174277.fb2 Los hombres de la guada?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 37

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29

Se dirigieron a la casa de Leehagen por el mismo camino que esa mañana, pasando por las vaquerizas. El coche seguía en el granero, los cadáveres de los Endall continuaban en el suelo. Las vaquerizas les ofrecían más protección de la que habrían tenido en caso de acercarse por la carretera, pero, como Ángel señaló, también proporcionaban a otros más escondrijos; aun así, llegaron sin percances al promontorio desde donde se veía la casa. Una vez más, vieron ante sí la residencia de Leehagen. Casi parecía transmitir una sensación de temor, como si esperara la violenta represalia que inevitablemente recaería sobre quienes habitaban en ella. No había la menor señal de vida: ningún movimiento humano, ningún temblor en las cortinas, sólo quietud y cautela.

Ángel permanecía tumbado en la hierba mientras Louis recorría con la mirada cada milímetro de la propiedad.

– Nada -dijo Louis.

La herida, aunque poco más que un arañazo, le dolía. Los Fulci le habían ofrecido unos calmantes suaves de su farmacia móvil, pero el dolor no era tan intenso como para adormecerse los sentidos antes de concluir la labor.

– Queda mucho campo abierto entre ellos y nosotros -observó Ángel-. Nos verán llegar.

– Que nos vean -contestó Louis.

– Para ti es muy fácil decirlo: hoy ya te han herido una vez.

– Exacto. Un disparo de un francotirador experto a un blanco en movimiento en campo abierto, y aun así no ha sido una herida mortal. ¿Crees que ahí dentro hay alguien con más puntería? Esto no es una película del Oeste. Resulta difícil dar en el blanco a menos que sea a corta distancia.

A sus espaldas estaba el Detective, arrodillado, y más atrás, Willie Brew. Éste apenas había hablado desde que mató al hombre en el granero en ruinas, y parecía tener la mirada vuelta hacia dentro, hacia algo que sólo él veía, no hacia fuera, no hacia el mundo alrededor. El Detective sabía que Willie se hallaba en estado de shock. A diferencia de Louis, entendía lo que le pasaba. Al Detective cada nueva muerte lo acompañaba siempre, y sabía que, al quitar una vida, uno cargaba con el pesar y el dolor de la víctima. Ése era el precio que uno pagaba, pero eso a Willie Brew no se lo había explicado nadie. Ahora tendría que pagarlo hasta el final de sus días.

Louis miró el cielo. Volvía a encapotarse. Llovería otra vez después de la breve tregua. El Detective siguió su mirada y asintió.

– Esperaremos -dijo.

Se volvió hacia Willie Brew para ofrecerle una última oportunidad de quedarse al margen de lo que iba a ocurrir.

– ¿Quieres quedarte aquí mientras entramos en la casa?

Willie negó con la cabeza.

– Os acompaño -contestó.

Willie se sentía como si la vida escapara lentamente de su cuerpo, como si el balazo lo hubiera recibido él, no el hombre a quien había dejado muerto en el suelo. Aún le temblaban las manos. Dudaba mucho que fuese capaz de sostener con firmeza la Browning, aun si le fuera en ello la vida. Se había guardado la pistola en el bolsillo del mono, y ahí se quedaría. No volvería a usarla, jamás.

Y así permanecieron donde estaban, en silencio, hasta que empezó a llover.

Avanzaron deprisa, de dos en dos. De pronto la lluvia caía de nuevo, torrencialmente, un poco oblicua debido a la brisa que soplaba en dirección oeste, ayudándolos con su martilleo contra las ventanas de la casa de Leehagen, ocultando su acercamiento a los ojos de quienes se hallaban en el interior. Llegaron a la valla que delimitaba la finca y se dirigieron hacia el edificio principal cubriéndose tras los arbustos y árboles del jardín. Un porche circundaba toda la casa. Las cortinas de la planta baja estaban corridas y las ventanas cerradas. Una rampa de acceso para minusválidos ascendía paralela a los peldaños de la entrada principal ante la puerta, que no tenía mirilla de cristal y estaba cerrada. Pasaron ante el pequeño apartamento de la enfermera, una sola habitación con una cama y una pequeña zona de estar. No había nadie dentro. Le habrían pedido que se fuese, supuso Ángel. Leehagen no debía de querer testigos de lo que tenían planeado.

Llegaron a la puerta de atrás, dividida en ocho cuarterones acristalados tras los cuales colgaban unos visillos de encaje. A través de los visillos vieron una amplia cocina moderna y, más allá, un comedor. Un vano a la derecha del comedor conducía al pasillo. No tenía puerta, probablemente para facilitar el acceso a Leehagen y su silla de ruedas.

La puerta de atrás estaba cerrada con llave. Con la empuñadura de la pistola de Ventura, Ángel rompió un cristal e introdujo la mano para descorrer el pestillo con dedos rápidos y ágiles, consciente de que por un momento era el que más riesgo corría. El pestillo se desplazó. Ángel retiró la mano de inmediato, accionó el picaporte y abrió la puerta al mismo tiempo que se arrimaba a la pared de la casa en previsión de disparos. No los hubo.

Louis fue el primero en entrar, manteniéndose agachado y moviéndose hacia la izquierda para quedar fuera de la visual de quienquiera que sintiese la tentación de abrir fuego desde el pasillo. Lo siguió el Detective, y de pronto sonó la detonación de una escopeta en el interior de la casa y el cristal encima de su cabeza se hizo añicos. El Detective se lanzó a la derecha y, mientras avanzaba a rastras por el suelo, oyó el mecanismo de recarga de la escopeta y un segundo disparo, que destrozó un armario a escasos centímetros de donde él tenía el pie un momento antes. Ángel devolvió el fuego para inmovilizar al tirador y permitir así al Detective entrar en el comedor y dirigirse hacia la puerta en el extremo opuesto. En cuanto Ángel hizo una pausa para recargar, el Detective actuó. Oyeron gritos y ruido de pisadas. Ángel y Willie se apresuraron a entrar en la cocina mientras Louis recorría el pasillo con la pistola en la mano.

Un joven yacía tendido en el suelo de madera. Le sangraba la cabeza y tenía los ojos en blanco. El detective le había dado varios culatazos con su arma en el forcejeo en lugar de dispararle. La razón era evidente. Rubio y de piel morena, no tenía más de diecisiete o dieciocho años: otro granjero que obedecía órdenes.

– No es más que un niño -dijo Willie.

– Un niño con una escopeta -corrigió Ángel.

– Aun así.

– Ni se imaginaban que llegaríais hasta aquí -dijo el Detective.

Louis echó un vistazo al comedor, donde había una silla, separada de la mesa, frente a la ventana. El rifle Chandler continuaba encima de la mesa y el maletín Hardigg descansaba en la alfombra. Se acercó y recorrió el cañón del rifle con los dedos; luego apoyó la mano en el respaldo de la silla. El Detective se reunió con él.

– Era aquí donde nos esperaba -dijo Louis.

– Era algo personal, ¿verdad? -preguntó el Detective.

– Sí, muy personal.

Cuando volvieron al pasillo, vieron que Willie había puesto con cuidado un cojín bajo la cabeza del chico herido.

– ¿Por qué no te quedas con él? -sugirió el Detective-. De todos modos necesitamos a alguien aquí abajo, por si acaso.

Willie se dio cuenta de que lo estaban excluyendo, pero no le importó. Agradecía la oportunidad de cuidar del chico. Iría a la cocina a buscar agua y limpiaría las heridas de la cabeza, asegurándose de que no se infectaban o de que no sufría convulsiones. No quería seguir a aquellos hombres escalera arriba, no a menos que no le quedara más remedio. Aun cuando apareciera un esbirro de Leehagen con un arma y le apuntara a la cara, Willie no sabía si sería capaz de defenderse. Simplemente cerraría los ojos y que fuera lo que Dios quisiese.

El Detective encabezó la marcha escalera arriba, y Ángel y Louis se rezagaron hasta que él les indicó con una seña que el camino estaba despejado. En el primer piso había cinco puertas, todas cerradas, pero ninguna tenía el cerrojo echado. Las inspeccionaron una por una: Louis abría y cubría el lado derecho, Ángel el izquierdo, y el Detective, de espaldas a ellos, permanecía atento a las otras puertas. Tres daban a dormitorios, uno de ellos lleno de ropa de mujer, el otro a todas luces de un hombre joven, aunque en el del hombre había ropa de los dos, y una caja de preservativos en la mesilla de noche. La cuarta habitación era un amplio cuarto de baño habilitado para el uso de Leehagen. Tenía una cabina de baño adaptada en lugar de un plato de ducha, con una silla de plástico bajo la alcachofa y un cojín de goma en la bañera que podía hincharse o deshincharse a conveniencia. Los estantes contenían un sinfín de medicamentos: líquidos y comprimidos y jeringuillas desechables de plástico. De fondo se percibía un olor desagradable y empalagoso: el aroma de un moribundo, de alguien que se pudre por dentro.

Una puerta cerrada comunicaba el baño con lo que era, cabía suponer, el dormitorio de Leehagen. Louis y Ángel ocuparon posiciones a ambos lados, mientras el Detective salía al pasillo y se preparaba para entrar por la otra puerta.

Louis miró a Ángel e hizo una seña. Dio un paso atrás y asestó una patada a la puerta justo por debajo de la cerradura. La cerradura resistió, pero en ese momento el Detective accedió a la habitación principal. Se oyó un disparo y Louis lanzó otra patada. La cerradura se astilló y la puerta se abrió de par en par. Al otro lado apareció un hombre obeso con una semiautomática: el hijo de Leehagen, Michael. Loretta Hoyle se hallaba acurrucada a sus pies, con la cabeza oculta entre los brazos. Los separaba de Ángel y Louis una gran cama de hospital en la que yacía un anciano marchito con una mascarilla de oxígeno en la boca y la nariz.

Por un momento, Michael Leehagen no supo qué hacer. Incapaz de cubrir las dos puertas a la vez, quedó paralizado.

Y Louis lo mató. La bala lo alcanzó en el pecho, y empezó a desplomarse deslizándose por la pared. Una mancha de sangre se extendió por la pechera de su camisa blanca, y se la miró perplejo, parpadeando, a la vez que quedaba sentado pesadamente en el suelo. Loretta Hoyle, aún hecha un ovillo, lo miró. Al verlo, gimió y tendió los brazos hacia él. Pronunciando su nombre, le agarró la cabeza entre las manos. Michael intentó fijar la vista en ella pero no pudo. Su cuerpo se sacudió una única vez. Cerró los ojos y murió. Loretta dejó escapar un grito, hundió la cara en el hueco de su cuello y rompió a llorar al mismo tiempo que Ángel apartaba el arma caída de un puntapié.

Arthur Leehagen ladeó la cabeza en la almohada y, con ojos legañosos, contempló a su hijo muerto. Se llevó una mano pálida y esquelética a la cara y se retiró la mascarilla de la boca. Después de tomar aire con un estertor, habló.

– Hijo mío -susurró. Se le empañaron los ojos. Las lágrimas resbalaron desde las comisuras y cayeron en silencio sobre la almohada.

Louis se acercó a la cama y se detuvo junto al anciano.

– Tú te lo has buscado -dijo.

Leehagen lo miró fijamente. Casi calvo, sólo unas pocas hebras de pelo fino y blanco se le adherían al cráneo como telarañas. Tenía la tez pálida y exangüe y parecía frío al tacto, pero, en contraste con una cara tan consumida y seca, sus ojos brillaban con mayor intensidad. El cuerpo lo había traicionado, pero conservaba una mente alerta, que ardía de frustración al verse atrapada en una forma física que pronto ya no podría sostenerla.

– Eres tú -dijo Leehagen-. Tú mataste a mi hijo, a mi Jon. -Cada palabra suponía para él un esfuerzo, y debía tomar aire después de pronunciarla.

– Así es.

– ¿Preguntaste al menos por qué?

Louis negó con la cabeza.

– Daba igual. Y ahora has perdido a tu otro hijo. Como te he dicho, tú te lo has buscado.

Leehagen tendió la mano hacia la mascarilla. Se la apretó contra la cara y respiró el preciado oxígeno a bocanadas. Permaneció así un rato hasta que volvió a controlar la respiración y apartó de nuevo la mascarilla.

– Me lo has quitado todo -dijo.

– Aún te queda la vida.

Leehagen intentó reír, pero sólo emitió una especie de tos ahogada.

– ¿La vida? -repitió-. Esto no es vida. Esto es una muerte lenta.

Louis lo miró.

– ¿Por qué aquí? ¿Por qué traernos hasta aquí para matarnos?

– Quería que te desangraras en mis tierras. Quería que tu sangre empapara el lugar donde Jon está enterrado. Quería que él supiera que había sido vengado.

– ¿Y Hoyle?

Leehagen intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.

– Un buen amigo. Un amigo leal. -La mención del nombre de Hoyle pareció renovar su energía, aunque fuera sólo por un momento-. Contrataremos a otros. Esto nunca acabará. Nunca.

– Ahora ya no te queda nadie -dijo Louis-. Pronto tampoco a Hoyle le quedará nadie. Se ha acabado.

Y algo se apagó en los ojos de Leehagen al comprender que aquello era verdad. Miró a su hijo muerto y recordó al que se había ido antes que él. Con un último esfuerzo sobrehumano, levantó la cabeza de la almohada. Alargó la mano izquierda y agarró a Louis por la manga.

– Pues entonces mátame también a mí -suplicó-. Por favor. Ten… piedad.

Dejó caer la cabeza en la almohada, pero mantuvo la mirada fija en Louis, rebosante de odio y dolor y, sobre todo, necesidad.

– Por favor -repitió.

Louis, con delicadeza, se desprendió de la mano de Leehagen. Casi con ternura cubrió la cara del viejo con la mano y le apretó los orificios de la nariz con el índice y el pulgar a la vez que presionaba la palma contra la boca seca y arrugada. Leehagen asintió sobre la almohada, en un gesto de mudo consentimiento ante lo que estaba a punto de ocurrir. Al cabo de unos segundos, intentó tomar aire, pero no pudo. Se convulsionó, su cuerpo empezó a temblar y sacudirse. Estiró los dedos al máximo, sus ojos se desorbitaron y todo acabó. Se deshinchó, y muerto parecía más pequeño que en vida.

Algo se movió junto a la puerta del dormitorio. Willie Brew había entrado en los últimos momentos de Leehagen, preocupado por el silencio posterior al tiroteo. Se acercó a la cama con expresión desolada. Una cosa era matar a un hombre armado, por terrible que le pareciera, pero matar a un viejo frágil, apagando su vida con el pulgar y el índice como si fuera la llama de una vela, era algo que escapaba a su comprensión. Supo entonces que su relación con aquellos hombres había llegado a su fin. Ya no podía tolerarlos en su existencia, del mismo modo que nunca podría reconciliarse con el hecho de haber quitado una vida.

Louis apartó la mano de la cara de Leehagen, deteniéndose tan sólo para cerrarle los ojos. Se volvió hacia el Detective y justo cuando se disponía a hablar, Loretta Hoyle levantó la cabeza del hombro de su amante muerto y actuó. Su rostro tenía la expresión de un animal rabioso que por fin sucumbía a la locura. Sacó la mano de detrás del cuerpo de Michael con un arma, con el dedo ya en el gatillo.

La levantó y disparó.

Fue Willie Brew quien advirtió el movimiento, y Willie Brew quien reaccionó. Lo que hizo no tuvo nada de dramático, nada de rápido ni espectacular. Simplemente se puso ante Louis, como si se le colase de un codazo en una cola, y recibió la bala. Lo alcanzó justo por debajo del hueco del cuello. Saltó hacia atrás por el impacto y fue a chocar contra Louis, que instintivamente lo sujetó por debajo de los brazos para impedir que se cayera. Se produjeron otros dos disparos, los dos de Ángel, y Loretta Hoyle murió.

Louis tendió a Willie en la alfombra. Intentó desabrocharle la camisa para llegar a la herida, pero Willie le apartó las manos y negó con la cabeza. Perdía demasiada sangre. Salía a borbotones de la herida y le burbujeaba en la boca, y Willie se ahogaba y arqueaba la espalda. Conscientes de que moría, Ángel y el Detective, ahora junto a él, le tomaron las manos, Ángel la derecha y el Detective la izquierda. Willie Brew los agarró con fuerza. Los miró e intentó hablar. El Detective se inclinó y acercó el oído a los labios de Willie, tanto que la sangre le salpicó la cara cuando el mecánico trató de pronunciar sus últimas palabras.

– Está bien, Willie -dijo-. Está bien.

Willie hizo el esfuerzo de tomar aire, pero fue incapaz. En su angustia, se le ensombreció la expresión y contrajo las facciones.

– Déjate llevar, Willie -susurró el Detective-. Ya casi se ha terminado.

Poco a poco el cuerpo de Willie quedó inerte en los brazos de Louis y por fin la vida lo abandonó.