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Es curioso las cosas en las que te fijas. La cabeza nunca deja de funcionar. Cuando cogí aquella tarjeta y le di la vuelta me temblaba el pulso, pero no me costó darme cuenta de que era un menú en el que aparecía una fecha: el 12 de septiembre. De primer plato se podía elegir ensalada de nueces con queso de cabra o sopa de berro, y de segundo, lubina con aguaturma asada o cordero gales con puré de patata y verduritas al vapor. De postre, fondant de chocolate o frutas del bosque. Todo eso lo vi mientras leía el descarado mensaje escrito a mano en la parte superior: «Querido G, esta tarde has estado maravilloso. ¡La próxima vez quédate a dormir y te enseñaré posturas nuevas!». No tuve que leer la firma para saber quién lo había redactado: llevaba unos cuantos días viendo esa caligrafía en facturas, tiques, cartas de negocios.
Dejé el menú en la mesa, boca abajo.
– Ellie… -empezó a decir Fergus.
– Un momento.
Me levanté y me dirigí al aparador en el que había guardado la tabla. La saqué, la desdoblé y examiné la cuadrícula del 12 de septiembre. Había una hora y doce minutos en blanco. Al principio pensé que se trataba de una coincidencia increíble, pero enseguida me di cuenta de que no era en absoluto una coincidencia, porque la realidad acaba encajando. Doblé la tabla y la metí de nuevo en el cajón; después me senté al lado de Fergus.
– ¿Dónde estaba? -le pregunté.
Mi voz sonaba bastante tranquila. Las manos ya no me temblaban.
– Dentro de uno de sus libros de atletismo. Los he estado mirando esta tarde. Jemma me había dicho que no quería tantos trastos en casa. Me siento fatal, Ellie. ¿He hecho bien en enseñártelo?
Lo miré de hito en hito, como si intentara verlo a través de la niebla.
– Has hecho muy bien.
– Lo siento mucho, Ellie.
– Gracias -respondí, y entrelacé las manos sobre el regazo. Me miré los dedos y pensé que, después de todo, no iba a volver a ponerme el anillo de casada.
– Ha sido increíble el modo en que has confiado en él.
– Para lo que me ha servido…
– Bueno, al menos ahora ya lo sabes.
– Eso es cierto.
– ¿Quieres que te prepare un café?
– No, gracias. -Parecía tan abatido que me obligué a hacer un esfuerzo-. Esto ha tenido que ser durísimo para ti, Fergus. Pero me alegro de que me lo hayas contado. Habría sido espantoso que te lo callaras. Te lo agradezco.
– Qué tonto fue. Menudo idiota. Pero te quería, Ellie; lo sé. No lo olvides.
– Gracias por decirlo. Ahora, si no te importa, me gustaría estar sola, Fergus.
Se levantó pero yo no me incorporé, y tuvo que agacharse para darme dos besos.
– Te llamaré después -me dijo.
Una vez se hubo marchado seguí en el sofá con las manos enlazadas. No sé cuánto tiempo estuve así, ni en qué pensé. A lo mejor en esas palabras: «Te enseñaré posturas nuevas». ¿Qué clase de nota amorosa era aquella, con esa desvergüenza chabacana y burlona, como si Greg fuera el poni de un circo y ella una maestra de ceremonias con látigo y botas negras? Cerré con fuerza los ojos para dejar de ver la multitud de imágenes que me asaltaban. Es posible que pensara en la forma tan impecable, asombrosa y extraordinaria en que me lo había ocultado todo, como un espía profesional. Es posible que pensara que aquello no tenía sentido, o que, por fin, todo tenía sentido.
Al fin me levanté, volví a sacar la tabla y contemplé la franja horaria que ahora podía rellenar: Greg estaba con Milena. Desdoblé también la cuadrícula de ella, mucho más vacía. En ella tampoco había nada anotado el 12 de septiembre. Bueno. Ella le pedía que, la próxima vez, se quedara a dormir. ¿Lo había hecho? No se me ocurría cuándo podría haber sucedido aquello, pero tampoco veía motivo alguno para que me siguiera importando. Tenía la prueba que había estado esperando y temiendo. Tan claramente como si estuviera delante de mí, oí la voz de Mary: «Ahora puedes pasar página».
Pues vale. Me incorporé súbitamente y subí a nuestro dormitorio; no, a mi dormitorio. Abrí el armario y saqué varias de las camisas de Greg, la mayoría de las cuales se las había regalado yo en el transcurso de los años, y sus chaquetas. Para empezar, eso bastaba. Había pensado en repartirlas entre los amigos, pero ya no me parecía una buena idea. Antes de bajar, cogí su viejo albornoz de detrás de la puerta. Ya no me arrebujaría en él en las noches frías.
En el jardín, hice una pila con todo y le prendí fuego. Yo creía que la ropa ardía bien, pero aquélla no. Casi se había hecho de noche y lloviznaba, lo cual no ayudaba mucho; y el vecino de la derecha, que alguna vez se había quejado del volumen de nuestra música, me miraba con desconfianza mientras echaba los restos de verduras al montón de compost. Entré en el cobertizo, cogí queroseno del primer estante y rocié un poco sobre la pila húmeda. Ni siquiera tuve que utilizar otra cerilla; debía de quedar una ascua encendida entre los pliegues de una chaqueta, porque se produjo una explosión, se oyó un «¡Dios mío!» desde el otro lado de la valla y surgió una tremenda llamarada naranja de varios metros. Olí a quemado y advertí que se me había chamuscado el cabello. ¿A quién le importaba? ¿A quién le importaba lo que pensara el vecino, o su mujer, a la que éste ya había llamado para que presenciase la escena? ¿A quién le importaba que el fuego hubiera empezado a despedir unas acres volutas de humo, que el aire se hubiera llenado de pétalos de ceniza? A mí no. Arrojé al fuego sus preciosos mocasines de piel. Desprendieron un olor espantoso. Mientras los veía ennegrecerse, me vino de pronto la imagen de Greg pasándoles una gamuza, con ese gesto de concentración en su apuesto rostro, y quise abalanzarme a recuperarlos, pero ya era demasiado tarde.
La sensación de júbilo se desvaneció por completo; me sentí vacía, triste, abatida, vencida. Harta de aquel lamentable asunto, de estar enfadada, avergonzada, compungida, sola. De ser yo.
Quizá por eso regresé a la oficina de Frances a la mañana siguiente. Porque allí, durante un rato, no tenía que ser yo. Podía ser Gwen: práctica, tranquila, con todo bajo control; ayudar a otros a solucionar el desorden de sus vidas. La noche anterior me había acostado temprano, sin cenar y abrazada a una bolsa de agua caliente porque, aunque no hacía demasiado frío, tenía escalofríos y estaba destemplada. Me quedé tumbada, con los ojos como platos, sumida en la oscuridad. Tenía ganas de llorar, del mismo modo en que a veces me acometen las náuseas sin que pueda llegar a vomitar; pero no me salieron las lágrimas, aunque lo intenté. Oí que el teléfono sonaba varias veces y que unas voces dejaban mensajes: Fergus, Gwen, Joe, otra vez Gwen. El rumor debía de haberse extendido. Al cabo de poco tiempo todo el mundo lo sabría.
Tardé mucho en decidir qué ponerme. Me probé faldas, blusas, varios zapatos. Me coloqué delante del espejo, me escudriñé y no me gustó lo que vi. Estaba pálida; tenía ojeras de cansancio; llevaba meses sin cortarme el pelo y éste me caía largo y enmarañado. Me acabé poniendo un vestido de color chocolate que recordaba un poco a un saco plisado, unas medias de canalé y mis únicas botas, aunque uno de los tacones estaba un poco suelto. Para el cuello elegí un colgante de ámbar porque no me lo había regalado Greg, y me recogí el cabello en un moño mal hecho. Me apliqué una discreta sombra de ojos, lápiz de ojos, rímel y brillo labial. Al fin, pasadas las once, mientras un tímido sol salía por detrás de las nubes, decidí que me parecía lo bastante a otra persona para aventurarme a salir de casa.
Por un momento creí que Frances iba a abrazarme, pero se limitó a posar una mano sobre mi hombro y a esbozar una sonrisa cariñosa y aliviada.
– Hola -dije-. Siento lo de ayer.
– No te preocupes; me alegro de que hoy hayas venido. Vamos abajo. Johnny acaba de prepararnos un café.
– ¿Johnny?
– Sí. Oye, necesito que me hagas un favor. En cualquier caso te va a resultar más interesante que organizar papeles.
– ¿De qué se trata?
Organizar papeles era precisamente lo que quería hacer: todavía no había terminado con Milena Livingstone. Su tabla estaba incompleta. Mis ganas de conocer su vida no se habían evaporado después de ver ese único y escueto mensaje escrito con tanto descuido en el dorso de uno de sus menús. Ahora quería saber por qué, por qué Greg se había enamorado de ella. ¿Qué tenía ella de lo que yo careciese?
– Tengo que salir pitando. -Hizo un ademán impreciso con la mano-. Una crisis. Pero le había prometido a Johnny que iba a probar varios de los platos que me había sugerido, para acabar de decidirme. Puedes ir tú en mi lugar.
– ¿No sería mejor que se ocupara Beth?
Frances torció el gesto.
– Beth todavía no ha llegado. Y, en cualquier caso, no se lo merece.
– Yo no sé nada de comida.
– Pero comes, ¿no?
– Más o menos.
– Pues entonces lo disfrutarás. ¿Tienes hambre?
Intenté recordar la última vez que había ingerido una comida digna de ese nombre.
– Estupendo. Pues ya está -añadió Frances, como si me hubiera leído el pensamiento.
Johnny llegó con el café. Me besó en una mejilla, luego en la otra, y me dijo que estaba muy guapa. Yo farfullé algo; noté la sonrisa de Frances y algo más. ¿Ternura?
El restaurante de Johnny estaba en el Soho, en una callejuela algo apartada. Me di cuenta de que debía de ser un lugar exclusivo, porque resultaba casi imposible verlo desde la calle. La sala era pequeña, unas diez mesas, y sólo una de ellas seguía libre cuando entramos. Con techos bajos y un papel de pared rojo oscuro, parecía más un domicilio particular que un local público. Se escuchaba el murmullo de las conversaciones, el ruido metálico de los cubiertos sobre la porcelana; los camareros se movían en silencio, se detenían con gran deferencia junto a los comensales, servían en las copas el vino que quedaba en las botellas.
– Qué bonito -comenté.
– Vienen porque lo paga su empresa -me aclaró Johnny con desdén-. Ni siquiera paladean lo que comen. No sé por qué nos molestamos.
– ¿Me siento aquí? -pregunté, señalando la única mesa libre.
El negó con la cabeza, me condujo por una puerta del fondo y de pronto entré en un mundo completamente distinto, un espacio muy iluminado de superficies de acero inoxidable y fogones relucientes. Parecía un laboratorio en el que varios hombres y mujeres con delantales blancos se encorvaban para ver lo que hacían y de vez en cuando daban instrucciones o abrían unos cajones enormes en los que aparecían los ingredientes. Miré en derredor, fascinada. Johnny me sacó un taburete y me mandó sentarme en el extremo de un mostrador.
– Te voy a dar varias cosas para que las pruebes.
– ¿Tengo que elegir el menú a Frances?
– No, ya he decidido yo.
– Entonces, ¿para qué he venido?
– Me ha parecido que estabas triste. Voy a mimarte un poco. Espera. -Desapareció por una pequeña puerta batiente y volvió con un vaso enorme que contenía una cantidad ínfima de un líquido dorado en el fondo-. Primero bebe un poco de esto.
Di un sorbo obedientemente. Sabía dulce, acre, un poco como un albaricoque.
– Ahora, la sopa. ¡Radek, sopa para esta dama!
No me la trajeron en un cuenco, sino en una tacita minúscula, y tenía espuma, como un capuchino. Me la tomé lentamente y la terminé con una cucharilla.
– ¿Qué es?
– ¿Te gusta?
– Está deliciosa.
– Alcachofa.
Toda la comida consistía en porciones diminutas: una brizna de lubina con setas silvestres, un único ravioli sobre un charco de salsa verde en medio de un plato enorme, un centímetro cuadrado de cordero sobre una cucharadita de patatas crujientes, un dedal de budín de arroz con cardamomo. Comí muy lentamente, como si aquello fuera un sueño, mientras, a mi alrededor, el bullicio se iba disipando poco a poco, el restaurante se vaciaba y los escurrideros de la cocina se llenaban de platos y copas limpios. Johnny pululaba a mi alrededor porque esperaba mis elogios. El caos de mi vida había desaparecido: en aquel espacio cálido creí que nunca más me vería obligada a ser Ellie otra vez.
– No había comido así en toda mi vida -afirmé mientras bebía un fuerte café solo con una trufa de chocolate amargo.
– Pero ¿en el buen sentido?
– Me siento mimada.
– Pues era lo que quería. -Me puso la mano en el hombro-. ¿Qué te pasa, Gwen?
Nuestras miradas se encontraron. Durante un instante tuve unas ganas tan locas de contarle le verdad que sentí las palabras en la boca, aguardando a ser pronunciadas. Pero negué con la cabeza mientras le sonreía.
– Todos tenemos días malos -dije-. Tú me has alegrado el mío.
– Era lo que pretendía. -Seguía con la mano sobre mi hombro-. ¿Te puedo hacer una pregunta?
– ¿Qué?
– ¿Estás con alguien?
– Lo estaba -dije-. Durante mucho tiempo. Pero ya no. Se ha acabado para siempre.
Al decirlo me entró una tristeza enorme. Sentí que me envolvían la congoja, el cansancio, la comida, el calor y la admiración de ese amable desconocido.
Dejé que me llevara a casa. No a la mía, desde luego, sino a la suya: un piso cerca del restaurante, al que se llegaba después de dos tramos de escaleras y que daba a un mercado callejero cuyos puestos estaban recogiendo. No me impulsó el deseo sino la necesidad, y una soledad incontestable, abrumadora, monumental que se había apoderado de mí; necesitaba que me abrazaran mientras moría el día, que me dijeran que era guapa. Cerré los ojos e intenté no pensar en el rostro de Greg, intenté no recordar y no comparar.
Después, cuando él trató de abrazarme, de acariciarme el pelo, mi cuerpo se rebeló y no quiso quedarse quieto. Salí de la cama y me vestí dándole la espalda, para no ver cómo me miraba. Una hora después, al abrir la puerta de mi casa, sentí una súbita inquietud, como si mi hogar se hubiera enfadado por lo que había hecho.