174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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Capítulo 20

Al llegar a casa ya había decidido lo que iba a hacer. Habría sido muy fácil mandar correos electrónicos desde la cuenta de Milena, respondiendo a los mensajes que había recibido de antiguos amantes, pero me parecía demasiado arriesgado. Aunque mantuviera mi anonimato, deducirían que los tenía que haber mandado alguien que conociera su contraseña. Incluso se podía establecer un vínculo con su ordenador, o con su oficina. Lo más seguro era abrirme una cuenta de Hotmail. No tenía ni idea de si era fácil rastrear el origen de un correo electrónico, pero lo más probable era que no me enfrentara a expertos informáticos. Para crear la dirección me limité a pulsar teclas al azar y me salió lo siguiente: j4F93nr4wQ5@hotmail.co.uk. Al rellenar los campos puse que me llamaba J y me apellidaba Smith. Para la contraseña utilicé una secuencia de números y de letras mayúsculas y minúsculas. Cuando terminé me mandé un correo, para ver si funcionaba. Sólo aparecía «J Smith», el asunto, la fecha, la hora y la dirección. Me pareció bastante seguro.

Copié la primera dirección que había obtenido del ordenador de Milena, escribí «Re» en el asunto y, después de reflexionar unos instantes, redacté: «Querido Robin, ARDO EN DESEOS de verte y…». Intenté dar con un nombre plausible. «Petra.» No, era nombre de mascota. Y de destino turístico. «Katya.» Demasiado exótico. Me di cuenta de que se me estaban ocurriendo nombres demasiado similares a Milena. Eché un vistazo a los libros de la estantería. «Richmal.» Ni de coña. «Elizabeth.» ¿Aún había gente que se llamara así? «Eliza. Lizzie. Beth. Bessie.» Todos ridículos. Qué importaba, en cualquier caso. Me quedé con Lizzie. Pero entonces recordé que no podía utilizarlo. El nombre tenía que empezar por J. Pues entonces, Jackie. «Soy Jackie; ha pasado mucho tiempo, ¿no? Llámame en cuanto llegues. Besos, Jackie. PD: Espero que ésta sea tu dirección, y, si no lo es, que me lo diga quien lea esto!!!!»

Lo releí varias veces. Lo envié y desapareció. Escribí el mismo mensaje a la segunda dirección y lo mandé. Pensé en mi infancia; a veces me daba miedo echar una carta al correo porque, cuando la metía por la ranura y la oía caer, cobraba conciencia de que seguía ahí, a pocos centímetros, pero que la había perdido, que ya no podía cambiarla ni tampoco recordar cómo era.

* * *

A la mañana siguiente, cuando llegué a la oficina, Frances estaba hablando por teléfono. Se hallaba inmersa en los preparativos de una fiesta para un bufete de abogados de la City que se iba a celebrar en un antiguo almacén de la orilla del río. Mientras encendía el ordenador de Milena, ella colgó y se me acercó.

– Quieren que sea de temática shakespeariana -anunció-. Ni siquiera sé a qué se refieren.

– ¿Por qué no contratas a varios actores jóvenes? -sugerí- Pueden pasearse con canapés y declamar frases de Shakespeare. En cuanto a la comida… seguro que en sus obras se mencionan algunos platos.

– ¡Es que quieren comida isabelina! ¿Pero qué se creen? Acabo de hablar con una idiota por teléfono y le he preguntado: «¿A qué se refiere con lo de comida isabelina? ¿Carpa? ¿Lucio? ¿Capón?». Y va y me responde: «No, no. Sólo quieren comida normal con un toque isabelino».

En la oficina había estanterías llenas de libros y revistas para crisis como aquélla; Frances empezó a hojearlos y a farfullar un poco para sus adentros y también dirigiéndose a mí. Entré en mi nueva cuenta. Era imposible recordar mi nueva dirección de correo y la contraseña. Tuve que copiarlas minuciosamente del papel en que las había apuntado.

– ¿Qué son exactamente las mollejas? -inquirió Frances-. Unas glándulas o algo así, ¿no?

– No estoy segura de que sean lo más indicado para picotear -observé.

Tuve que esforzarme para no levantar la voz, porque me habían llegado dos nuevos mensajes. El primero era para darme la bienvenida como nueva usuaria. El segundo era de «estoypescando».

Frances avanzó hacia mí mientras leía en voz alta.

– Estofado de liebre -iba diciendo-. Langosta. Esto es imposible. Es como si nos hubieran pedido lengua de alondra.

– Basta con que pongas tapas pequeñas que parezcan de otra época -propuse-. Huevos de codorniz. Trocitos de panceta. Bolas de harina. Vieiras.

Abrí el mensaje.

«¿Quién eres?», preguntaba.

Respondí de inmediato, tecleando a toda velocidad: «Soy Jackie, como puedes ver. ¿Me he equivocado de dirección? ¿Quién eres tú?».

Subrayé y destaqué la última palabra: «¿Quién eres tú?». Lo mandé.

– Pues no es mala idea -convino Frances-. Podemos incluir decoración medieval en los platos. Pergaminos. Ramas de romero. Pequeñas gorgueras. Colgar tapices y guirnaldas de las paredes. Nueces en escabeche -añadió, entusiasmándose con el tema-. Nísperos. Membrillo. El problema es que la gente no sabrá qué son.

– Así los empleados tendrán de qué hablar. En falso inglés isabelino, claro. Dirán «por los clavos de Cristo» y cosas así.

El ordenador de Milena emitió un aviso sonoro. Un mensaje de «estoypescando».

«¿Quién eres?», decía, igual que antes. Volví a contestar.

«No te entiendo -escribí-. ¿No has recibido mi último mensaje? ¿Me he equivocado de dirección? ¿Cómo te llamas?» Lo envié.

Esperé un minuto, dos, pero no hubo respuesta.

Entretanto, Frances se había puesto a hojear otro libro.

– ¿En la época isabelina comían ostras? -preguntó.

– Creo que sí.

– No me fío mucho del marisco. No me conviene intoxicar a una sala llena de abogados.

Me distraje y de pronto oí que Frances alzaba la voz, como si intentara despertarme.

– Lo siento -me disculpé-. No te estaba escuchando. Pensaba en otra cosa.

Me miró preocupada.

– ¿Te encuentras bien? Estás muy pálida.

– Sí, estoy bien. Un poco cansada, nada más.

Me empezó a dar la lata como si fuera mi abuela. Me tocó la frente con una mano delgada y fría. Me preparó un café e incluso me preguntó si lo quería con un chorrito de brandy.

– Huy, esto podría ser perfecto para el fin de fiesta -declaró-. ¿En la época isabelina existía el café? Brandy seguro que tenían.

Dejé mi mesa a regañadientes y consultamos los libros de cocina para sacar ideas. Consideramos el lenguado rebozado, los chanquetes picantes, las setas con bechamel y las anguilas ahumadas, los tomatitos rellenos de cangrejo y las patatitas rellenas de caviar. Esto último no terminaba de convencer a Frances.

– Tendría que hacerle el pedido a esa horrible Daisy de G and C -adujo-. Y es posible que esto sea demasiado, incluso para ellos. El otro día vi caviar en Fortnum. Un dedal costaba un millón de libras, poco más o menos.

Mientras ella hablaba oí otro sonidito procedente del ordenador de Milena y de pronto sentí como si estuviera en un sueño y las palabras de Frances fueran un ruido de fondo ininteligible. Tuve que obligarme a responder con normalidad mientras ella dejaba los libros de cocina en su sitio y buscaba el catálogo de una exposición en la estantería.

– Un segundito, por favor -me disculpé, y me acerqué al ordenador.

Abrí el nuevo mensaje: «Nadie tiene esta dirección -rezaba- ¿Cómo la has conseguido?».

Me quedé pensando y me obligué a meterme en el personaje de Jackie, una persona que no existía, inventada por otra persona que no existía. «A lo mejor me he equivocado -escribí-. Sólo te preguntaba el nombre para ver si te había confundido con otro. Pero si te supone un problema, no te preocupes.»

Lo mandé y regresé junto a Frances, que había encontrado un viejo catálogo de una exposición de miniaturas isabelinas. Sonrió y me señaló una imagen oval, exquisita y delicada, de una mujer que llevaba un sombrero alto con una pluma blanca de avestruz, una gorguera de encaje, mangas abullonadas y bordadas con hilo de oro y un corpiño rígido y profusamente decorado.

– Se parece algo a ti -afirmó-. Me gustaría verte con esto puesto.

– No tengo la cintura necesaria -repuse.

Ella me evaluó con la mirada, como si fuera un cerdo cuya compra estaba sopesando.

– Sí que la tienes -insistió-. ¿Cómo lo consigues? ¿Ejercicio y una vida sana?

No comer, no dormir y una angustia constante, pensé, aunque me limité a sonreír con lo que esperaba que pareciese un conmovedor recato. Pasamos las páginas de aquel precioso catálogo, deteniéndonos en los hombres con jubón y gorguera, medias y bombachos, en las mujeres con capas y enaguas, corsés y miriñaques.

– Si disfrazamos así a algunos actores -propuso- y les pedimos que se aprendan unas frases, quedará magnífico. Si queremos que sea verdaderamente auténtico, los hombres también tendrían que hacer de mujeres.

– No sé si a los abogados les va a hacer mucha gracia -observé-. Al pedir el toque isabelino seguramente pensaban en unas mozas picantonas repartiendo jarras de cerveza. Para algunas de ellas la velada podría resultar un suplicio.

Frances soltó un bufido.

– Las chicas de la escuela de Arte Dramático a las que recurrimos están curadas de espantos -aseguró-. Ya sabes eso de «si se las hubieran tirado a todas en el jardín», etcétera, etcétera.

Oí otro ruido en el ordenador y me volví a distraer.

– ¿Etcétera qué?

– «No me sorprendería lo más mínimo.»

– ¿Qué?

– Es una cita humorística muy conocida. Te la he chafado. Si se hubieran tirado a todas las chicas en el jardín… Pues eso. No me sorprendería lo más mínimo.

– Ah, sí. Me suena de algo.

– Creo que es de Dorothy Parker.

– Eso. Discúlpame un momento. Me acaban de mandar un mensaje.

Era incapaz de fingir que mantenía una conversación. Fui al ordenador y abrí el correo.

«Siento ser tan paranoico -leí-. Es una cuestión de seguridad. Dame tu teléfono, te llamo y te digo mi nombre.»

Al leer aquello tuve la sensación de que de pronto, y sin previo aviso, estaba mucho más perdida que antes. Me sentí como una persona en un país extranjero que entiende por los pelos las palabras básicas pero que no capta lo que se esconde detrás de ellas, lo que implican, las costumbres que todos dan por sentado. Me resultó difícil, por no decir imposible, valorar el sentido del mensaje, sus implicaciones. ¿Podía pasarle algún número de teléfono a esa persona? ¿Era factible que me llamara y me dijera su nombre, que me enterase de quién era ese amante de Milena?

De repente todo se había convertido en un rompecabezas y yo no disponía de las herramientas necesarias para resolverlo.

¿Cabía la posibilidad de que esa persona creyera que mi mensaje era un error? ¿Sería efectivamente una cuestión de seguridad? ¿Se tomaría la molestia de llamar para aclarar el asunto? La cabeza me funcionaba con lentitud, la tenía abotargada, pero al final, mientras que Frances carraspeaba y me esperaba al otro lado de la sala, decidí que no, que no era posible. Había llegado demasiado lejos. Me había expuesto.

Mi contraseña parecía segura. Desde luego para mí lo era, porque me resultaba imposible recordarla siquiera. No obstante, para cerciorarme del todo, borré todos los mensajes, tanto los que había recibido como los que había guardado, y luego vacié la papelera. Ya no podía borrar nada más; que yo supiera había pulverizado todo rastro que hubiera podido dejar en el ciberespacio.

Volví junto a Frances y seguimos con los planes isabelinos; después salimos a comer y pedimos platos que no podían alejarse más de la cocina de esa época: rodajitas de carpaccio de salmón y montoncitos minúsculos de tallarines picantes. Aunque en realidad, yo no sabía nada de cocina isabelina, aparte de lo que había visto en los dramas históricos de la tele. Igual pedían una exquisita guarnición de brotes de soja junto a las piernas de venado y yo no me había enterado. También nos trajeron una jarrita de sake caliente que Frances se bebió rápida y ávidamente; casi no había tocado la comida y sin embargo pidió una segunda jarra. Me acordé de las botellas de vodka del cajón de su escritorio. Me comentó que estaba pensando en contratar a un bufón de la agencia de actores Comedy Store, y que no sabía si las normas de sanidad y seguridad nos permitirían poner antorchas en las paredes, y que a lo mejor podíamos incluir músicos isabelinos… y ¿cómo era la música isabelina? ¿Servirían las danzas folclóricas inglesas?

– Todo es una cuestión de dinero -observó reflexiva durante la sobremesa, frente a un café-. Si vives en Londres y tienes dinero, puedes conseguir lo que quieras. -Apartó la comida, casi intacta, y añadió-: Menos la felicidad, claro. Ésa es otra historia.

No supe qué decir. En circunstancias normales habría extendido la mano y le habría acariciado el brazo, le habría preguntado a qué se refería, intentado que me contara algo más. Pero aquellas circunstancias no eran normales.

Al buscar apoyo en mí, lo estaba buscando en alguien que no existía y que, además, no iba a permanecer mucho tiempo junto a ella. Así que fruncí el ceño y farfullé algo ininteligible.

– ¿Tú dirías que eres feliz, Gwen? -inquirió, alzando su rostro pálido y delicado.

– Pues la verdad -clavé el tenedor en el último trozo de atún-, es difícil saberlo. Porque ¿qué es la felicidad?

– Yo lo fui -prosiguió-. En otra época parecía algo sencillo. Aunque es posible que en realidad no fuera feliz. Quizá sólo me estuviera divirtiendo. Y no es lo mismo. Creo que era bastante egoísta. No entendía que los actos tienen consecuencias. Cuando Milena y yo nos conocimos, antes de casarnos, éramos un poco como Beth, supongo: salíamos todas las noches, muchos hombres, muchas fiestas, muchas copas. Pero luego todo cambió. Uno recoge lo que siembra, o eso dicen. Ojalá hubiera sabido entonces lo que sembraba. ¿Pedimos un vino dulce?

– Por mí, no. Si bebo durante el día me quedo dormida. Pero pídelo tú si te apetece.

– No, seguramente tengas razón, deberíamos volver al trabajo. Siento ponerme pesada. A veces me siento tan… -Se calló, movió la cabeza como si quisiera despejarse, se volvió a poner las gafas y esbozó una sonrisa pesarosa-. Bueno. Vamos a ocuparnos de los jubones y las calzas.

De nuevo en la oficina, sentí que el ordenador de Milena me atraía como si me unieran a él unos hilos invisibles. Pero esa tarde no lo utilicé. Me dediqué a anotar ideas para la fiesta y convertirlas en una propuesta coherente. Era tan fácil y tan interesante que lamenté que aquello fuera, seguramente, lo último que hacía para Frances Shaw. Terminé el borrador y casi había recogido la mesa cuando llegó David a buscarla. Se le notaba de mal humor y casi ni me miró. Ella me hizo un gesto de disculpa. Yo murmuré una excusa y me marché.

Al llegar a casa, me dirigí corriendo al ordenador sin ni siquiera quitarme la chaqueta. Repetí el tedioso proceso de escribir mi dirección y mi contraseña, copiando los caracteres uno a uno. Había un nuevo mensaje; lo abrí.

Hasta entonces los mensajes habían aparecido encima del anterior, pero ahora los antiguos estaban borrados. En el asunto se leía: «¿Quién eres?», y en el correo se repetían las mismas palabras: «¿Quién eres?».