174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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Capítulo 19

«¿Ha sido un sueño? ¿Un error? ¿Repetimos? Besos, J.»

Pulsé la flecha semicircular que aparecía al lado del mensaje de Johnny para ver qué había respondido Milena.

«Esta noche, a las once. En tu casa. Enciende la chimenea.»

Al día siguiente: «Te dejaste las medias. ¿No puedes quedarte a dormir la próxima vez?».

A lo que Milena había respondido: «A lo mejor se te ha olvidado que soy una mujer casada».

Dos días después: «Me temo que no puedo salir del restaurante a las diez. ¿Sería posible después? Pienso en ti todo el día. Besos, J.».

Y la respuesta, un escueto «No», a lo que Johnny había dicho: «Vale, vale, entre la crème brûlée y tú, te elijo a ti. A las diez, entonces».

Tres correos a los que ella no había respondido. El primero reflejaba cierta angustia: «¿Por qué no viniste? ¿Se ha enterado él? Respóndeme, por favor». El segundo tenía un tono de súplica: «Milena, por lo menos dime qué está pasando. Estoy de los nervios». El tercero mostraba enfado: «Que te den».

Había docenas de ellos, y los leí todos. La relación había durado semanas. Solían verse a última hora, por la noche, pero a veces encontraban un par de horas durante el día. Se reunían en el piso de Johnny, en casa de Milena cuando Hugo no estaba, unas cuantas veces en un hotel, y en una ocasión, según el encendido relato de Johnny, que leí mientras se me caía la cara de vergüenza, en el asiento posterior del BMW de Milena. Advertí que los correos de Johnny solían expresar emociones -de enamoramiento, de júbilo, de gratitud, de rabia o de despecho-, pero los de Milena eran casi siempre iguales: breves, prácticos, y con frecuencia transmitían órdenes o ultimátums despiadados. Casi nunca mencionaba a su marido y, cuando lo hacía, éste aparecía como un molesto obstáculo; a Johnny le escribía acerca de fechas, horas, lugares, nada más. Él me inspiró pena y bochorno: Milena estaba muy segura del poder que ejercía sobre él, y, cuando él le escribía, no era el hombre socarrón y seguro de sí mismo que yo conocía, sino una persona insegura, necesitada, dolorosamente sumisa. Al final, los mensajes de Johnny degeneraban; insultaba a Milena y la acusaba de tener otros amantes, de engañarlo, se ser fría y calculadora. Ella no se molestó en responderlos.

En el trabajo, ella había sido una persona desorganizada y caótica: no anotaba las citas, los gastos ni los acuerdos formales, y se dejaba llevar por impulsos personales que, muchas veces, ni siquiera contaba a Frances. Sin embargo, sus correos personales estaban diabólicamente ordenados; esa gestión de la traición, de los celos y de las rupturas resultaba casi lúdicamente empresarial. Lo primero que descubrí al acceder a su mundo virtual era que tenía una carpeta especial para los amantes, a la que había puesto el nombre de «Asuntos varios». En ella figuraba Johnny y otro amante del año anterior, al que había conocido porque era cliente suyo. Me sorprendió que casi nunca los llamara por el nombre: no escribía «Querido Johnny» o «Querido Craig».

Poco a poco empezó a nacer en mí cierta admiración rencorosa y espantada hacia aquella mujer que me había quitado al marido: quizá fuera una fría depredadora, pero no se la podía acusar de hipócrita. No hablaba de «hacer el amor», sino de «follar»; no fingía albergar sentimientos que no tenía; nunca empleaba la palabra «amor». Me llamó la atención la aparente ausencia de placer, la enérgica carencia de alegría de esas relaciones. Y había tenido muchas. ¿Cómo lo había conseguido? Tantos tejemanejes, tantos engaños, tantas mentiras que contar, distintas mentiras a distintos hombres… y tener que recordar qué versión de sí misma debía presentar a cada uno de ellos. Sólo de pensarlo me cansaba.

Busqué el nombre de Greg y no me desanimé al no obtener resultados: si algo había descubierto durante las aciagas semanas anteriores, era que el secreto de ambos estaba muy oculto. No me iba a encontrar con él; tendría que descubrirlo con paciencia y astucia. Revisé las conversaciones una a una. Johnny, Craig el cliente, un tal Richard con el que Johnny se había solapado y que había desaparecido sin más. Otra carpeta llevaba el rótulo de «Cuentas»: el corazón me empezó a latir tan deprisa que me llevé la mano al pecho para calmarlo, y me mareé de miedo: casi pensé que estaba a punto de entrar, al fin, en el mundo escondido de mi marido muerto, pero resultó ser sólo lo que ya anunciaba: mensajes cada vez más exasperados del asesor financiero de Milena y Hugo sobre las cuentas de ella, que se hallaban en un estado claramente desastroso. También había varias personas que no firmaban los correos y cuyas direcciones no aclaraban su identidad; pensé que una podía ser de Greg, si hubiera asumido un nombre falso. También estaban las personas a las que ella no había atribuido una carpeta especial, y que aparecían desperdigadas por toda la bandeja de entrada, o cuyos correos se habían movido a la carpeta llamada «Personal», un cajón de sastre donde también se guardaban mensajes de amigos, conocidos y familiares.

– ¿Qué haces?

Me sobresalté. Estaba tan concentrada que no me había percatado de la llegada de Beth. Me sentí como si me hubieran pillado robando en la caja registradora. Cosa que, en cierto sentido, quizás estaba haciendo.

– Revisando unas cosas -respondí.

– ¿Quieres un café?

– Estupendo.

Cuando se marchó, me pregunté si aquello estaba mal. Pues claro que estaba mal. La pregunta era cuánto, y si importaba. Frances era mi jefa, y seguramente me consideraba una amiga. Y ahí estaba yo, mintiendo, husmeando en la oficina, indagando sobre la vida personal de su amiga muerta, como una espía. Al volver, Beth me dio el café pero no se marchó como siempre a pasearse y hablar por teléfono. Se acercó una silla y se sentó a mi lado con la taza entre las manos. Cerré enseguida la ventana del correo electrónico de Milena.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó.

– ¿A qué te refieres? -respondí, obligándome a reír.

– Yo trabajo aquí porque Frances es una vieja amiga de mi madre. No se gana mucho, pero gracias a este trabajo se hacen contactos. Y, para Frances, este sitio es su vida. Pero no entiendo qué sacas tú de esto.

No supe si lo decía con sorna, con curiosidad o con suspicacia. ¿Había detectado algún desliz mío? Intenté cambiar de tema.

– ¿Y Milena? ¿Qué sacaba de esto?

– ¿Por qué preguntas tanto por ella? Parece que estés obsesionada: Milena por aquí, Milena por allá…

– Es raro que ella no esté. Es como ir a ver una obra de teatro en la que falta la protagonista.

– Es curioso. Nunca antes se había muerto nadie que conociera. En la universidad había una chica que se mató en un accidente de coche, pero no éramos amigas. Para Milena trabajé un año; nunca me había encontrado con nadie como ella, y al despertarme por las mañanas me sigo sorprendiendo al recordar que ha muerto.

– Sí, es verdad-coincidí, aunque ya no pensaba en Milena.

Después de terminarnos el café y de que Beth se llevara mi taza, me dije que no debía mirar esos correos, que suponía un riesgo demasiado grande mientras Beth anduviese por allí, pero no pude evitarlo. Giré la pantalla para que ella no pudiera verla y abrí un bloc de notas para que pareciera que hacía cuentas; retomé la tarea con temor y una curiosidad abrumadora.

El primer amante -o el primero que aparecía en la memoria de ese ordenador, dos años y nueve meses antes- era Donald Blanchard, abogado y colega de Hugo, que llamaba «pantera» a Milena y que padecía arrebatos de angustia por estar traicionando a su amigo, amén de a su mujer, cosa que no le había impedido llevarse a Milena a pasar un fin de semana en Venecia.

Pude seguir el desarrollo de una de las relaciones, con un hombre que firmaba los correos con una J, como si leyera una partitura musical. La correspondencia comenzaba, como otras, con los recuerdos de «ayer por la noche» y expresando impaciencia por el próximo encuentro. Aquello no parecían cartas de amor, sino más bien una serie de anotaciones en una agenda: horas y lugares. Después las comunicaciones se volvían más escasas, aunque había un incremento repentino al final, cuando la relación terminaba. El último mensaje consistía en una única y ominosa frase: «Bueno, también puedo llamar por teléfono a tu mujer y punto». Estaba claro que a Milena no le gustaba que la dejaran.

Esa historia coincidía en el tiempo con otra relación más prolongada con Harvey, un norteamericano que pasaba una temporada en Londres. Después se marchó a su país y entró en escena Richard. Durante la época de Richard, Milena tuvo un par de aventuras: una con un hombre mucho más joven que ella, al que llamaba «mi yogurín» y al que dio boleto en cuanto se puso pesado. Tras Richard aparecía Johnny. A continuación, durante el mes crucial antes de que Greg y Milena murieran juntos, sólo se veía a otro actor importante, cuyo nombre no figuraba en los correos: sólo se despedía con un «besos» al final de los mensajes. Anoté su dirección en mi libreta.

Miré la pantalla hasta que me escocieron los ojos. ¿Era Greg ese amante anónimo? Su dirección de Hotmail era «estoypescando» y había docenas de mensajes suyos repartidos a lo largo de tres meses. Eran cartas de amor: hablaba del cabello de Milena, de sus ojos, de sus manos, de la forma en que lo miraba mientras sonreía, de cómo se sentía al verla antes de que ella levantara la cabeza y también lo mirara. Durante un instante tuve que dejar de leer. Se me hizo un nudo en la garganta y se me nubló la vista. Si era Greg, él nunca me había escrito utilizando esas palabras. Y, si era Greg, se dirigía a una Milena a la que nadie más había conocido: una persona más tierna y más adorable que la mujer brillante, deslumbrante y despiadada que todos parecían recordar. Eso, desgraciadamente, tenía sentido: no podía imaginar a Greg manteniendo una relación fría, pero sí enamorándose, y que su amor transformara a una mujer en otra persona, en alguien mejor. Yo siempre había pensado que él había causado ese efecto en mí: había descubierto una versión mía que sólo existía cuando estaba con él, y que había desaparecido con su muerte.

El dolor del pecho fue disminuyendo poco a poco y pude mirar de nuevo la pantalla. Cerré los mensajes de los amantes anónimos y revisé la bandeja de entrada, por si aparecía algo relevante. Vi varios mensajes de un tal S, malhumorados y desabridos. Consulté un par de respuestas de ella y reconocí ese tono zalamero que reservaba para ciertos hombres, muy distinto del estilo más abrupto que adoptaba con Frances, Beth o las clientas. Me pareció que leer el correo de Beth mientras ésta se encontraba en la misma habitación constituía una traición bastante peculiar, pero lo cierto era que me estaba convirtiendo en una experta en traiciones.

Estaba a punto de abrir un mensaje del marido de Milena cuando oí que la puerta de la calle se abría; Frances bajó corriendo las escaleras con el rostro arrebolado.

– ¡Hola! -exclamó; tiró el abrigo en el sofá y se acercó a darme un beso en la mejilla, que me ardía de vergüenza y ansiedad-. Siento haber estado fuera tanto tiempo.

– No pasa nada.

– ¿Qué has estado haciendo?

– Organizando un poco -mascullé.

¿No se daba cuenta de que todo estaba en el mismo sitio que antes de que se marchara, de que no había movido ni había estudiado ni un solo papel?

– Qué bien -dijo-. Pero no trabajes demasiado.

– No, no te preocupes.

Miró a Beth.

– Cielo, ¿nos podrías preparar un té? Ella hizo un mohín, se levantó y salió con una evidente desgana.

Frances se me acercó.

– Me ha venido muy bien tu presencia -me confesó en voz baja-. Esto no te lo había dicho… bueno, no se lo había dicho a nadie, pero tras la muerte de Milena pensé en cerrar la empresa.

– ¿En serio?

– Para serte sincera, ya desde antes las cosas andaban mal. Milena había… -Hizo una pausa-. Bueno, digamos que muchos de los motivos por los que me había metido en esto habían desaparecido.

– ¿Tan mal estaban las cosas antes de su muerte?

Se produjo otro largo silencio, durante el cual su rostro adoptó un gesto de inquietud que no le había visto hasta entonces.

– Bueno, todo eso es agua pasada -declaró al fin-, y no era de eso de lo que quería hablar. Quizás en otra ocasión. Podríamos ir a comer… o a cenar, incluso.

– Me encantaría.

– Da gusto hablar contigo y la verdad es que necesito que me aconsejen. Hay cosas que tengo que decir en voz alta.

No supe cómo reaccionar; tenía la sensación de llevar el engaño grabado en el rostro. Solté un sonido inexpresivo y me quedé mirándome las manos, el dedo sin anillo.

– Lo que iba a decir -prosiguió- es que sé que David ya ha hablado contigo, pero quería preguntarte formalmente si quieres quedarte.

– ¿Aquí? -pregunté, como una tonta.

– Pues ésa era la idea.

– Creo que te he hecho pensar lo que no era -repuse-. Sólo soy una profesora en paro temporal.

– Me gusta tu compañía. La mayoría de la gente me irrita. Tú no.

– Gracias. -No fui capaz de mirarla a los ojos-. Pero no creo que sea posible.

– No me respondas todavía. Piénsalo al menos. ¿Vendrás mañana?

– Tengo que hacer recados.

– Si pudieras sacar una horita por la mañana te lo agradecería. Tengo que salir.

– Vale -accedí-. Pero debería irme. Tengo cosas que hacer.

– Antes de que te marches, creo que debo pagarte los últimos días.

– Después.

– ¡Gwen! Cualquiera diría que estás trabajando gratis.

– No te preocupes; no soy una santa.

– Pues me parece que Johnny piensa que te acercas bastante a la perfección. -Me ardía el rostro. Me escuché musitar algo ininteligible-. No te preocupes. No me ha dicho nada. Es muy discreto. Pero he visto cómo te mira.

– Hasta mañana -conseguí musitar, y salí a todo correr.

* * *

Me dije que no debía volver, pero aquello se había convertido en una adicción. Tenía que regresar, sólo para leer el resto de correos de Milena. Llegué a casa en un estado de gran agitación e inquietud. El contestador parpadeaba, pero no me molesté en escuchar los mensajes. Me preparé una taza de té y me la bebí mientras recorría la casa. Abrí el frigorífico y me tomé uno de los yogures líquidos que Mary me había traído. Me había dicho que era bueno para la digestión; era de coco y vainilla, y el sabor me impregnó la lengua. Salí a mi descuidado jardincito. La oscuridad estaba cayendo y le confería a todo un aire de misterio. Vi montones de hojas empapadas sobre el césped, las ortigas que crecían junto al muro de detrás. En el rosal de la puerta trasera quedaban unas cuantas rosas amarillas. Un mirlo mojadísimo cantaba a pleno pulmón en la penumbra. Recordé que todavía estaba a tiempo de plantar bulbos que germinaran en primavera. El otoño anterior habíamos plantado campanillas de invierno, acónitos, narcisos y tulipanes rojos. A Greg le encantaban los tulipanes; decía que eran las únicas flores cuya muerte resultaba tan hermosa como su nacimiento. Advertí que ya no me costaba pensar en él en pasado. ¿Qué había sucedido? ¿Cuándo se había colado entre las grietas de mi memoria y se había ido a reunir con los demás muertos en los recovecos más recónditos de mi mente?

Entré de nuevo en casa; dispuse las dos tablas sobre la mesa de la cocina y me quedé mirándolas mientras me estrujaba la cabeza sin resultado. Saqué la libreta del bolso y contemplé las dos direcciones. No sabía qué hacer. Sonó el teléfono pero no lo cogí. Esperé a escuchar el mensaje, pero no dejaron ninguno. Volvió a sonar, pero seguí sin contestar. Sonó una tercera vez. Era como jugar a ver quién podía más. Me rendí y lo cogí.

– Sabía que estabas en casa.

Era Fergus.

– Lo siento, estoy cansada.

– Quería invitarte a cenar. Jemma ha metido un pollo en el horno y he encendido la chimenea.

– Ya te he dicho que estoy un poco cansada.

– Si no vienes, meteremos la comida en el coche e iremos nosotros. Y si no nos dejas pasar, cenaremos en tu puerta y te haremos quedar fatal delante de los vecinos.

– Vale, vale, voy.

– ¿Y las gracias?

Solté una carcajada.

– Siento ser tan maleducada. Sí, gracias por invitarme.

* * *

Jemma estaba muy, muy embarazada. Contraía el rostro con mucha frecuencia, cuando el bebé le daba una patada. Me instó a que le pusiera la mano en el vientre, y noté cómo se retorcía. Me contó que el feto tenía hipo todo el rato.

– Hay muchas cosas de las que la gente no habla en mi presencia -protesté después de dos copas de vino.

– ¿Por ejemplo?

Fergus se inclinó para llenarme la copa, pero la tapé con la mano.

– Pues, sin ir más lejos, vosotros no me decís nada del bebé a no ser que insista. Creéis que me puede entristecer por Greg, porque no llegamos a conseguirlo y ahora es demasiado tarde. Y claro que me entristece, pero no se me va a olvidar porque no me lo recordéis. Es mucho mejor decir las cosas; si no, me siento excluida. Mary me lo contaba todo de Robin: los pucheritos, los pañales, cómo le cogía el dedo, y ahora apenas lo menciona. Gwen me explicaba todos los detalles de su vida amorosa. Joe siempre se quejaba de sus catarros o de los clientes ricos e insoportables. Y ya no lo hace.

– Por cierto -respondió Fergus, mirando de reojo a Jemma para obtener su visto bueno-, queríamos pedirte una cosa.

– ¿El qué?

– ¿Te gustaría ser la madrina?

– ¿Su madrina?

– Sí.

– Pero si no creéis en Dios.

– Esa no es la cuestión.

– Y yo tampoco soy creyente.

– ¿Eso es un no?

– ¡Pues claro que me gustaría ser la madrina! Me encantaría. -Me eché a llorar; las lágrimas me corrían por las mejillas y se me metieron en la boca. Me pasé el dorso de la mano por la cara y acerqué la copa para que me pusieran más vino-. Brindo por… como se llame.

– Por como se llame -repitieron.

Fergus se levantó y me abrazó.

– Siento mucho todo lo que ha pasado -me susurró.

Yo me encogí de hombros.