174274.fb2 Los dientes del tigre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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CAPITULO 1 El campus

Westadenton casi no es ni un pueblo, sino simplemente una oficina de correos para quienes viven en la región, unas pocas estaciones de servicio y un 7-eleven, además de los locales de comidas rápidas para quienes necesitan un desayuno cargado de grasas en su camino desde Columbia, Maryland, a su trabajo en Washington, DC. y a unos ochocientos metros de la modesta oficina de correos, se alzaba un edificio de mediana altura y anónima arquitectura gubernamental. Tenía nueve pisos de alto y en el amplio espacio verde del frente, un bajo monolito decorativo de ladrillo gris decía HENDLEY ASSOCIATES en letras plateadas, sin más explicación respecto de las actividades de Hendley Associates. Había pocos indicios al respecto. El techo del edificio era plano, de concreto reforzado recubierto de asfalto y balasto, con una pequeña construcción que alojaba la maquinaria del ascensor y una estructura rectangular cuyo propósito no quedaba claro. De hecho, estaba hecha de fibra de vidrio blanca y era permeable a las ondas de radio. El edificio en sí sólo tenía un detalle fuera de lo común: con excepción de unos pocos viejos cobertizos para tabaco que rara vez llegaban a los ocho metros de alto, era la única construcción de más de dos pisos que se alineaba directamente con la sede de la Agencia de Seguridad Nacional en Forte Meade y el cuartel general de la Agencia Central de Inteligencia en Langley, Viriginia. Muchos habían sido los que habían querido construir en esa línea, pero nunca obtenían los permisos necesarios, por muchas razones, todas falsas.

Tras el edificio había un pequeño parque de transmisión similar al que se ve cerca de emisoras de televisión de alcance local -media docena de platos parabólicos dentro de una cerca de malla de alambre coronada de alambre de púa apuntaban a diversos satélites comerciales de comunicación. Todo el complejo, que no era tan complejo, ocupaba unas siete hectáreas del condado Howard del estado de Maryland y era denominado "el Campus" por quienes trabajaban allí. Cerca de allí se encontraba el laboratorio de física aplicada de la universidad John Hopkins, un organismo de consulta del gobierno cuya naturaleza confidencial era bien conocida.

Para el mundo exterior, Hendley Associates era un agente de Bolsa dedicado a acciones, bonos y divisas internacionales aunque, curiosamente, hacía pocos negocios públicos. No se sabía que tuviera cliente alguno y aunque se afirmaba que efectuaba discretas donaciones a instituciones locales (se rumoreaba que la escuela de medicina de la universidad John Hopkins era el principal destinatario de la generosidad corporativa de Hendley) ninguna de estas actividades era reflejada en los medios de prensa. De hecho, no tenía departamento de relaciones públicas, tampoco es que se rumoreara que hiciese nada malo, aunque se sabía que el presidente de la compañía tenía un pasado difícil, lo que lo hacía rehuir la publicidad. Había esquivado las raras preguntas de los medios locales con cortés habilidad, hasta que finalmente perdieron interés en entrevistarlo. Los empleados de Hendley vivían en la zona, tenían estilos de vida propios de la clase media alta y, por lo general, se hacían notar tanto como Ward Cleaver, el padre de Beaver.

Gerald Paul Hendley Jr. había desarrollado una carrera estelar en el negocio de las commodities que le había permitido amasar una considerable fortuna personal y dedicarse después a la función pública electiva, que lo llevó a representante de Carolina del Sur en el senado nacional. No tardó en hacerse fama de legislador atípico, que seguía una senda ferozmente independiente, rechazando los ofrecimientos de dinero de empresas en busca de tratamiento privilegiado, e inclinándose al progresismo en temas de derechos civiles, aunque manteniéndose decididamente conservador en las áreas de defensa y relaciones exteriores. No temía vocear sus opiniones, lo que lo hacía atractivo para la prensa y hasta se llegó a hablar de aspiraciones presidenciales.

Sin embargo, hacia el fin de su segundo período de seis años, sufrió una gran tragedia personal. Perdió a su esposa y a sus tres hijos en un accidente en la Interestatal 185. Cerca de Columbia, Carolina del Sur, su camioneta quedó aplastada bajo las ruedas de un tractor-acoplado Kenworth. Como era de esperar, fue un golpe aplastante y al poco tiempo, al comenzar la campaña para su tercer período, la desgracia lo volvió a golpear. Una columna del New York Times informó que su cartera de inversiones personal -siempre la había mantenido en privado, pues afirmaba que como no aceptaba dinero para sus campañas no tenía por qué revelar cuál era su riqueza más allá de una idea general- mostraba evidencias de tráfico de información interna. Esta sospecha quedó confirmada cuando los diarios y la TV hurgaron más a fondo. y aunque Hendley se defendió afirmando que la Securities and Exchange Commission nunca había publicado una guía respecto de cómo aplicar exactamente la ley, a algunos les pareció que había empleado información interna sobre futuros gastos de gobierno a la que tuvo acceso para beneficiar un emprendimiento inmobiliario que les hubiese hecho ganar a él y sus socios más de cincuenta millones de dólares. Aun peor, en un debate público contra su oponente republicano -quien se auto describía como "señor Limpio"- cometió dos errores cuando éste lo cuestionó al respecto. En primer lugar, perdió los estribos ante las cámaras de televisión, y en segundo lugar, le comunicó al pueblo de Carolina del Sur que si tenían dudas acerca de su honestidad, votaran al imbécil con quien estaba conversando. Nunca había cometido un error en su vida política y su exabrupto le costó el cinco por ciento de los votos de su estado. El resto de su opaca campaña no hizo más que empeorar y, a pesar del minoritario voto compasivo de quienes recordaban la muerte de su familia, perdió su escaño demócrata por un amplio margen, agravado por un insultante mensaje de aceptación de derrota. Abandonó por completo la actividad pública, y ni siquiera regresó a su plantación anterior a la Guerra de Secesión al norte de Charleston, sino que se fue a Maryland y dejó su vida anterior atrás por completo. Otros dichos incendiarios dedicados al sistema legislativo terminaron por quemar los pocos puentes que aún hubiera podido atravesar.

Su actual hogar era una granja del siglo XVIII donde criaba caballos de raza Appaloosa -montar a caballo y jugar mediocremente al golf terminaron por ser sus únicos pasatiempos- y vivía la sosegada vida de un caballero rural. También trabajaba siete u ocho horas por día en el Campus, de donde iba y venía en una limosina Cadillac conducida por un chofer. A los cincuenta y dos años, alto, esbelto y de cabello plateado, era bien conocido y al mismo tiempo totalmente desconocido, último legado, tal vez, de su pasado político.

"Hizo un buen papel en las montañas", dijo Jim Hardesty, indicándole al joven infante de marina que tomara asiento. "Gracias, señor. Usted también".

"Capitán, siempre que uno regresa a casa cuando todo ha terminado, puede considerar que ha hecho un buen papel. Aprendí eso del oficial que me entrenó. Hace como dieciséis años", agregó.

El capitán Caruso hizo algunos cálculos mentales y llegó a la conclusión de que Hardesty tenía un poco más de edad que la que aparentaba. Capitán de las fuerzas especiales de los Estados Unidos, después CIA, más dieciséis años sumaba una cifra más cercana a los cincuenta que a los cuarenta años. Debía de haberse ejercitado muy duro para mantenerse en esas condiciones.

"Bien", dijo el oficial, "¿qué puedo hacer por usted?"

"¿Qué le dijo Terry?", preguntó el agente de inteligencia.

"Que hablaría con alguien llamado Pete Alexander".

"Pete debió abandonar la ciudad de improviso".

El oficial aceptó literalmente la explicación. "Bueno, como sea, el general me dijo que ustedes, la gente de la Agencia, están en busca de personal con talento, pero no se preocupan por generarlo", respondió Caruso con sinceridad.

"Terry es un buen hombre y un infante de Marina de los mejores, pero a veces es un poco limitado".

"Puede que sea así, señor Hardesty, pero pronto, cuando se haga cargo de la Segunda División de infantería de marina, será mi jefe, y quiero mantener una buena relación con él. Y aún no me ha dicho por qué estoy aquí'.

"¿Le gusta estar en la infantería de marina?", preguntó el espía. El joven infante asintió.

"Sí, señor. La paga no es gran cosa, pero me basta y la gente con la que trabajo es la mejor".

"Bueno, aquellos con los que fuimos a las montañas eran muy buenos – ¿Cuánto tiempo trabajó con ellos?"

"¿En total? Unos catorce meses, señor".

"Los entrenó muy bien".

"Para eso me pagan, señor, y además la materia prima era buena".

"Se comportó bien en esa pequeña acción de combate", observó Hardesty, tomando nota de lo poco entusiastas que eran las respuestas de su interlocutor.

El capitán Caruso no era tan modesto como para considerar que hubiese sido "pequeña". Las balas habían sido bien reales, lo cual bastaba para que la acción fuese suficientemente grande. Pero se había dado cuenta de que su entrenamiento había funcionado, tal como se lo dijeron sus oficiales en las clases y ejercicios prácticos. Había sido un descubrimiento importante y más bien gratificante. El Cuerpo de Infantería de Marina tenía lógica. ¡Vaya si la tenía!

Pero todo lo que dijo fue: "Sí, señor". Agregó, "y gracias por su ayuda, señor".

"Estoy un poco viejo para esas cosas, pero es agradable saber que aún puedo hacerlas". Pero Hardesty no agregó que ya había tenido bastante. El combate era un juego para jóvenes y él ya no era joven. "¿Alguna reflexión al respecto, capitán?", preguntó.

"En realidad no, señor. Presenté mi informe de combate".

Hardesty lo había leído. "¿Pesadillas, algo de eso?"

La pregunta sorprendió a Caruso. ¿Pesadillas? ¿Por qué había de tenerlas? "No, señor", respondió, con visible desconcierto.

"¿Remordimientos?", prosiguió Hardesty.

"Señor, esa gente estaba combatiendo contra mi país. Nosotros respondimos. Si uno no puede hacerse cargo de las consecuencias, no debe jugar a ese juego. Lo lamento si tenían mujer e hijos, pero cuando se jode a alguien, debe entenderse que éste va a hacer algo al respecto".

"¿Es un mundo duro, no?"

"Señor, es mejor no patear a un tigre en el culo si no se tiene un plan para lidiar con sus dientes".

Ni pesadillas ni remordimientos, pensó Hardesty. Así debía ser, pero los suaves, gentiles Estados Unidos no siempre producían personas así. Caruso era un guerrero. Hardesty se reclinó en su silla y miró atentamente a su entrevistado antes de hablar.

"Capitán, el motivo por el cual usted está aquí… ya ha visto en los diarios acerca de los problemas que tenemos para enfrentar esta nueva oleada de terrorismo internacional. Ha habido muchas luchas por territorio entre la Agencia y el Buró. A nivel operativo, no hay muchos problemas y los problemas no son tantos a nivel de mandos -Murray, el director del FBI es de fiar y cuando trabajó como agregado legal en la embajada en Londres se llevó bien con nuestra gente".

"Pero el problema son los infelices de los niveles medios, ¿no?", preguntó Caruso. Había visto el problema en la infantería de marina. oficiales administrativos que se lo pasaban refunfuñando contra otros oficiales administrativos, diciendo que su papá era más fuerte que el papá de los otros. Era probable que se tratara de un fenómeno tan antiguo como los griegos y los romanos. y por entonces, era igualmente estúpido e improductivo.

"Exacto", confirmó Hardesty. "Y, sabe una cosa, tal vez Dios en persona podría solucionarlo, pero para hacerlo hasta El necesitaría suerte. Las burocracias están demasiado enquistadas. En las fuerzas armadas, el problema no es tan grande. Allí, a las personas se las cambia de destino a menudo y además, tienen un sentido de 'misión' y trabajan para llevarla a cabo, en especial si eso los ayuda a ascender. En términos generales, cuanto más lejos esté uno del trabajo peligroso, más tiende a perderse en minucias. De modo que buscamos personas que estén cerca del trabajo peligroso".

"Y la misión ¿cuál es?"

"Identificar, localizar y solucionar amenazas terroristas", respondió el espía.

"¿Solucionar?", preguntó Caruso. "Neutralizar; a la mierda, bueno, cuando sea necesario y conveniente, matar a los hijos de puta. Reunir información acerca de la naturaleza y la gravedad de la amenaza y tomar las acciones adecuadas según cuál sea la amenaza específica. La tarea consiste ante todo en recolección de inteligencia. La Agencia está demasiado restringida en sus acciones. Este subgrupo en particular, no".

"¿De veras?" Ésa sí que era una sorpresa.

Hardesty asintió con la cabeza. "De veras. No trabajará con la CIA. Puede disponer de los recursos de la Agencia, pero nada más".

"¿Y para quién trabajo, entonces?"

"Debemos avanzar un poco antes de discutir eso". Hardesty tomó algo que debía de ser el legajo personal del infante de marina. "Usted figura entre el tres por ciento de los oficiales de infantería de marina con más elevado puntaje en el área de inteligencia. Cuatro punto cero en casi todo. Sus habilidades idiomáticas son particularmente impresionantes".

"Mi padre es ciudadano estadounidense -me refiero a que nació aquí- pero mi abuelo vino de Italia, tenía -aún tiene- un restaurante en Seattle. De modo que mi padre creció hablando italiano más que nada y nos transmitió buena parte de eso a mi hermano y a mí. Estudié castellano en la secundaria y en la universidad. No puedo pasar por alguien que lo habla como lengua madre, pero lo entiendo bien".

"¿Recibido en ingeniería?"

"Eso me vino de mi padre. Ahí lo dice. Trabaja para Boeing -en aerodinámica, sobre todo diseña alas y superficies de control. Ya sabe sobre mi madre -ahí lo dice todo. Es, más que nada, una madre, ahora que Dominic y yo somos grandes, se dedica a colaborar con las escuelas católicas locales".

"Y él está con el FBI".

Brian asintió. "Así es, se recibió de abogado y se enroló en el Buró".

"Acaba de salir en los periódicos", le dijo Hardesty, alcanzándole una hoja de fax que reproducía un diario de Birmingham. Brian la miró.

"Felicitaciones, Dom", susurró el capitán Caruso cuando llegó al cuarto párrafo, lo que agradó aún más a su interlocutor.

El vuelo de Birmingham hasta el aeropuerto nacional Reagan en Washington tomó apenas dos horas. Dominic Caruso caminó hasta la estación de metro y abordó un tren que lo llevó hasta el edificio Hoover en la calle Diez y Pennsylvania. Su insignia lo eximió de pasar por el detector de metales. Se suponía que los agentes del FBI debían ir armados y su automática se había ganado una muesca en la culata -por supuesto que no literalmente, pero los agentes del FBI solían bromear al respecto.

El despacho del director asistente Augustus Emst Wemer estaba en el último piso y daba a la avenida Pennsylvania. La secretaria lo hizo pasar de inmediato.

Caruso nunca había visto a Gus Wemer. Era alto, esbelto, con amplia experiencia como agente en la calle, ex infante de marina y tenía aspecto y aire decididamente monacales. Había encabezado el equipo de rescate de rehenes (Hostage Rescue Team, HRT) y dos divisiones de campo, y estaba a punto de retirarse cuando su íntimo amigo, el director Daniel E. Murray lo persuadió de aceptar su actual cargo. La División Antiterrorista era hijastra de las mucho más importantes divisiones de Crimen y de Contrainteligencia Exterior, pero ganaba importancia día a día.

"Siéntese", dijo Wemer indicando una silla con un gesto, mientras terminaba una conversación telefónica. Luego, colgó el auricular y pulsó el botón de "NO MOLESTAR"

"Ben Harding me envió este fax", dijo Wemer con el informe del tiroteo del día anterior. "¿Qué ocurrió?"

"Está todo ahí, señor": Se había pasado tres horas exprimiéndose los sesos y redactando todo en la más precisa jerga burocrática del FBI. Era curioso que un acto realizado en sesenta segundos requiriese de tanto tiempo para ser explicado.

"¿Y qué no pusiste, Dominic?", la pregunta fue acompañada de la mirada más penetrante a la que el joven agente nunca se hubiese enfrentado.

"Nada, señor", respondió Caruso.

"Dominic, en el Buró, hay personas que tienen muy buena puntería con la pistola. Yo soy uno de ellos", dijo Gus Werner. "Tres tiros, todos en el corazón a cuatro metros y medio de distancia, es muy buena puntería. Para alguien que acaba de tropezar con una mesa es simplemente milagroso. A Ben Harding no le llamó la atención, pero al director Mufray ya mí, sí -Dan también es un buen tirador. Leyó este fax anoche y me pidió mi opinión. A Dan nunca le tocó eliminar a un sujeto. A mí sí, tres veces, dos de ellas con el HRT -en emprendimientos conjuntos, por así decido- y otra en Des Moines, Iowa. Esa vez, también se trató de un secuestro. Vi qué Es había hecho a las víctimas -niñitos- y, sabes, no quería que ningún psiquiatra le fuese a decir al jurado que la víctima había tenido una niñez difícil y que realmente no había sido su culpa y todos esos cuentos chinos que se oyen en un lindo y limpio tribunal, en el que lo único que ven los jurados son fotos y tal vez ni siquiera eso, si el consejo de defensa logra persuadir al juez de que vedas produciría parcialidad. Así que, ¿sabes que ocurrió? La ley fui yo. No apliqué la ley, ni escribí la ley ni expliqué la ley. Ese día, hace veintidós años fui la ley. Fui la espada vengadora de Dios. y ¿sabes una cosa? Me gustó.

"¿Cómo supo…?"

"¿Cómo supe con seguridad que era quien buscábamos? Coleccionaba recuerdos. Cabezas. Tenía ocho en la casa rodante donde vivía. No, no tuve dudas, Había un cuchillo por ahí, y le dije que lo tomara y lo hizo y le metí cuatro tiros en el pecho desde una distancia de tres metros y nunca me detuve a lamentado". Werner hizo una pausa. "No mucha gente sabe esa historia. Ni siquiera mi esposa. De modo que no me cuentes que tropezaste con una mesa, sacaste tu Smith y, parado en un pie, le tatuaste tres tiros en el ventrículo al sujeto. ¿De acuerdo?"

"Sí, señor", respondió ambiguamente Caruso. "Señor Werner".

"Mi nombre es Gus", corrigió el director asistente.

"Señor", persistió Caruso. El personal jerárquico que usaba nombre de pila lo ponía nervioso. "Señor, si yo dijese algo semejante a eso, prácticamente me estaría acusando de homicidio en un documento oficial del gobierno. El tomó ese cuchillo, se estaba poniendo en pie para enfrentarme, estaba a unos tres metros o tres metros y medio de mí, y en Quantico se nos enseñó a considerar que eso es una amenaza inmediata y letal. Así es que, sí, disparé y lo hice en forma correcta desde el punto de vista de la política del FBI respecto del empleo de fuerza letal".

Werner asintió. "Eres graduado en leyes, no?" "Sí, señor, puedo ejercer como abogado en Viriginia y. Washington DC. Aún no he dado el examen para ejercer en Alabama".

"Bueno, deja de ser abogado por un minuto", aconsejó Werner. "Ésta fue una muerte justa. Aún tengo el revólver con el que bajé a ese desgraciado. Smith & Wesson modelo 66, cuatro pulgadas. Hasta lo traigo a! trabajo, a veces. Dominic, a ti te tocó hacer lo que a todo agente le gustaría hacer una vez en su carrera. Te tocó hacer justicia por mano propia. Que eso no te haga sentir mal".

"No me siento mal, señor", le aseguró Dominic. "Esa niñita, Penélope… No pude salvarla, pero al menos ese desgraciado no podrá volver a hacerlo". Miró a Werner a los ojos. "Usted sabe qué se siente".

"Sí". Miró atentamente a Caruso. "¿y estás seguro de que no lamentas nada?"

"Dormí una hora en el avión, señor". No sonrió al decirlo.

Werner sí. Asintió. "Bueno, la oficina del director emitirá una aprobación oficial. La ORP no intervendrá".

La ORP era la oficina de "asuntos internos" del FBI, y aunque los agentes la respetaban, no sentían aprecio por ella. Un dicho afirmaba que "si le gusta torturar animalitos o se orina en la cama, es un asesino serial o trabaja para la Oficina de Responsabilidad Profesional".

Werner tomó el legajo de Caruso. "Aquí dice que eres inteligente…, buen dominio de idiomas… ¿Te interesa venir a Washington? Estoy en busca de gente que pueda estar en acción y pensar al mismo tiempo para mi oficina".

Lo que el agente especial Dominic Caruso oyó fue otro cambio de destino.

Gerry Hendley no era un hombre muy formal. Llevaba chaqueta y corbata al trabajo, pero a los quince segundos de entrar, su chaqueta ya colgaba de un perchero. Tenía una excelente secretaria ejecutiva -nativa, como él, de Carolina del Sur- llamada Helen Connolly y tras repasar la agenda del día con ella, tomaba el Wall Street Joumal y le echaba un vistazo a la primera plana. Para ese momento, ya había devorado el New York Times y el Washington Post de modo de conocer las coordenadas políticas del día, siempre refunfuñando acerca de lo mal que se hacían las cosas. El reloj digital de su escritorio le indicó que le quedaban veinte minutos antes de su siguiente cita, y encendió su computadora para ver El Madrugador, el servicio de extractos de prensa que se repartía entre los funcionarios de gobierno de alto rango. Le dio una rápida mirada para ver si se había perdido algo en su lectura matutina de los principales diarios. No demasiado, fuera de una interesante noticia en el Virginia Herald acerca de la Conferencia Fletcher anual, un grupo de reflexión anual organizado por la Armada y el Cuerpo de Infantería de Marina en la base Norfolk de la Armada. Habían hablado de terrorismo, con bastante inteligencia, le pareció a Hendley. Eso solía ocurrir cuando se trataba de uniformados. No entre funcionarios electos.

Eliminamos a la Unión Soviética, pensó Hendley, y esperábamos que así todo se arreglara. Pero lo que no previmos es qué harían todos esos chiflados provistos de AK-47 de rezago y conocimientos de química básica o simplemente dispuestos a dar sus vidas en la lucha contra lo que creen un enemigo.

Y la otra cosa que no hicieron fue preparar a la comunidad de inteligencia para lidiar con el problema. Ni siquiera un presidente con experiencia en el mundo clandestino y el mejor director de contrainteligencia de la historia de los Estados Unidos fueron capaces de hacer mucho. Habían aumentado el personal -quinientos individuos más en una organización de veinte mil no parecía mucho, pero la dirección de operaciones se había duplicado. Le habían dado a la CIA un poder a medias mas adecuado que la lamentable ineficacia que tenía hasta entonces, pero eso no era lo mismo que decir adecuado. Y, en contrapartida, el Congreso había aumentado los controles y restricciones, limitando aún más las atribuciones de quienes habían sido reclutados para proveer de músculos al esqueleto gubernativo. Nunca aprenderían. El mismo había hablado infinitamente con sus colegas del Club de Hombres más Exclusivo del Mundo, pero algunos escuchaban, otros no, los demás dudaban. Le hacían demasiado caso a la página de editoriales de los periódicos, incluso a las que no pertenecían a diarios de sus estados natales, porque eso, deducían erróneamente, reflejaba la opinión del Pueblo Estadounidense. Tal vez la cosa fuera así de simple: todo funcionario recién elegido caía presa del juego como Cayo Julio César cayó en las seductoras redes de Cleopatra. Sabía que eran los equipos, los ayudantes políticos profesionales" quienes "guiaban" a sus empleadores a la mejor forma de ser reelegidos, ese nuevo Santo Grial de la función pública. Los Estados Unidos no tenían una clase gobernante hereditaria, pero sí tenían mucha gente dispuesta a conducir a sus empleadores por la senda de la divinidad gubernativa.

Y trabajar desde dentro del sistema simplemente no funcionaba.

De modo que, para lograr cualquier cosa, uno tenía que estar lejos del sistema.

Bien lejos del sistema.

Y si alguien lo notaba, bueno, él ya había caído en desgracia, ¿no?

Pasó la primera hora del día discutiendo asuntos financieros con algunos de sus ejecutivos, pues ésa era la forma en que Hendley Associates ganaba dinero. Como negociante de commodities y árbitro de tasas de cambio, había estado casi desde el comienzo, por delante de la curva, percibiendo las momentáneas diferencias de valuación -él las llamaba "deltas" – generadas por factores psicológicos, por percepciones que podían hacerse realidad o no.

Todos sus negocios se llevaban a cabo en forma anónima a través de Bancos extranjeros, a todos los cuales Es gustaba tener cuentas en efectivo, ninguno de los cuales era excesivamente inquisitivo acerca del origen del dinero, mientras éste no fuese sucio, lo cual ciertamente no era su caso. Era sólo otra forma de mantenerse fuera del sistema.

No es que todos sus negocios fuesen estrictamente legales. Tener de su lado la intercepción de comunicaciones de Fort Meade facilitaba mucho las cosas. De hecho, era totalmente ilegal y no tenía nada de ético. Pero el hecho es que Hendley Associates no producía mayores datos en el panorama global. Podía no haber sido así, pero Hendley Associates operaba según el principio de que los cerdos comen, pero a los puercos los faenan, de modo que sólo comían un poco del comedero internacional. De todos modos, no existía una autoridad gubernativa para crímenes de este tipo y esta magnitud. Y bien metido en una caja fuerte dentro de la bóveda de la compañía, había una licencia oficial firmada por el ex presidente de los Estados Unidos.

Entró Tom Davis. Cabeza titular del área de comercialización de bonos, Davis tenía antecedentes similares a los de Hendley y se pasaba el día pegado a su computadora. No se preocupaba por la seguridad. Todas las paredes del edificio estaban forradas de metal para contener las emanaciones electrónicas y todas las computadoras eran a prueba de intrusión.

"¿Alguna novedad?", preguntó Hendley.

"Bueno", respondió Davis, "tenemos un par de reclutas potenciales".

"¿Quiénes son?"

David le tendió los legajos a Hendley por encima del escritorio. El presidente de la empresa los tomó y abrió.

"¿Hermanos?"

"Gemelos. Se ve que ese mes su mami produjo dos huevos en lugar de uno solo. Ambos impresionaron a las personas adecuadas. Cerebro, agilidad mental, buen estado físico, buen surtido de talentos ente los dos, además de capacidades idiomáticas. Castellano, especialmente".

"¿Éste habla pashtu?", Hendley alzó la vista, sorprendido.

"Lo suficiente como para preguntar dónde queda el baño. Estuvo allí unas ocho semanas y se ocupó de aprender la jerga local. En el informe dice que se defendió bien".

"¿Te parece que son lo que buscamos?", preguntó Hendley. Esos candidatos no respondían a un anuncio en el diario, por lo cual Hendley tenía un pequeño número de reclutadores muy discretos en distintas áreas del gobierno.

"Tenemos que verificar un poco más", concedió Davis, "pero tienen talentos que nos agradan. A primera vista, ambos parecen confiables, estables y lo suficientemente inteligentes como para entender por qué estamos aquí. Así que, sí, vale la pena considerados seriamente".

"¿Qué harán ellos ahora?"

"A Dominic lo van a transferir a Washington. Gus Werner lo quiere para la división antiterrorista. Probablemente comience con tareas de escritorio. Es un poco joven para el HRT y aún no ha demostrado capacidad analítica. Creo que antes de hacer nada, Werner quiere poner a prueba su inteligencia. Brian regresa a trabajar con su compañía en Camp Lejeune. Me sorprende que la Infantería de Marina no lo haya enviado a Inteligencia. Es un candidato obvio, pero a ellos les gusta tener buenos fusileros y él hizo buen papel en la tierra de los camellos. Si mis fuentes no se equivocan, va directo a ser ascendido a mayor. Así que, en primer lugar, tomo un avión y voy a almorzar con él, sondeado, luego regreso a DC. Lo mismo con Dominic. A Werner lo impresionó".

"y Gus sabe juzgar a las personas", notó el ex senador.

"Así es, Gerry", asintió Davis "Y… ¿alguna novedad?"

"Como de costumbre, Port Meade está sepultado bajo una montaña". El mayor problema de la NSA era que interceptaban tanto material crudo que habrían necesitado un ejército para poder cernirlo todo. Había programas de computación que eran útiles, pues se centraban en una u otra palabra clave, pero la mayor parte del material eran conversaciones inocentes. Los programadores intentaban mejorar el programa de detección, pero darle instintos humanos a la computadora había demostrado ser casi imposible, aunque lo seguían intentando. Desgraciadamente, los programadores con verdadero talento trabajaban para las compañías de juegos. Allí estaba el dinero y la gente de talento solía seguir el dinero. Hendley no podía quejarse de eso. Al fin y al cabo, había pasado la tercera y parte de su cuarta década de vida jugando ese juego. Así a menudo buscaba programadores muy ricos y exitosos, para quienes la busca de dinero fuera no tanto aburrida como redundante. En general, era una pérdida de tiempo. Los nerds solían ser hijos de puta codiciosos. Como los abogados, aunque no tan cínicos. "Sin embargo, hoy di con media docena de conceptos interesantes…"

"¿Por ejemplo?", preguntó Davis. Además de principal reclutador de la compañía, también era un experto analista.

"Esto". Hendey le alargó el legajo. Davis lo abrió y echó un vistazo.

"Hmm". No dijo más.

"Podría ser peligroso si resulta tener alguna importancia", pensó Hendley en voz alta.

"Verdad. Pero necesitamos más". Esto no era novedad. Siempre necesitaban más.

"¿A quién tenemos allí en este momento?", debía haberlo sabido, pero Hendley sufría de la habitual enfermedad burocrática: le costaba mantener al día la información en su cabeza.

"¿En este momento? Ed Castilanno está en Bogotá, investigando al Cartel, pero está haciendo un trabajo de incógnito. Bien de incógnito", le recordó Davis a su jefe.

"Sabes, Tom, a veces este negocio de la inteligencia es una basura".

"No es para tanto, Gerry. Al menos pagan más que antes -a los pobres empleados como yo", añadió con una sonrisita. Su piel oscura contrastaba con sus dientes marfileños.

"Sí, debe de ser terrible ser campesino".

"Por lo meno' el amito me dejó educarme, aprendé' la' letra' y todo eso. Podía haber sido peor, al menos no tengo que cosechá' algodón, amo Gerry". Hendley alzó los ojos al cielo. De hecho, Davis se había graduado en Dartmouth, donde su piel negra le pesaba menos que en su estado natal. Su padre era agricultor en Nebraska y votaba a los republicanos.

"¿Cuánto vale una cosechadora de ésas?", preguntó el jefe.

"¿Bromea? Más de doscientos mil. Papá compró una el año pasado y sigue refunfuñando. Claro que ésta le durará hasta que sus nietos mueran ricos. Corta un acre de grano como si fuera un batallón de Rangers bajando a una banda de malos tipos". Davis había hecho una buena carrera como agente de campo de la CIA, especializándose en rastrear movimientos internacionales de dinero. En Hendley Associates descubrió que sus talentos eran aplicables al campo de los negocios, pero nunca perdió su olfato para la acción. "Sabes, este tipo del FBI, Dominic, hizo tareas interesantes sobre delitos financieros en su primera misión de campo importante en Newark. Uno de sus casos se está desarrollando en una investigación a fondo a una institución bancaria internacional. Para ser novato, tiene buen olfato".

"Todo eso, y además toma la decisión de apretar el gatillo cuando le parece que así debe ser", asintió Hendley.

"Por eso me gusta, Gerry. Puede tomar decisiones sobre la marcha, como si tuviera diez años más que los que tiene".

"Hermanos. Interesante", observó Hendley, mirando otra vez los legajos.

"Tal vez lo lleven en la sangre. Al fin y al cabo, su abuelo fue policía de Homicidios".

"Y antes de eso, estuvo en la 101 aerotransportada. Entiendo lo que dices, Tom. De acuerdo. Sondéalos a los dos cuanto antes. Estaremos en acción pronto".

"¿Tú crees?"

"Las cosas no mejoran allí afuera", dijo Hendley señalando a la ventana.

Estaban en un café al aire libre en Viena. Las noches eran menos frías y los parroquianos soportaban el fresco con tal de disfrutar de comer algo en las mesas de la acera.

"Bien, ¿qué quieren de nosotros?", preguntó Pablo.

"Nuestros intereses coinciden", respondió Mohammed, y aclaró: Compartimos enemigos".

Desvió la mirada. Las mujeres que pasaban iban vestidas al formal, casi severo modo local y el sonido del tránsito, en especial los tranvías déctricos, hacía que fuera imposible que alguien los oyera. Para un observador casual y hasta para un profesional, sólo eran dos hombres de distintas nacionalidades -había muchos en esa ciudad imperial- hablando de negocios tranquila y amigablemente. Hablaban inglés, lo que también era normal.

"Es cierto", concedió Pablo, "al menos, lo de los enemigos. ¿y qué hay acerca de los intereses?"

"Ustedes tienen recursos que nos sirven. Nosotros tenemos recursos que les sirven", explicó pacientemente el musulmán.

"Entiendo". Pablo le agregó crema al café y lo revolvió. Se sorprendió al constatar que el café eran tan bueno como el de su propio país.

Mohammed suponía que tardarían en llegar a un acuerdo. Su interlocutor no era de un nivel tan alto como él habría preferido. Pero el enemigo que compartían había sido más exitoso contra la organización de Pablo que contra la suya. Eso no dejaba de sorprenderlo. Tenían buenas razones para mantener medidas de seguridad eficaces, pero, como ocurre siempre que el dinero es el estimulo, carecían de la pureza que inspiraba a sus colegas. De ahí que fueran más vulnerables. Pero Mohammed no era tonto y sabía que eso no los hacía inferiores a los suyos. A fin de cuentas, matar un espía israelí no significaba que él fuese un superhombre. Era evidente que tenían amplia experiencia. Simplemente, tenían límites. Todas las personas tenían límites. Sólo Alá no los tenía. Si uno tenía conciencia de esto, tenía expectativas más realistas y se decepcionaba menos cuando las cosas salían mal… No se podía permitir que las emociones interfirieran con los "negocios", como habría llamado erróneamente su interlocutor a su Santa Causa. Pero estaba tratando con un infiel, y por lo tanto debía ser flexible.

"¿Qué nos ofrecen?", preguntó Pablo, mostrando su codicia, tal como Mohammed había esperado que lo hiciera.

"Ustedes necesitan una red confiable en Europa, ¿no?"

"Así es". Últimamente habían tenido problemas. Las policías europeas eran menos moderadas que la estadounidense.

"Tenemos esa red". El hecho de que en teoría los musulmanes no podían traficar drogas -por ejemplo, en Arabia Saudita les cortaban la cabeza a los traficantes- los hacía aún más confiables.

"¿A cambio de qué?"

"Ustedes tienen una red altamente exitosa en los Estados Unidos, y tienen razones para estar contra los norteamericanos, ¿no es así?"

"Así es", asintió Pablo. Colombia comenzaba a progresar con los incómodos aliados ideológicos del Cartel en las montañas natales de Pablo. Tarde o temprano las PARC deberían ceder a la presión y a continuación, indudablemente entregarían a sus "amigos" -en realidad, "asociados" era una palabra más precisa- como precio de admisión en el sistema democrático. Cuando eso ocurriese, la seguridad del Cartel correría grave peligro. La inestabilidad política era el mejor de sus amigos en Sudamérica, pero tal vez no durara mucho tiempo. Lo mismo le ocurría a su interlocutor y eso hacía que una alianza les conviniera a ambos. – ¿Precisamente qué necesitarían de nosotros?"

Mohammed se lo dijo. No agregó que no se entregaría dinero a cambio de los servicios del Cartel. Con el primer embarque que la gente de Mohammed les ayudase a ingresar en -Grecia. Sí, seguramente eso sería lo más fácil- sería suficiente para sellar el acuerdo.

"¿Eso es todo?"

"Querido amigo, nosotros nos ocupamos de ideas, no de objetos físicos. Los pocos objetos materiales que necesitamos son muy compactos y se pueden obtener en forma local, si hace falta. y no me cabe duda de que puede ayudar con documentación para viajar".

Pablo estuvo a punto de atragantarse con su café. "Sí, eso es fácil".

"Así que, ¿hay algún motivo por el cual no debamos sellar esta Alianza?"

"Debo discutirlo con mis superiores", advirtió Pablo, "Pero en principio, no veo que nuestros intereses sean mutuamente excluyentes".

"Excelente. ¿Cómo volvemos a comunicarnos?"

"Mi jefe prefiere conocer a las personas con las que hace negocios".

Mohammed reflexionó. Él y sus asociados preferían no viajar, pero no había forma de no hacerlo, y contaba con suficientes pasaportes como para pasar por cualquier aeropuerto del mundo. También sabía idiomas. No en vano se había educado en Cambridge. Les podía dar las gracias a sus padres por eso. Y daba las gracias a su madre inglesa por su piel blanca y sus ojos azules, En realidad, podía haber pasado por nativo de cualquier país fuera de China o África. Lo que quedaba de su acento de Cambridge tampoco le venía mal.

"Sólo dígame lugar y momento", respondió Mohammed. Le entregó su tarjeta de negocios a su interlocutor. Tenía su dirección de correo electrónico, la más útil forma de comunicación secreta jamás inventada, y con el milagro del transporte aéreo moderno, podía estar en cualquier punto del planeta en cuarenta y ocho horas.