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– ¿Crees que sería una buena idea -pregunté- que repasara los correos electrónicos de Milena, para cerciorarme de que no hay más sorpresas desagradables esperándote?
Frances acababa de enterarse de que a Milena y a ella las esperaban en la mansión de una clienta, en Kingston upon Thames, para planear la futura boda de su hija. Incluso desde el otro extremo de la sala me llegó la bronca de aquella mujer, su voz alta y airada.
– Milena ni siquiera me lo había comentado -se quejó Frances, desanimada, tras terminar la conversación y prometer que acudiría al día siguiente-. Su obligación era apuntarlo todo en la agenda de la oficina.
– ¿Puedo ver esa agenda? Para poder comprobar algunas cosas.
– Sí, claro.
Cogí el libro, grande y de tapas duras, en el que había una página para cada día y que estaba cubierto de borrones, tachones, recordatorios; intenté memorizar las citas para compararlas con la tabla de Greg, pero no tardé en desistir. Las tendría que transcribir más tarde.
A Frances no le pareció mal que revisara los mails de Milena, pero al ordenador sí. Vi que para acceder a su correo electrónico debía introducir una contraseña. Le pregunté a Frances cuál era.
– No tengo ni idea.
– Vaya.
Me quedé mirando la pantalla, frustrada. Tenía el presentimiento de que las respuestas que necesitaba estaban en el interior de esa caja pequeña y fina, y que sólo me hacía falta la llave. Inútilmente, probé con los nombres de sus dos hijastros, sin resultado.
– ¿Alguna sugerencia? -pregunté a Frances.
Ella esbozó un gesto de impotencia.
– Prueba con su apellido de soltera, Furness.
– Nada -declaré al cabo de unos segundos.
– Su cumpleaños: el 20 de abril de 1964.
Así que tenía cuarenta y cuatro años, diez más que yo. Lo tecleé. Nada.
– Hablaba mucho de un perro que había tenido de pequeña.
– ¿Cómo se llamaba?
– Nunca me lo dijo. Oye, ¿y no hay formas de saltarse la contraseña?
No pude evitar sonreír.
– Seguramente, pero si las hay, ¿tú crees que yo las conozco?
– Ah, vaya. Pues tendremos que esperar que no haya más citas a las que no voy a acudir. Mientras tanto, necesito presupuestos para carpas antes de mañana por la mañana.
Le había dicho a Frances que ese día tenía que salir antes. Incluso así, mientras subía mi calle a toda prisa vi que Gwen ya me esperaba en la puerta con unas cuantas bolsas junto a los pies.
– ¡Feliz cumpleaños! -me dijo besándome en ambas mejillas-. Pero ¿dónde estabas? Pensaba que se te había olvidado, o que te habías arrepentido.
– Tenía que ocuparme de unas gestiones -respondí sin dar detalles.
Ella me miró con curiosidad.
– Sí que te estás poniendo misteriosa.
Me puse nerviosa.
– No era mi intención. Es que he tenido que ocuparme de temas de dinero y cosas así.
Mentira, aunque sí era cierto que debía atender ese tipo de asuntos y que si pensaba en mi situación económica la angustia me atenazaba.
– Pobrecilla -respondió Gwen, muy comprensiva.
– Son cosas que hay que hacer. -Saqué la llave del bolsillo-. Venga, entremos, que hace frío. Ya cojo algunas bolsas. ¿Qué has traído? Creía que venía poca gente.
Entramos en la cocina.
– Sí. Seremos quince, veinte como mucho. -Empezó a vaciar las bolsas sobre la mesa de la cocina-. Humus con pan de pita y guacamole. He comprado aguacates para prepararlo. Tortillas mexicanas con salsa, pistachos. Casi no hay que hacer nada, sólo ponerlo todo en cuencos.
– ¿A qué hora va a llegar todo el mundo?
Me había invadido el pánico. Estaba acostumbrada a formar parte del equipo Ellie-Greg, que se enfrentaban juntos al mundo. Había perdido la capacidad de afrontar las cosas sola, excepto cuando fingía ser otra persona, claro está: en ese caso no tenía grandes problemas.
– Sobre las seis o seis y media.
– ¿Y qué me pongo?
– Tranquilízate. Sólo son tus amigos. Dentro de un rato le echamos un vistazo a tu armario, pero no hay que ponerse de tiros largos. La gente va a venir directamente del trabajo. De hecho no hace falta ni que te cambies si no quieres.
– No -respondí, con una brusquedad que me sorprendió incluso a mí. Pero es que llevaba la ropa de mi papel de Gwen: los mismos pantalones negros, la camisa gris de rayas, un chaleco por encima y unas botas flexibles de ante negro-. Me tengo que cambiar. Con esto me sentiría rara.
– Te he traído una cosa. Un regalo de cumpleaños. -Me tendió un paquetito-. Vamos, ábrelo.
Rasgué el papel de envolver y encontré una cajita. En el interior había un sencillo brazalete de plata.
– Es precioso.
Me lo pasé por la muñeca y alcé el brazo para que Gwen lo admirara. Le cambió el gesto, pero no como yo esperaba.
– Ellie, te has quitado la alianza de boda.
Sentí que un rubor espantoso se extendía por mi rostro y mi cuello mientras me contemplaba el dedo desnudo.
– Sí -dije al fin.
– ¿Es porque…?
– No sé por qué es -respondí-. Lo llevo en el bolso. A lo mejor me lo vuelvo a poner. ¿Me lo pongo?
– Dios mío, Ellie, no sé. Ya hablaremos de ello cuando todos se hayan marchado. Ahora vamos a elegir la ropa.
Estuve titubeando y comiéndome la cabeza delante del espejo hasta que ella me dijo qué ponerme: pantalones vaqueros y una fina camisa blanca que estaba bastante nueva y que nunca me había puesto porque era demasiado bonita, estaba demasiado limpia y reluciente, y la guardaba para una ocasión especial. Me cepillé el pelo y me hice una cola alta.
– ¿Así estoy bien?
– Estás guapísima.
– Qué dices.
– De verdad. Oye, he invitado a Dan. ¿Te importa?
– ¿Quién es Dan?
Ella se ruborizó intensamente.
– Un chico al que he conocido.
– Estupendo. Espero que sepa la suerte que tiene de que le hayas invitado.
Gwen no tenía muy buena suerte con los hombres. Yo le decía siempre que era demasiado buena para ellos y, en cierto sentido, era la verdad. Los hombres, pensé sombríamente, suelen ir detrás de mujeres como Milena, que los tratan mal, que pasan de ellos. Lo que nos pierde es estar demasiado pendientes.
Sonó el timbre.
– ¿Quién será? Ojalá fueran ya las nueve, todos se hubieran marchado y volviéramos a estar solas tú y yo, comentando cómo ha ido. Y hablando de Dan, claro.
– Seguro que es Joe. Me ha dicho que iba a llegar antes con las bebidas.
Efectivamente era Joe, con el coche aparcado junto a la acera y el maletero abierto. Me dio un abrazo tremendo; su barba incipiente me raspó la mejilla y su abrigo me irritó la piel.
– ¿Cómo está la cumpleañera?
– Bien.
– Bueno, todo esto lo dejo en la cocina, ¿no? Doce botellas de champán… más bien de vino espumoso, para ser sincero. Y otras doce de vino tinto.
– Joe, ¡doce botellas!
– Las que sobren te las puedes quedar para otra ocasión. Vamos abriendo una, ¿no?
Quitó el aluminio y el alambre, descorchó una de champán, dejó que saliera la espuma y que después bajara. Sirvió tres copas; las levantamos y brindamos.
– Por nuestra querida Ellie -dijo él.
– Por Ellie -repitió Gwen, mirándome con mucho cariño.
¿Por qué tenía tantas ganas de llorar? ¿Por qué me picaban los ojos y se me taponó la nariz y se me formó un nudo de pena en la garganta?
La gente empezó a llegar con cuentagotas, y luego de forma continuada; dejaban sus paraguas en el vestíbulo y tiraban los abrigos sobre la barandilla de la escalera y el respaldo del sofá. Mi pequeña casa no tardó en llenarse de gente que ocupaba el salón, la cocina, que se sentaba en las escaleras. Todos trajeron regalos: whisky, galletas, plantas, pendientes, un cuenquito de cerámica. Josh y Di aparecieron con un cohete que instalaron en el jardín, aunque, según las instrucciones, debía lanzarse al menos a cincuenta metros de cualquier edificio.
Éstos son mis amigos, pensé, y ahora mi vida es ésta. Fergus estaba un poco tímido pero muy cariñoso; Joe se mostraba muy extrovertido, abrazaba a la gente y llenaba demasiado las copas de vino. Gwen hablaba con Alison, pero cada pocos minutos miraba furtivamente el reloj porque Dan no había llegado aún. Mary había acorralado a Jemma y le contaba detalles sobre el parto sin escatimar las partes escabrosas y sangrientas. Laurie y Graham jugaban al ajedrez en una esquina. Yo iba de un grupo a otro con una botella en la mano. Así no tenía que quedarme mucho rato con nadie: el tiempo necesario para saludar y dar un beso antes de irme a otro lado. No bebí y no hablé demasiado con ningún invitado, y nadie mencionó a Greg. Él era el fantasma de la casa.
A las siete y media, justo después de que Gwen abriera la puerta y entrara, azorada y arrebolada, con un hombre que supuse que era Dan, Joe dio unos golpecitos con un tenedor en una copa y se subió a una silla bastante inestable, que crujió ominosamente bajo su peso.
– ¡Acercaos! -exclamó.
– ¡Oh, no!
– No te preocupes, Ellie, esto no es un discurso, sólo un brindis.
– Mejor.
– Tú no sabes lo que es un brindis para Joe -me previno Alison, que estaba a mi lado.
– Bueno, lo único que quería decir es que has pasado por un trago espantoso, y sé que hablo en nombre de todos cuando digo que siempre estaremos a tu lado, en los buenos tiempos y en los malos. Feliz cumpleaños, Ellie.
– ¡Feliz cumpleaños! -repitió el confuso coro de voces.
– ¡Que hable! -pidió alguien.
– Pues que… muchas gracias -dije-. A todos.
– Más vino -ordenó Joe.
– ¡Aquí está!
Desde el otro extremo del salón, Fergus descorchó una botella; la espuma se desbordó y cayó sobre la mesita de la ventana.
– Mierda, lo he derramado… Oye, ¿esto qué es?
– Ah -dije, maldiciéndome por no haberlo guardado-. Es… bueno, es una tabla.
Fergus se agachó para observarla mientras secaba el vino con la manga.
– Cuántos colores. ¿Es algo del trabajo?
– No… -titubeé-. De hecho, refleja dónde pasó Greg las últimas semanas de su vida.
– ¿En serio?
– Sí.
– Joder, Ellie. -Parecía haberse quedado atónito-. Qué pasada. Has debido de tardar siglos. Pero ¿para qué?
– Porque…
Me alegré de no haber sacado la tabla de Milena: aún no la había terminado.
– ¿Qué es?
Jemma se había acercado y, al cabo de unos instantes, también la mayoría de invitados del salón.
– ¡Casi no queda ni un minuto sin registrar!
La voz de Josh expresaba asombro o miedo, no sé cuál de las dos cosas.
Respiré profundamente. Eran mis amigos, después de todo, y de pronto me pareció importante realizar una declaración pública.
– Lo he hecho porque quería averiguar cuándo podía haber estado Greg con esa mujer. Y como veis… -señalé la tabla- no tuvo tiempo. Casi no quedan espacios en blanco.
Los miré fijamente. Nadie sonreía ni asentía; todos me contemplaban serios o apurados.
– Así que lo que ocurrió tuvo que ser otra cosa -añadí de forma siniestra, mientras mis palabras atravesaban el silencio-. Algo malo.
– ¿Malo?
– Creo que lo asesinaron.
Se podría haber oído el vuelo de una mosca.
– Te voy a poner un poco de vino -dijo Joe al fin, cogiéndole la botella a Fergus.
– No, gracias. Creéis que estoy loca, ya me doy cuenta.
– ¡No! -protestó Fergus-. Creemos que eres… -me di cuenta de que estaba buscando la palabra adecuada- enormemente leal.
Jemma, a su lado, asintió con vigor.
– He preparado una tarta -intervino Mary para interrumpir ese momento incómodo-. ¿La cortamos ya?
Todos hicieron ruidos de exagerado entusiasmo; soplé la vela simbólica de la tarta de café y nueces y hendí el cuchillo.
– Trae mala suerte que se escuche el ruido que hace en el plato -previno Di, justo cuando el cuchillo chocaba de forma audible con la porcelana.
– Menuda gilipollez -le espetó Joe, mirándola con el ceño fruncido como si fuera una delincuente. Me pasó el brazo por los hombros-. A partir de ahora sólo tendrás buena suerte -me aseguró, y me besó en la coronilla.
– ¿Crees que estoy loca?
– Loca, no. Triste, sí.
– Y que soy un poco aguafiestas.
– Te presento a Dan -dijo Gwen, apareciendo a mi lado-. Dan, ésta es Ellie.
Era un hombre corpulento y tímido, de voz grave y suave. Me cayó bien enseguida cuando advertí cómo miraba a Gwen.
– Joe está a punto de encender el cohete -prosiguió Gwen mientras me cogía del brazo-. Sal a verlo; después mandaré a todo el mundo a casa. ¿Vale?
– Vale -accedí.
De pronto me sentía espantosamente cansada y abatida. Y también sola; más sola, en medio de ese grupo de amigos demasiado animados, de lo que me había sentido cuando no había nadie conmigo.
– Pero yo me quedo y limpio esto. Podemos pedir comida por teléfono, si quieres. Así que por ahora no te acerques a la tarta.
Ésa fue la mejor parte de la fiesta: después de que todos se hubieran marchado, de lavar las copas, de sacar a la basura las botellas vacías, cuando me quedé delante de la mesa de la cocina con Gwen y su simpático nuevo novio y comimos curry directamente del recipiente de aluminio y ya no tuve que esforzarme más. No hay muchas personas con las que puedas estar en silencio.
En varias ocasiones estuve a punto de decirle a Gwen que me había apropiado de su nombre, que me estaba haciendo pasar por una profesora de matemáticas en paro, reconvertida en secretaria de la socia de la mujer junto a la que Greg había muerto. Pero me callé. Si se lo contaba, pensaría que estaba loca.