacerlo. El hombre lo manipuló como si fuese un maniquí y lo metió en la cabina. Para entonces, sólo podía ver y pensar. Vio la cara, pero ésta no significaba nada. El rostro lo miraba como quien contempla una cosa, un objeto, sin concederle siquiera la dignidad de odiarlo. Inerme, David miraba mientras el otro lo sentaba sobre el inodoro. Al parecer, el hombre le revisaba la chaqueta en busca de su billetera. ¿Qué, sólo un robo? ¿A un funcionario jerárquico del Mossad? Imposible. Entonces, el hombre tomó a David del cabello para levantarle la cabeza.
"Salaam aleikum", le dijo su asesino: la paz sea contigo. ¿Así que era un árabe? No parecía árabe en absoluto. Su desconcierto se debe de haber notado.
"¿Realmente confiabas en Hassan, judío?", preguntó. Pero su voz no expresaba satisfacción. El tono, carente de emoción, era despectivo. En los últimos instantes de su vida, antes de que su cerebro muriera por falta de oxígeno, David Greengold comprendió que había caído víctima del más viejo de los trucos del espionaje, el de la falsa bandera. Hassan le había dado información para identificarlo y hacer que se descubriera. Qué forma estúpida de morir. Sólo le quedó tiempo para un último pensamiento:
Adonai ejad.
El asesino se cercioró de que sus manos estuvieran limpias y miró sus ropas. Pero cuchilladas como ésa no hacían sangrar mucho. Se embolsó la billetera y el envoltorio y, acomodándose la ropa, salió. Se detuvo en su mesa para dejar veintitrés euros por su comida, unos pocos centavos de propina. No pensaba volver pronto. Terminada su tarea en el Giovanni, atravesó la plaza. Al entrar, había notado una tienda de la marca Brioni, y sintió la necesidad de adquirir un nuevo traje.
El cuartel general del Cuerpo de Infantes de Marina de los Estados Unidos no está en el Pentágono. El mayor edificio de oficinas del mundo tiene lugar para el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, pero por una razón u otra los infantes de marina quedaron fuera y debieron conformarse con su propio complejo de edificios, el llamado Anexo Naval, a unos cuatrocientos metros de allí, sobre la ruta Lee en Arlington, Virginia. No lo lamentaron. Los infantes de marina siempre fueron como unos hijastros de las fuerzas armadas de los Estados Unidos, técnicamente una parte subordinada de la Armada, donde su función original fue oficiar de ejército privado de ésta para que no fuera necesario embarcar soldados en los buques de guerra, dado que se supone que Ejército y Marina no sienten mutua simpatía.
Con el tiempo, el cuerpo de infantes de marina desarrolló su propia razón de ser, llegando a ser, durante más de un siglo, la única fuerza terrestre estadounidense que los extranjeros llegaban a ver. Los infantes de marina no necesitaban preocuparse de la logística pesada y ni siquiera de tener personal médico -los marinos se ocupaban de esa parte. Cada uno de ellos era un fusilero, además de una visión imponente, aterradora para quien no sintiera simpatía por los Estados Unidos de América. Es por eso que los infantes de marina son respetados pero no siempre amados por sus colegas de las fuerzas armadas estadounidenses. Para las otras fuerzas, más sosegadas, son demasiado espectaculares, demasiado jactanciosos y tienen un excesivo sentido de las relaciones públicas.
Por supuesto que el Cuerpo de Infantes de Marina es, en sí, como un pequeño ejército -hasta tiene una fuerza aérea, pequeñita, pero de colmillos agudos- dotado incluso de un jefe de inteligencia, aunque esto, para algunos uniformados sea una contradicción en sus propios términos. El cuartel general de la inteligencia de los infantes de marina pertenecía a una nueva organización, que hacía parte del intento de la Máquina Verde de ponerse a la altura de las demás fuerzas. Se llamaba el M-2 -"2", es el identificador numérico de quienes se dedican a la información- y su jefe era el mayor general Terry Boughton, un bajo y compacto infante profesional a quien se había asignado ese puesto para que inyectara un poco de realidad en el mundo de los espías: el Cuerpo había decidido recordar que, al fin del sendero de papeles, había hombres con fusiles que necesitaban de información confiable para permanecer con vida. Uno entre muchos secretos del Cuerpo era dar por sentado que la inteligencia natural de sus hombres no tenía nada que envidiarle a nadie -ni siquiera a los genios de la computación de la Fuerza Aérea, cuya actitud es que cualquiera que sea capaz de pilotear un avión necesariamente es más inteligente que otras personas. A Broughton le faltaban once meses para hacerse cargo del mando de la Segunda División de Infantes de Marina, con base en Campo Lejeune, Carolina del Norte. Esa bienvenida noticia le había llegado hacía una semana Y aún estaba del mejor de los humores por haberla recibido.
Las noticias también eran buenas para el capitán Brian Caruso para quien, por lo general, una entrevista con un oficial con rango de general era, si no motivo de miedo, al menos de circunspección. Llevaba su uniforme verde oliva clase A, incluido el cinturón reglamentario, así como todas las insignias a que tenía derecho, que no eran tantas, aunque algunas eran bonitas, por ejemplo sus alas doradas de paracaidista y una colección de premios a la puntería suficientemente amplia como para impresionar incluso a un experimentado fusilero como el general Broughton. Entre su personal, el M-2 tenía un chico de los mandados con rango de teniente coronel y una sargento de artillería negra a modo de secretaria personal. Al joven capitán esto le parecía raro, pero, recordó Caruso, nunca nadie dijo que el Cuerpo fuese lógico. Como decían: doscientos treinta años de tradición incontaminados por la lógica.
"El general lo verá ahora, capitán", dijo la sargento alzando la mirada del teléfono que tenía sobre su escritorio.
"Gracias, sargento", dijo Caruso, poniéndose de pie y dirigiéndose a la puerta que la sargento mantenía abierta.
Broughton era exactamente como Caruso había esperado. No llegaba al metro ochenta, pero su amplio pecho parecía capaz de desviar una bala de alta velocidad. Llevaba el cabello cortado al rape. Como casi todos los infantes de marina, para él "pelo largo" era cuando el cabello sobrepasaba la longitud de un centímetro, momento en que urgía una visita al peluquero. El general levantó la mirada de sus papeles y miró a su visitante con sus fríos ojos pardos.
Caruso no hizo la venia. Como los oficiales navales, los infantes de marina no saludan sino cuando están en acción o llevan gorra de uniforme. La inspección visual, de unos tres segundos, sólo pareció durar aproximadamente una semana.
"Buenos días, señor".
"Siéntese, capitán". El general señaló una silla tapizada de cuero.
Caruso se sentó, pero mantuvo la posición de firme, aun con las piernas dobladas.
"¿Sabe por qué está aquí?", preguntó Broughton.
"No, señor, no me lo dijeron".
"¿Le gusta la Fuerza de Reconocimiento?"
"Sí, señor", respondió Caruso "creo que tienen los mejores suboficiales del Cuerpo y el trabajo me parece interesante".
"Aquí dice que se desempeñó bien en Afganistán". Broughton alzó un legajo con cinta adhesiva blanca y roja en los cantos. Ello denotaba material del máximo secreto. Pero las tareas de operaciones especiales a menudo entran en esa categoría, y no cabía duda de que el trabajo de Caruso en Afganistán no había sido como para mostrar en el noticiario de NBC Nightly News.
"Fue bastante movido, señor".
"Aquí dice que hizo una buena tarea al sacar a sus hombres con vida".
"Señor, dice así porque el hombre de SEAL que estaba con nosotros, el cabo Ward, quedó malherido, pero el segundo oficial Randall -y de esto no hay duda- le salvó la vida. Lo postulé para que lo condecoren. Espero que así sea".
"Así será. Usted también será condecorado".
"Señor, sólo cumplí con mi deber", protestó Caruso. "Fueron mis hombres los que…"
"Ésa es señal segura de un joven oficial competente", interrumpió el M-Z. "Leí su informe sobre el combate, y también el del sargento Sullivan. Dijo que usted había actuado bien para tratarse de un oficial joven en su primer combate". El sargento de artillería Joe Sullivan ya había olido pólvora, en Líbano y Kuwait, así como en otros lugares que nunca salieron en las noticias de la tele. "Sullivan trabajó a mis órdenes", dijo Broughton. "Será ascendido".
Caruso asintió con la cabeza. "Sí señor, sin duda que está listo para progresar en el mundo".
"Vi su informe de estado físico sobre él". El M-2 dio unos golpecitos sobre otra carpeta, que no tenía el indicador de máximo secreto. "Usted es generoso en sus elogios a sus hombres, capitán. ¿Por qué?"
Caruso parpadeó. "Señor, se desempeñaron bien. No podía esperar más, dadas las circunstancias. Con hombres como ésos, le daría pelea a cualquiera, en cualquier lugar del mundo. Incluso los muchachos nuevos pueden llegar todos a sargento, y hay dos que tienen pasta de sargento artillero. Trabajan duro y son lo suficientemente inteligentes como para ponerse a hacer lo que deben antes de que yo deba decírselo. Al menos uno de ellos llegará a oficial. Señor, ésos son mis hombres y tengo mucha suerte de que así sea".
"Y los entrenó muy bien", agregó Broughton.
"Es mi trabajo, señor".
"Ya no, capitán".
"¿Cómo dice, señor? Aún me quedan catorce meses con el batallón y aún no se ha determinado mi próximo destino". Aunque Caruso habría continuado de buena gana en la Segunda Fuerza de Reconocimiento para siempre, imaginaba que pronto rendiría exámenes para mayor, ascendiendo tal vez a S-3 de batallón, es decir, oficial de operaciones del batallón de reconocimiento de la unidad.
"Ese tipo de la Agencia que fue a las montañas con usted ¿qué tal era como compañero de trabajo?"
"James Hardesty dice que estuvo en las fuerzas especiales del Ejército. Tiene unos cuarenta años, pero está en buenas condiciones físicas, habla dos de los idiomas locales. No se moja los pantalones cuando las cosas se ponen feas. El… bueno, me respaldó muy bien".
El legajo de máximo secreto estaba otra vez en manos del M-2. "Aquí dice que usted le salvó la vida en esa emboscada".
"Señor, nadie que resulte atacado en una emboscada está en una buena situación. El señor Hardesty y el cabo Ward eran la avanzada que reconocía el terreno mientras yo armaba el transmisor satelital. Los malos estaban bien escondiditos, pero se pasaron de listos. Abrieron fuego demasiado pronto contra el señor Hardesty, erraron la primera ráfaga y subimos por la otra ladera de la colina hasta quedar detrás de ellos. No tenían buena vigilancia. El sargento Sullivan llevó su escuadra por la derecha y una vez que se posicionó, yo llevé a los míos por el centro. Nos llevó unos diez a quince minutos hasta que el sargento Sullivan tuvo al objetivo en la mira, a una distancia de diez metros y lo sacó de en medio de un tiro en la cabeza. Queríamos capturarlo con vida, pero no fue posible". Caruso se encogió de hombros. Capturar a un jerarca podía equivaler a un ascenso, pero no siempre se podía definir lo que ocurriría en el momento de la acción. Estaba claro que ese tipo no tenía ninguna intención de caer prisionero de los estadounidenses y de todas formas no era fácil echarle el guante a un tipo así. El resultado final había sido un infante de marina malherido y dieciséis árabes muertos, más dos prisioneros vivos para que los hijos de puta de inteligencia les tiraran de la lengua. Al fin y al cabo, había sido más productivo que lo que nadie esperara. Los afganos eran valientes, pero no locos -o, más precisamente, escogían ser mártires sólo en sus propios términos.
"¿Sacó alguna enseñanza?", preguntó Broughton.
"El entrenamiento nunca es demasiado, señor, y tampoco puede uno descuidar el ejercicio físico. La realidad es mucho más sucia y confusa que cualquier simulación. Como dije, los afganos son valientes, pero no están entrenados. Y nunca se sabe cuáles van a resistir y cuáles van a ceder. En Quantico nos enseñaron que debemos confiar en nuestros instintos, pero no nos proveyeron de instintos, ni tampoco uno puede estar seguro de que la voz interna que uno siga sea la correcta". Caruso se encogió de hombros, pero continuó dando su opinión. "Diría que funcionó bien para mis hombres y para mí, pero no puedo decir que sepa por qué".
"No piense demasiado, capitán. Cuando las cosas se ponen feas, no hay tiempo para pensar. Se piensa antes. Al entrenar a los hombres y asignarles responsabilidades. Uno prepara la mente para la acción, pero nunca hay que pensar acerca de qué forma tomará esa acción. Como sea, hizo las cosas muy bien. Impresionó a este tipo, Hardesty -y es un tipo bastante serio. Así fue como llegamos a esto", concluyó Broughton.
"¿A qué, señor?"
"La Agencia quiere hablar con usted", anunció el M-2. "Están en busca de talentos, y surgió su nombre".
"¿Para hacer qué?"
"No me lo dijeron. Buscan a gente para tareas de campo. No creo que se trate de espionaje, probablemente sea en el aspecto paramilitar de la cosa. Supongo que en la nueva organización antiterrorista. No puedo decir que me guste perder a un joven y promisorio infante de marina. Pero mi opinión no cuenta. Puede rechazar la oferta, pero sólo después de hablar con ellos:
"Entiendo": En realidad, no entendía.
"Tal vez alguien les recordó a ése infante de Marina que hizo una buena tarea allí sugirió Broughton.
"¿El tío Jack? Caramba, disculpe señor, pero se me escapa decirle así desde que entré en la Escuela Básica. Sólo soy otro 0-3 de la infantería de marina. No pido más".
"Bien". A Broughton no se le ocurría otra cosa que decir. Veía ante sí a un promisorio oficial joven que se había leído de cabo a rabo la Guía de Oficiales del Cuerpo de Infantes de Marina y que no había olvidado ninguna de las partes importantes. Si de algo pecaba, era de exceso de entusiasmo, pero lo mismo le había ocurrido a él. "Bueno, debe estar ahí en dos horas. A ver a un tal Pete Alexander, otro de operaciones especiales. Participó en la operación de la Agencia en Afganistán en la década de 1980. Dicen que no es mal tipo, pero no forma a su propia gente. Cuide su billetera, capitán", dijo como despedida.
"Sí, señor". Se incorporó y se puso firme.
El M-2 le concedió una sonrisa. "Semper Fi, hijo".
"A la orden, señor". Caruso salió de la oficina, saludando a la sargento con una inclinación de cabeza y sin dirigirle ni una palabra al medio- coronel que ni se había tomado el trabajo de mirarlo, bajó las escaleras, preguntándose qué demonios ocurría.
A cientos de millas de allí, otro hombre llamado Caruso pensaba lo mismo. El FBI se había ganado su reputación como una de las mejores agencias investigativas de los Estados Unidos investigando casos de secuestros interestatales tras la aprobación de la Ley Lindbergh en la década de 1930. Su éxito en resolver casos de esa naturaleza había prácticamente terminado con la modalidad delictiva de "secuestrar a cambio de dinero" -al menos en lo que respecta a los delincuentes inteligentes. El Buró había resuelto absolutamente todos los casos de esta naturaleza y los delincuentes profesionales habían terminado por entender que no era buen negocio y así había continuado siendo durante años, hasta que los secuestradores con otros objetivos que el dinero aparecieron.
Y éstos eran más difíciles de atrapar.
Penelope Davidson había desaparecido cuando se dirigía al jardín de infantes esa mañana. Sus padres llamaron a la policía local una hora después de su desaparición y poco después, la oficina del comisario llamó al FBI. Oficialmente, el FBI estaba autorizado para intervenir, pues era posible que la víctima hubiese sido llevada a otro estado. Georgetown, Alabama, está a sólo media hora del estado de Mississippi, de modo que la delegación de Birmingham del FBI había saltado sobre el caso como un gato sobre un ratón. En la jerga del FBI, un secuestro se llama un "7", y casi todos los agentes de la delegación tomaron sus automóviles y se dirigieron a la pequeña ciudad al sudoeste de donde estaban. Sin embargo, cada uno de ellos temía haber partido en una búsqueda inútil. En los casos de secuestros, hay un reloj. Se estima que se abusa sexualmente y se asesina a la mayor parte de las víctimas en el transcurso de las primeras seis horas. Sólo un milagro podía recuperar a la niña viva con rapidez, y éstos no ocurren a menudo.
Pero la mayor parte de los agentes tenía esposa e hijos, y actuaban como si quedaran esperanzas. El Asistente Especial a Cargo o AEC de la delegación fue el primero en hablar con el comisario local, llamado Paul Tumer. Según el Buró, y según el propio Tumer, este asunto investigativo era demasiado complejo para él. La idea de que una niña fuese raptada y asesinada en su jurisdicción le daba náuseas, y estaba feliz con tener asistencia federal. A cada hombre que llevara insignia y pistola se le suministraron fotos. Se consultaron mapas. Los policías locales y los agentes especiales del FBI partieron hacia la zona comprendida entre la casa de los Davidson y la escuela pública, cinco cuadras que la niña había recorrido cada mañana durante los últimos dos meses. Se interrogó a todos los que vivían en ese trayecto. En Birmingham, se buscó en las computadoras a todos los que tuvieran antecedentes por delitos sexuales en un radio de cien millas y se envió a agentes del Buró y policías de Alabama a interrogarlos. Cada una de sus casas fue registrada, generalmente con permiso del propietario, pero a menudo sin éste, pues los jueces locales no eran clementes en casos de secuestro.
No era el primer caso importante para el agente especial Dominic Caruso, pero sí era su primer "7", y aunque era soltero y no tenía hijos, la idea de la desaparición de un niño primero le helaba y después le hacía hervir la sangre. La foto "oficial" de la niña, tomada en el jardín de infantes, mostraba ojos azules, cabello rubio que se estaba volviendo castaño y una bonita sonrisa. Este "7" no se trataba de dinero. Era una familia normal, de clase trabajadora. El padre tendía líneas para la cooperativa eléctrica local, la madre era enfermera de medio tiempo en el hospital del condado. Ambos eran metodistas practicantes y, a primera vista, ninguno de los dos parecía sospechoso de abuso infantil, aunque también se los investigaría. Un agente veterano de la Delegación de Campo de Birmingham era hábil en deducir perfiles de conducta y su diagnóstico inicial era malo: el desconocido sospechoso podía tratarse de un secuestrador y asesino en serie, alguien que se sentía atraído sexualmente por niños y que sabía que la forma más segura de encubrir su delito era matando a la víctima.
Caruso sabía que estaba en algún lugar. Dominic Caruso era un agente joven, egresado de Quantico hacía menos de un año, pero ya estaba en su segundo destino de campo -los agentes solteros del FBI tenían tanta posibilidad de elegir dónde iban como un gorrión en un huracán. Su primer destino había sido en Newark, New Jersey, donde pasó siete meses, pero Alabama le gustaba más. El tiempo solía ser muy malo, pero al menos no era una colmena como esa cochina ciudad. Esta vez, su misión era patrullar la región del oeste de Georgetown, observar y tratar de obtener alguna información consistente. No tenía suficiente experiencia para ser un entrevistador eficaz. Esa es una habilidad que tarda años en adquirirse, aunque Caruso se creía inteligente y tenía un título universitario en psicología.
Busca un auto con una niñita dentro, se dijo, una que no esté en el asiento. De ir sentada, podía mirar por la ventana, pedir ayuda… No, más bien el sospechoso debía haberla atado, esposado o inmovilizado con tela adhesiva, posiblemente amordazado. Una niñita, indefensa y aterrada. Sus manos se crisparon sobre el volante. La radio crepitó.
"Base Birmingham a todas las unidades '7'. Tenemos un informe. El sospechoso de '7' puede estar al volante de una camioneta blanca, probablemente Ford, tal vez un poco sucia. Placas patente de Alabama. Si ven a un vehículo de esas características, informen y verificaremos la información con el departamento de policía local".
Lo que significaba no enciendas las luces, no hagas sonar la sirena para que se detenga si no es indispensable, pensó Caruso. Era hora de pensar un poco.
Si yo fuera un tipo así ¿dónde iría? Caruso aminoró. Pensó… Un sitio con buen acceso. No necesariamente un camino principal…, más bien un camino secundario razonablemente bueno, con un desvío, que me llevara a un lugar menos visible. Fácil de entrar, fácil de salir. Un sitio donde los vecinos no puedan ver qué hace uno…
Tomó el micrófono.
"Caruso a base Birmingham".
"Sí, Dominic", respondió el agente operador de radio. Las radios del FBI están codificadas y nadie que no tenga un buen equipo decodificador puede escuchadas.
"La camioneta blanca. ¿Qué certeza hay?"
"Una anciana dice que cuando salió a buscar su diario vio a una niñita cuya descripción coincide hablando con un tipo que iba en una camioneta blanca. El posible sospechoso es blanco, sexo masculino, edad indeterminada, sin otra descripción. No mucho, Dom, pero es lo que hay", le respondió la agente especial Sandy Ellis.
"¿Cuántos abusadores de niños en la región?"
"Diecinueve, según la computadora. Estamos interrogando a todos. Sin resultado por ahora. No hay más que eso, amigo".
"Entendido, Sandy. Fuera".
Siguió conduciendo, mirando. Se preguntó si sería algo así lo que su hermano Brian experimentó en Afganistán: solo, a la caza del enemigo… Comenzó a buscar calles de tierra que salieran de la ruta, tal vez alguna con huellas recientes de neumáticos.
Volvió a mirar la pequeña foto. Una niñita de rostro dulce, que recién estaba aprendiendo el alfabeto. Una niña para quien el mundo siempre había sido un lugar seguro donde reinaban papi y mami, que iba a la escuela dominical, que hacía orugas con cajas de huevos y cepillos de limpiar cañerías, que había aprendido a cantar: "Jesús me ama, sé que es así porque eso dice la Biblia" Miraba a uno y otro lado. Allí, a unos cien metros, un camino de tierra entraba en el bosque. Aminoró y vio que el sendero daba una suave doble curva, el bosque era ralo y se veía…, una casa prefabricada barata… y junto a ella… ¿la punta de una camioneta…? Pero ésta era beige más que blanca…
Y la ancianita que había visto a la niñita y a la camioneta… ¿cuán lejos estaba…? ¿estaba al sol o a la sombra…? Tantos elementos, tantas incógnitas, tantas variables. Por más buena que fuera la academia del FBI, no lo preparaba a uno para todas las situaciones posibles -no, ni se aproximaba a eso. Y te lo decían -te decían que confiases en tu instinto y en tu experiencia…
Pero Caruso no tenía ni un año de experiencia.
Aún así…
Detuvo el auto.
"Caruso a base Birmingham".
"Sí, Dominic", respondió Sandy Ellis.
Caruso transmitió su ubicación. "Voy a pie a echar un vistazo a 10-7".
"Entendido, Dom. ¿Necesitas apoyo?"
"Negativo, Sandy. Probablemente no sea nada, sólo voy a golpear la puerta y hablar con quien esté ahí".
"Bien. Te espero".
Caruso no tenía un radiotransmisor portátil -eso era para policías locales, no para el Buró- y ahora, fuera de su teléfono celular, no tenía forma de mantenerse en contacto. Su arma personal era una Smith & Wesson 1076, que llevaba, enfundada, en la cadera derecha. Bajó del auto y cerró la puerta sin llegar a trabarla para no hacer ruido. Todos se vuelven cuando oyen el sonido de la puerta de un auto al cerrarse.
Vestía un traje color verde oliva muy oscuro, buena cosa, pensó Caruso, dirigiéndose a la derecha. Primero miraría la camioneta. Caminó con normalidad, pero sus ojos no se despegaban de las ventanas de la precaria casa, esperando a medias ver un rostro, pero, pensándolo bien, contento de que no fuera así.
La camioneta Ford debía de tener, calculó, unos seis años. Tenía pequeños roces y desconchados y había llegado donde estaba marcha atrás. De esa forma, la puerta corrediza trasera quedaba cerca de la casa. Así la podría haber ubicado un carpintero o un plomero. O un hombre que quisiese entrar en la casa un cuerpo pequeño que se resiste. Mantuvo libre la mano derecha, la chaqueta desabrochada. Todos los policías del mundo practican desenfundar rápido, a menudo frente a un espejo, aunque sólo un idiota dispararía en el mismo movimiento, porque de esa forma era imposible acertarle a nada.
Caruso se tomó su tiempo. La ventana del lado del conductor estaba baja. El interior estaba casi completamente vacío, el piso de metal desnudo, sin pintar, una rueda de auxilio, un gato hidráulico…, y un rollo grande de cinta adhesiva de sellar caños…
Mucha gente la empleaba. La punta libre del rollo estaba doblada de forma que no fuese necesario despegarla con las uñas cuando uno la necesitase. También mucha gente hacía eso. Finalmente, vio que había una alfombrita en el suelo, encajada -no pegada con cinta adhesiva en el suelo justo detrás del asiento de pasajeros del lado derecho… y ¿por qué pendía más cinta de la estructura de metal del asiento? ¿Qué podía significar?
¿Por qué ahí? Caruso se lo preguntaba cuando, de pronto, sintió un cosquilleo en la piel de sus antebrazos. Era la primera vez que sentía algo así. Nunca había arrestado personalmente a nadie, nunca había investigado, al menos no hasta el fin, un delito grave. En Newark, se había ocupado durante un breve período de rastrear fugitivos y había hecho un total de tres arrestos, siempre como segundo de un agente con más experiencia. Ahora tenía un poco más de experiencia, estaba un poco más ducho… Pero no tanto, se recordó a sí mismo.
La cabeza de Caruso se volvió hacia la casa. Ahora, su mente iba rápido. En realidad ¿qué tenía? No mucho. Sólo había visto el interior de una vulgar camioneta sin evidencia directa alguna, sólo una camioneta vacía con un rollo de cinta selladora y una alfombrita sobre su suelo de acero.
Pero así y todo…
El joven agente sacó del bolsillo su teléfono celular y llamó a la oficina con discado rápido.
"FBI. ¿Puedo ayudarlo?", preguntó una voz femenina.
"Caruso para Ellis". No tuvo que esperar.
"¿Qué tienes, Dom?
"Camioneta Ford Ecoline, patente de Alabama, Eco, Romeo, Seis, Cinco, Cero, Uno, estacionada donde estoy. Sandy…"
"Sí, Dominic".
"Voy a golpear a la puerta".
"¿Quieres refuerzos?"
Caruso pensó durante un segundo. "Afirmativo, si'.
"Hay un policía montado del condado a unos diez minutos de allí. Espéralo", aconsejó Ellis.
Pero la vida de una niñita estaba en juego…
Se dirigió a la casa, cuidando de mantenerse fuera del campo de fuego que dominaban las ventanas. Entonces, el tiempo se detuvo.
Estuvo a punto de saltar en el aire cuando oyó el alarido. Era un terrible sonido agudo, como el de alguien que hubiera visto a la muerte en persona. Su cerebro procesó la información y se dio cuenta de que su automática ya estaba en su mano, frente a su esternón, apuntando hacia arriba, pero en sus manos. Se dio cuenta de que había sido un grito de mujer y una pieza encajó con un clic dentro de su cabeza.
Llegó al porche, bajo el barato techo desparejo todo lo rápido que pudo sin hacer ruido. La mayor parte de la puerta delantera era un tejido para mantener fuera los insectos. Le faltaba, al igual que a toda la casa, una mano de pintura. Posiblemente fuese alquilada, por cierto que por poco dinero. Miró por el tejido y vio lo que parecía un pasillo, que conducía a una cocina a la izquierda y un baño a la derecha. Desde donde estaba, sólo distinguía un inodoro de loza blanca y un lavabo.
Se preguntó si se podía considerar que tenía una razón aceptable para entrar en la casa y de inmediato decidió que sí. Tiró de la puerta para abrirla y entró lo más sigilosamente que pudo. El pasillo estaba cubierto con una alfombra vieja y sucia. Avanzó por allí, con la pistola en alto y sus sentidos aguzados al máximo… A medida que avanzaba, cambiaba su ángulo de visión. Dejó de ver la cocina, pero pudo ver mejor el baño…
Penny Davidson estaba en la bañera, desnuda, con sus ojos color celeste porcelana completamente abiertos y la garganta seccionada de oreja a oreja, toda la sangre de su cuerpo cubriendo su pecho plano y los costados de la bañera. Su cuello había sido cortado con tal violencia que parecía otra boca abierta.
Extrañamente, Caruso no sintió una reacción física. Sus ojos registraron la instantánea, pero en ese momento, sólo pensaba en que el hombre que había hecho eso vivía y estaba muy cerca de él.
Oyó un sonido que provenía de adelante y a la izquierda. La sala de estar. Un televisor. El sujeto estaba ahí. ¿Habría otro? No tenía tiempo de considerar esto, ni le importaba mucho en ese momento.
Despacio, su corazón batiendo como un martillo neumático avanzó y miró más allá del ángulo. Allí estaba, casi cuarenta años, hombre, blanco, cabello escaso, mirando la televisión con arrobada atención -una película de terror, de ahí había salido el grito- sorbiendo cerveza Miller Lite de una lata. Su expresión era satisfecha, sin señales de excitación. Esa parte ya habría pasado, pensó Dominic. y frente a él ¡Dios mío!- una cuchilla de carnicero ensangrentada sobre la mesa de café. Había sangre en su camiseta, como si se la hubiera rociado. De la garganta de una niñita.
"El problema con estas basuras es que nunca se resisten", les dijo un día un instructor en la academia del FBI. "Claro que son John Wayne cuando tienen un niño entre sus manos, pero nunca se resisten a un policía armado, jamás. y ¿saben qué? Es una pena", concluyó el instructor.
No irás a la cárcel. El pensamiento pareció deslizarse en su mente por su propia mente. Su pulgar derecho llevó el percutor hacia atrás hasta que, con un clic, la pistola quedó lista para disparar. Notó al pasar que sus manos estaban frías como el hielo.
En el ángulo de la izquierda de la habitación, apenas uno entraba había una vieja y gastada mesa octogonal. Encima tenía un jarro de vidrio azul, tal vez comprado en el Kmart local, probablemente como florero, pero que hoy no tenía flores. Lenta, cuidadosamente, Caruso alzó el pie, luego derribó la mesa de un puntapié. El jarro cayó y se hizo pedazos sobre el suelo de madera.
El sujeto se volvió violentamente y vio a su inesperado visitante. Su respuesta defensiva fue más instintiva que meditada -tomó la cuchilla que estaba sobre la mesita. Caruso no tuvo ni tiempo de sonreír, aunque se dio cuenta de que el sujeto había cometido el último error de su vida. En las agencias de policía de los Estados Unidos es un artículo de fe que un hombre armado de un cuchillo a una distancia inferior a los seis metros es una amenaza inmediata y letal. Hasta comenzó a incorporarse.
No llegó a hacerlo.
El dedo de Caruso pulsó el gatillo de su Smith y Wesson, enviando un tiro directo al corazón del sujeto. En menos de un segundo, dos más lo siguieron. Rojas flores brotaron en su camiseta blanca. Miró primero a su pecho, después a Caruso con una expresión de sorpresa absoluta, luego volvió a caer sentado sin decir una palabra ni exhalar una queja.
Ahora, Caruso cambió de dirección y miró el único dormitorio de la casa. Vacío. También la cocina, cuya puerta de acceso estaba trabada desde dentro. Un instante de alivio. No había nadie más en la casa. Miró otra vez al secuestrador. Sus ojos seguían abiertos. Pero Dominic había disparado bien. Le quitó el arma al muerto y lo esposó, porque lo habían entrenado para hacerlo. Buscó el pulso en la carótida, sin resultado. Lo único que veía este individuo eran las puertas del infierno. Caruso tomó su teléfono celular y volvió a comunicarse con la oficina.
"¿Dom?", preguntó Sandy al atender.
"Sí, Sandy, soy yo. Acabo de eliminarlo!"
"Qué? ¿Qué quieres decir?", preguntó ansiosa Sandy Ellis.
"La niñita está aquí, muerta, degollada. Entré y el tipo me atacó con un cuchillo. Lo bajé. El también está muerto. Bien muerto".
"¡Caray, Dominic! El sheriff del condado debe de estar por llegar allí en unos dos minutos. Espéralo".
"Entendido. Espero, Sandy".
No había pasado ni un minuto cuando oyó el sonido de una sirena. Caruso salió al porche. Bajó el percutor de su automática y la regresó a su funda, luego sacó su credencial del FBI del bolsillo de la chaqueta y la mantuvo en alto en la mano izquierda, mientras el sheriff, revólver reglamentario en mano, se aproximaba.
"Todo bajo control", dijo Caruso con la voz más calma que pudo. Ahora lo invadía la tensión. Le hizo señas al sheriff Tumer de que entrara, pero se quedó afuera. Tras uno o dos minutos, el policía local volvió a salir. Ahora, su Smith & Wesson estaba enfundada.
Tumer parecía el arquetipo de Hollywood de un policía sureño, alto, robusto, de poderosos brazos, con un cinturón para pistola que se hundía en una abultada barriga. Pero su piel era negra. No era la película típica.
"¿Qué ocurrió?", preguntó.
"¿Me da un minuto?" Caruso respiró hondo y pensó durante un momento cómo contaría la historia. La forma en que Tumer la entendiera era importante, pues el homicidio era un delito local y le correspondía a la jurisdicción de éste.
"Si". Tumer hurgó en el bolsillo de su camisa y sacó un paquete de Kool. Le ofreció uno a Caruso, quien meneó la cabeza.
El joven agente se sentó en la galería de madera sin pintar y trató de armar la historia en su cabeza. ¿Qué era exactamente lo que había ocurrido? ¿Qué era, exactamente, lo que acababa de hacer? ¿Y exactamente cómo debía explicarlo? Una voz en su mente le susurraba que no sentía ningún pesar. Al menos no por el sujeto. Para Penélope Davidson ya era demasiado tarde. ¿Una hora antes habría alcanzado a salvarla? ¿Media hora? La niñita no regresaría a su hogar esa noche, ya no sería arropada por su madre antes de irse a dormir, ni abrazada por su padre. De modo que el agente especial no tenía remordimientos. Sólo el de no haber llegado antes.
"¿Puede hablar?", preguntó el sheriff Tumer.
"Buscaba un lugar como éste, y cuando pasé por aquí, vi la camioneta estacionada, comenzó Caruso. En un momento, se puso de pie y entró con el sheriff en la casa para explicarle los demás detalles.
"La cuestión es que tropecé con la mesa. Me vio, tomó el cuchillo, se volvió hacia mí, así que desenfundé la pistola y maté al bastardo. Tres tiros, creo".
"Ya veo". Tumer fue hacia el cuerpo. El sujeto no había sangrado mucho. Los tres disparos habían acertado directamente en el corazón, que había dejado de bombear casi instantáneamente.
Paul Tumer podía parecer tonto a los ojos de un agente federal, pero no lo era en absoluto. Miró el cuerpo y se volvió a mirar la puerta desde donde disparó Caruso. Sus ojos medían ángulo y distancia.
"Así que", dijo el sheriff, "usted tropieza con esa mesa. El sujeto lo ve, toma su cuchillo y usted, temiendo por su vida, saca la pistola reglamentaria y dispara tres tiros rápidos ¿no?"
"Sí, así ocurrió".
"Ya veo", dijo el sheriff, que se cobraba un ciervo casi cada temporada de caza.
El sheriff Tumer metió la mano en el bolsillo derecho de sus pantalones y sacó su llavero. Era un regalo de su padre, quien había sido camarero en el pullman del ferrocarril central de Illinois. Era un llavero anticuado, que tenía soldado un dólar de plata de 1948, de los viejos, de casi cuatro centímetros de ancho. Lo sostuvo casi tocando el pecho del secuestrador y el diámetro de la vieja moneda cubrió por completo los tres orificios de entrada. Sus ojos expresaron escepticismo, pero luego se volvieron hacia el baño y, cuando dio su veredicto acerca de lo ocurrido, se suavizaron.
"Así diremos que fue. Buena puntería, chico".
Al menos una docena de vehículos de la Policía y el FBI aparecieron a los pocos minutos. Poco después, llegó el laboratorio móvil del Departamento de Seguridad Pública de Alabama para llevar a cabo la labor investigativa en la escena del crimen. Un fotógrafo forense tomó veintitrés rollos de película color de 400 asas. Quitó el arma de la mano del sujeto y se la guardó para analizar las huellas digitales y comparar la sangre que manchaba su hoja con la de la víctima -todo ello era poco más que una formalidad, pero seguir el procedimiento aceptado era una obligación particularmente estricta en un caso de homicidio. Finalmente, el cadáver de la niñita fue colocado en una bolsa y sacado de allí. Sus padres debían identificarla, pero gracias a Dios su rostro estaba relativamente intacto.
Uno de los últimos en llegar fue Ben Harding, el agente especial a cargo de la Delegación de Campo Birmingham del Buró Federal de Investigaciones. Un tiroteo en que hubiera participado un agente implicaba que su delegación debía enviarle un informe formal al director Dan Murray, con quien mantenía una distante amistad. En primer lugar, Harding venía a constatar que Caruso estuviese en razonables condiciones físicas y psicológicas. Luego, fue a presentarle sus respetos a Paul Tumer ya oír su interpretación de lo ocurrido. Caruso observó desde lejos y vio cómo Tumer relataba el incidente con abundantes gestos, a los que Harding asentía. Era bueno que el sheriff Harding diera su aprobación oficial. Un capitán de la policía local escuchaba y también asentía.
Lo cierto era que a Dominic Caruso eso le importaba un bledo. Sabía que había hecho lo correcto, sólo que con una demora de una hora. Finalmente, Harding se acercó a su joven agente.
"Cómo te sientes, Dominic?"
"Lento", dijo Caruso. "Demasiado condenadamente lento -sí, sé que no es razonable esperar que ocurriera otra cosa".
Harding lo tomó del hombro y lo sacudió. "Hiciste lo mejor que pudiste, muchacho". Una pausa. "¿Qué ocurrió cuando disparaste?" Caruso repitió su historia. En su mente, ya casi tenía la solidez de lo cierto. Dom sabía que hasta podía haber relatado exactamente lo que ocurrió sin ser sancionado. Pero ¿para qué arriesgarse? Oficialmente, había sido un tiroteo según las normas y para su legajo del Buró, eso bastaba. Harding escuchó, asintiendo pensativamente. Había papeles que completar y enviar por Fedlex a Washington. Pero no sería mal visto que los periódicos publicaran cómo un agente del FBI había matado a un secuestrador el mismo día del crimen. Probablemente surgiría evidencia de que éste no era el primer crimen de esa basura. La casa aún no había sido registrada a fondo, pero ya habían encontrado una cámara digital y no sería una sorpresa para nadie constatar que el depravado llevaba un registro de crímenes previos en su computadora personal Dell. Si fuera así, Caruso habría cerrado más de un caso. Y de ser así, Caruso tendría una mención más que favorable en su legajo del FBI.
Lo que aún no sabían Harding ni Caruso era cuán favorable sería la mención. Los buscadores de talento estaban por encontrar también a Dominic Caruso.
Y a uno más.