174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

Capítulo 12

En cuanto llegué a casa busqué el nombre de Gwen en la guía telefónica. No aparecía, seguramente porque es profesora de Matemáticas en un instituto. Si su nombre apareciera en la guía, su teléfono no dejaría de sonar: ¿cuáles son los deberes para mañana? No me sale el problema número tres. ¿Por qué ha suspendido a mi hijo? Y, ahora, desconcertantes mensajes de una empresa de organización de eventos para la que ella no sabía que trabajaba.

Después busqué a Hugo Livingstone y, sin poder contenerme, marqué su número. Después del segundo tono respondió una mujer con un fuerte acento de Europa del Este.

– ¿Dígame?

– Hola, ¿puedo hablar con Hugo Livingstone?

– No está.

– ¿En qué momento podría encontrarlo?

– Va a pasar muchos días fuera. Está en Estados Unidos.

– Ah. Disculpe la molestia.

Metí una patata en el horno, me serví una copa de vino, y después otra, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de hacer. ¿Había cometido un delito? No me lo parecía. Mientras no fuera para perpetrar un fraude o un robo, no me podían detener. ¿Verdad?

¿Estaba mintiendo? Sin duda.

¿Era moralmente incorrecto dar un nombre falso, y que además fuera el nombre de otra persona, de una de mis mejores amigas, para más señas? Aunque tomar prestado un nombre no era como llevarse un jersey sin permiso. No se lo estaba quitando a Gwen. No lo iba a estropear, ni a ensuciar. Había engañado a Frances y a Beth. Pero si les hubiera contado quién era habrían podido pensar que estaba loca. Y entonces surgía esa cuestión…

¿Estaba loca? ¿O sólo había cometido una locura? ¿O las dos cosas? ¿O ninguna de ellas? Si estaba loca, ¿me podía dar cuenta desde dentro, por así decirlo?

Al cabo de una hora, más o menos, saqué la patata asada del horno, la partí, añadí mucha mantequilla y le eché sal y pimienta. Primero me comí el interior blando, luego la piel crujiente. Estaba deliciosa. Sonó el teléfono.

– ¿Se puede saber dónde estás? -me preguntó Mary.

– ¿Por qué lo dices?

– Ibas a venir a cenar.

– ¿Ah, sí?

– Te invité hace varios días. Dijiste que sí.

– ¿Seguro?

– Estamos todos a punto de sentarnos a la mesa.

– ¿Quiénes son todos?

– Somos siete. Bueno, lo seremos cuando llegues.

– Diez minutos -respondí-. Como mucho, quince.

Estaba segurísima de que Mary no me había invitado. Aunque mi vida estaba sumida en tal caos, que mi convencimiento absoluto no implicaba necesariamente que ella no me hubiera invitado. Tanto el cuerpo como la cabeza me pedían a gritos no ir. Lo que me apetecía era un baño, acostarme y dormir profundamente varias horas, sin soñar. Además, ya había comido muy bien y me había tomado varias copas de vino. Solté unas palabrotas obscenas a voz en cuello mientras me duchaba en treinta segundos, me ponía un vestido y me pasaba la mano por el pelo con la esperanza de que pareciera que llevaba un peinado simpático. Cogí el abrigo, salí a toda prisa y paré un taxi al final de la calle.

Mary me saludó con bastante frialdad al abrir la puerta, pero no podía ponerse a echarle gritos a una viuda delante de Eric y de los otros cuatro invitados. Conocía a dos de ellos: Don y Laura eran viejos amigos de Mary, y siempre nos invitaba cuando ellos iban a su casa para que nos hiciéramos amigos; pero, por motivos que no alcanzaba a comprender, eso nunca había sucedido. También estaban Maddie, que trabajaba en la oficina de Mary, y Geoff, quien me contó que había conocido a mis amigos en un viaje de cicloturismo por Sicilia, un par de años antes, y que habían mantenido el contacto. Me pregunté, con un atisbo de resentimiento, si mi amiga ya me estaba intentando emparejar, pero me enfadé enseguida conmigo misma. ¿Qué otra cosa podría hacer Mary? Si hubiera invitado a dos parejas, yo me habría podido molestar por sentirme excluida.

Mientras ella me presentaba, vi que esa congoja que ya me resultaba conocida aparecía en el rostro de todos. Estaba claro que les había puesto al corriente de mi situación. Pero no tardé en tener otras cosas de que preocuparme. Mary anunció que iba a servir la comida y farfulló por lo bajo que se había estropeado toda.

Yo le estaba agradecida, al menos en teoría, por haberme invitado. No debía de ser un plan muy apetecible. Seguramente sabía que yo no iba a ser el alma de la fiesta. Los otros también parecían cortados, quizá porque intentaban evitar cualquier tema que pudiera parecer poco adecuado: muertes, funerales, bodas. Además, ahora yo sabía algunas cosas más sobre la situación del matrimonio de Mary: no podía dejar de mirar a Eric, ni de apartar la vista cuando él me pillaba. Geoff me contó toda una serie de detalles innecesarios de sus vacaciones de cicloturismo del año antes de conocer a Mary y Eric, y aún más detalles innecesarios sobre las vacaciones de cicloturismo que planeaba para ese año.

– ¿Tú montas en bici? -me acabó preguntando.

– No -respondí, cosa que no ayudaba mucho a animar la conversación; al menos, eso pretendía.

Miré a Laura, que se inclinó hacia mí, me cogió de la mano y me preguntó:

– Ellie, ¿cómo te encuentras?

– Bien -repuse-. En fin, todo lo bien que se puede estar en estas circunstancias.

– Sólo quería que supieras que, si hay algo que pueda hacer, no dudes en decírmelo.

Me obligué a responder como se esperaba: se lo agradecí y afirmé que lo que necesitaba no era ayuda, sólo sobrellevarlo y la compañía de los amigos; cuando llegué al final de la frase, no recordaba cómo había empezado. Entretanto, no estaba prestando la atención debida a los platos de Mary. El primero consistía en una serie de entremeses griegos: humus, hojas de parra rellenas de arroz, taramasalata, porciones fritas de queso halloumi, aceitunas con taquitos de queso feta, ensartados con palillos. Todo aquello me habría parecido delicioso si no me hubiera acabado de comer una enorme patata asada con mantequilla. Eric me llenó el plato, como si las raciones dobles supusieran una cura para el dolor. Mordisqueé la comida, la troceé y la removí en el plato, esperando que de esa manera pareciera que estaba comiendo mucho.

La temática griega continuó con el segundo plato. Mary había preparado una sustanciosa musaka, y Eric me sirvió un trozo enorme. Le pedí que me quitara la mitad y dediqué una gran cantidad de esfuerzo, ingenio y ruido de cubiertos a cortar la comida y, de vez en cuando, llevármela a la boca. Puse el mismo empeño en no beberme el vino, porque ya le llevaba tres copas de ventaja a todo el mundo.

También jugueteé con el queso y los panecillos, y Mary acabó por preguntarme si me encontraba bien. Le aseguré que sí y no insistió, seguramente atribuyendo mi falta de apetito a la pena. Pero con el café no me mostré tan reservada. Tomé tres tazas cargadas, después de las cuales las manos me empezaron a temblar y yo a sentirme tremenda e inhumanamente despierta, aunque también cansada.

Al término de la velada rechacé el ofrecimiento de Geoff de llevarme a casa. Quería caminar para despejar la cabeza, y para eliminar el café de mi organismo. Además, me gustaba pasear por la ciudad de noche y necesitaba pensar, darle vueltas a algunas cosas.

Estaba casi decidida a no volver a la oficina de Frances, porque aquello estaba mal en todos los sentidos, pero al recordar la velada en casa de Mary, también advertí que no podía continuar así. Desde fuera, lo más probable era que todo pareciera ir bien, como si yo fuera un robot programado con bastante eficacia para actuar como un ser humano: no había montado una escena, no había llorado, no había avergonzado a nadie. Desde mi punto de vista, desde dentro, era otra historia.

Quizás el hecho de aguantar todo el día y llegar a la noche sin venirme abajo, sin gritar ni montar una escena tremenda, constituía una señal de éxito. Pero no quería una vida así, con esa horrible sensación de disociación, de estar interpretando un papel que no tenía nada que ver conmigo, de haberme convertido en una persona a la que no reconocía. Eso, y no saber la verdad sobre Greg. En principio parecían ser dos cosas distintas, pero en mi cabeza estaban vinculadas. Si descubría que Greg y esa mujer habían sido amantes, o que no, podría comenzar mi nueva vida como una persona de verdad. Si encontraba la carta o el correo electrónico o la postal que demostrara que se había acostado con ella, porque yo había sido demasiado para él, o demasiado poco, me podría enfadar con él y quizá, sólo quizá, perdonarlo.

* * *

Así pues, al día siguiente me puse ropa de oficina, aunque tampoco mucho porque no tenía prendas de ese tipo: uno no se pone de punta en blanco para restaurar muebles en un cobertizo del jardín. Elegí unos pantalones de lona de algodón negro, un jersey fino de color gris claro, me recogí el cabello en un moño desaliñado, me puse pendientes, una cadena de plata al cuello, incluso me di rímel y lápiz de ojos. Ya no era Ellie, sino Gwen: solícita, tranquila, práctica, discreta, de lo más matemática. Saqué la cartera del bolso; si por algún motivo que aún no imaginaba la llegaba a necesitar, fingiría que la había olvidado. Sólo cogí unos cuantos billetes. Revisé minuciosamente todo lo que quedaba en el bolso y saqué lo que pudiera identificarme con mi nombre. Me miré la mano izquierda. No llevaba el anillo de casada.

A las diez y cinco Frances me abrió la puerta con tal sonrisa de bienvenida y alivio que no me quedó otro remedio que sonreír también.

– Pensé que a lo mejor no venías -dijo- Que a lo mejor ayer había alucinado de pura desesperación. Esto parece una zona catastrófica. Yo tengo que trabajar aquí, pero tú no.

– Te echaré una mano un par de días -respondí-. Yo también tengo cosas que hacer y tendré que retomarlas, pero tú estás pasando una mala racha, así que si puedo hacer algo…

– Sí, estoy pasando una mala racha -confirmó Francés-, una racha terrible, y en parte es así de terrible porque no sé qué puedes hacer para ayudar, ni qué se podría hacer en general aparte de prenderle fuego a todo.

– Yo no sé organizar un evento -repuse-, ni trabajar de camarera ni preparar una comida de cinco platos para cuarenta personas, pero si alguien me trae un café, revisaré todos y cada uno de los papeles de esta oficina y los responderé, o me encargaré de ellos, o los meteré en un archivador, o los tiraré. Y después volveré a mi vida normal.

La sonrisa de Frances se convirtió en algo parecido a un gesto de contrariedad.

– ¿Qué he hecho para merecerte? -inquirió.

Sentí un leve atisbo de aprensión. ¿Me estaba exponiendo demasiado?

– Sólo intento tratar a los demás como me gustaría que me trataran a mí -respondí-. ¿Tan raro es?

Ella volvió a sonreír.

– Soy un náufrago al que están acercando a la orilla. Así que… ¿qué más da?