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He
sido hallado.
Dejadle
escaldarme y ahogarme
en la herida de su mundo.
Dylan Thomas (1914-1953),
«Visión y oración»
Si a Nicholas Hoyle le preocupaba su seguridad después de lo sucedido, no dio señales de ello. Su hija fue enterrada en un cementerio de Nueva Jersey, pero Hoyle no asistió al funeral, como tampoco ninguno de los hombres que Louis y Ángel habían visto en el ático de Hoyle, incluido el misterioso Simeon. Por lo visto, Simeon tenía un apartamento en el edificio de Hoyle, porque las pocas veces que abandonaba el ático siempre volvía antes del anochecer, y en sus estancias allí siempre lo acompañaba algún que otro hombre. Nada de eso interesaba a Ángel y Louis, que se conformaban con observar y esperar. Durante seis semanas, ellos, y otros, tuvieron vigilado el edificio de Hoyle desde un apartamento alquilado, fijándose en todo lo que ocurría, tomando nota de las compañías de reparto, los empleados de la limpieza de las oficinas y otros servicios externos que se ocupaban del mantenimiento del edificio. En todo ese tiempo, no vieron salir a Hoyle de su apartamento ni una sola vez. Estaba aislado en su fortaleza, inaccesible.
El día después del entierro de Loretta Hoyle en Nueva Jersey, dieron sepultura a Willie Brew en Queens. Estaban presentes el Detective, Ángel y Louis, como también la ex mujer y todos sus amigos. El acto contó con una numerosa asistencia. El mecánico habría estado orgulloso.
Después del funeral, un pequeño grupo se retiró al bar de Nate para recordar a Willie. Ángel y Louis se sentaron en un rincón aparte, y nadie los molestó, no hasta pasada una hora, cuando Arno se presentó ante la puerta del bar. La gente ya había reparado en su ausencia, pero nadie sabía dónde estaba ni qué hacía. Se abrió paso entre los presentes, sin prestar atención a quienes le tendían la mano, le daban el pésame o le ofrecían una copa. Se detuvo por un instante frente al Detective y dijo:
– Tendrías que haber cuidado de él.
El Detective asintió con la cabeza pero calló.
Arno siguió hacia donde se hallaban Ángel y Louis. Se llevó la mano al bolsillo interior del único traje que tenía y sacó un sobre blanco que entregó a Louis.
– ¿Qué es? -preguntó Louis a la vez que cogía el sobre.
– Ábrelo y lo verás.
Louis así lo hizo. Contenía un cheque bancario.
– Son veintidós mil trescientos ochenta y cinco dólares -dijo Arno-. Es el dinero que Willie te debía por tu préstamo.
Louis metió el cheque en el sobre y trató de devolvérselo a Arno. Alrededor, la concurrencia se había quedado en silencio.
– No lo quiero -contestó Louis.
– Me da igual -repuso Arno-. Quédatelo. Es un dinero que se te debía. Ahora la deuda se ha saldado. Estamos en paz. No quiero que Willie esté bajo tierra en deuda con alguien. Ahora ha cumplido. Hemos cumplido. A cambio, te agradecería que en adelante te mantengas alejado de nuestro local.
«Nuestro» local. De Willie y suyo. Siempre había sido así, y así sería en el futuro. El nombre de Willie continuaría encima de la puerta, y Arno seguiría reparando los coches que le llegaran, cobrando sólo un poco de más.
Dicho esto, Arno les volvió la espalda y salió del bar. Recorrió la calle hasta el taller y entró por la puerta lateral. Encendió las luces y respiró hondo antes de ir al despacho y coger la botella de Maker's Mark del archivador. Se sirvió lo que quedaba en el tazón de Willie, se dirigió a la zona del taller, sacó su taburete preferido de un rincón y se sentó.
Entonces, Arno, ya verdaderamente solo, empezó a llorar.
Los empleados del servicio de limpieza de la piscina llegaron al edificio de Hoyle, como siempre, a las diecinueve horas, cuando Hoyle había concluido su sesión de natación de esa tarde. Los controles de mantenimiento se realizaban siempre a última hora del día, mientras Hoyle se preparaba para la cena, a fin de no alterar su rutina. Los empleados eran recibidos en el vestíbulo exterior por Simeon y otro guardaespaldas llamado Aristede, y allí los registraban y les pasaban el detector de metales. Los dos hombres que llegaron esa noche en particular no eran los de costumbre. Simeon los conocía a todos de vista y nombre, pero a aquéllos era la primera vez que los veía. Eran dos asiáticos: japoneses, pensó. Telefoneó a su casa a la propietaria del servicio de limpieza de piscinas y ella confirmó que sí, que eran empleados suyos. Dos miembros de la plantilla habitual estaban de baja y los otros tenían asignados otros compromisos, pero los japoneses eran buenos trabajadores, aseguró. Al menos creía que eran japoneses. A decir verdad, tampoco ella lo sabía con certeza. Simeon colgó, cacheó a los empleados una última vez para mayor seguridad, verificó sus cajas de herramientas y los recipientes de productos químicos en busca de armas y los dejó entrar en el sanctasanctórum de Hoyle.
La piscina de Nicholas Hoyle era lo más moderno y tecnológicamente avanzado que podía pagarse con dinero. Pulsando un botón se producía un efecto río que daba la sensación de nadar contra corriente, variable según el grado de ejercicio requerido. Tenía un sistema de esterilización UV, junto con un dosificador automático para mantener el nivel del cloro, un filtro de retroceso de aguas automático y un controlador de pH. Un robot limpiapiscinas Dolphin 3001 llevaba a cabo el cepillado y la aspiración de rutina y todo el sistema se supervisaba mediante un panel de control situado en una pequeña cabina ventilada al lado de la sauna de Hoyle. Si bien todo representaba un alto coste para el medio ambiente, Hoyle había tomado ciertas medidas a fin de ahorrar energía y ganar intimidad. Las luces se encendían al entrar y se apagaban al salir. Una vez que Hoyle se hallaba dentro de la zona de la piscina, un mecanismo de cierre activado con la palma de la mano la convertía en un espacio prácticamente inexpugnable.
Pero, como con cualquier sistema así de avanzado, el mantenimiento de rutina era esencial. Los electrodos de pH debían limpiarse y calibrarse, y las soluciones para el ajuste del cloro y el pH debían rellenarse. Por tanto, los dos asiáticos habían llevado consigo todos los líquidos y el equipo de análisis necesarios. Simeon observó mientras los empleados realizaban las tareas rutinarias charlando animadamente. Cuando terminaron, firmó la hoja de ruta y ellos se marcharon tras darle las gracias y dirigirle una pequeña reverencia antes de entrar en el ascensor.
– Unos hombrecillos muy educados, ¿no? -comentó Aristede, que llevaba trabajando para Hoyle casi tanto tiempo como Simeon.
– Eso parece -dijo Simeon.
– Mi viejo nunca se fió de ellos, no después de Pearl Harbor. Pero éstos me han caído simpáticos. Seguro que a él también le habrían caído simpáticos.
Simeon se abstuvo de hacer comentarios. Fuera cual fuera la raza o el credo, tendía a reservarse sus opiniones sobre los demás.
La propietaria del servicio de limpieza de piscinas se llamaba Eve Fielder. Había asumido la dirección tras la muerte de su padre y convertido el negocio en una empresa prestigiosa que atendía a clientes de alto nivel y gimnasios privados. En ese preciso momento tenía la mirada fija en el auricular que acababa de dejar en la horquilla y se preguntaba durante cuánto tiempo su empresa conservaría el prestigio a partir de entonces.
– ¿Contentos? -preguntó al hombre sentado frente a ella.
El hombre llevaba un pasamontañas. Era de baja estatura, y ella estaba segura de que era blanco. Su colega, que era alto y, a juzgar por los asomos de piel que veía bajo el pasamontañas, negro, permanecía sentado tranquilamente a la mesa de la cocina. Había sintonizado en la radio vía satélite una espantosa emisora de música country y del Oeste, por lo que se adivinaba cierto grado de sadismo en aquel par que en esos momentos la retenía como rehén. A ella sola. Por primera vez en muchos años lamentó haberse divorciado.
– Muy contentos -respondió el hombre bajo-. Es lo mejor que podíamos esperar de la vida.
– ¿Y ahora qué?
Él consultó su reloj.
– Esperaremos.
– ¿Cuánto tiempo?
– Hasta mañana por la mañana. Entonces nos marcharemos.
– ¿Y el señor Hoyle?
– Tendrá una piscina muy limpia.
Fielder suspiró.
– Presiento que esto no va a ser bueno para mi negocio.
– Es probable.
La mujer suspiró de nuevo.
– ¿Sería posible quitar esa música tan hortera?
– No lo creo, pero mi compañero no tardará en marcharse.
– Es espantosa.
– Lo sé -contestó él, con aparente sinceridad-. Por si le sirve de consuelo, sólo tendrá que escucharla durante una hora. Yo, en cambio, cumplo cadena perpetua con eso como banda sonora.
Hoyle trabajó en su despacho hasta poco después de las nueve de la mañana. Era madrugador, pero le gustaba interrumpir la mañana con una sesión de ejercicio. Pasó una hora en el simulador de escalera de su gimnasio personal antes de quedarse en bañador y entrar en la zona de la piscina. Se detuvo a un lado con los dedos de los pies doblados en torno al borde. Se puso las gafas, tomó aire y se zambulló en la parte honda, casi sin salpicar al entrar en el agua, con los brazos extendidos y burbujas saliéndole de la nariz. Permaneció bajo el agua a lo largo de media piscina y luego asomó a la superficie.
El sistema de dosificación había sido alterado durante el control de mantenimiento, por lo que el agua estaba un poco más ácida, y se había añadido cianuro de sodio al sistema dosificador de cloro. Al activarse el mecanismo de cierre y encenderse las luces internas, la solución de cianuro se propagó rápidamente por el agua acidificada, dando lugar a la liberación de cianuro de hidrógeno.
El recinto de la piscina de Hoyle acababa de convertirse en una cámara de gas.
Hoyle ya se sentía mareado al final del segundo largo y aparentemente había perdido el sentido de la orientación porque acabó a un lado de la piscina, no en el extremo opuesto. Le costaba respirar y, pese a sus esfuerzos, su ritmo cardiaco era cada vez más lento. Empezaron a escocerle y arderle los ojos. Tenía un sabor acre en la boca, y vomitó en el agua. También le dolían los labios, y de pronto el dolor se extendió por todo el cuerpo. Empezó a impulsarse hacia la escalera, pero apenas podía mover los pies. Intentó pedir ayuda a gritos, pero le había entrado agua en la boca, y ahora también le ardían la lengua y la garganta.
El pánico se adueñó de él. Ya no podía moverse siquiera lo mínimo para permanecer a flote. Se hundió bajo la superficie y le pareció oír gritos, pero no vio nada porque ya estaba ciego. Abrió la boca y empezó a ahogarse con la sensación de que el agua le quemaba las entrañas.
Al cabo de unos minutos había muerto.
Cuando Simeon se dio cuenta de lo que sucedía, ya era tarde para salvar a su jefe. Consiguió anular el sistema de seguridad, pero en cuanto percibió el olor del aire en el recinto de la piscina se vio obligado a cerrarlo otra vez. Como precaución adicional, evacuó el ático hasta que quedó ventilado, y luego regresó él solo. Contempló el cadáver de Hoyle, suspendido en el agua.
Sonó el móvil de Simeon. El identificador decía que la llamada era un número privado.
– Simeon -dijo una voz masculina.
– ¿Quién es?
– Creo que ya sabe quién soy. -Simeon reconoció la voz grave de Louis.
– ¿Esto ha sido obra suya?
– Sí. No lo he visto saltar al agua para salvarlo.
Simeon miró alrededor instintivamente y recorrió con la vista los edificios altos que rodeaban la piscina, sus ventanas devolviéndole la mirada, impasibles, sin parpadear.
– Era mi jefe. Me había contratado para protegerlo, pero no para morir por él.
– Ha hecho lo que ha podido. No puede proteger a un hombre de sí mismo.
– ¿Y si ahora yo fuera por usted? Debo tener en cuenta mi reputación.
– Es usted un guardaespaldas, no una virgen. Creo que su reputación se recuperará. Si viene por mí, su salud no se recuperará. Le aconsejo que se aleje de esto. No creo que estuviera usted al corriente de lo que pasaba entre Hoyle y Leehagen. No me parece la clase de hombre que se sentiría cómodo tendiendo una trampa a otro, aunque quizá me equivoco. Quizá prefiera usted contradecirme.
Simeon guardó silencio por un momento.
– De acuerdo -dijo-. Me voy.
– Bien. No se quede en la ciudad. No se quede siquiera en el país. Estoy seguro de que un caballero con sus aptitudes no tendrá problemas para encontrar trabajo en otra parte, lejos de aquí. Un buen soldado siempre puede encontrar una guerra oportuna.
– ¿Y si no lo hago?
– Entonces tal vez nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Alguien me dijo una vez que procurase no dejar testigos. No me gustaría empezar a pensar en usted desde ese punto de vista.
Simeon cortó la comunicación. Dejó el móvil y su pase de seguridad junto a la piscina y abandonó el ático de Hoyle. Descendió al vestíbulo, salió del edificio deprisa pero con naturalidad y miró hacia los grandes rascacielos que dominaban el perfil urbano, sobre los que se reflejaba en sus ventanas el sol de finales de otoño y las nubes blancas que surcaban el cielo. No dudó ni por un instante que podía considerarse afortunado de estar vivo. Sólo sintió una leve punzada de vergüenza por el hecho de estar huyendo, pero fue suficiente para obligarlo a detenerse en un esfuerzo por reafirmar su dignidad. Hizo un alto y levantó la vista hacia los edificios que lo rodeaban, desplazando los ojos de ventana en ventana, de marco en marco. Al cabo de un momento, asintió con la cabeza, tanto para sí como para el hombre que, lo sabía, seguía sus movimientos:
Louis, el asesino, el hombre quemado.
Louis, el último Hombre de la Guadaña.