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26

Ventura oyó la explosión y supo que Louis andaba cerca. No temía que su objetivo pudiera estar muerto, porque en el fondo de su alma sabía que Louis era para él. Después de todo lo que había sufrido, tenía derecho a resarcirse.

Había infravalorado al protegido de Gabriel, pero era cierto que Gabriel siempre había buscado al Hombre de la Guadaña perfecto, alguien a quien moldear para que cumpliera su voluntad sin cuestionarlo. Ventura había visto a muchos de ellos llegar y desaparecer, y sus muertes habían sido causa de dolor para Gabriel sólo porque el fracaso de ellos era el suyo propio. Lo que Gabriel no había entendido, pero Ventura sí, era que un hombre o una mujer que se sometiese por completo al arbitrio de Gabriel al final perdería toda su utilidad. La razón por la que Ventura era especial -y también Louis, como el propio Ventura había tenido que reconocer a regañadientes- era que ambos poseían una vena de individualismo, quizás incluso cierta perversión del espíritu, lo que significaba que a la larga se liberarían de las restricciones impuestas sobre ellos por Gabriel y por quienes, a su vez, lo utilizaban a él para cumplir sus propósitos. Por eso, a diferencia de otros muchos, seguían con vida, pero Ventura había tenido la inteligencia de comprender que esa situación no podía durar eternamente. Con el tiempo se cansaría, y empezaría a pensar más despacio. Cometería un error y pagaría el precio; eso, o intentaría pasar de forma discreta al anonimato llevándose sus secretos consigo, pero algunos, quizá Gabriel entre ellos, preferirían que los secretos de Ventura se enterrasen con él, y cuanto antes mejor. Así que Ventura había asumido un riesgo calculado: había puesto un precio, y se lo habían pagado. Había cometido un error: Louis había sobrevivido. Ya era hora de rectificar ese error.

La explosión facilitó el siguiente paso de su misión. Ahora conocía la posición de Louis, aunque estaba más al sudoeste de lo que preveía. Era curioso, pensó, que Louis y su amante se adentraran más en la trampa en lugar de intentar salir. Sabía por el hijo de Leehagen que habían intentado atravesar el cordón y se habían visto obligados a volver al bosque. De haber perseverado, quizás habrían podido atravesar la línea en un segundo intento. Con suerte, incluso les habría sido posible llegar a uno de los puentes, aunque no habrían llegado más lejos, ya que habían seguido todos sus pasos desde el principio. Ventura tenía en sus manos el destino de aquellos dos hombres, y había escrito que debían morir.

Se desplazaban hacia el interior, no hacia fuera. Pensó que debería prevenir a Leehagen, pero abandonó la idea. El viejo matón podía deducir por su cuenta lo que ocurría y si no, no merecía vivir. Pese a todos los obstáculos que había encontrado en su camino, Louis iba aún en busca de Leehagen. Ventura admiró su entrega. Siempre había considerado impuro a Louis, porque nadie poseía la pureza de Ventura, pero en el fondo percibía en él algo de su propia tenacidad.

Con paso rápido y uniforme, Ventura se encaminó hacia el lugar de la explosión.

Algo se movió en una zanja cerca de las ruinas del granero. Se desplazaron primero un palé y después una plancha de hierro acanalado. Debajo yacía Benton. Tenía chamuscado y ennegrecido el lado izquierdo de la cara quedando a la vista, allí donde la piel se había roto, finas vetas de carne viva como magma que traspasa a borbotones una corteza volcánica, y ahora no veía con el ojo de esa mitad del rostro. El dolor era insoportable.

Se incorporó apoyándose en las palmas de las manos. Tenía los dorsos quemados y agrietados, pero las palmas ilesas. Se miró. Parte de la camisa había desaparecido devorada por el fuego y debajo tenía la piel cubierta de ampollas y salpicada de un sinfín de astillas. A su lado yacían los restos de Quinn. Al prenderse el granero, Quinn se había llevado la peor parte de la explosión. Su cuerpo había volado por los aires, golpeando a Benton y de paso protegiéndolo, con la ayuda de una fortuita acumulación de escombros, de lo que vino a continuación.

Se puso en pie y se sacudió materia roja y negra del pantalón. Sospechó que parte de ella pertenecía a Quinn, y lo asaltó un arranque de indignación por la muerte de su amigo. Se llevó la mano a la cabeza. Le dolía el cráneo. Tenía una calva donde antes estaba el pelo. La palma de la mano le quedó manchada de sangre.

El dolor del globo ocular era el peor por lo localizado e intenso. Había perdido la percepción de la profundidad, pero notaba que algo sobresalía de la cuenca donde antes tenía el ojo izquierdo. Con cuidado, levantó la mano derecha y la acercó al ojo. Rozó con la palma una astilla de madera, y Benton, conmocionado, dejó escapar un grito. El ojo derecho empezó a llorarle y se le nubló la vista. Procuró no sucumbir al pánico, obligándose a dejar de respirar de forma entrecortada y a tomar aire con aspiraciones profundas y lentas.

Tenía una astilla en el ojo. No podía dejarla allí. Uno no podía dejarse una astilla en el ojo. Sencillamente… eso no se hacía.

Benton alzó las manos ante sí y las volvió de lado, enfrentando las palmas. Se las acercó hasta casi tocarse la cabeza, una a cada lado del ojo herido. Luego, muy despacio, juntó los dos dedos índices hasta tocar la astilla con las yemas. Volvió a sentir un dolor atroz, pero esta vez se lo esperaba. Apretó el fragmento de madera con las puntas de los dedos y tiró. Estaba clavado a gran profundidad y encontró por tanto cierta resistencia, pero Benton no se detuvo. Sintió dentro de la cabeza un ruido parecido a una sirena, agudo e intenso, y sólo cuando la astilla se desprendió y algo caliente resbaló por su mejilla, cayó en la cuenta de que el sonido eran sus propios gritos.

Examinó la astilla sosteniéndola a corta distancia del ojo derecho. Medía casi cinco centímetros y prácticamente la mitad estaba cubierta de sangre y fluido ocular. «Esos hijos de puta me han metido una astilla en el ojo», pensó. Se las pagarían.

Tenía la impresión de que el cerebro no le funcionaba como debía. No enviaba los mensajes correctos a sus extremidades, por lo que se tambaleaba y se desviaba al caminar. Aun así, consiguió dejar atrás las ruinas del granero, cayendo de rodillas sólo una vez. Se había olvidado ya de sus quemaduras y de los restos de Quinn, y la suerte que había corrido Roundy ni siquiera asomó a su conciencia hecha añicos. Lo único que importaba era la astilla que le había cegado un ojo. Al fin y al cabo, ¿qué clase de hombres eran aquellos que cegaban a otro? Hombres que no merecían vivir, eso eran.

En algún lugar a lo lejos, vio moverse dos siluetas, una alta, la otra más baja. Llevaba su rifle, que había encontrado medio escondido bajo los restos de Quinn. Empezó a seguir a los dos hombres.

El Detective había recorrido menos de dos kilómetros en dirección a la explosión cuando apareció el primer coche. Era un T Camry rojo, que avanzaba por delante de ellos rápidamente. Willie empuñó la pistola con más fuerza, pese a que el Detective aminoró la marcha, dejando que el otro coche se alejara. Detrás de ellos Tackie Garner y los Fulci también redujeron la velocidad.

– ¿Tienes algún plan para cuando lleguemos allí? -preguntó Willie.

– El mismo de antes: no morir.

Densas nubes de humo flotaban sobre la carretera. Dificultaban la conducción, pero también los ocultaban de los hombres que los precedían. Tanto era así que casi chocaron contra ellos al llegar al lugar de la explosión. El coche rojo pareció salir de la nada, allí parado con las puertas parcialmente abiertas y dos hombres todavía sentados en los asientos delanteros. Nada más verlos, el Detective frenó en seco y se desvió a la derecha; detrás de ellos, Tony Fulci dio un volantazo a la izquierda, sorteando el Mustang y deteniendo el cuatro por cuatro casi a la altura de los dos hombres del coche.

Incapaz de abrir la puerta del todo por la proximidad del cuatro por cuatro, el conductor decidió disparar, pero, debido a la altura del otro vehículo, antes tuvo que bajar la ventanilla y asomar la mano para dar en el blanco. Para cuando lo consiguió, Tony había descerrajado cuatro tiros a través del techo del coche y el hombre se desplomó de lado, con la mano izquierda colgando de forma inútil por la ventanilla a medio abrir y el arma cayendo al suelo.

El acompañante, obviamente herido pero capaz aún de empuñar una pistola, abrió la puerta del lado opuesto a los Fulci y salió tambaleante, tosiendo y con los ojos llorosos por el humo. El Detective pisó el acelerador del Mustang. El coche salió como una flecha, golpeó al pistolero a la altura de las piernas y arrancó la puerta del Toyota. Con la fuerza del impacto, el hombre se dobló por la cintura y rodó sobre el capó del Mustang. Cayó al suelo cuando el Detective giró a la derecha y detuvo el coche. El Detective abrió su puerta y salió para adentrarse en el humo y la lluvia, seguido por Willie.

Dos hombres se alejaban del fuego a todo correr. Los dos llevaban vaqueros e impermeables amarillos, los cuales se distinguían pese al humo, y aparentemente los dos iban armados de escopetas. Willie los vio antes que nadie. Intentó hablar, pero le entró humo en la boca y apenas pudo farfullar. Jackie Garner y uno de los Fulci aún estaban apeándose del cuatro por cuatro, y el Detective se había arrodillado junto al hombre caído.

Willie levantó la Browning.

«No quiero hacerlo. Me creía capaz, pero me equivocaba. Pensaba que todo se reduciría a entrar y salir, que encontraríamos a Ángel y Louis y nos los llevaríamos de aquí. No me esperaba todo esto, esta matanza. No soy un asesino. Éste no es mi sitio. Yo no soy como estos hombres. Y nunca lo seré.»

La brisa arrastraba el humo, y las dos figuras de amarillo se perdieron de vista por un instante.

«Vete. Date media vuelta, y ya está. Piérdete en el humo. Pon fin a esto.»

Y de pronto volvieron a aparecer, esta vez más cerca. Oyó detonaciones y vio fogonazos entre el humo. Willie disparó dos veces al hombre de la izquierda, apuntando al torso. El hombre cayó al suelo y no volvió a moverse. Una descarga llegó desde el cuatro por cuatro de los Fulci, y el segundo hombre se reunió con el primero. Willie vio a Jackie Garner y a Tony Fulci dirigirse hacia los caídos, y a Tony cubrir a Jackie mientras éste apartaba las armas y comprobaba los signos vitales. El Detective examinaba ahora al conductor del coche. Paulie Fulci se acercó a él, y Willie oyó al Detective decirle a Paulie que el conductor estaba muerto y que el otro hombre no tardaría en estarlo. Los cuatro se encaminaron hacia el granero en ruinas, pero Willie no los siguió. Se aproximó hacia donde yacía con los brazos y las piernas extendidos el hombre al que había matado. Uno de los disparos no había dado siquiera en el blanco, y el otro lo había alcanzado en el pecho. De unos cuarenta años, tirando a calvo, más bien obeso, vestía unos vaqueros baratos y calzaba unas botas de faena gastadas.

Willie apoyó las manos en las rodillas, se agachó y procuró contener el vómito. Vio un estallido de estrellas ante los ojos. Sintió rabia, y dolor, y vergüenza. Se movió en dirección contraria al humo que arrastraba el viento y se sentó al pie de un árbol. La lluvia amainaba, y en todo caso el árbol tampoco le habría ofrecido mucha protección, pero Willie no confiaba en que lo sostuvieran las piernas. Se recostó contra la corteza, tiró la Browning a un lado y cerró los ojos.

Se quedó así hasta que oyó pasos. Se acercaba el Detective. Tenía el rostro ennegrecido por el humo. Willie supuso que él ofrecía el mismo aspecto.

– Debemos seguir adelante -instó el Detective-. Ahora habrá otros buscándolos.

– ¿Vale la pena? -preguntó Willie-. ¿Todo esto vale la pena?

– No lo sé -contestó el Detective-. Yo sólo sé que son mis amigos y están en un aprieto.

Tendió una mano. Willie la aceptó.

– Necesitarás tu pistola -dijo el Detective.

Willie miró la pistola en el suelo.

– Cógela, Willie -insistió el Detective, y en ese momento Willie lo odió.

Pero obedeció. Cogió la pistola y se reunió con los demás.

Benton oyó el tiroteo a sus espaldas, pero no volvió la vista atrás. Sólo así podía continuar avanzando. Temía que si se daba la vuelta, aunque sólo fuese por un segundo, perdería por completo el sentido de la orientación, y si se detenía, ya no podría seguir. Sólo era capaz de poner un pie delante del otro, empuñando el rifle con la mano derecha, y al final alcanzaría a los dos hombres que perseguía. Las conexiones de su cerebro iban apagándose poco a poco, fundiéndose una por una como fusibles a causa de una sobrecarga. Apenas recordaba su propio nombre, y había olvidado los nombres de quienes habían muerto en aquel infierno. Lo único que sabía era que los responsables de aquello, fuera lo que fuese, iban por delante de él, y tenía que matarlos. En cuanto estuviesen muertos, podría dejar de moverse, y entonces el dolor cesaría también. Todo cesaría. No habría dolor, ni placer, ni recuerdos. Habría sólo negrura, como si se ahogara en un mar cálido por la noche.