174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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Capítulo 13

Beth llegó justo después de las once. Se disculpó y dijo que la noche anterior había salido hasta tarde, aunque tenía un aspecto completamente fresco y descansado. Vestía de forma impecable, muy distinta a la del día anterior: una falda ajustada gris oscuro con una pequeña abertura por detrás, zapatos con algo de tacón y un chaleco encima de una camisa de un blanco reluciente. Su piel resplandecía, el cabello le caía sobre los hombros. Me hizo sentirme desaliñada, vieja y aburrida. Pareció sorprendida y no del todo contenta de verme.

– ¿Dónde va a trabajar? -preguntó a Frances.

– En ningún sitio fijo -respondí, antes de que Frances pudiera decir nada-. Sólo voy a resolver unas cuantas cosas, sin estorbar a nadie.

– Era por pura curiosidad -añadió Beth.

La interrumpió la alegre melodía de su teléfono móvil. Lo abrió y me dio la espalda; vi que sus medias negras tenían costuras.

Enseguida me resultó evidente que iba a tardar más de un par de días en restablecer el orden en esa oficina. Me sorprendió que Frances hubiera dejado que todo se convirtiera en semejante caos, pues me parecía de esas personas organizadas de un modo tranquilo e intuitivo: las bragas dobladas en el cajón de la ropa interior, las infusiones y las especias colocadas por orden alfabético en la estantería de la cocina, los papeles del seguro y de la inspección técnica del coche archivados en su sitio.

– ¿Se ocupaba Milena de los archivos? -pregunté mientras tomábamos el primer café del día, procedente de una cafetera nueva.

– Ésa sí que es buena -respondió Frances-. No. Milena era la atractiva relaciones públicas de Profesionales de la Fiesta. Su trabajo consistía en camelarse a los clientes, flirtear con los proveedores y tener ideas brillantes.

– ¿Y vosotras?

– Nosotras le sacábamos las castañas del fuego -apuntó Beth desde el otro extremo de la estancia.

– Parece que tenía mucha personalidad -observé.

– Pero eso ya lo sabías, ¿no? -repuso Frances.

– Sí, pero la gente puede comportarse de forma distinta en el trabajo -respondí enseguida, lanzándome improperios mentalmente-. Debéis de echarla de menos.

– Desde luego, ha dejado un vacío -dijo Frances mientras cogía el teléfono y marcaba un número.

Encontré algo de espacio en una mesa de la parte posterior de la oficina, junto a los escalones que llevaban al jardín. Empecé a colocar encima los montones de papeles que había recogido el día anterior. Intenté no hablar durante un rato; me preocupaba volver a ponerme en evidencia. Me sobresaltaba y me inquietaba cada vez que Frances me llamaba Gwen. ¿No se daba cuenta de que yo no era una Gwen temporalmente desempleada, sino una Ellie descontrolada, de que mis pantalones negros, mi jersey gris y mi lápiz de ojos constituían un pobre disfraz? Esperaba que, en cualquier momento, una mano firme se posara en mi hombro.

– ¿Cómo conociste a Milena? -quiso saber Frances.

– ¿Eh? -Me puse a pensar a toda velocidad-. En un acto de recogida de fondos. Para el cáncer de mama -añadí-. Fue aburrido pero me divertí con ella, y seguimos en contacto. Aunque no mucho. No recuerdo cuándo fue la última vez que la vi.

Miré a Frances: por lo visto mis palabras no le parecían inverosímiles.

– Y normalmente ¿a qué te dedicas, Gwen? -volvió a preguntar.

– Doy clases de Matemáticas en un instituto. Igual que la Gwen Abbott de verdad.

– Entonces no me extraña que esto se te dé bien. ¿Y por qué dejaste el trabajo?

– No estoy segura de haberlo dejado de forma permanente. Me he tomado un respiro. Dar clase me gusta, pero estresa mucho. -Frances asintió comprensiva y yo me fui metiendo en el papel: recordé detalles que Gwen me había contado, documentales que había visto en televisión, mi propia época de estudiante, cuando odiaba las Matemáticas-. Soy profesora en un instituto de una zona conflictiva, en… -se me ocurrieron varios sitios, y me quedé con uno que quedaba muy al norte pero todavía dentro de Londres- Leytonstone. A la mitad de los alumnos no les apetece nada estar ahí. Algunos apenas hablan inglés, y necesitan mucho más apoyo del que reciben. En vez de darles clase, lo que hago es intentar mantener el orden. Necesitaba descansar durante unos meses y reflexionar un poco. Si quiero cambiar algo, tiene que ser ahora. A lo mejor me voy de viaje.

– Ah, qué bien -comentó Frances mientras contemplaba un folleto y fruncía la boca-. ¿Adónde?

– A Perú. O a la India; siempre he querido ir ahí.

Sin previo aviso, las lágrimas me asomaron a los ojos. Greg y yo habíamos hablado de ir juntos a la India. Parpadeé con fuerza y metí dos recibos en la carpeta correspondiente.

– ¿Estás casada?

– No. Tuve una relación muy larga, pero no funcionó. -Me encogí de hombros con pesar-. Estoy sin trabajo y sin pareja. Atravieso un raro período de libertad, como ves.

– ¿Has tenido hijos?

– No -respondí con brusquedad. Pero añadí, sin darme cuenta, unas palabras que me pillaron desprevenida-: Siempre he querido ser madre. -Durante un terrible instante me quedé indefensa y volví a ser yo, Ellie, apesadumbrada porque no había podido tener hijos y ahora… Me erguí en la silla y di un carpetazo-. Algún día, quién sabe -añadí, o añadió Gwen con una enérgica alegría.

– Yo nunca he querido tener niños -me confesó Frances-. Siempre te consumen todo tu tiempo, y debe de ser agotador eso de tener que sacrificar tu libertad por el bienestar de otro. He visto cómo mis amigos dejaban de ser gente divertida y desenfadada, y cómo se convertían en personas que hablaban de culitos irritados y empezaban a bostezar a las ocho de la tarde, y decidí que eso no era para mí. Y David estuvo de acuerdo. Le daba gracias al cielo por haber nacido en una época en que se acepta que una mujer reconozca que no tiene instinto maternal. Pero hace unos años empecé a pensar que sería muy bonito cuidar así de alguien. O habría sido, debería decir. Ahora es demasiado tarde. El tiempo pasa… -concluyó, con una risita triste.

Los papeles que revisé esa primera mañana no me proporcionaron mucha información sobre Milena, sólo firmas garabateadas en copias de cartas sobre el precio de los canapés y el alquiler de copas de champán, aunque anoté todas las fechas y los lugares importantes en mi libreta. Decidí coger el toro por los cuernos.

– Una cosa -empecé mientras estábamos tomando otro de los cafés que iban marcando el paso del día-, el hombre aquel junto al que Milena murió… ¿quién era?

Pasé el dedo por el borde de la taza e intenté aparentar despreocupación. ¿Me temblaba la voz?

Frances se encogió de hombros.

– No sé nada de él. Creo que estaba casado. Silvio me ha comentado que vio una vez a la mujer. Daba la impresión de que le había gustado bastante, pero bueno, Silvio es un chico peculiar.

Me ruboricé. ¿Cómo reaccionaría una persona normal? ¿Debía preguntar quién era Silvio? No. Se suponía que yo conocía a Milena.

– ¿Y tú no lo llegaste a ver?

– No sabía ni que existía.

– Qué cosa tan rara.

– La vida de Milena era así.

– ¿Qué quieres decir?

Dejé la taza y moví unos papeles, como si la respuesta no me interesara especialmente.

– Su vida siempre fue un poco complicada. Y misteriosa.

– O sea, que tenía amantes.

Frances se ruborizó, bien por vergüenza, bien por nervios.

– En una palabra, sí.

– Ah, no lo sabía. ¿A su marido no le importaba?

Ella me lanzó una mirada extraña.

– No sé si se llegaba a enterar. La gente ve lo que quiere ver, ¿no?

– Entonces, ¿ella no te contaba sus cosas?

– Sólo cuando quería. Supuse que había conocido a alguien. Se le veía ese brillo en la mirada. -Esbozó una sonrisita pesarosa-. Vas a pensar que no tengo compasión por hablar mal de una muerta.

– Estás hablando con sinceridad. Milena era una mujer complicada. -Me preocupó haber ido demasiado lejos. No quería que Frances pensara que la estaba obligando a hablar mal de su amiga-. Y caótica -añadí, poniéndome en pie y atravesando la sala para coger otro montón de papeles sin ordenar-. Voy a ponerme con esta pila.

– Oye, Gwen…

– ¿Sí?

– Me alegro de que estés aquí.

– Y yo me alegro de estar aquí -repuse, intentando sonreír.

* * *

A la hora de la comida Beth subió a la cocina del piso superior y nos preparó una de esas comidas que siempre he imaginado que comen las mujeres después de ir a la peluquería: ensalada ligera de judías verdes, frijoles blancos y brotes de soja, espolvoreada con semillas sanísimas y aliñada con una vinagreta de limón; al terminar, tenía más hambre que antes.

Mientras respondía las preguntas de Frances me fui enterando de más detalles sobre mi vida en el papel de Gwen: resultó que esta Gwen se había criado en Dorset, que era la menor de cinco hermanos, que había asistido a la Universidad de Leeds, donde había estudiado Matemáticas y Física, que le gustaba la jardinería y que incluso tenía un huerto (¡basta!, me ordené: no sabes nada de huertos), y que su padre había muerto. Mientras me inventaba esa vida sobre la marcha me iba angustiando cada vez más. Habría sido mucho más sencillo ceñirme a mi propia vida, o, al menos, a la de la Gwen real. Ahora debía recordar lo que había contado. Beth no decía nada; se limitaba a mirarme. ¿Había cometido algún fallo? Sólo hacía falta que Beth o Frances conocieran un poco bien Dorset, Leeds o Leytonstone, y ¿quién sabía lo que podía pasar? Al mismo tiempo, construirme esa vida me procuraba una emoción placentera. Siempre había querido ser la más pequeña de una familia numerosa y unida, y no la mayor de una familia reducida y no muy bien avenida; ahora, durante unos días, lo era. A lo mejor me agenciaba un huerto. ¿Por qué no? Todo es posible cuando decides ser otra persona.

* * *

A las cuatro, más o menos, mientras la luz se iba apagando y empezaba a llegar el atardecer, Beth atendió el teléfono y le musitó algo a Frances.

– ¡Qué horror! -exclamó ésta-. Bueno, pues vamos. -Se quedó ensimismada durante un instante y después me miró como si se hubiera olvidado de mi existencia-. Gwen -añadió-, ha surgido un imprevisto. Tenemos que salir. ¿Te importa quedarte montando guardia?

No me importaba montar guardia. Tenía muchas ganas de montar guardia. Esperé a que la puerta de entrada se cerrara y las vi -o al menos la parte inferior de sus cuerpos- pasar junto a la ventana del sótano. Me puse en pie de un salto y empecé a husmear. No sabía qué buscaba, pero sí que seguramente no lo iba a encontrar en las carpetas y los archivadores que estaba revisando. A lo mejor en los cajones del escritorio. Abrí el primero y empecé a hurgar entre los artículos de papelería; sólo encontré sobres, clips, cartuchos de tinta y pósits. Pero en el segundo me topé con dos botellas de vodka, una vacía, la otra por la mitad. Me quedé contemplándolas durante un minuto, las volví a dejar en su sitio y cerré el cajón. Centré mi atención en el ordenador. Lo puse en marcha y esperé a que se abrieran los programas.

Sonó el timbre; di un respingo en la silla, el corazón se me desbocó y la garganta se me secó repentinamente. Apagué el ordenador; vi cómo se cerraba y la pantalla se quedaba en negro. El timbre volvió a sonar. Me pasé la lengua por los labios, me atusé el cabello, adopté un gesto tranquilo e interrogativo, propio de Gwen, y fui a abrir.

El hombre que estaba en la escalera pareció sorprenderse al verme. Era bastante bajo y delgado, casi demacrado, y llevaba un traje gris con una camisa blanca. Tenía las mejillas hundidas, unos ojos grises y sagaces y un cabello castaño que se le estaba empezando a caer.

– ¿Le puedo ayudar en algo? -pregunté.

– ¿Quién es usted?

– ¿Por qué quiere saberlo?

– ¿Vamos a seguir haciéndonos preguntas? Ahí va otra: ¿está Frances?

– No; soy su ayudante temporal. Me llamo Gwen.

– Johnny. -Me tendió la mano y se la estreché. No me miró a los ojos; dirigió la mirada detrás de mí, como si no creyera que estaba sola-. ¿Se le ha olvidado a Frances que iba a venir?

– Está un poco distraída en general. No tardará en volver.

– Esperaré.

Pasó a mi lado y entró: estaba claro que se sentía a sus anchas en esa oficina.

– ¿Trabaja usted con Frances? -pregunté. -Casi siempre les llevo los temas de comida. -Pues no parece usted cocinero -repliqué. Mis palabras sonaron bastante groseras. Él se miró el traje.

– ¿Cree que miento? Me han ascendido a un puesto de dirección, y por eso le he traído un menú para la semana que viene. ¿Quiere verlo?

– No soy la persona indicada para…

– Bueno, pero ¿trabaja usted aquí o no?

Nos sentamos en el sofá y me enseñó el menú. Me dijo cómo preparar un suflé con antelación; me contó que compraba todos sus ingredientes a proveedores locales; me puso la mano en el brazo; añadió que su restaurante se llamaba Zest, que su plato típico eran las manitas de cerdo rellenas y que debía pasarme por allí pronto; me escuchó con atención cuando respondí; se rió y me miró a los ojos; pronunció mi nombre en cada frase («¿no le parece, Gwen?» y «le voy a decir una cosa, Gwen»). Y Gwen se sonrojó porque era tímida y porque aquello le proporcionaba un placer incómodo y complicado.

Cuando Frances volvió, empapada por la lluvia que había empezado a caer, nos vio en el sofá y nos dirigió una mirada entre divertida y cariñosa.

– Veo que no me habéis echado de menos.

Se quitó el bonito abrigo, lo dejó en el respaldo de una silla y dio a Johnny un beso en cada mejilla.

– Yo siempre te echo de menos -replicó éste-, pero me han tratado muy bien. -Le puso las manos en los hombros, se alejó un poco de ella y la estudió con aire serio-. Frances, pareces exhausta. ¿Te estás cuidando?

– No, pero Gwen sí -respondió ella.

Ambos me sonrieron y me brindaron su aprobación.

* * *

Johnny me dejó en la estación de metro. Tomó mi mano entre las suyas, declaró que conocerme había sido un auténtico placer y que seguro que volveríamos a vernos pronto. Yo mascullé una respuesta y evité su mirada brillante. ¿Por qué tenía que sentirme culpable si un hombre simpático intentaba ligar conmigo, o más bien conmigo fingiendo no ser yo? Al fin y al cabo era una mujer libre, y hacía mucho tiempo que nadie me miraba sin pena o azoramiento. Pero no me sentía libre: tenía la sensación de que todavía mantenía una relación con Greg, y que mostrarme receptiva suponía, de forma algo retorcida, una traición.

Estaba oscuro y lloviznaba mientras iba del metro a casa. Los charcos relucían bajo las farolas. Faltaban pocas semanas para la noche más larga del año; los días se estaban acortando y la Navidad se aproximaba. Habían colocado adornos en los escaparates y colgado luces entre las farolas. Me pregunté, deprimida, qué haría en Navidad. Durante un instante, la idea de despertarme ese día sola en mi enorme cama me hizo soltar un gemido de dolor. Me detuve y me llevé la mano al corazón. Entré en mi calle y vi mi pequeña casa, con las ventanas a oscuras y el jardín delantero empapado y descuidado.

Mientras entraba empezó a sonar el móvil. Vi que la llamada era de Gwen y durante un segundo sentí cierta confusión.

– Llevo todo el día intentando localizarte.

– Lo siento, he estado liada.

– Eso está bien. ¿Se te ha olvidado que quedan pocos días para tu cumpleaños?

– No. La verdad es que no he pensado en ello.

– Estaría bien hacer una fiestecilla y tomar unas copas.

– No lo veo muy claro.

– En tu casa. No tienes que hacer nada, sólo estar ahí. Yo me ocupo del resto. Te limpio la casa después y todo.

– Da la impresión de que ya la has organizado.

– Bueno, no exactamente. Pero ya me he asegurado de que gente como Mary pueda venir.

– ¿Qué es eso de «gente como Mary»? ¿Quién más?

– Pocas personas. Yo, Mary y Eric, Fergus y Jemma, claro, Joe y Alison, Josh y Di. Ya está. Y a quien tú quieras invitar, claro.

– No sé, Gwen.

– Yo preparo unos canapés y Joe se ocupa del vino.

– ¿Y cuándo se supone que es esta fiesta?

– Pasado mañana.

Desistí de protestar.

– Voy a consultar mi agenda -dije irónicamente-, pero estoy bastante segura de que ese día lo tengo libre.

– Estupendo. Pues ya está. Llegaré sobre las cinco, en cuanto salga del instituto, y lo prepararemos todo.