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– ¿Qué tal con Johnny? -me preguntó Frances.
Levanté la vista de unas carpetas y me pregunté si se me notaría el rubor de las mejillas. ¿Se había ido él de la lengua?
– ¿A qué te refieres?
– A la comida -aclaró-. ¿Qué te pareció?
– No estaba mal.
– ¿Que no estaba mal? ¿Nada más?
– Estaba muy buena -rectifiqué-. Estupenda.
– Detalles, detalles -me insistió Frances-. Tengo que saberlo todo.
Sirvió un café para mí y otro para ella; le enumeré todos los platos que Johnny me había servido, describí el aspecto, la textura. A raíz de sus incesantes preguntas tuve que recordar los ingredientes, los acompañamientos, la presentación. Mientras yo hablaba ella se echó hacia delante y separó los labios, como si estuviera probando la comida mentalmente. De pronto la vi como una mujer hambrienta, pero no sólo de comida, sino de intimidad, de cariño.
– Mmmm -soltó cuando hube terminado-. Qué suerte has tenido. ¿Crees que podemos utilizar esos platos?
– A lo mejor son demasiado elaborados.
– Lo elaborado nos viene bien -replicó.
– Johnny no me llegó a enseñar un menú, pero supongo que son caros.
– Pues ahí está la gracia -dijo ella con brusquedad-. ¿No has visto las facturas? En la época en que se reparten los dividendos de las acciones, el problema para la mayoría de nuestros clientes es encontrar cosas lo bastante caras. Y que además lo parezcan sin caer en la vulgaridad. Pero eso ya lo sabes. De quien quería hablar es de Johnny. ¿Lo viste trabajar en la cocina?
– Comí en ella.
– ¿En una primera cita?
– No era precisamente una cita.
– Bueno, lo que quieras. Pero ¿verdad que es maravilloso ver cómo cocina? Recuerdo la primera vez que nos preparó la cena a David y a mí; fue una revelación. Como cuando conoces a alguien, crees que es bastante anodino y luego te enteras de que sabe hacer malabares o trucos de magia. Se le veía en su salsa al trocear la verdura o elegir un trozo de carne. No descubrí cómo era capaz de hacerlo todo con tanta facilidad, como si no prestara atención. Pero sí que la prestaba. Al verlo trabajar, pensé que prefería la comida a la gente.
– Sí, entiendo lo que dices.
– Preparar los platos, probarlos… Creo que lo echa de menos, ahora que se dedica a labores de dirección en vez de estar con las manos en la masa, pringándose los dedos.
– Desde luego.
Intenté pensar una forma de cambiar de tema.
– David es uno de los socios más importantes del restaurante -me contó-. Me temo que es todo un poquito incestuoso.
– ¿Así es como David se gana la vida?
– A veces. Resulta difícil de explicar; creo que ni yo misma lo entiendo. David es un hombre bastante misterioso. -Hizo un pequeño mohín, como si le hubiera venido a la cabeza una idea desagradable. Advertí que entrelazó las manos con tanta fuerza que el grueso anillo de oro se le clavó en el anular-. Compra cosas, las reforma un poco y las vuelve a vender, normalmente a un precio muy superior al que él desembolsó. Y resuelve los problemas de gente que atraviesa un mal momento económico.
– Y ese trabajo ¿cómo se llama?
– Pues no lo sé -respondió entre risas-. Pero con él gana cantidades obscenas de dinero. Al conocerlo viste su mejor cara. Pero no me gustaría estar en una de esas empresas cuando está ocupándose de ellas, quitando los despojos o la grasa, no recuerdo cómo lo llama. En todo caso, gracias a eso obtengo la libertad necesaria para dedicarme a cosas como ésta.
– Así dicho, parece un entretenimiento -observé.
– Según David lo es -respondió con cierto pesar, o esa impresión tuve-. Para mí no. Pero él lo supervisa todo, por si acaso. De hecho, creo que hoy comía con Johnny.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Para hablar de sus asuntos. Pero creo que a él no lo llevará a comer a la cocina.
Debió de ser una comida muy larga, porque la tarde estaba muy avanzada cuando los dos entraron en la oficina con semblante relajado. No me atreví a mirar a Johnny a los ojos. Pensé que igual se acercaba a besarme o a abrazarme, a hacer algo que pusiera en evidencia lo que había ocurrido, pero ni siquiera me saludó, al menos que yo viera, porque me quedé con la cabeza gacha y fingí estar concentrada. Pero sí oí que hablaba con Frances en voz baja sobre una fiesta inminente. Al mismo tiempo noté otra presencia cerca de mí. Me llegó una vaharada a loción para después del afeitado y alcohol.
– ¿Cómo tomas el café? -me preguntó David.
Me di la vuelta. Llevaba un traje beis confeccionado con un material peculiar que seguramente era difícil de encontrar, caro y muy atrayente.
– Solo y sin azúcar -respondí.
– Ah, pues qué fácil -dijo mientras me tendía la taza que llevaba en la mano.
Esperaba que volviera con los otros, pero se acercó una silla y se sentó a mi lado. Fui dando sorbos al café; él se agachó para observar mi mesa. Cogió un folio. Sólo era una lista de facturas con los detalles de lo que se había recibido y lo que no, lo que se había pagado y lo que no, pero la estudio con mala cara. La dejó en su sitio con un gruñido que no supe interpretar.
– ¿Pasa algo? -inquirí.
– En absoluto -repuso-. Al ver esto, no sé cómo se las han arreglado Frances y Milena. Si sigues así, vas a conseguir que esta empresa empiece a funcionar.
– Sólo estoy poniendo un poco de orden.
Esbozó una sonrisa lánguida.
– El noventa y nueve por ciento de la gestión de una empresa consiste precisamente en eso. -Clavó la vista en su mujer, al otro lado de la estancia, que estaba al lado de Johnny hablando con él-. Aquí estás desaprovechada -prosiguió-. No me vendría mal alguien capaz de trabajar como tú.
– Esta no es mi profesión.
– ¿O sea que quieres volver a dar clase a un grupo de golfos? No creo que te merezcan.
Sentí que debía defender a esos chavales, aunque no existieran, aunque la persona que los defendía tampoco existiese.
– No estoy de acuerdo -repuse.
– ¿Te gusta explicarles logaritmos y trigonometría un año tras otro?
– ¡Pues sí! -respondí con énfasis, rezando por que no me preguntase detalles técnicos.
Sabía sumar, restar, hacer multiplicaciones sencillas y divisiones aún más sencillas, y poco más.
Se pasó los dedos por esa mata de pelo cano como si se tratara de un rasgo arquitectónico del que se enorgullecía en silencio.
– Johnny me ha hablado de ti en la comida. No, no te preocupes -añadió enseguida. Es posible que notara cierta expresión de alarma en mi rostro-. Le has impactado. Dice que se te da muy bien este trabajo y que Frances ha tenido suerte al dar contigo.
No respondí. Como tantas otras conversaciones que mantenía en esa oficina, no quería que se prolongase ni que pasara a cuestiones más personales. Pero sí me preocupó, y tampoco me gustó, que esos dos hombres hablaran de mí durante la comida, como si yo fuera un espécimen de algo. Y tampoco me gustó que Johnny hubiera vuelto a la oficina acompañado de David, como si fueran a examinarme juntos, o para que Johnny pudiera lucir su última conquista.
– Eres un misterio. Eso dice Johnny. Perdemos a Milena de forma repentina y trágica, y de pronto apareces tú, como si fueras un caballero blanco1. Es el destino.
Aproveché la oportunidad para llevar la conversación por otros derroteros.
– Para mí es muy raro. Aquí siento mucho la presencia de Milena, pero también su ausencia. ¿Qué tal te caía?
– Pero tú la conocías, ¿no? -preguntó con voz cortante.
– A fondo, no. ¿Erais íntimos?
Esperaba que él sonriera e hiciera una broma, pero su rostro adoptó un gesto inexpresivo.
– No -repuso-. Yo no diría que fuéramos íntimos.
– Pero tenía mucha personalidad, ¿no?
Se permitió mostrar una sonrisa mínima y muy forzada.
1En el lenguaje financiero, un caballero blanco es el inversor que acude al rescate de una empresa que se ve amenazada por una OPA hostil.
– Para algunas cosas, sí.
– Da la impresión de que no sentías por ella demasiada simpatía.
– La palabra «simpatía» resulta harto insuficiente para hablar de Milena. A la gente le parecía que era atractiva e interesante… o todo lo contrario. -Clavó la mirada en mí-. Me cuesta imaginar que tuvieras una relación con ella, porque eres su polo opuesto.
Y, sin embargo, ella había tenido una relación con mi marido. A lo mejor él buscaba precisamente eso: alguien que se pareciera lo menos posible a mí.
– Vaya, me has hecho cambiar de tema -observó-. Me has obligado a hablar de Milena, y yo quería hablar de ti. A ella le habría encantado. Le gustaba ser el centro de atención. Le habría entusiasmado la idea de que habláramos de ella aunque estuviera muerta y enterrada. O muerta y esparcida, en este caso. Volvamos a ti: lo que Johnny ha dicho es que te tiene en muy alta estima, eso ya lo sabes, pero que le desconciertas. Eres reservada, misteriosa: ésas son las palabras con que te ha descrito.
Intenté obligarme a soltar una carcajada. Sentí que él me estaba poniendo entre la espada y la pared.
– Yo no tengo nada de misterioso -repuse-. Ojalá lo tuviera. Aquí no soy más que una asistenta con ínfulas. Lo único que quería era ayudar a Frances.
– ¿Por qué? -quiso saber David-. ¿Por qué querías ayudarla? ¿Por amor a la humanidad en general? ¿Por vocación religiosa? ¿Estoy ante una buena samaritana?
– No es para tanto. De pequeña me gustaba ordenar mi habitación, formar montones y clasificarlo todo. Al ver el caos que imperaba en esta oficina me entraron ganas de ordenarlo. Cuando termine, retomaré mi vida anterior.
David me lanzó una mirada más penetrante.
– Ya veremos -me previno-. Creo que te resultará más difícil irte de aquí de lo que piensas.
Lo dijo con un tono suave y frío, cosa que me impidió adivinar si me estaba halagando o amenazando. Se alejó e intenté seguir trabajando, pero se sirvió otro café y volvió a mi lado. Revisó los recibos, las cartas y las facturas conmigo, me hizo comentarios y sugerencias. Me ayudó, pero tuve la sensación de que, al mismo tiempo, me estaba sometiendo a un examen que yo no sabía cómo aprobar porque no entendía las preguntas.
Al cabo de unos minutos noté una mano en el hombro y Johnny acercó una silla. Lo saludé con un murmullo sin mirarle a los ojos. No tendría que haberme inquietado por parecer tensa, porque los dos hombres se pusieron a charlar tranquilamente como si yo no estuviera. Hablaron de otro restaurante que querían reformar. Después anduvieron de acá para allá llamando por teléfono, tomando café y parloteando, hasta que dieron las cinco. Cuando me levanté para marcharme, David me preguntó:
– ¿Te apetece venir a tomar una copa con nosotros?
– No puedo -respondí; no di ninguna excusa a propósito, para que no me la pudieran rebatir.
Johnny se acercó a mí.
– Tengo que pasar con el coche hacia donde vas tú. Te puedo llevar.
Me encogí de hombros, salimos a la calle y nos metimos en el coche.
– Me ha parecido que necesitabas que te rescataran de las garras de esos dos.
– Me sé cuidar yo sola -respondí.
– Tienes toda la pinta. -Calló durante un instante-. Pero lo de llevarte lo decía en serio. ¿Dónde vamos? ¿A mi casa o a la tuya? Me gustaría ver dónde vives. Me gustaría conocerte mejor.
La idea de que Johnny husmeara por mi casa para conocerme mejor, para conocer a la Gwen de verdad que en realidad no era Gwen, me resultó insoportable.
– Vamos a tu casa -le dije.
Me miró mientras me desvestía, como si verme desnuda fuese una manera de descubrir quién era en realidad. Pero incluso sin ropa, incluso cuando estábamos entrelazados en su cama, intenté convencerme de que me encontraba en otro lugar.
Después le di la espalda y noté que me pasaba los dedos por el pelo y por la espalda.
– Esto no significa nada para ti, ¿verdad? -me preguntó.
Me di la vuelta y lo miré. De repente me sentí despiadada y cruel. Llevaba demasiado tiempo inmersa en mis penurias, actuando como si fuera la única persona real y todos los demás fueran actores secundarios de mi drama.
– Lo siento -musité-. Pero… bueno, me has pillado en un mal momento. En el lugar equivocado y en el momento equivocado. El trabajo con Frances iba a ser temporal. Tengo que dejarlo y retomar mi vida.
Johnny alzó la mano y, con el dedo, me recorrió la nariz, la mejilla, un lado de la mandíbula.
– No te entiendo. Si ésta no es tu vida, ¿dónde la tienes?
Se trataba de una pregunta que no podía responder.
– Tengo la impresión de que estoy ocupando el lugar de una muerta, y de que eso no está bien.
– Qué gilipollez.
– Toda la empresa giraba en torno a Milena, la gente no deja de hablar de ella. Tienen que buscarle una sustituta y yo no puedo cumplir ese papel, ni aunque quisiera.
Él soltó una carcajada.
– Quieres decir que tú no eres una persona histriónica y exagerada. No eres patológicamente desordenada. No estás todo el día mirándote el ombligo. No eres una manipuladora. ¿Sabes que decía que era igualita a Julie Delpy, la actriz de cine?
– Creo que he visto alguna peli suya.
– No se parecía en nada, por supuesto. Sólo deseaba ser como esos bohemios franceses. En ti se puede confiar. No eres falsa.
– De fiar. Organizada. Generosa. Encantadora. Deberían darme una medalla de las girl scouts.
– No lo decía en ese sentido.
Me agaché y lo besé, pero sólo en la frente.
– Me tengo que ir.
Salí de la cama y empecé a vestirme de espaldas, para no verlo mientras me observaba.
– Eso sí -añadió-, ella no se marchaba en mitad de la noche.
Me di la vuelta y le lancé una mirada acerada.
– No me digas que… -Aunque sabía que sí, que lo había hecho. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Milena se había metido en las vidas de todos y aún lo seguía haciendo: muerta, tenía la misma influencia que viva- Dime que no.
– ¿Hay algún problema?
– ¿Con Milena?
– Con Milena.
– ¿Por qué no me lo habías dicho?
– ¿El qué?, ¿que tuve una relación con una persona que ya no está entre nosotros, antes de que tú y yo nos conociéramos?
Metí la cabeza por el cuello del jersey.
– Me lo tendrías que haber dicho -insistí.
– Pero ¿en qué habría cambiado las cosas? Fue antes de conocernos -repitió.
Se puso unos vaqueros y una sudadera y bajó conmigo a la calle. Permanecimos en silencio hasta que el taxi llegó; él me abrió la puerta. Mi enfado, aunque fuera injusto, hacía que marcharme me resultara más fácil.
A la mañana siguiente, en cuanto llegué, encendí el ordenador de Milena y abrí el correo. Cuando apareció la ventanita de la contraseña, escribí «juliedelpy». Ya estaba dentro.