174277.fb2 Los hombres de la guada?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

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24

Willie Brew y el Detective cruzaron el puente y avanzaron otros cien metros por la carretera hasta llegar a un cruce. Bueno, podía llamarse cruce, pero, por lo que a Willie se refería, eran dos carreteras que llevaban exactamente a ninguna parte, una de este a oeste, la otra hacia el sur. Ninguna de las dos resultaba muy sugerente, aunque para Willie una franja de asfalto sin un supermercado, un par de restaurantes de comida rápida y quizás uno o dos bares apenas llegaba a la categoría de carretera.

– ¿Quiénes son esos tipos, exactamente? -preguntó Willie.

La duda venía inquietándole desde que llegaron al puente. Llevaba sólo una hora en aquel rincón dejado de la mano de Dios y ya había visto dos cadáveres y, según el Detective, los muertos debían de pertenecer a su bando, lo que inducía a Willie a pensar que las probabilidades a su favor habían empezado a menguar. Ahora resultaba que el resto de los miembros de la supuesta misión de rescate habían desaparecido, y por lo visto su ausencia había defraudado más que sorprendido al Detective. Nada de aquello servía para tranquilizar a Willie, y empezó a pensar que quizás Arno había actuado con sensatez quedándose donde estaba, y que quizás él debería haberse quedado también.

En ese momento asomó por el oeste el cuatro por cuatro más grande que Willie había visto en la vida. Era de color negro azabache, con los neumáticos de tal tamaño que si uno se subía encima y saltaba al suelo desde lo alto se arriesgaba a fracturarse un tobillo a causa del impacto. Al acercarse el vehículo, Willie advirtió también que no tenía parabrisas y que los dos faros estaban rotos. El asiento de la cabina era lo bastante amplio para acomodar a cuatro adultos holgadamente, pero en ese momento parecían ocuparlo tres hombres, y muy apretados, más que nada porque la anchura de dos de ellos era tal que podían acabar calificándolos de construcciones ilegales si se quedaban quietos en el mismo sitio durante mucho tiempo. El hombre comprimido entre ellos, que no era lo que se dice un alfeñique, tenía una expresión de calma beatífica, como si esa situación no sólo le resultase familiar, sino de hecho muy grata, a pesar de la lluvia.

– Joder -exclamó Willie sin querer. De pronto, la Browning se le antojó pequeña en la mano, sin potencia suficiente para frenar a ninguno de esos hombres. Sería como disparar malvaviscos a tres elefantes en plena carga.

– Tranquilo -dijo el Detective-. Son de los nuestros.

No parecía alegrarse mucho de ello.

El cuatro por cuatro se detuvo a dos metros escasos del Mustang. Hasta ese momento iba a tal velocidad que Willie dudó que fuese a parar. Vistos de cerca, los dos grandullones parecían locos de atar y por unos segundos dio la impresión de que arrollarían el Mustang, aplastándolo bajo las ruedas de su vehículo mientras éste avanzaba hacia quienquiera que hubiese incurrido en su cólera. Willie calculó que las probabilidades de supervivencia de tal individuo oscilaban entre mínimas y nulas.

El Detective se apeó; Willie también. Los dos grandullones salieron del cuatro por cuatro cada uno por su lado, apoyando el pie en un estribo detrás de las ruedas antes de saltar al suelo. Willie no habría podido asegurarlo, pero tuvo la sensación de que la tierra tembló con el impacto.

– Te presento a Tony y Paulie Fulci -dijo el Detective en voz baja-. El del medio es Jackie Garner. Es el cuerdo, aunque en este caso se trata de algo muy relativo.

Willie no conocía a Jackie Garner, pero sí había oído hablar de los Fulci. Ángel había aludido a ellos en el tono que suele reservarse a las fuerzas de la naturaleza, a los huracanes o los terremotos, por ejemplo, dando a entender que con los Fulci, como con esos fenómenos meteorológicos y sísmicos, también convenía mantenerse lo más lejos posible. En esos momentos no podía decirse que Willie estuviese muy lejos de los Fulci, y por tanto había entrado sin querer en una zona de desastre móvil.

– ¿Qué le ha pasado al cuatro por cuatro? -preguntó el Detective.

– Unos tipos, eso le ha pasado -contestó Paulie y señaló a Jackie con el pulgar-. Y él no ha sido de gran ayuda.

– Ya hemos hablado de eso -saltó Jackie-. Ha sido un malentendido.

– Sí, ya… -dijo Paulie. Era evidente que el asunto todavía levantaba ampollas.

– ¿Dónde están los tipos en cuestión? -quiso saber el Detective.

Se produjo un incómodo movimiento de pies.

– Uno no anda muy fino -contestó Tony.

– ¿Y cómo anda?

– Está fuera del mundo. Podría ser que no vuelva a despertarse. Le he pegado tirando a fuerte.

– ¿Y los otros?

– El otro -corrigió Jackie-. Eran sólo dos.

– Tampoco anda muy fino -dijo Tony, cada vez más abochornado-. De hecho, ya no volverá a andar nunca más. Ha sido un accidente, digamos -concluyó con poca convicción.

El Detective sabía mantenerse impasible, eso había que reconocerlo, pensó Willie.

– ¿Habéis averiguado algo provechoso cuando aún andaban? -preguntó.

Tony negó con la cabeza y fijó la mirada en el suelo.

– Pero sabemos cómo se comunican -terció Jackie Garner-. Llevan radios en las furgonetas. -Se detuvo a pensar por un momento-. Aunque respecto a eso también tengo una mala noticia -prosiguió.

– ¿Ah, sí? -preguntó el Detective con visible hastío.

– He contestado a una llamada.

– No me lo puedo creer.

– He pensado que a lo mejor me enteraba de algo.

– ¿Y te has enterado de algo?

– Me he enterado de que no valgo para las imitaciones.

– Muy gracioso, Jackie.

– Perdona, tío, ha sido sin pensar.

– Así que ahora saben que estamos aquí.

– Supongo.

El Detective se apartó de los tres hombres. Willie permaneció callado. Tenía la impresión de estar otra vez en Vietnam. Ésa era una pifia más desarrollándose ante sus propios ojos. Empezaba a sentir el cansancio y estaba calado hasta los huesos. También dio por supuesto que las cosas irían a peor antes de ir a mejor.

En ese momento oyeron un ruido que rompió el incómodo silencio. Se acercaba un vehículo. El Detective reaccionó al instante.

– Willie, esconde el Mustang -ordenó-. Llévalo hacia el puente. Paulie, sube al cuatro por cuatro. Ve en dirección este, pero despacio, que te vean. Jackie, Tony, entre los árboles, conmigo. Disparad a menos que parezca que van a misa.

Nadie discutió ni puso en duda sus órdenes. Todos obedecieron al pie de la letra. Willie entró en el Mustang, cambió de sentido y volvió por donde habían llegado, sin detenerse hasta perder de vista el cruce. Entonces apagó el motor y esperó. Le costaba respirar, pese a no haber hecho ningún esfuerzo físico. Se preguntó si era un infarto. Flexionó el brazo izquierdo para asegurarse de que no se le entumecía. Le constaba que ése era uno de los síntomas. Movió el brazo sin mayor problema. Ajustó el retrovisor y mantuvo la mirada fija en la carretera detrás de él. Había dejado la Browning en el asiento del acompañante. Tenía una mano en la llave de contacto y la otra en la palanca. Si por esa curva aparecía alguien que no reconocía, se largaba de allí. Saldría como un rayo. Eso por descontado.

En ese momento empezó el tiroteo.

El Detective se había apostado al oeste de la carretera, Tony Fulci y Jackie al este. Se acercó un Bronco, y los tres apuntaron sus armas. Al ver a Paulie alejarse en el enorme cuatro por cuatro, el conductor del Bronco aceleró. En el asiento del acompañante iba un hombre con una escopeta cruzada ante el cuerpo. De pie en la caja de la furgoneta, un tercer hombre, apoyado en el techo de la cabina con un rifle en las manos, ponía la mira en la luna trasera del vehículo de Paulie.

No hubo aviso. Dos orificios aparecieron casi simultáneamente en el parabrisas del Bronco. El conductor se desplomó sobre el volante y, al golpear el cristal con la cabeza, lo manchó de sangre. De inmediato la furgoneta comenzó a virar hacia la derecha. El acompañante se ladeó para intentar evitar el giro, mientras fuera, en la caja, el hombre del rifle se sujetaba desesperadamente a la barra de seguridad. Varios disparos más traspasaron el parabrisas, y la furgoneta salió de la carretera y se precipitó por el terraplén del lado este. Fue a estrellarse contra un pino, sin sufrir grandes daños gracias a las barras de protección del parachoques delantero; el hombre del rifle salió despedido de la caja y cayó de forma pesada en la hierba. Allí se quedó tendido, inmóvil.

El Detective fue el primero en abandonar el amparo de los árboles. Tony y Jackie cruzaron la carretera para reunirse con él. El Detective mantuvo la pistola apuntada hacia los dos hombres de la cabina, pero era obvio que ambos ya estaban muertos. El conductor había sido alcanzado en el cuello y el pecho. El acompañante podría haber sobrevivido a los disparos iniciales, pero al chocar la furgoneta contra el árbol no llevaba puesto el cinturón de seguridad. Era un hombre corpulento, y a esa velocidad, con la fuerza del impacto de la cabeza contra el parabrisas ya dañado, se había roto el cristal, de modo que ahora la mitad superior de su cuerpo yacía sobre el capó de la furgoneta mientras la pierna derecha permanecía enredada con el cinturón que quizá lo habría salvado.

El Detective se aproximó a Tony y Jackie, que estaban junto al hombre caído en tierra. Jackie recogió el rifle y lo lanzó entre los árboles. El herido gemía en voz baja y se sujetaba el muslo derecho. Tenía la pierna retorcida por la rodilla y el pie en un ángulo antinatural respecto a la articulación. El Detective hizo una mueca al verlo. Se arrodilló en la hierba y se inclinó para hablar al oído del hombre.

– Eh -dijo-. ¿Me oyes?

El hombre asintió. Enseñaba los dientes en un gesto de dolor.

– La pierna… -dijo.

– Se te ha roto. No podemos hacer nada, aquí no.

– Me duele.

– No me extraña.

Para entonces, Paulie había dado la vuelta al cuatro por cuatro y se detenía en la carretera por encima de ellos. El Detective le indicó que se quedara allí vigilando, y Paulie se dio por enterado con una seña.

– ¿Lleváis algo para el dolor en el cuatro por cuatro? -preguntó el Detective a Tony.

– Hay un Jack Daniel's -contestó Tony. Pensó por un momento-. Y unas cuantas pastillas y demás. Los médicos nos dan tantas cosas que no sé ni para qué sirven. Iré a mirar en la guantera.

Se alejó con paso pesado. El Detective volvió a centrar la atención en el herido.

– ¿Cómo te llamas?

– Fry. -El hombre consiguió pronunciar la palabra entre jadeos-. Eddie Fry.

– Vale, Eddie. Quiero que me escuches bien. Vas a explicarme qué está pasando aquí exactamente y después te daré algo para el dolor. Si no me dices lo que quiero saber, uno de estos grandullones te pisará la pierna. ¿Queda claro?

Fry asintió con la cabeza.

– Buscamos a unos amigos nuestros. Dos hombres, uno negro y otro blanco. ¿Dónde están?

Eddie Fry mecía el tronco, como si así pudiera bombear parte del dolor de la pierna para eliminarlo.

– En el bosque -dijo-. Lo último que hemos sabido era que estaban al oeste de la carretera interna de circunvalación. Nosotros no los hemos visto. Nuestra misión consistía en ofrecer apoyo por si conseguían atravesar el cordón.

– Han venido con más gente. Dos de ellos están muertos allí en el puente. ¿Qué ha sido de los demás?

Saltaba a la vista que Fry era reacio a contestar. El Detective se volvió hacia Jackie.

– Jackie, písale un poco el pie.

– ¡No! -Eddie Fry levantó las manos en actitud de súplica-. ¡No, eso no! Están muertos. No los hemos matado nosotros, pero están muertos. Yo sólo trabajo para el señor Leehagen. Antes cuidaba el ganado. No soy un asesino.

– Sin embargo, intentabas matar a nuestros amigos.

Fry negó con la cabeza.

– Nos ordenaron que no los dejáramos marchar, pero no debíamos hacerles daño. Por favor, la pierna…

– Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo. ¿Por qué no debíais matarlos?

Fry empezó a perder el sentido. El Detective lo abofeteó con fuerza en la mejilla.

– Contesta.

– Otra persona. -Fry tenía el rostro contraído por el dolor y sudaba de tal modo que ni siquiera la lluvia podía impedir que lo cegara la sal-. Debía matarlos otro. Ése era el acuerdo.

– ¿Quién?

– Ventura. Va a matarlos Ventura.

– ¿Quiénes Ventura?

– ¡No lo sé! Te juro por Dios que no lo sé. Ni siquiera lo conozco. Está por aquí, en algún sitio. Va a darles caza. Por favor, por favor, la pierna…

Willie Brew se había reunido con ellos. Muy pálido, permanecía a un lado, escuchando. Toni Fulci regresó con dos bolsas de plástico transparente llenas a rebosar de fármacos. Las dejó en el suelo y empezó a revolver los envases y frascos, examinando los nombres genéricos y desechando los que no consideraba útiles para el caso.

– Bupirona: ansiolítico -dijo-. Nunca nos han servido de nada. Clozapina: antipsicótico. Ni siquiera recuerdo haberlo tomado. Trazodona: antidepresivo. Ziprasidona: otro antipsicótico. Loxapina: antipsicótico. Tío, parece como si hubiera una lógica…

– Oye, que no tenemos todo el día -apremió el Detective.

– No quiero darle algo y que luego no vaya bien -adujo Tony.

Willie tuvo la impresión de que se enorgullecía de sus conocimientos farmacológicos.

– Tony, por lo que se ha visto, nada de eso va bien.

– Ya, en nuestro caso no. Pero en el suyo a lo mejor sí. Mira: florazepán. Es un sedante, y aquí también hay un poco de eszopiclona. Hazle un cóctel con esto. -Sacó un botellín de Jack Daniel's del bolsillo de la cazadora y se lo entregó al Detective junto con cuatro pastillas.

– Eso parece mucho -observó Jackie-. No queremos matarlo.

Willie miró a los muertos en la cabina manchada de sangre y luego otra vez a Jackie.

– ¿Qué? -dijo Jackie.

– Nada -contestó Willie.

– No es lo mismo -aclaró Jackie.

– ¿El qué?

– Pegarle un tiro a alguien que envenenarlo.

– Supongo que no -dijo Willie.

Empezaba a arrepentirse de haber ido. Más sangre, más cadáveres, un herido tumbado en la hierba en pleno sufrimiento. Había oído a Eddie Fry: no era un asesino, era sólo un labriego obligado a prestar un servicio. Quizá Fry sabía lo que los otros pretendían, y en ese sentido tenía cierta responsabilidad, pero estaba fuera de su elemento con hombres como el Detective. Fry y sus amigos eran corderos de camino al matadero. Willie no se esperaba que las cosas se desarrollaran así. No sabía bien qué se había esperado, y se dio cuenta, una vez más, de lo ingenuo que había sido. Allí él estaba tan fuera de lugar como el propio Fry. Willie no se había comprometido a matar a nadie, pero estaban muriendo hombres.

El Detective entregó los comprimidos a Fry y luego le aguantó la botella para que se los pudiera tragar acompañados de Jack Daniel's. Dio la botella al herido y se acercó a la cabina de la furgoneta accidentada. Abrió la puerta del acompañante y retiró las armas. Luego encontró una de las radios. Parecía intacta, pero cuando la levantó, la tapa trasera se desprendió y quedaron a la vista las entrañas destrozadas. Irritado, la lanzó al bosque y después miró hacia el oeste.

– Están allí, en algún sitio -dijo-. La cuestión es cómo encontrarlos.