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Después de que Gwen y Dan se marcharan fregué lo que quedaba y saqué una bolsa de basura llena de pestilentes y viscosos restos de la fiesta. Me preparé un té y puse la tele; cuando me acosté ya habían dado las dos. Pero no importaba, porque al día siguiente era sábado. Mi plan, si podía llamarse así, era dormir hasta que me despertara, y luego seguir durmiendo. Sólo quería salir de la cama para comer, y volver después a mi estado de hibernación. Pero mis extraños sueños -grises, violentos, oscuros, lentos- se interrumpieron cuando sonó el timbre. Me puse la bata y bajé las escaleras musitando como una vagabunda. Creía que me iban a pedir que firmara algo, pero me encontré con Fergus.
– ¿Te he despertado?
Aún seguía adormilada.
– ¿Se te ha olvidado algo?
– No, qué va.
– ¿Qué hora es?
– Es la hora de desayunar-repuso, risueño-. ¿Puedo pasar?
Estuve verdaderamente tentada de decir que no y dar un portazo. Pero lo dejé pasar, subí al piso de arriba, me duché y me enfundé las piernas pálidas y cansadas en unos vaqueros. Me puse un jersey viejo de Greg y encontré unas zapatillas al fondo de un armario. Ya se olía el café.
Cuando bajé a la cocina, Fergus había quitado las cosas de la mesa y había colocado tazas y platos.
– He encontrado bollos en el congelador -anunció-. Los estoy descongelando. A no ser que prefieras unos huevos con beicon.
– Ni siquiera quiero un bollo.
– Claro que lo quieres.
Los sacó del microondas, me untó uno con mantequilla y mermelada de frambuesa, lo colocó en un platito y me lo acercó. Sirvió dos cafés, uno para mí y otro para él. Se sentó delante de mí.
– ¿Tan mal estoy? -pregunté.
Él sonrió y le dio un sorbo al café. Yo estaba enfadada, cansada y aturdida, y su insistente alegría resultaba irritante, como la música a un volumen demasiado alto.
– Hemos estado hablando -anunció.
– ¿Quiénes?
– Los sospechosos habituales. Yo he sido el elegido para venir a verte. Bueno, me elegí yo, la verdad.
– Es por lo de la tabla, ¿verdad? Debería haberla metido en un armario.
– No hemos cuidado de ti como debiéramos.
– Todos me cuidáis -repuse-. Habéis venido a mi fiesta de cumpleaños. Me han invitado a cenar. La gente ha aguantado mis accesos de perturbada.
– No estás perturbada.
– Ya, sólo he ido atravesando las fases del duelo: la rabia, la aceptación, la negación. Sobre todo la negación. -Hice una pausa-. ¿Son de veras las fases del duelo, o las fases de la agonía? Da igual. Creo que ya me habéis ayudado bastante. A lo mejor ha llegado el momento de que me ayude yo.
– No puedo aceptar un no por respuesta.
– ¿Quién lo dice?
– Lo digo yo, y lo dicen Gwen y Joe y Mary, y seguro que más gente.
– ¿Esto ha surgido a raíz de la fiesta?
– En parte durante la fiesta. Pero ya llevábamos cierto tiempo hablando por teléfono.
– Pues lo podríais haber comentado conmigo.
– Es lo que estoy haciendo ahora.
– Bueno, ¿y cuál es el plan? ¿Me va a llevar alguien a la playa? ¿Vais a hacer una colecta para que me den un masaje?
– No te pongas sarcástica -repuso Fergus-. Es la forma más fácil de resultar ingeniosa. Ahora mismo el plan es que te comas el bollo y que me enseñes tu casa.
– Ya la conoces.
– Termina el desayuno, por favor.
Mordisqueé el bollo; me sentía como un niño que ha recibido una reprimenda. Estaba seco y costaba tragárselo.
– No necesito ayuda. ¿Por qué iba a necesitarla? Él era vuestro amigo. Lo conocíais desde mucho antes que yo. Su muerte ha debido de ser tan devastadora para vosotros como para mí; quizá peor.
Fergus se quedó pensativo.
– Creo que no volveré a tener otro amigo como él. No podría. Era alguien que me había visto borracho y hacer el ridículo, en mis peores momentos. -Sonrió-. Y también estaban las cosas buenas. Los viajes, las novias… Bueno, seguramente no debería hablar de ello. En cualquier caso, esto no es una competición.
– La que te debería cuidar soy yo a ti.
– Primero, lo más importante -respondió él-. Bueno, ya está, ya has comido suficiente bollo. Vamos arriba.
Mientras subía las escaleras con él, me acordé de pronto de cuando tenía diecisiete años y mi madre entraba en mi habitación.
– La tendrías que haber ordenado -me recriminaba.
– Pero si la he ordenado -me defendía yo.
– Pues no lo parece.
Y así una y otra vez. Tenía la sensación de haber estado días y días ocupándome de todo, revisando las cosas de Greg, ordenando pero, al ver mi dormitorio, la leonera, y el dormitorio de invitados a través de los ojos de Fergus, tuve que reconocer que no lo parecía. Si hay fases en el duelo, también hay fases en el orden. La primera fase es el desorden original. La segunda es decidir hacer algo al respecto. En la tercera se sacan las cosas de los cajones, de los armarios y de las estanterías para ver a qué debes enfrentarte. La cuarta no sabía muy bien en qué consistía, porque todavía no había llegado a ella.
En el dormitorio había ropa de Greg amontonada. El cuarto de invitados era una especie de despacho. Desde allí se disfrutaba de una bonita vista del jardín, hasta el plátano de los vecinos. No habíamos llegado a convertirlo en estudio porque queríamos instalar éste en el cuarto de los trastos, y que el cuarto de invitados fuera la habitación de los niños: íbamos a empapelarlo con un papel estampado con dibujitos de payasos, o algo así. Ese cuarto y el rellano estaban repletos de montañas de carpetas, papeles, archivadores y libros, algunos de los cuales estaban relacionados con el trabajo de Greg.
– No tiene muy buena pinta, ya lo sé -reconocí-. Lo estoy ordenando.
Había muchas cosas que no podía explicar; para empezar, que uno de los motivos por los que no había arreglado la casa era que había estado en Camberwell, poniendo orden en la oficina de Milena Livingstone.
– No te preocupes -me tranquilizó-. Esto ya me lo había contado uno de mis espías.
– ¿Quién? Seguro que ha sido Mary. Aunque llegara a los cien años y dedicara todo mi tiempo a las tareas domésticas, no cumpliría sus exigencias respecto a la limpieza.
– No te lo voy a decir. No puedo desvelar mis fuentes. Lo que sí puedo contarte es el plan.
– ¿El plan?
– ¿Vas a pasar el día en casa?
– No tenía intención de ir a ningún sitio.
– Estupendo. Es posible que recibas algunas visitas.
– ¿De quiénes? ¿Qué van a hacer?
– Ya los reconocerás. Lo que van a hacer básicamente es ayudarte con todo esto. Algunas cosas las harán in situ, por así decirlo, pero tampoco queremos incordiarte. Podemos tirar y organizar lo que haga falta. Si confías en nosotros, claro.
Di un paso adelante, lo abracé y apoyé el rostro en su hombro, como los bebés cuando los cogen en brazos. No le pude ver el gesto, así que a lo mejor puso cara de horror y yo no me enteré, pero noté que me estrechaba entre sus brazos. Me separé de él.
– Eres un cielo -le dije-; todos lo sois. Pero es algo que quiero afrontar sola. Y no sólo eso. Pienso ordenarlo todo, Fergus, eso es evidente. Pero tampoco quiero extirpar quirúrgicamente a Greg de mi vida. Me apetece tener sus cosas por aquí. No necesariamente amontonadas en el suelo. Para poder pasar página no necesito que se lleven todo lo que era suyo y lo tiren a un contenedor.
– Ésa no era la idea. Sólo queremos hacértelo más fácil. Si es una cuestión de intimidad, si no te apetece que andemos hurgando, dilo y no haremos nada.
– No van por ahí los tiros. No es que os quiera ocultar algo. Ya es demasiado tarde para eso. Pero creo que tengo que sobrellevarlo yo sola. Es lo que debo hacer.
– No tienes por qué -repuso-. Déjanos a nosotros. Cuando Jemma acabe dejándome, podrás hacer lo mismo por mí.
Se me pasó una idea espantosa por la cabeza.
– ¿Hay algo que no me estés contando? -inquirí- ¿Creéis que necesito ayuda? Me refiero a ayuda psicológica.
Fergus se rió y negó con la cabeza:
– No, sólo la nuestra. De verdad.
Que hubieran estado hablando de mí me seguía resultando incómodo, como si hubieran urdido una conspiración en mi contra. Una hora más tarde llegaron Joe, Gwen y Mary con cierto aire azorado. Les dije que me sentía culpable. Estábamos en fin de semana. ¿No tenían citas, gente a la que ver? Me abrazaron y soltaron unos resoplidos como de disculpa. Yo no estaba segura de qué resultaba más difícil: recibir la ayuda o darla. Preparé más café y subimos al piso superior a inspeccionar el caos. Escuché discretos cuchicheos. Joe me dio un codazo amistoso.
– Bueno, no es para tanto. Plantéatelo como si tuvieras que decorar la casa, como si hubiéramos venido a empapelar la pared y a pintar.
– ¿Queréis que os diga lo que es cada cosa?
– Lo que queremos -repuso Gwen- es que te vayas de compras, o a nadar, lo que sea: nosotros lo revisaremos todo; algunas cosas las meteremos en cajas y nos las llevaremos. Al cabo de un par de días las volveremos a traer; para entonces, al menos habremos puesto orden en una parte de tu vida. O eso esperamos.
Reflexioné durante un instante.
– Tengo la sensación de que debería negarme, o estar ofendida, pero la verdad es que me alivia.
– Pues vete -dijo Mary, cosa que hice, aunque antes enrollé la tabla a medio acabar de Milena y me la metí en el bolso.
Hay cosas que ni siquiera los amigos deben saber.
Me fui a nadar a la piscina municipal, me lavé el pelo en las duchas y me puse ropa limpia. Encontré una cafetería, pedí un té y leí el periódico. Paseé por Kentish Town Road y compré verduras y ensalada. Cuando llegué a casa ya se habían marchado. Al subir al piso de arriba fue como si hubiera ocurrido un milagro. Casi todo había desaparecido; lo que quedaba, estaba perfectamente ordenado en una estantería o en una mesa. Además, alguien debía de haber encontrado la aspiradora, me había hecho la cama y había fregado los cacharros. Lo único que me quedaba por hacer era prepararme una ensalada y después lavar lo que hubiera utilizado, por si acaso alguien volvía a pasar revista.
Joe llamó a la mañana siguiente. Había examinado las cosas de Greg que quedaban en la oficina; ellos se podían ocupar de casi todo. Los objetos personales me los traería algún día de aquella semana. No había nada urgente. Por la tarde Gwen apareció con un fajo de papeles bajo el brazo, todos relacionados con asuntos domésticos. Los había repasado y organizado, y en un folio me había escrito una lista de tareas: gente a la que había que llamar, facturas que debía pagar, cartas que debía escribir. Al lado de lo urgente me había dibujado una estrella. Estaba siendo para mí la misma Gwen que yo estaba siendo para Frances, pero no se lo podía decir.
No miré el móvil en todo el fin de semana. El domingo por la tarde llamé a Frances y le dije que no podía ir el lunes. No sabía si volvería a aparecer, pero no se lo confesé. El lunes por la mañana me dirigí al taller, puse música barroca y empecé a restaurar la mecedora de aquel hombre. La lijé con muchísimo cuidado, no porque quisiera que el encargo me saliera perfecto, sino porque me tranquilizaba hacer algo tan físico y tan absorbente que no me dejaba pensar en otra cosa. Trabajé de forma casi automática, como en un sueño, y al despertar ahí estaba la silla, acabada e impecable, casi demasiado bonita para separarme de ella.
Entré en casa, llamé al dueño y le dije que al final me había dado tiempo a restaurar la mecedora, que podía recogerla cuando quisiera. Después me di un largo baño y recordé que no había consultado el contestador, como si, temporalmente, hubiera querido aislarme del mundo. Tenía un mensaje de Fergus. Lo llamé.
– ¿Estás en casa? -me preguntó.
– Sí.
– ¿Vas a seguir ahí dentro de diez minutos?
– Sí.
Colgó. Apenas me había vestido cuando sonó el timbre. Era él, pero con un semblante distinto al que presentaba el domingo por la mañana: parecía distraído y no me miró a los ojos. Pasó a mi lado y entró en el salón. Se sentó en el sofá, y yo a su lado. Sin decir nada, se sacó algo del bolsillo y lo colocó en la mesita que teníamos delante. Parecía la carta de una baraja, larga y estrecha.
– Creo que deberías echarle un vistazo a esto.