174280.fb2
Cuando llegué a la oficina, Frances hablaba por teléfono. Me indicó que pasara con gestos enérgicos. Parecía que le estaban soltando toda una perorata.
– Ya -decía ella-. Sí, me hago cargo… Ah, ¿no me diga? ¿No lo habíamos hecho…? ¿Es grave? ¿Qué hacemos entonces…?
Crucé de puntillas la estancia, preparé dos cafés y le tendí uno. Ella hizo muecas como una actriz de cine mudo para darme las gracias y, al mismo tiempo, para expresar frustración y exasperación.
– Sí -prosiguió-. Pero es que estamos atravesando unos momentos difíciles, después de lo que ha pasado… Ya; ¿y no podría explicárselo a ellos? Ah, vale… Sí, de acuerdo…
Al fin colgó. Parecía que iba a echarse a llorar.
– Yo nunca quise ser empresaria -afirmó con un hilillo de voz-. ¿Te he contado que estudié Bellas Artes?
– No.
– Iba a ser pintora. Esa era la idea. Se me daba bien, pero luego resultó que en Inglaterra sólo hay sitio para cuatro pintores al mismo tiempo, y estaba claro que yo no iba a ser uno de ellos.
– ¿Con quién hablabas?
– Con el malvado de nuestro contable -respondió-. Se supone que trabaja para nosotras, y no cobra precisamente poco, pero lo único que hace es gritarme. Es como uno de esos padres que siempre se sienten decepcionados. Según él, nos hemos retrasado con el IVA y eso, al parecer, está muy mal. Yo creía que uno contrataba a un contable precisamente para que se ocupase de esas cosas. Ay, Gwen, odio todo esto. No puedo más.
Recordé una de mis primeras conversaciones con Greg, cuando nos estábamos conociendo y queríamos saber hasta el menor detalle de la vida del otro. Yo me metí con él por ser contable. ¿No se reducía aquello a sumar columnas de números y a rellenar impresos? El se rió. No era así en absoluto, al menos no con los clientes que él tenía. Había que ser un poco psiquiatra y un poco mago, negociador de secuestros y artificiero; lo de los formularios sólo venía al final.
– Beth no está llevando esto nada bien -añadió Frances-. Lo bueno que tiene esa chica, que, por cierto, aún no ha llegado, es que es muy joven, tiene una presencia impecable y rezuma seguridad. La puedes llevar a cualquier sitio y siempre parece muy ocupada, pero cuando termina la jornada no resulta muy fácil saber qué ha hecho exactamente. Los actos sociales se le dan bien. Los clientes están encantados con ella. Los hombres, me refiero. Eso se debe a que tiene veintidós años. Y a sus pechos.
– Los tiene estupendos.
– Ya, pero con los pechos no se soluciona lo del IVA. Y las navidades están al caer. Gwen, ¿seguro que no quieres trabajar aquí? ¿Aunque sea con un contrato de tres meses, hasta que salgamos de ésta?
Negué con la cabeza e intenté recordar lo que Greg decía en situaciones así.
– Lo que realmente necesitas -afirmé- es saber qué terreno pisas ahora mismo. Cuánto debes, cuánto te deben, cuánto tienes y cuáles son tus planes. Eso lo podemos solucionar en un par de días, y entonces se habrán acabado los problemas.
– Yo quería ser artista -protestó Frances-; cuando conocí a Milena, todo iba a ser muy divertido. Nos gustaba asistir a fiestas, nos gustaba organizarías, así que ¿por qué no ganarnos la vida con ello? Y yo podía dedicarme al arte en mis ratos libres. Al final las cosas no salieron así. Ya sabes que el anfitrión nunca se lo pasa bien en su fiesta. Siempre preocupado por que se acaben las bebidas, o por que alguien no se divierta. Aquí estamos siempre así.
– ¿Milena también lo vivía de ese modo?
– No -respondió Frances con una sonrisa triste-. Ella no dejaba que los detalles la deprimieran.
– De los detalles ahora me ocupo yo. Por lo menos, durante los próximos días.
No sé por qué, cuando no es tu vida la implicada, las cosas resultan más fáciles. Durante dos horas, hice lo que Frances pensaba que hacía un contable. No era una cuestión de magia, no utilicé humo ni espejos, ni la astucia. Me limité a apilar los papeles que tenían un aspecto parecido. Elaboré varias listas de citas, que también copié en mi libreta subrepticiamente; comparé las facturas y los extractos bancarios. A las once llegó Beth. Le di una lista de teléfonos para que llamara y comprobase las fechas de entrega. Se quedó tan sorprendida como si le hubiera pedido que desatascase las tuberías. Puso mala cara y miró resentida a Frances, pero hizo lo que le mandé.
Veinte minutos después llegó Johnny; me saludó con un movimiento de cabeza, se sentó al lado de Frances y se puso a hablar de menús. Yo apenas levanté la vista. En ese momento estaba procesando mentalmente mucha información. Si charlaba o pensaba en otra cosa, aunque fuera por un instante, perdería la concentración y tendría que empezar de nuevo.
Mi noción del tiempo era poco precisa, pero al cabo de poco rato noté una presencia a mi lado. Era Johnny.
– Me preocupa un poco pasar por aquí -dijo, indicando los montones de papeles que rodeaban mi silla.
– Pues no pases -le espeté con gesto de pocos amigos: no quería que me distrajese.
– Esto no es…
– Un momento -le pedí, levantando la mano. Apunté una fecha seguida de una cantidad de dinero y después el IVA. Entonces lo miré-: ¿Sí?
– Iba a decir que te ocupas de todas las partes aburridas de este trabajo, pero de ninguna de las divertidas.
Señalé la oficina.
– Por lo visto eso es lo que necesitan -repuse.
– Mi estrategia, en cambio -afirmó él- consiste en ocuparme de lo divertido y dejar que lo aburrido se arregle solo.
– Ése parece el mejor modo de ir a la quiebra.
– Todos los restaurantes acaban yendo a la quiebra.
– Pues eso no parece muy divertido, precisamente.
– Es estupendo -afirmó Johnny, y añadió con aire reflexivo-, incluso cuando se va al garete. Entonces empiezas de nuevo. Todo sigue una especie de ritmo. Aunque lo que realmente quería decir, lo que te quería preguntar… Te acuerdas de que te hablé de mi restaurante, ¿verdad? Bueno, pues si quieres venir para que te enseñe el tipo de comida que hago… Cuando quieras. Hoy o mañana, o cuando sea.
Era guapo con un punto oscuro, y vestía bien; un hombre que se declaraba en bancarrota y que no se venía abajo por eso. Era perfecto, en cierto sentido. Perfecto si yo no hubiera sido yo. Aunque también era cierto que la persona con la que él hablaba, en realidad, no era yo.
– No puedo -respondí-. Ahora no. En este momento de mi vida no estoy para esas cosas.
– Ah, no -insistió, impertérrito-. No te estaba proponiendo una cita. No te estoy dando la brasa. Sólo había pensado, de profesional a profesional, que te resultaría interesante y útil ver la clase de comida que hacemos.
– Lo pensaré -respondí-. Ahora mi vida es un pequeño caos, pero lo pensaré.
En mi trabajo me había acostumbrado a lijar una silla o barnizar un baúl y a tener por toda compañía la radio, a la que prestaba atención de forma intermitente. La oficina de Profesionales de la Fiesta era un espacio casi público en el que la gente entraba y salía, donde se entregaban paquetes y por el que los clientes, o los clientes en potencia, se pasaban. A veces el potencial de esos clientes parecía enormemente difuso. Acabé por pensar que Frances había exagerado la carga que le suponía llevar el papeleo de la empresa. Gran parte de la mañana y de las primeras horas de la tarde se le iban en una serie de largas y bulliciosas conversaciones, tanto por teléfono como en persona.
Algunos clientes también conocían a Beth, y constaté una faceta diferente de ella, un brillo, una especie de seguridad cuando flirteaba con los hombres o cotilleaba con las mujeres. Al escucharla -y era imposible no hacerlo-, advertí que yo había ingresado en un mundo distinto, más rico que el mío, con sus propias reglas, normas y convenciones.
En lo referente a los visitantes, frecuentaban el lugar varias mujeres vestidas con gran elegancia que parecían disponer de mucho tiempo libre. Eso me podría haber producido una punzada de resentimiento, si no hubiera sido yo la que había elegido mi situación. En todo caso, cuanto menos hicieran Frances y Beth, más posibilidades tenía yo de enterarme de algo. Me quedaba en el otro extremo de la sala, dándoles la espalda, con la cabeza entre las manos y tapándome los oídos para poder concentrarme.
Poco después de las tres oí que alguien entraba. Me sorprendió un poco escuchar una voz masculina, me di la vuelta y sufrí un sobresalto.
Era Hugo Livingstone. Un hombre al que sólo había visto una vez, en la investigación judicial. Durante un instante sentí una rabia inútil y ridícula: ¿qué demonios hacía él allí? Me maldije por ser tan tonta. Era el marido de Milena. ¿No era normal que apareciese en la oficina de su mujer muerta? ¿Acaso no había hecho yo lo mismo? Intenté pensar un modo, el que fuera, de marcharme de allí sin que él me viera la cara. Podía salir a gatas, o por la ventana. Pero sabía que no era posible. Sólo le haría falta un vistazo para saberlo. La idea de que me reconociera y de que yo me viera obligada a dar una explicación resultaba tan terrible, que me sentí febril al imaginar la explosión nuclear de vergüenza que supondría el descubrimiento.
Traté de seguir trabajando o, más bien, de dar esa impresión. Me acerqué unos papeles como si los estuviera estudiando con especial atención. Otras personas habían entrado y salido sin reparar en mí. Si me quedaba inmóvil era posible que él se acabara marchando. Intenté enterarme de qué quería, pero hablaba entre dientes y sólo pude distinguir alguna palabra suelta. Con Frances no tenía esos problemas. Escuché expresiones de condolencia y comentarios sobre el caos en que estaba sumida la oficina, y supe lo que iba a pasar.
– Ah, te presento a Gwen -dijo Frances-. Su ayuda ha sido impagable. Apareció de la nada, y ahora nos está ordenando las cosas. ¿Gwen?
Paralizada por el pánico, intenté inventar algo, lo que fuera, para no tener que darme la vuelta. No había ninguna trampilla, ninguna cuerda por la que trepar, pero tenía el móvil en la mesa. Apagado, para que nadie pudiera llamarme. Lo cogí.
– Eso es -dije como si estuviera hablando por él-. ¿Lo podría comprobar? Sí, es urgente. Sí.
Volví la cabeza mínimamente y levanté la mano con un gesto muy parecido al que había visto hacer antes a Frances. Esperaba que se interpretase como un «lo siento, me encantaría presentarme, pero estoy liada con una llamada de teléfono importantísima y me es imposible interrumpirla». Decidí que estaba hablando con un albañil que me hacía unas obras urgentes en el dormitorio, intenté imaginármelo al otro lado de la línea para resultar más convincente. Seguí diciendo que sí y que no, farfullando frases inacabadas. Aunque me estaba acostumbrando a vivir en un mundo de fantasía, y ahora en un mundo de fantasía dentro de otro mundo de fantasía, todo aquello me pareció lamentable y muy poco convincente.
En los silencios que se intercalaban entre mis ridículas palabras intenté distinguir qué decía Frances. Temía que le contara que yo era amiga de Milena y que él se quedara, por mucho tiempo que yo siguiera hablando por el teléfono apagado, para saber de qué la conocía. Pero ella empezó a referirse a personas que no me sonaban de nada; al cabo de unos minutos oí más pisadas y la puerta de entrada se abrió y se cerró. Me obligué a prolongar la conversación un poco más.
– ¿Decidimos los colores cuando nos veamos? -pregunté muy animada y en voz muy alta-. Estupendo. A lo mejor te veo cuando vuelva… Ah, ¿ya te habrás ido? Vale, pues mañana. Hasta luego.
– ¿Va todo bien? -me preguntó Frances mostrando un gesto comprensivo.
– Era el albañil; al menos él asegura serlo -respondí-. Ya sabes cómo son.
Esperaba desesperadamente que, en efecto, Frances supiera cómo eran, porque ya no aguantaba más mentiras. Era mentalmente incapaz de sostener más farsas. Ella asintió con la cabeza. Creo que los detalles de mi vida no le interesaban mucho.
Sí era cierto que me estaba ocupando de los papeles de la empresa. En eso no mentía. Pero, al mismo tiempo, también apuntaba todas las referencias para saber dónde había estado Milena en cada momento. Si comparaba esos datos con la tabla que había confeccionado para Greg, quizás encontrase algún lugar en el que habían estado, o dos recorridos que se cruzaban. No tenía por qué ser una noche en un hotel; podía ser un tren, una gasolinera. Mientras trabajaba decidí pasarme por la papelería al volver a casa para comprar más cartulinas y rotuladores de colores, y elaborar otra tabla para Milena.
Trabajaba con tanta concentración que, cuando escuché que Frances me llamaba, tuve la sensación de que me había quedado dormida y, al despertar, el mundo estaba sumido en la oscuridad.
No estaba sola. A su lado había un hombre alto, distinguido, rico. Me hizo sentirme desaliñada y algo incómoda. Debía de andar por los cincuenta y tantos; su cabello era entrecano y lo tenía plateado en las sienes. Llevaba un abrigo con una bufanda de color azul marino.
– Te presento a Gwen, mi hada madrina -me presentó Frances; de nuevo, tuve que reprimirme para no darme la vuelta y ver dónde estaba Gwen-. Éste es David, mi marido.
Él me dedicó una sonrisa algo socarrona y me tendió la mano. Lucía una manicura impecable, aunque lo cierto era que todo en él era impecable: el cabello, los mocasines de cuero negro. Me estrechó la mano brevemente y con poca fuerza.
– David, tienes que convencer a Gwen de que se quede. Él la observó con frialdad y se encogió levemente de hombros.
– ¿Ve cuánto la valoran? -me preguntó con una voz que conseguía aunar el sarcasmo con la indiferencia.
– Yo me lo tomo como unas vacaciones -señalé.
– Pues qué vacaciones tan curiosas -observó él.
– Es profesora de matemáticas -añadió Frances.
– Ah -dijo él, como si eso lo explicara todo.
– Ya es hora de marcharse -anunció ella-. Pero espera un segundo.
Se dirigió a su mesa y garabateó algo. Volvió y me tendió un cheque.
– No puedo aceptarlo.
– No digas tonterías -insistió ella.
– No, de veras. No puedo.
– Ah, ya. Por la declaración de la renta, ¿verdad? David, ¿me dejas tu cartera, cariño?
Él suspiró y se la dio. Ella rebuscó en el interior, sacó unos billetes y me los tendió. Mi impulso fue rechazarlos, pero pensé que si una persona aparece, trabaja para ti y te organiza la oficina, y después se niega a cobrar, deja de parecer una santa y empieza a resultar inquietante, quizás incluso sospechosa. Cogí el dinero.
– Gracias -dije.
– ¿Vendrás mañana?
– Bueno, mañana sí.
Salimos de allí todos juntos.
– Ya sabes que aquí te queremos todos -añadió Frances.
– No será para tanto -respondí.
– Johnny siente una adoración absoluta por ella -le comentó a su marido, que esbozó una leve sonrisa y se zafó de la mano que ella le posaba en el brazo.
Vi que ella hacía una mueca al advertir esa muestra de desprecio. Me pareció que estaba demasiado pendiente de él, demasiado ansiosa, y que él la trataba con algo cercano al desdén. Noté una punzada de compasión por Frances: una mujer guapa con una vida llena de privilegios, pero que estaba claro que no era feliz.
La anciana del mostrador de la tienda de Oxfam en Kentish Town Road pareció quedarse perpleja cuando le di los billetes sin comprar nada. Intentó que me llevara un vestido, o al menos un libro, pero no hubo manera de convencerme y al final desistió. Salí con la sensación de haber robado, pero al revés.