174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Capítulo 11

Antes de llamar al timbre y a la pesada aldaba de latón supe que no había nadie: no había luces en las ventanas, ningún coche en el camino de entrada; la casa tenía aspecto deshabitado. Sin embargo me quedé dando golpes con los pies sobre el suelo debido al frío, esperando para cerciorarme. Abrí el buzón de la puerta y sólo vi el suelo lustroso. Atisbé por la ventana del piso inferior y contemplé el salón pulcro y vacío, la chimenea barrida, la tapa brillante de un piano de cola con fotografías en marcos de plata. Todo estaba demasiado ordenado y perfecto; parecía un escenario más que una casa. Me pregunté qué sentiría Hugo Livingstone en esos momentos. ¿Estaba enfadado, triste, solo? ¿Pensaba en Greg de la misma manera en que yo pensaba en Milena, con odio, celos y estupor? ¿Se acordaba de mi? ¿Sabía algo que yo desconocía?

Esa mañana, mientras me hallaba delante de mi insatisfactorio desayuno de pan algo rancio y unos restos de mermelada de naranja, había decidido que tenía que considerar la cuestión desde el lado opuesto. Había estudiado la vida de Greg y no había encontrado nada, pero ¿y la de Milena? Aunque afirmar que lo había decidido no resulta del todo exacto, porque en realidad lo que había hecho era deambular por la casa, sin tener ni idea de qué hacer con mi vida, cogiendo cosas y dejándolas, abriendo y cerrando la nevera, había recorrido con paso cansino el jardín, que estaba descuidado y lleno de montones de hojas empapadas, había abierto la puerta del cobertizo y mirado los muebles que esperaban a que me ocupara de ellos. Entonces me había puesto el abrigo, me había echado una bufanda al cuello y me había dirigido a la estación de metro, sin siquiera confesarme que iba a volver a casa de los Livingstone y, desde luego, sin saber qué esperaba encontrar en ella. ¿A Silvio, sonriendo con sarcasmo? ¿Una carta de amor, fechada y firmada, de Greg a Milena, con una foto de la pareja, perdidamente enamorados el uno del otro? ¿Al padre, asegurándome que ella nunca había sido amante de Greg y que podía demostrarlo? Pero ¿cómo? Eso era imposible de demostrar.

Ahí estaba yo, en una mañana de noviembre húmeda y gris, mirando las ventanas sin cortinas de la enorme casa, preguntándome abatida qué hacer a continuación. Porque no podía volver a mi casa pequeña y fría y enfrentarme a todo lo que se amontonaba: facturas, cartas, mensajes del contestador, ropa sucia, hojas caídas, sillas rotas, polvo, suciedad y oscuridad. Sin darme apenas cuenta, consulté el mapa y recorrí a pie el kilómetro aproximado que mediaba entre la casa de los Livingstone y la sede de Profesionales de la Fiesta, la empresa de Milena y su socia.

Ya había consultado su página web y sabía que organizaban fiestas en la Torre de Londres y en el zoo, bailes de disfraces, bodas de oro donde todo era dorado, celebraciones de la Noche de Burns1 con haggis2- especialmente ideado para las personas a las que no les gusta el haggis y cenas para tus clientes más preciados con seis elegantes platos. Me acordé de las fiestas que Greg y yo organizábamos: invitas a gente en el último minuto y la apretujas en el salón, les pides que traigan vino, preparas chili con carne y pan de ajo, pones música y a ver qué pasa.

Tulser Road era una tranquila calle residencial a dos pasos del puente de Vauxhall. No parecía un lugar muy propio para una oficina; en efecto, el número once era una casa, igual que los edificios de ambos lados: grande y semiadosada, con un camino lateral que llevaba al jardín, un sótano y tribunas. Sólo había un timbre, y ningún letrero anunciaba que allí se organizaban actos emocionantes y originales, pensados a medida para cada cliente. Pero se veía luz en la ventana del piso inferior; al menos, había alguien. Levanté la mano para llamar al timbre y me vi la alianza de casada. La contemplé durante un instante, casi fríamente, como si hubiera aparecido de pronto. En realidad no me la había quitado desde que Greg -con gran esfuerzo- me la había puesto, venciendo la resistencia del nudillo, en el juzgado. Me había parecido que sería difícil, pero ahora había adelgazado y salió con facilidad. Se había convertido en un objeto; ya no formaba parte de mí. Me lo metí en el bolso y llamé.

La mujer que abrió la puerta era algo mayor de lo que esperaba, alta y esbelta, de piernas largas y pechos sorprendentemente generosos. Tenía el cabello rubio y con mechas; lo llevaba corto, con un peinado chic con pequeños mechones que le enmarcaban el rostro triangular. En su piel pálida empezaban a asomar las arrugas, y lucía unas gafas gruesas y rectangulares. Vestía unos pantalones negros de corte espléndido y una camisa de lino de color azul claro, y llevaba unos pendientes pequeños en las orejas y una cadenita de plata al cuello. Si se había puesto maquillaje, era de los que no se notan. Todo su aspecto desprendía elegancia, un atractivo discreto e inteligente que me gustó de inmediato.

– Hola -dijo-. ¿Le puedo ayudar en algo?

Su voz era suave y grave; sus modales, corteses aunque algo impacientes. En algún lugar de la casa se produjo un gran estrépito, el ruido de algo al caer. Vi que fruncía el ceño y se mordía el labio.

1Fiesta de origen escocés en la que se conmemora al poeta Robert Burns (1759-1796) con una cena.

2Plato escocés que suele prepararse con vísceras de cordero, avena y especias.

– ¿Es ésta la oficina de Profesionales de la Fiesta?

– Efectivamente. ¿Quiere organizar un acto?

– No -aclaré-. He venido por Milena Livingstone.

Abrió los ojos de par en par y realizó un esfuerzo evidente por controlarse. Me recordó a mí misma. Reconocí esa sensación de fastidio al tener que contar la misma historia otra vez.

– ¿Es usted amiga suya? -Sin darme tiempo a responder, añadió-: ¿No se ha enterado?

Hubo una milésima de segundo en la que podía haber dicho que sí, que me había enterado porque el hombre junto al que había muerto era mi marido. Sin embargo algo me contuvo.

– ¿Enterarme de qué? -pregunté.

– Entre un momento. Ah, disculpe, soy Frances Shaw.

Me tendió la mano y se la estreché. Era cálida y firme; me fijé en que tenía las uñas pintadas de un rosa clarísimo. Franqueé el umbral, ella cerró la puerta y me condujo por un pasillo.

– Mejor bajemos a la oficina, si es que se la puede llamar así. Me temo que está todo hecho un caos.

Me llevó al sótano, una sala enorme con una mesa larga en el centro; sobre ella había varios montones desiguales de papeles y archivadores. Vi un sofá cubierto de folletos y una mesa junto a la pared, también llena de pilas de carpetas.

Sonó un teléfono, y una joven con una sombra de ojos dramáticamente oscura y botas de tacones altísimos salió de la estancia adyacente.

– ¿Respondo? -preguntó.

– No, que salte el contestador -respondió Frances-. Una cosa, Beth, lo que sí podrías es prepararnos un par de cafés. Si le apetece uno, claro -añadió, volviéndose hacia mí.

– Un café estaría muy bien.

Me sentía un poco aturdida.

– Siéntese. -Frances recogió los folletos del sofá, los miró con un gesto de impotencia y los dejó en el suelo-. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Milena?

– No quiero que piense que…

El teléfono volvió a sonar y después el móvil, que tenía en la mesa.

– Vaya. Lo siento. Discúlpeme un segundo.

Lo abrió y se dio la vuelta. Oí que farfullaba algo. Del piso de arriba llegaron portazos de un armario y los tacones de Beth se escucharon en el techo. Me senté en el sofá y me quité la chaqueta. Aquella sala caliente y atestada parecía un nido.

Frances cerró el móvil y se sentó a mi lado.

– Me sorprende que no se haya enterado. Lamento tener que comunicarle que Milena ha muerto.

Ésa era mi última oportunidad para decir quién era, pero me callé. No supe muy bien por qué. Quizá me aliviaba convertirme en observadora durante un rato, dejar de ser la víctima.

– ¡Oh! -exclamé tapándome el rostro con las manos, porque no estaba segura de qué gesto adoptar.

– Debe de ser una gran sorpresa para usted.

– No es que fuéramos íntimas exactamente -respondí, cosa que era cierta.

– Ha muerto hace poco en un accidente de coche.

– Qué horror -dije entre dientes.

Tenía la sensación de que era una actriz, de que decía frases a las que no encontraba mucho sentido.

– Ha sido espantoso. Iba con un hombre. -Se produjo un silencio- Una persona de cuya existencia nadie sabía nada.

– Y lo joven que era -observé.

La posibilidad de contar la verdad a Frances se alejó aún más, y después, cuando ella me dijo que el marido y los hijastros de Milena lo estaban llevando todo lo bien que cabía esperar, y yo presenté mis condolencias, esa posibilidad desapareció del todo.

– Por eso me encuentro en medio de este caos.

– Debe de ser difícil para usted -aventuré-. ¿Su relación con ella era muy estrecha?

– Cuando se trabaja con alguien del modo en que nosotras lo hacíamos, lo es por fuerza. -Torció el gesto-. Lo quieras o no. Ella no era precisamente…

Se calló. Cavilé sobre lo que había estado a punto de decir. ¿Qué no era Milena? Quise preguntarle qué tipo de persona era, pero se suponía que yo ya lo sabía. Así que me limité a sonreír y a asentir, como si me hiciera cargo perfectamente.

La puerta se abrió y entró Beth, tambaleante con una bandeja en la que había una cafetera de émbolo, dos tazas, una jarrita de leche, un azucarero y un platito de galletas. Al acercarse tropezó con un archivador y se cayó. Intentó recuperar el equilibrio pero el desastre fue inevitable, como en los segundos posteriores a la voladura de los cimientos de un edificio. Hubo un instante de silencio y después todo se convirtió en ruido y caos. La cafetera impactó contra el parqué, explotó y de ella salieron chorros de café en todas direcciones; la jarra se hizo añicos y un río de leche se escurrió por el suelo en dirección a Frances; las tazas se rompieron al caer y los fragmentos se desperdigaron por la sala; los terrones de azúcar salieron volando, describiendo ángulos sorprendentes.

– ¡Joder! -exclamó Beth desde el suelo-. ¡Joder, joder, joder!

– ¿Te has hecho daño? -le preguntó Frances. No parecía especialmente sorprendida; sólo muy, muy cansada.

– Lo siento -se disculpó Beth, poniéndose en pie con una expresión casi de divertida sorpresa-. Menudo desastre, ¿no?

– Les ayudo -me ofrecí.

– ¡No diga tonterías! -me respondió Frances.

Cogí a Beth del brazo.

– Venga -le dije-, enséñeme dónde están los utensilios de limpieza.

– ¿De verdad? Muy amable por su parte. Hay una mopa en el armario alto de la cocina, papel de cocina en el soporte de pared, y un cepillo y un recogedor bajo el fregadero.

Subimos al piso superior y entramos en la cocina alargada, que olía a café y a pan recién hecho. Cuando volvimos, Frances estaba hablando por teléfono y se quejaba de algo. Al colgar, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– ¿Problemas de trabajo?

Coloqué varios trozos de papel de cocina sobre los charcos de leche y café, y empecé a recoger los fragmentos de vidrio y porcelana y a meterlos en una bolsa. Beth pululaba a mi alrededor sorteando la porcelana rota.

– Lo que me vendría bien -observó Frances- es que el mundo se detuviera durante una semana, más o menos, para que yo pudiera ponerme al día con todo el trabajo atrasado. Milena, que en paz descanse, no era la más organizada de las mujeres. No paro de encontrarme con que había hecho, o se había comprometido, a cosas que no están apuntadas en ninguna parte. Por lo menos -añadió, echando un vistazo a la habitación- no están apuntadas en ningún sitio que yo haya encontrado.

Me observó mientras yo retiraba los terrones de azúcar uno a uno, barría las migas de las galletas, recogía la amalgama de papel de cocina empapado y lo tiraba todo a una bolsa de basura-. No es necesario que haga todo esto.

– Me gusta poner orden -repliqué-. En todo caso, en lo que respecta al trabajo, debería dividirlo en partes. Es imposible resolverlo todo de golpe. Quizá debería contratar a otra persona, al menos temporalmente.

– Yo no puedo asumir más trabajo -observó Beth en tono gruñón.

– No te lo iba a pedir -respondió Frances.

Recogí varios folios del suelo.

– ¿Qué quiere que haga con esto?

– Nada. Usted ya ha hecho bastante. Después me ocuparé de ello.

– Se los puedo colocar en varios montones, si quiere. Se me da muy bien ordenar.

– Sería un abuso por mi parte pedírselo.

– Pero si usted no me lo ha pedido. Yo me he ofrecido. Ahora mismo no tengo nada que hacer. Estoy… -titubeé- sin empleo.

– ¿Y está dispuesta a hacerlo?

Por un instante tuve la impresión de que iba a echarse a llorar o a darme un abrazo.

– Sí, a organizar todo esto. Al fin y al cabo, no habría pasado nada si usted no me hubiera ofrecido un café.

Beth se puso a ir de aquí para allá sin hacer mucho mientras Frances y yo ordenábamos los papeles: locales, empresas de restauración con las que Profesionales de la Fiesta trabajaba, actos que se estaban organizando, presupuestos. En ellos no descubrí nada referente a la vida personal de Milena Livingstone, aunque en algunos aparecía su elegante firma, y Frances me habló de las docenas de cartas de condolencia que había recibido y a las que todavía no había contestado.

Beth preparó café en una jarrita y nos fue trayendo varias tazas con gesto triunfante. Sentí una relajación extraña y absurda, aunque estuviera allí bajo falsos pretextos. Era un alivio ayudar a alguien y no ser yo la persona necesitada. También es posible que me gustara, durante un rato, dejar de ser la viuda apenada y «esposa engañada», la amiga digna de lástima y obsesionada con sus cosas. Cuando me llegó el momento de marcharme, Frances, al parecer algo avergonzada pero también desesperada, me preguntó si, por un casual, podía volver. Respondí, intentando que mis palabras sonaran despreocupadas, que estaría encantada de seguir ayudando, y le propuse ir al día siguiente.

– ¡Estupendo! -exclamó Frances-. Dios mío, qué maravilla. Eres mi salvadora. Estaba a punto de… Oye, espera, ni siquiera sé cómo te llamas.

Y respondí, sin pestañear:

– Gwen. Gwen Abbott.