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Capítulo 10

Leí los correos electrónicos de Greg tantas veces que casi me los aprendí de memoria. Pensé que podrían ayudarme a entender su estado de ánimo durante los días y semanas anteriores a su muerte. ¿Había un matiz de angustia? ¿De rabia? ¿De aprensión? No encontré nada, y poco a poco se fueron convirtiendo en algo familiar, como esas canciones que escuchas tantas veces que al final ni las oyes. Pero entonces me di cuenta de algo absolutamente obvio, algo que todos los habitantes del mundo civilizado, menos yo, debían de saber ya. En todos los correos aparecía la hora exacta en la que él había pulsado el icono de «Enviar». Esos correos, ya los hubiera mandado desde casa o desde el ordenador de la oficina, constituían una guía bastante precisa de dónde había estado Greg en cada momento.

Al cabo de media hora ya había regresado de la papelería con dos abultadas bolsas. Volqué el contenido sobre la alfombra. Había un rollo grande de cartulinas tamaño poster, reglas, lápices, rotuladores y fluorescentes de distintos colores, y varios cuadernillos de pegatinas: círculos, cuadrados y estrellas. Parecían los materiales necesarios para un trabajo de manualidades de una guardería.

Coloqué cuatro cartulinas en el suelo, formando una fila, y puse encima unos libros gruesos para sujetar las esquinas. Luego, con una regla y un lápiz de dibujo muy fino, empecé a trazar varias cuadrículas: cada una representaba una semana del último mes de vida de Greg. Dibujé siete columnas y luego hice líneas horizontales que las dividían en dos mitades, después en cuatro partes, después en ocho, etcétera, hasta que dentro de cada columna hubo ciento veinte rectángulos: cada uno representaba diez minutos del día, desde las ocho de la mañana hasta medianoche. No me preocupé por las noches, porque todas las del último mes las habíamos pasado juntos.

A partir de mis recuerdos pude tachar tardes enteras en las que sabía que él había estado conmigo. De los fines de semana también hubo días que descarté con un grueso trazo negro: el sábado en que habíamos ido a Brighton en tren, habíamos paseado por la playa, habíamos comido unos espantosos fish and chips, habíamos comprado un libro de poesía de segunda mano y yo me había quedado dormida en su hombro en el viaje de vuelta; el día en que habíamos caminado por la orilla del Regent's Canal, desde Kentish Town hasta llegar al río. En aquellos dos días no había mantenido relaciones sexuales con Milena Livingstone.

Después consulté los correos electrónicos. Greg escribía veinte o treinta al día desde el trabajo, a veces más. Basándome en ellos, puse una O de oficina en las casillas correspondientes de la cartulina. Algunos correos estaban agrupados. El tenía la costumbre de mandar una oleada de mensajes en cuanto llegaba al trabajo, otra justo antes de la una y otra en torno a las cinco, pero había otros dispersos a lo largo del día. Tardé poco más de una hora en terminar con los correos y, una vez concluida la tarea, di un paso atrás y contemplé el resultado. Me gustó ver que gran parte de la tabla estaba sombreada, pero todavía me quedaba mucho por hacer.

Al día siguiente invité a Gwen a casa. Le dije que era urgente, pero ella estaba en el trabajo y no pudo llegar hasta casi las seis. En cuanto se presentó la llevé a la cocina, herví agua y preparé café.

– ¿Quieres una galleta? -le ofrecí-. ¿O un trozo de bizcocho de jengibre? Lo he preparado esta tarde. He estado liada.

Eso pareció divertirla y alarmarla un poco.

– Bizcocho -respondió-. Vale, pero sólo un poco.

Serví el café y le puse el bizcocho en un plato. Yo no tenía hambre. Me habían entrado ganas de cocinar, pero no de comer.

– Bueno, ¿qué tal? -quiso saber ella-. ¿Me has llamado solamente para que probara el bizcocho? Está buenísimo, por cierto.

– Qué bien, coge un poco más. No, no tiene nada que ver con eso. Tómate el café y ahora te lo enseño.

– ¿Qué me vas a enseñar? ¿Qué es esto, una fiesta sorpresa?

– No, qué va -repuse-. Quiero que veas unas cosas. Creo que te va a interesar.

Ella dio unos cuantos sorbos al café y anunció que estaba lista. La conduje por el pasillo y llegamos al salón.

– Ahí está -dije-. ¿Qué te parece?

Ella contempló las cuatro cartulinas, ahora cubiertas de marcas y pegatinas, de formas y colores.

– Muy bonito -repuso-. Pero ¿qué se supone que es?

– Es la vida de Greg durante el mes anterior a su muerte.

– ¿Qué?

Le expliqué que las celdas representaban días, y las horas de esos días. Le hablé de los correos con fecha y hora, de mis recuerdos, le conté que incluso había encontrado facturas de las cafeterías en las que Greg había comido. En todas esas facturas, ya fueran de comida, de gasolina o de artículos de papelería, no sólo aparecía la fecha, sino también la hora exacta, hasta el minuto, en que se había efectuado la compra.

– Y las pegatinas, los círculos amarillos y los cuadrados verdes muestran los momentos en los que sé exactamente dónde estaba Greg. Increíble, ¿verdad?

– Sí, pero…

– Un par de veces por semana iba a ver a algún cliente. He fingido ser su secretaria, he llamado y he dicho que, por cuestiones fiscales, tenía que saber el momento exacto en que se habían celebrado las reuniones. La gente ha colaborado mucho. Esas reuniones las he marcado en azul. Pero aun así me quedaban en blanco los momentos transcurridos entre su salida de la oficina y su llegada a la cita con el cliente. Entonces encontré una página web. Si introduces el código postal de la oficina de Greg y el del cliente, te da la distancia exacta en coche y el tiempo de viaje estimado. Eso lo he marcado en rojo. Evidentemente, circular en coche por Londres durante el día no es una ciencia exacta, pero todo se ajusta bastante bien. He tardado un día y medio, y mira esto.

– ¿El qué?

– ¿Qué ves?

– Muchos colores -respondió Gwen indecisa-. Muchas pegatinas.

– No -repuse-. Lo que importa es lo que no se ve. A lo largo de cuatro semanas, apenas queda un hueco en el que no sepa dónde estaba, o lo que estaba haciendo.

– ¿Y?

– Mira la tabla, Gwen. En ella se ve a Greg trabajando mucho, viajando, comiendo, comprando cosas, yendo al cine conmigo. Pero ¿dónde están los momentos para una aventura? ¿Dónde queda el espacio para verse siquiera con la mujer junto a la que murió?

Se produjo un largo silencio.

– Ellie -empezó a decir-, por Dios…

– No -le interrumpí-. Calla. Escúchame un segundo. He hablado con Mary de esto… no, no de esto -añadí, señalando las tablas-, sino de mis sentimientos respecto a Greg. No me ha apoyado. Incluso se ha enfadado conmigo, como si para ella fuera un insulto que yo no aceptase de forma automática que mi marido tenía una amante y que había sufrido un accidente junto a la mujer a la que amaba de veras.

– Nadie ha dicho eso -repuso Gwen. Miró las cartulinas con un gesto casi de pena-. La verdad es que no sé qué pensar de esto. -Me cogió la mano-. No soy experta en el tema, pero he oído que el duelo tiene sus fases, y que al principio aparecen la rabia y la negación. Es totalmente comprensible que estés enfadada. Creo que el duelo está precisamente para superar eso y acabar aceptando las cosas.

Retiré la mano.

– Ya lo sé. Leí una vez un artículo en el Cosmopolitan sobre eso. ¿Y sabes en qué pensaba mientras hacía todas estas bobadas con pegatinas de colores, mientras llamaba a la gente con excusas falsas? Que todo sería más fácil si encontrara un solo correo borrado, un solo trozo de papel en un bolsillo, que demostrara que Greg tenía una amante. O una sola ocasión en la que no hubiera estado donde tenía que estar, una tarde suelta en la que nadie hubiera sabido dónde se encontraba. Esto no tiene nada que ver con un estado de negación. Si fuera así, me podría enfadar, entristecer, y mi vida proseguiría. Para demostrar que alguien tiene una relación ilícita no hay truco. Se les pilla, aunque sólo sea una vez. Pero ¿cómo se demuestra que alguien es inocente? ¿Se te ocurre algo?

Ella negó con la cabeza.

– No sé -respondió.

– Hay que hacer algo como esto -señalé-. Algo excesivo, obsesivo. Hay que rellenar los huecos, después los huecos entre los huecos, hasta que no queda espacio para esa relación. ¿Sabes que he ido a ver a la policía?

– ¡Ellie, no lo dirás en serio!

– Le conté a una agente que estaba convencida de que mi marido no tenía una amante. Al parecer no me creyó. Tengo la impresión de que ni siquiera le parecía importante que la hubiera tenido o no. El caso estaba cerrado. Ella no quería oír hablar del tema. Pero si enseñara las tablas a la policía, ¿crees que cambiarían las cosas?

Gwen miró las cartulinas durante largo rato, torciendo el gesto.

– ¿Sinceramente?

– Sí.

– Esto es increíble. Inquietante e increíble. No creo que la policía le prestara mucha atención pero, si lo hiciera, es posible que te espetara: «A lo mejor veía a esa mujer mientras hacía otras cosas. A lo mejor se encontraba con ella mientras comía, quizás ella lo acompañaba en coche a las reuniones. O quizá tenga usted razón. A lo mejor no se vieron durante ese mes. Cabe la posibilidad de que ella estuviera de viaje y de que hubieran vuelto a quedar el día del accidente».

Respiré hondo. Mi primer impulso fue enfadarme con Gwen, discutir a gritos con ella y echarla de casa, pero me contuve. Podría haberme seguido la corriente. Pero me había dicho lo que pensaba de verdad.

– Si te hicieran caso -prosiguió-, sería para afirmar que estás ignorando la única prueba que realmente importa, y es que Greg y esa mujer murieron juntos. Y, al final, ¿qué puedes responder a eso?

Reflexioné durante un instante.

– Que ser inocente es duro -repuse-. Y que demostrar tu inocencia es imposible.