174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

Capítulo 2

El ruido del periódico al caer sobre el suelo y después, al cabo de unos segundos, el de un fajo de correspondencia que atravesaba la ranura del buzón y que caía en el felpudo me recordaron que había un mundo allí fuera, y que quería entrar en mi casa. En breve tendría cosas que hacer, obligaciones que cumplir, responsabilidades, ritos religiosos que observar. Pero antes volví a llamar a Tania.

– Lo siento -le dije-. Quería hablar contigo antes de que te fueras al trabajo.

– Llevo toda la noche pensando en ello -me confesó-. Apenas he dormido. No me lo puedo creer.

– Cuando llegues, ¿puedes mirar con quién tenía que reunirse Greg ayer?

– Estuvo durante todo el día en la oficina; después se marchó a casa.

– A lo mejor se pasó a ver a un cliente a la vuelta, o fue a recoger algo. Si pudieras echar un vistazo a su agenda…

– Lo que quieras, Ellie -dijo Tania-, pero no sé qué tengo que buscar.

– Pregunta a Joe si Greg le comentó algo ayer.

– Joe no vino a la oficina. Tenía una cita.

– Era una mujer.

– Sí, ya lo sé. Haré lo que pueda.

Le di las gracias y colgué. El teléfono sonó enseguida. El padre de Greg tenía varias preguntas que hacerme. Me habló en un tono formal y ensayado, como si las hubiera escrito antes de llamar. No pude responder ninguna de ellas. Ya le había contado todo lo que sabía. Me dijo que Kitty no había dormido en toda la noche, y me pregunté si intentaba dejar claro quién estaba sufriendo más. Cuando la conversación terminó tuve la sensación de haber suspendido un examen. No estaba haciendo lo que se supone que hace una esposa. Una viuda. La palabra casi me hizo reír. No era un término para gente como yo. Le correspondía a ancianas con pañuelos en la cabeza que arrastran carritos de la compra, mujeres que habían previsto la viudedad, que se habían preparado para ella y que la habían aceptado.

Reviví mentalmente el momento en que la agente de policía me había dado la noticia, ese momento de transición. Constituía una línea que dividía mi vida, y después de ella todo sería distinto. No tenía hambre ni sed, pero decidí que debía comer algo. Entré en la cocina y la visión de la cazadora de cuero de Greg, doblada encima de una de las sillas, me produjo un impacto tan fuerte que prácticamente me quedé sin respiración. Solía quejarme de que la dejara ahí. ¿Por qué no la colgaba en una percha, donde no estorbase? Ahora me agaché e intenté percibir su olor en ella. Habría muchos momentos así. Mientras me preparaba el café se sucedieron varios más. El café era brasileño, de la clase que él elegía siempre. La taza que saqué del armario procedía de la tienda de regalos de una central nuclear; Greg la había comprado en plan de broma. Cuando abrí la puerta de la nevera me sobrevino un bombardeo de recuerdos, de cosas que él había comprado, de cosas que yo le había comprado: lo que le gustaba, lo que detestaba.

Me di cuenta de que la casa estaba casi como él la había dejado al marcharse, pero cada vez que yo hacía algo, cada vez que abría una puerta, que utilizaba o movía cualquier cosa, borraba su presencia, lo mataba un poquito más. Por otro lado, ¿qué importancia tenía aquello? Ya estaba muerto. Cogí la cazadora y la colgué de la percha del vestíbulo, aquello que siempre le había insistido que hiciera.

Allí estaba mi móvil, sobre una estantería, y vi que me había llegado un mensaje de texto; era de Greg, y durante un instante tuve la sensación de que alguien me había cogido el corazón con las dos manos y lo había retorcido como si fuera un paño. Con dedos torpes, lo abrí. Me lo había mandado el día anterior, poco después de que me enfadara con él porque se iba a quedar en la oficina más tiempo del prometido, y no era muy largo: «Perdón perdón perdón perdón perdón. Soy un idiota». Me quedé mirando el mensaje y me llevé el móvil a la mejilla, como si aún quedara algo de él en aquel texto y ese algo pudiera entrar en mí.

Cogí el café, su agenda, la mía y un cuaderno, y me puse a pensar en las llamadas que había que hacer. Me acordé de inmediato de la fiesta que habíamos organizado ese año, entre su cumpleaños y el mío. Las mismas agendas, la misma mesa y, en gran medida, el mismo tipo de decisiones. ¿A quién había que invitar sí o sí? ¿A quién nos apetecía? ¿A quién no nos apetecía? Si invitábamos a X, teníamos que invitar a Y. Si invitábamos a A, no podíamos invitar a B.

Tuve la sensación de que la cabeza no me funcionaba bien, de que tenía que anotarlo todo para no olvidar a nadie ni llamar dos veces a la misma persona. Debía intentar contactar con algunos amigos íntimos antes de que salieran a trabajar. Lo primero, sin embargo, era volver a llamar a mis padres; temía esa llamada pero sabía que a esa hora de la mañana los dos estarían en casa.

Respondió mi padre, que llamó inmediatamente a mi madre, y ambos se pusieron al teléfono. Empezaron a hablarme de un amigo de ambos: ¿me acordaba de Tony, al que le acababan de diagnosticar una diabetes debida a que comía demasiado?, ¿verdad que era ridículo, y no era increíble que la gente no pudiese controlarse? Yo intenté interrumpirlos varias veces y al fin conseguí introducir un sonoro «¡Por favor!» entre dos frases, y se lo solté todo.

Se produjo un repentino estallido de emoción y después de preguntas. ¿Cuándo había sucedido? ¿Estaba bien? ¿Necesitaba ayuda? ¿Quería que mi madre viniera enseguida? ¿Quería que vinieran los dos? ¿Se lo había dicho a mi hermana, o lo hacía ella? Y la tía Caroline, ¿debía saberlo? Les respondí que ahora no podía hablar, que les llamaría más tarde, pero que en ese momento tenía llamadas y cosas que hacer. Al colgar el teléfono pensé precisamente en eso. ¿Cuáles eran las cosas que tenía que hacer? Había que firmar el certificado de defunción. Había que leer el testamento. Un funeral. ¿Tenía que encargarme yo o aquello sucedía de forma automática?

Era el turno de hablar con Joe, socio de Greg y su mejor amigo. Pero me saltó el contestador, y no podía soportar la idea de darle la noticia así. Me imaginé su rostro al enterarse, sus ojos azulísimos; él sí sería capaz de derramar las lágrimas que yo todavía parecía incapaz de derramar. Tendría que ser Tania quien se lo contara, y no yo. Pensé que en cualquier caso ella estaría encantada; acababa de entrar en la empresa y adoraba a Joe, como una niña adora a una estrella de cine.

Repasé la agenda de Greg y la mía y confeccioné una lista de cuarenta y tres personas. Era un grupo más reducido que el que había asistido a nuestra fiesta. En esa ocasión habíamos invitado a mucha gente a la que no habíamos visto desde la fiesta del año anterior, a algunos vecinos, a personas con las que cada vez teníamos menos contacto. Estos últimos se enterarían a través de otros, o cuando me llamaran; es posible que algunos no llegaran a saberlo nunca. De vez en cuando se preguntarían qué habría sido de los buenos de Greg y Ellie y pasarían a otro tema.

Cogí el teléfono y empecé a llamar a la gente siguiendo más o menos el orden en que aparecían en mi agenda, y después hice lo mismo con la de Greg. La primera era Gwen Abbott, una de mis amigas de toda la vida, y el último era Ollie Wilkes, el único primo con el que Greg había mantenido un vínculo estrecho. Al hacer esa primera llamada me costó marcar el número por lo mucho que me temblaban las manos. Cuando se lo conté a Gwen y escuché su grito de estupor y de sorpresa sentí que lo revivía todo, aunque ahora era peor, porque el golpe se propinaba sobre la carne ya amoratada y herida. Después de colgar el teléfono me quedé sentada, casi sin resuello, como si estuviera a gran altitud con poco oxígeno. Me vi incapaz de enfrentarme a ello, devolver a pasar por aquel momento, con otras personas, una y otra vez.

Pero poco a poco me fue resultando más fácil. Encontré unas frases hechas que parecían adecuadas y las ensayé antes de llamar. «Hola, soy Ellie. Tengo malas noticias…» Después de unas cuantas veces me tranquilicé bastante. Conseguí llevar las riendas de todas las conversaciones y que no se alargaran mucho. Recurrí a unos cuantos tópicos: «Estoy muy liada»; «Lo siento, todavía no puedo hablar de él»; «Muy amable por tu parte». Lo peor fue decírselo a su mejor amigo, Fergus, que ya quería a Greg mucho antes que yo. Había sido su compañero de footing, su confidente, el hermano que no tuvo, el padrino de su boda. «¿Qué vamos a hacer sin él, Ellie?», me preguntó. Escuché su voz rota y aturdida y pensé: «Yo también me siento así, pero todavía no me he dado cuenta». Me dio la sensación de que mi pena estaba agazapada, escondida para que no la viera, que esperaba para saltar y tenderme una emboscada cuando menos lo esperara.

Mediada la lista llamaron con insistencia a la puerta; la abrí y me encontré con Joe. Llevaba un traje y el característico maletín delgado por el que Greg siempre le tomaba el pelo, diciéndole que estaba vacío y que sólo lo usaba para impresionar. Y, aunque no se le veían cardenales ni heridas, presentaba el aspecto de un hombre que ha participado en una pelea y la ha perdido: tambaleante, pálido y con los ojos vidriosos. Antes de que yo pudiera decir nada, él cruzó el umbral y me rodeó con sus brazos. Sólo pude pensar en lo distinto que era de Greg: más alto y más ancho, y también desprendía un olor distinto, a jabón y cuero.

Sentí unas ganas tremendas de derrumbarme y llorar en sus brazos pero, no sé por qué, no pude. Él sí lloró; las lágrimas le corrieron por el rostro demacrado mientras me contaba lo maravilloso que había sido mi marido, y la suerte que había tenido al conocerme. Me aseguró que, para él, yo era como de la familia, y que debía apoyarme en él durante las semanas que se avecinaban. Me besó en ambas mejillas, me cogió las manos y me dijo muy solemnemente que no tenía por qué ser fuerte. Fregó la sartén en la que se me había quemado el arroz, limpió la mesa de la cocina y me sacó la basura. Incluso empezó a ordenar parte del caos, a recoger montones de papeles y a colocar libros en las estanterías de un modo impulsivo y absolutamente ineficaz, hasta que le pedí que lo dejara. Entonces se marchó y yo continué con lo mío.

Después de darle la noticia a alguien, tachaba su nombre de la hoja. A veces contestaba un niño, o una pareja a la que no conocía, o no lo suficiente. No dejé mensajes, ni siquiera para decir quién había llamado. La parte de la lista correspondiente a la agenda de Greg me resultó más complicada. Cuando llegué a ella la gente ya había empezado a salir hacia el trabajo. No llamé a ningún móvil. Me resultaba insoportable la idea de hablar con gente que iba en el tren, que no podría alzar la voz, que se avergonzaría de sus reacciones delante de desconocidos.

También me retrasé porque el teléfono ya había empezado a sonar. Las personas a las que se lo había contado habían digerido la noticia y se les habían ocurrido cosas que decirme, o preguntas que plantear. Algunos amigos llamaron a otros amigos y estos últimos me llamaron enseguida, y si la línea comunicaba, lo intentaban por el móvil, así que lo apagué. Más tarde vi que, si no me localizaban a través del móvil, me mandaban un correo electrónico. Pero muchos de ellos sí consiguieron localizarme: una condolencia tras otra que parecieron fundirse en un lamento continuo. Después de cada llamada escribía el nombre correspondiente en la parte inferior de la lista, para no volver a llamarlos por equivocación.

Una de esas llamadas no fue de un amigo ni de un familiar, sino de la agente Darby, una de las mujeres que me habían dado la noticia. Me preguntó cómo estaba, y no supe muy bien qué contestar.

– Siento molestarla -se disculpó-, pero ¿le hablé de la identificación del cuerpo?

– No lo recuerdo -repuse.

– Sé que es un mal momento -dijo, y se produjo un silencio.

– Ah. Quiere que identifique el… -Me callé-. A mi marido. Pero usted ha estado aquí. Me lo ha contado. Ya lo sabe.

– Es un trámite necesario -explicó-. Siempre puede designar a otro miembro de la familia. Un hermano, el padre o la madre.

– No -respondí de inmediato. La idea me resultaba inconcebible. Cuando Greg se casó conmigo, se convirtió en algo mío. No iba a permitir que su familia se apoderase de él-. Me encargaré yo. ¿Debería ir hoy mismo?

– Si puede, sí.

– ¿Dónde está?

Oí el crujido de un papel.

– En el depósito del hospital King George V. ¿Lo conoce? ¿La puede llevar alguien?

* * *

Llamé a Gwen y me dijo que me acompañaría, aunque yo sabía que eso le suponía tener que llamar al trabajo y decir que estaba enferma. Me di cuenta de que todavía llevaba la ropa que me había puesto la mañana anterior. Greg me había visto ponérmela. A lo mejor ni se había fijado. Estaba demasiado acostumbrado a mí y, por las mañanas, demasiado ocupado para detenerse a mirarme, pero había pululado a mi alrededor mientras me vestía. Me quité todas las prendas, otra parte de mi vida con Greg que desaparecía, y me metí en la ducha, debajo del chorro de agua muy caliente, con la cabeza levantada y los ojos cerrados. Subí aún más la temperatura del agua, como si abrasándome pudiera dejar de sentir. Me vestí deprisa, me miré en el espejo y vi que iba toda de negro. Me quité el jersey y lo cambié por otro de color teja. Era sombrío, pero al menos no parecía una viuda mediterránea.

Hay personas que saben de manera instintiva cómo adaptarse a tus estados de ánimo. Gwen es así. En cierta ocasión, Greg y yo tuvimos una conversación sobre qué amigos comunes nunca nos irritaban, y el nombre de ella fue el único en el que ambos coincidimos. Ella sabe cuándo debe mostrarse distante y fría, incluso crítica, y cuándo debe acercarse, abrazarte, darte amor y cariño físico. Mary y yo discutimos con frecuencia, pero es que Mary discute casi con todo el mundo, por el mero placer de discutir: le ves un brillo de disensión en la mirada y sabes que le ha sobrevenido uno de esos arrebatos pejigueros, belicosos, emocionalmente inestables, y que no hay nada que hacer: sólo puedes capear el temporal o marcharte. Yo suelo marcharme. Pero a Gwen, con su melena de cabello dorado, sus ojos grises, su ropa discreta, su talante tranquilo y reflexivo, no le gusta levantar la voz. En la universidad la llamaban «la diplomática», un apelativo que reflejaba admiración pero también algo de rencor, porque daba la impresión de que rehuía la cercanía. Pero a mí siempre me ha gustado esa reserva suya: te sentías privilegiada cuando te admitía en su reducido círculo de amigos. Ahora, al abrirle la puerta, no tendió los brazos para invitarme a que me refugiara en ellos, para que llorara y consolarme, sino que me miró con una ternura solemne y me puso una mano en el hombro, pero dejándome decidir si quería derrumbarme o no. Y yo no quería. Yo quería, necesitaba, mantenerme entera.

Durante el trayecto al hospital de King's Cross permaneció en silencio y no me forzó a hablar. Yo contemplaba a los transeúntes por la ventanilla, fascinada de pronto al pensar que la gente estaba haciendo hoy lo que había planeado el día anterior. ¿No se daban cuenta de que todo era temporal? Quizá las cosas parecieran ir bien, pero algún día, mañana o pasado o al cabo de cincuenta años, la pantomima tocaría a su fin.

Llegamos al hospital y descubrimos que teníamos que pagar para aparcar. Me enfadé repentinamente, sin motivo.

– Si estuviéramos en el supermercado, y no en el depósito de cadáveres, sería gratis.

– No te preocupes -dijo Gwen-. Llevo cambio.

– ¿Y las personas que vienen todos los días? -pregunté-. Las que tienen familiares agonizantes.

– Seguramente les harán un descuento -señaló Gwen.

– Lo dudo mucho -repuse, pero me callé, pues me había dado cuenta de que me estaba comportando como la gente a la que veía gritar en la calle, como esas personas que discutían con voces que oían en su cabeza.

Mi impresión del hospital se redujo básicamente a una sucesión de olores. Cerca del mostrador de recepción había una cafetería como las que se encuentran en todos los centros comerciales y las calles importantes. Oí el siseo de los capuchinos cuando les ponían la espuma. También había un restaurante. Mientras avanzábamos, el aroma del beicon frito fue sustituido por el del abrillantador de suelos, el del ambientador, y después por el olor penetrante de los líquidos de limpieza, el ácido fénico y la lejía, que parecían cubrir cierto hedor. Yo no había podido asimilar las instrucciones que nos había dado la recepcionista, pero Gwen me guió por varios pasillos; nos metimos en un ascensor, bajamos a un sótano y llegamos a otro mostrador, que no atendía nadie.

– Seguramente habrá un timbre o algo así -dijo Gwen. No lo había. Torció el gesto-. ¡Hola!

Oímos el sonido de unas pisadas y un hombre salió de un despacho detrás del mostrador. Llevaba un mono verde, como si estuviera atendiendo en una ferretería. Se le veía muy pálido, como si viviera allí, bajo tierra, donde no daba nunca el sol. Se le marcaba mucho la sombra de la barba. Al afeitarse se había dejado una zona con pelo en la parte inferior del mentón. Me acordé de cuando Greg se afeitaba, el modo en que se levantaba la nariz al pasarse la maquinilla por la zona del bigote. El hombre nos dirigió una mirada inquisitiva.

– Mi amiga ha venido a identificar un cadáver. El hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. -Soy el doctor Kyriacou -anunció-. El jefe de admisiones. ¿Es usted un familiar?

– Es mi marido -respondí.

Todavía no estaba preparada para utilizar el pretérito.

– La acompaño en el sentimiento -dijo, y durante un instante, me pareció que era sincero, todo lo sincero que se podía ser cuando se decía lo mismo todos los días, menos los fines de semana y durante las vacaciones.

– ¿Le tengo que dar mi nombre -inquirí-, o el de él?

– El del fallecido -indicó el doctor Kyriacou.

– Se llama Gregory Manning.

Consultó varias carpetas que se amontonaban en una bandeja metálica del mostrador y al fin encontró la que buscaba. La abrió y estudió los papeles del interior. Yo me incliné hacia delante para ver, pero no llegué a distinguir nada.

– ¿Trae alguna identificación? -preguntó-. Lo siento, es una formalidad.

Le tendí mi permiso de conducir. Lo cogió y escribió algo en un impreso. Frunció el ceño.

– El cuerpo de su esposo sufrió graves quemaduras -me previno-. Esto puede resultar muy duro para usted. Pero he de decir que, según mi experiencia, es mejor ver el cadáver que no verlo.

Quise preguntar si aquello era realmente cierto, incluso después de un accidente de avión o cuando a la gente la arrollaba un tren, pero era incapaz de hablar.

– ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Gwen.

De pronto sentí que esa experiencia tenía que ser sólo mía. Negué con la cabeza. Ella se sentó; el doctor Kyriacou me llevó por un pasillo y llegamos a una sala llena de una especie de archivadores con cajones de cuatro metros de profundidad y asas parecidas a las de las neveras antiguas. El echó un vistazo al sujetapapeles que llevaba, se acercó a uno de los cajones y me miró.

– ¿Está usted lista?

Asentí. Abrió la puerta y una corriente de aire frío se extendió por la sala, ya de por sí fría. Extrajo una bandeja. En ella había un cadáver tendido, tapado por una sábana. Sin titubear, levantó una esquina. Yo no pude evitar soltar un grito ahogado porque entonces supe, final e irrevocablemente, que no había habido ningún error y que Greg estaba muerto, mi amor, al que había visto por última vez saliendo a toda prisa de casa con un trozo de tostada entre los dientes, por lo que ni siquiera nos habíamos besado.

Me obligué a mirar de cerca. El fuego le había ennegrecido el rostro, se le había quemado parte del pelo y tenía el cuero cabelludo abrasado. La única herida digna de ese nombre estaba encima de la ceja derecha, donde se veía la marca de un impacto tremendo. Extendí el brazo y le acaricié el cabello; me agaché y lo besé. Se percibía un fuerte olor a quemado.

– Adiós -le susurré-, amor mío.

– ¿Se trata del señor Gregory Manning? -preguntó el doctor Kyriacou.

Asentí.

– Debe decirlo en voz alta -insistió.

– Sí, lo es.

– Gracias -repuso, y anotó algo en el sujetapapeles. El médico me volvió a llevar a donde estaba Gwen y entonces me vino una idea a la cabeza.

– La otra persona que sufrió el accidente… ¿está aquí?

– Sí.

Callé durante un instante. Apenas me atrevía a plantear la pregunta.

– Sabe… ¿sabe cómo se llama?

Él consultó los documentos.

– Ha venido el marido -dijo-. Sí, aquí está. -Miró la tapa de la carpeta-. Milena Livingstone.

– ¿Quién es? -me preguntó Gwen.

– Es la primera vez que oigo ese nombre -respondí.