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Aunque sabía que no era la mejor de las ideas, había prometido asistir al último evento organizado por Profesionales de la Fiesta ya que Beth se había marchado de puente, cosa que llevaba cierto tiempo planeando. Un fin de semana muy largo al que, en realidad, le faltaba un solo día para ser una semana entera.
– Es sólo para que te hagas una idea más precisa de nuestro trabajo -me había asegurado Frances la tarde anterior-. Prácticamente no tienes que hacer nada. Sólo quedarte al fondo y observar. -Me miró con gesto dubitativo-. Es esa reunión de mujeres empresarias para la que hiciste el presupuesto. Te lo puedes imaginar: un montón de ejecutivas haciendo contactos y hablando mal de los hombres. Por eso estaría bien que… -titubeó.
– ¿Llevara traje de chaqueta?
– Sí, o algo parecido. Gracias, Gwen.
No tenía un traje de chaqueta, ni otras prendas que pudieran combinarse como si lo fueran. Me obligué a salir de la cama y me duché con agua tibia porque el calentador funcionaba de manera misteriosa y esporádica, y no tenía dinero para arreglarlo; en realidad ni siquiera tenía dinero para la compra, pero en ese momento no podía pensar en mi situación económica. Eso tendría que esperar, como todo lo demás: los amigos, un trabajo, una vida de verdad.
Como esperaba, en el armario no había nada a lo que Frances pudiera dar el visto bueno. El único traje era el de color gris verdoso de Greg, el que había llevado en nuestra boda: ni siquiera cuando me dio el arrebato de rabia había sido capaz de quemarlo. Lo saqué y lo examiné. Era precioso, sencillo y ligero. Yo le había ayudado a elegirlo; era la prenda más cara que él o yo habíamos comprado en toda nuestra vida. Lo sujeté frente a mí: me quedaba un poco largo, pero podía subir el dobladillo y utilizar un cinturón. Al probármelo me quedé perpleja: parecía otra persona, con un aspecto desenfadadamente andrógino. Me puse una camisa blanca y añadí un cordón como si fuera una corbata. Un sombrero de fieltro habría dado el toque final, pero no tenía ninguno, así que cogí una gorra de pana de repartidor de periódicos que habíamos encontrado en Brick Lane una mañana de primavera; me recogí el pelo por debajo y me puse unos pendientes. Ahora ya no me parecía a Ellie ni a Gwen: era una persona distinta.
Todavía me quedaba tiempo antes de salir hacia la City; me preparé un café soluble y terminé la última ración de copos de maíz, ya reblandecidos, que Greg tomaba a veces. La luz del contestador parpadeaba, pero decidí no escuchar los mensajes. Ya sabía que la mitad serían de Gwen y Mary: «¿Dónde estás?» y «Llámame en cuanto puedas» y «¿Qué tal va todo?». Después, como una adicta al crack, volví al ordenador y miré el correo que había recibido la noche anterior. No era necesario, desde luego. Seguía constando sólo de esas dos palabras: «¿Quién eres?». No tenía ni idea de qué paso dar a continuación, aunque el sentido común me seguía diciendo que me olvidara de todo aquello, de Frances y de Profesionales de la Fiesta, de husmear, de mi lamentable asunción de otra identidad, que retomara la vida que había abandonado y que intentara construirme un futuro real… Pero sabía muy bien que no iba a hacerlo. Al menos, no todavía. Sin embargo, no se me ocurría cómo descubrir la identidad de «estoypescando». Resultaba evidente que no podía darle mi teléfono, ni el de casa ni el móvil. Y no quería hablar con él, que escuchara mi voz. En cualquier caso, tenía que darle un número para que me llamara.
Le podía pedir a Gwen que hablara con él, fingiendo no ser Gwen, claro, porque Gwen era yo. Descarté la idea porque no quería que ella me dijera -como haría con toda seguridad- que aquello era un error, que estaba mal, que debía desistir. Eso ya lo sabía yo.
Me quedé observando la pantalla hasta que vi borroso. Miré la dirección de Hotmail: [email protected]. Y entonces se me ocurrió: sólo tenía que repetir lo que ya había hecho con el correo electrónico y comprarme un móvil nuevo, cuyo número sólo daría a «estoypescando». Cuando él llamara yo no lo cogería, pero tendría su número. Al menos eso suponía un avance.
Me dio tiempo a comprar un móvil de prepago y llegar antes de que empezase la comida de mujeres empresarias, que se iba a celebrar en un sótano abovedado del centro de la City, un espacio precioso y tenuemente iluminado, con ladrillos antiguos, fría piedra y ecos apagados. Un fuego ardía en la chimenea de un extremo de la sala, y sobre la mesa descansaban, a la misma distancia unos de otros, unos jarrones con aterciopeladas rosas rojas. Las finas copas de vino -que nadie utilizaba, porque bebían agua con gas- y la cubertería de plata lanzaban destellos. Todo el ambiente resultaba antiguo y masculino. Según me había explicado Frances, ésa era la idea: el lugar tenía que ser como un típico club de hombres del que habían tomado posesión las mujeres. Era muy propio de Frances organizar algo a la vez tan convencional y tan irónico.
Como era de esperar, las mujeres aparecieron luciendo el uniforme de un club. Todas llevaban preciosas chaquetas y faldas y vestidos de color negro, gris y marrón oscuro, con camisas blancas, zapatos elegantes, medias finísimas, el resplandor discreto del oro en las orejas y en los dedos. Bajaron en tropel por la escalera, entregaron al personal abrigos de cachemira, guantes de piel, finos maletines y paraguas plegados, y se quedaron de pie en medio de su opulencia masificada y discretamente ostentosa. Yo me sentí desaliñada, rabiosa, fuera de lugar, como el bufón de una corte. Quería irme a casa, enfundarme mis vaqueros más viejos y ponerme a desbastar madera clara y seca.
Cuando Frances me vio enarcó las cejas.
– Qué guapa estás -me comentó, risueña-. Tienes un estilo muy personal, Gwen.
No supe si era un halago o un insulto solapado.
Aquello casi no podía denominarse trabajo: me dediqué a deambular por la cocina, el ropero y la sala, observándolo todo, cerciorándome de que la comida salía bien y de que los platos llegaban a su debido tiempo. Pero acabé cansada y agobiada; me hacía falta aire fresco, luz natural. Cuando salí a la calle solté un grito ahogado y volví a cruzar el umbral: Joe subía por la acera y se acercaba a mí, con el abrigo revoloteando alrededor de su robusto cuerpo. Llevaba la cartera en la mano y parecía ensimismado; su rostro dejaba traslucir un gesto de enfado. Me sentí como si alguien me hubiera golpeado. Se me secó la boca y el corazón se me salía del pecho. No debía verme, no con el traje de boda de Greg y cuando era Gwen; además, al cabo de unos momentos Frances iba a subir las escaleras, detrás de mí, y a escuchar que él me saludaba y me llamaba Ellie. Me agaché y fingí que me anudaba los zapatos, que no llevaban cordones; cuando alcé la vista él ya había cruzado la calle, aunque todavía pude ver cómo se alejaba aquella figura tan conocida, quizás al encuentro de un cliente al que llevaba las cuentas. Me erguí e intenté recobrar la compostura, porque la conmoción me había producido ciertas náuseas. Me di cuenta de que en cualquier momento mis dos mundos podían encontrarse y venirse abajo.
Cuando llegué a casa me encontré una nota en el felpudo. «¿Dónde estás, qué haces, por qué no respondes a las llamadas? ¡LLÁMAME YA! Muchos besos, Gwen.»
Aparté el papel con el pie, saqué el teléfono nuevo de la caja y lo enchufé para cargarlo. Abrí la cuenta de Hotmail y tecleé la dirección. «Este es mi teléfono», escribí, y se lo copié. Respiré hondo y lo envié. Desapareció enseguida. Sólo me quedaba esperar.
Ya no podía seguir ignorando los mensajes del contestador: Gwen, Joe, Gwen, Gwen, el director de mi sucursal, Joe, Mary, mi madre dos veces, otra vez Mary, Gwen, Gwen y Gwen, mi hermana, Fergus dos veces, una mujer que llamaba por una cajonera que había que decapar, otra vez el director del banco, alguien que se había equivocado, Gwen, cuya voz sonaba ya angustiada. Sentí una punzada de culpabilidad. La llamaría pronto. Al día siguiente. En cuanto hubiera resuelto esa última cuestión. No podía hablar con nadie antes. Era imposible.
En el preciso instante en que pensaba aquello, el timbre sonó insistentemente. Me levanté a abrir pero me volví a sentar. No: serían Gwen o Mary o Joe o Fergus, y no estaba de humor. Si no respondía se marcharían. Siguieron llamando. ¿Se habían dado cuenta de que yo estaba dentro? Se hizo el silencio.
Suspiré de alivio y me levanté. ¿Ahora qué? Abrí la nevera y contemplé, con el ánimo por los suelos, el espacio blanco. Lo único que había en los estantes era una cuña solitaria de queso endurecido, un paquete de mantequilla caducado y un trozo de chorizo envuelto en plástico. Tuve la inquietante impresión de que no estaba sola. Oí un rumor detrás de mí, procedente del jardín, y, muy lentamente, me di la vuelta. Gwen. Su cara, habitualmente dulce, mostraba una expresión de pocos amigos. A su lado apareció otro rostro, y los dos me miraron desde el exterior. Mary levantó la mano y dio unos golpes secos en el cristal.
– ¡Déjanos pasar! -exclamó.
Abrí la puerta de atrás y me hice a un lado para que entraran.
– ¿A qué estás jugando? -preguntó Gwen entre dientes mientras dejaba en la mesa una enorme bolsa de la compra.
– Pero ¿qué llevas puesto? -añadió Mary.
– ¿No has recibido mis mensajes? ¿Mi nota? ¿No sabes lo preocupados que estábamos todos?
– He estado… ocupada -farfullé.
– ¿Ocupada? Pues mira, resulta que yo también. No puedes desaparecer así como así. ¡Joder! Te imaginaba tirada en una cuneta, o en una bañera con las venas cortadas o algo así. Si no quieres vernos vale, pero al menos dinos que estás bien. Si no te hubiéramos encontrado esta tarde habríamos llamado a la policía.
– Lo siento. Lo he hecho sin pensar.
– ¡Pues tendrías que haber pensado! No tienes excusa. Deberías mostrar un poquito de consideración.
Gwen empezó a sacar artículos de la bolsa. Café molido, leche, galletas de mantequilla, pan integral, una ensalada, zanahorias, una botella de vino, huevos. Enfadada, los fue dejando sobre la mesa con gran estrépito.
– ¿Ese traje era de Greg? -inquirió Mary.
– Sí -respondí escuetamente.
– Te queda muy bien. -Había un deje acusatorio en su voz. Hubieran preferido encontrarme demacrada y con los ojos hinchados por el llanto-. ¿A que sí, Gwen?
– Hmm. ¿Dónde has estado?
– Intentando resolver ciertos temas.
– Menuda respuesta -me espetó Gwen.
– Es verdad -insistí.
Al fin y al cabo, en cierto sentido era verdad.
– ¿Has vuelto a trabajar?
– No exactamente. Un poco.
– Un poco. ¿Te has ocupado de tu situación económica, has ido al banco y a ver al abogado, has estado con sus padres, como dijiste?
– Lo haré en breve.
– Entonces ¿qué temas has resuelto?
– Eh… cosillas.
La evasiva era tan lamentable que me sonrojé hasta la raíz del cabello.
– Ellie, ¿en qué andas metida? -preguntó Gwen.
– No ando metida en nada.
Pero no pude mirarla a los ojos.
– Recuerda que somos tus amigas -intervino Mary.
Se había sentado a la mesa y mordisqueaba distraída una de las zanahorias que Gwen había traído.
El teléfono sonó repentinamente y me puse tensa. Pero sólo era el fijo; esperamos en silencio a que saltara el contestador. Se oyó la voz de Joe: «Ellie, Ellie, cielo. Soy yo. Cógelo». Se produjo una pausa y Joe repitió mi nombre antes de colgar.
– ¿Ves? Otro amigo angustiado.
Durante un instante pensé en contarles todo lo que había hecho. Pero para eso, ¿no tendría también que renunciar a mis subterfugios, a mis mentiras, a mis engaños y a mis obsesiones malsanas?
– Lo siento muchísimo -me disculpé-. De veras. Sé que he actuado de una forma rara, que no he hecho las cosas bien. No lo puedo explicar. He estado muy trastornada. -Me retorcí las manos, los dedos desnudos y sin anillos-. No dejo de pensar que todo se acabará arreglando.
– Hemos venido a ayudarte -aseveró Gwen-. Eso lo sabes. No nos alejes de ti.
– No -respondí.
– Ya que estamos aquí, ¿preparo un té? -propuso Mary-. Un té con galletas; después podemos salir. Esta tarde Eric se ocupa de Robin, así que estoy libre. ¿Qué dices? ¿Una peli y una cena, las tres, como antes?
Lo que me apetecía decir de verdad era que estaba cansada, inquieta, que el corazón me latía en el pecho como si fuera una pelota de goma, y que sólo tenía ganas de esperar al lado del teléfono, pero sus rostros cariñosos y familiares mostraban tanta preocupación que respondí:
– Me parece una idea estupenda.
Volví a casa justo después de medianoche y corrí a mirar el teléfono nuevo. No había mensajes, pero sí una llamada perdida. Lo cogí. Cuando lo tuve en la mano sentí que sostenía una bomba que podía explotar en cualquier momento. En la cama, con el móvil en la mesilla, a mi lado, noté que me invadían el nerviosismo y el temor; cuando al fin me dormí, caí en un sueño agitado y de imágenes perturbadoras.
Frances me dio un beso en cada mejilla.
– Me alegro mucho de que hayas venido. Tengo que salir pitando más o menos dentro de una hora y no volveré hasta media tarde. Si pudieras revisar el nuevo catálogo te lo agradecería un montón. Tengo que llevarlo después a la imprenta y está plagado de errores.
– No me importa hacerlo, pero ¿y Beth?
– Ah, se lo puedes enseñar, pero ella no tiene ni idea. En la universidad ha estudiado organización de eventos, lo que quiere decir que es prácticamente analfabeta.
– Vale. Haré lo que pueda.
– Pero primero vamos a tomar un café.
– ¿Lo traigo?
– No, no. Ya me ocupo yo.
Aquel día estaba agitada y parecía incapaz de quedarse quieta: no dejaba de ponerse y quitarse las gafas, de atusarse el cabello.
– ¿Estás bien? -le pregunté.
– ¿Yo? Sí. ¿Por qué lo dices?
– Pareces un poco acelerada.
– Es posible. Estoy pasando una época rara.
– No me extraña.
– Pero me alegro mucho de contar contigo, Gwen. No tengo muchas amigas con las que hablar.
Que me considerara su amiga me produjo una vergüenza enorme. Hundí la cara en la taza para ocultar mi expresión.
– Es curioso, ¿verdad? -prosiguió-. A veces me parece que las mujeres se muestran mucho más competitivas y son más perversas entre ellas que con los hombres. ¿No crees?
Seguramente estaba acordándose de Milena, pero entonces pensé en Gwen y Mary la noche anterior, en su lealtad y ese amor gruñón e inquebrantable, y negué con la cabeza.
– No siempre.
– ¿Tienes amigas íntimas?
– Algunas.
– Qué bien. -Parecía apesadumbrada-. Me alegro. Todos necesitamos amigos. Oye… hay una cosa de la que tengo que hablarte. De lo contrario, esta sensación de culpabilidad y de asco hacia mí misma va a acabar envenenándome por dentro. Me hace falta confesarme.
¿Qué podía decir? Le hice un gesto para que prosiguiese.
– En tus relaciones -comenzó-, ¿has sido siempre fiel?
– Sí -respondí, porque era la verdad.
– Debe de ser una sensación bonita.
Hablaba en una voz tan baja que apenas la oía. Me miró a los ojos durante unos segundos y después apartó la mirada. Se quedó con la vista fija en un punto del que me separaban varios centímetros.
– Cuando me casé -prosiguió- prometí cosas, pero no pensé a fondo en lo que significaban. Y David y yo… bueno, ya nos has visto. No nos va especialmente bien. Todo empezó hace algún tiempo. Él estaba ocupado, yo también, llevábamos vidas separadas… Poco a poco, sin darnos cuenta, nos fuimos alejando. Y yo me empecé a sentir sola, pero de eso tampoco me di cuenta. Sucedió de forma gradual. Un día supe que no era feliz. Mi vida no me gustaba, pero no podía escapar de ella. Entonces… -Hizo una pausa y me miró brevemente-. Joder, qué típico, ¿no? Conocí a un hombre. A un hombre muy especial. Me subió la autoestima. Como si él me hubiera reconocido, como si hubiera visto algo muy valioso detrás de la fachada que yo me había construido. -Se frotó los ojos con un gesto cansado-. Pero fue un desastre -continuó-. No sólo porque yo estuviera casada: durante una época eso no me importó en absoluto. Pero antes, él había estado con Milena.
Conseguí emitir un débil sonido. Tenía el corazón desbocado, y me dolía.
– Sólo había sido una aventurilla, pero ya sabes cómo era ella. No le sentó muy bien que él me prefiriera a mí. Por decirlo suavemente. Me empezó a odiar de veras. Cuando entraba en esta habitación, notaba que ese odio podía abrasarme. -Se estremeció-. Y entonces ella murió.
– Entonces… ¿ella sabía que tenías una relación con ese hombre?
– Ah, claro. Milena siempre lo sabía todo.
– ¿Él también estaba casado?
Apenas reconocí mi voz.
– ¿Tú qué crees, Gwen? Sí, lo estaba.
– ¿Quién era?
Su rostro se endureció.
– Esa no es la cuestión -respondió, casi con repugnancia-. ¿Qué importa eso?
– No quería…
– Ya se ha terminado, eso es lo único que importa. -Soltó una carcajada que se acercaba más al sollozo que a la risa-. Pasó una cosa. Todavía no lo entiendo. Es algo que me atormenta. Por eso se lo tenía que contar a alguien: para no volverme loca.
Se acercó a mí, pero en ese momento llamaron a la puerta. Se enderezó.
– Debe de ser mi taxi. -Me sonrió afligida-. Continuará.
Y tras eso se marchó, no sin antes echarse el bonito abrigo por los hombros, coger el bolso, lanzarme una sonrisa implorante y subir corriendo las escaleras. Oí el portazo en la entrada.
Me quedé inmóvil. Me costaba respirar. Tuve la sensación de que me clavaban unos puñales en el pecho, y la mínima inspiración me dolía. Tardé varios minutos en poder levantarme, pero me quedé allí sin saber qué hacer. La cabeza me daba vueltas. Todo resultaba turbio y confuso.
Pero había ido a trabajar, y eso hice: leí el catálogo a fondo y lo corregí para mandarlo a la imprenta. Cuando Beth llegó se lo di para que le echara un vistazo. Me preocupaba que se hubiera ofendido, pero nunca le molestaba que su carga de trabajo se redujera aún más. Mientras lo hojeaba, hablaba por teléfono y hacía té, yo archivé los pocos recibos y facturas que quedaban, atendí las llamadas e incluso puse un poco de orden. Todo ello con el móvil en el bolsillo, con esa única llamada perdida. Cuanto más trataba de no pensar en ello, menos lo conseguía: a mediodía era lo único que ocupaba mis pensamientos. Aparte del secreto de Frances, el que había estado envenenándola por dentro y que ahora había salido a la luz.
No podía llamar a ese número. ¿Qué iba a decir? Sin embargo, si no llamaba, todo el esfuerzo previo habría sido en vano. Se me ocurrió intentar buscarlo en las diferentes agendas de Milena. Empecé, pero desistí al cabo de poco porque era imposible.
Salí a la charcutería de la misma calle y nos compré algo de comer: paninis rellenos de verduras asadas, pesto verde y mozzarella fundida. Durante el almuerzo, Beth me preguntó por mi vida y no tardó en ponerse a hablar de la suya. Ambas nos sentíamos más cómodas así, y me contó los defectos de su novio actual.
Después estuve revolviendo papeles. Coloqué libros en las estanterías. Me saqué el móvil del bolsillo y lo dejé sobre la mesa. Lo volví a guardar: ojos que no ven, corazón que no siente, me dije con severidad. Hice más café, ahora más fuerte; me lo tomé cuando estaba aún tan caliente que me quemó la lengua y el paladar. Saqué otra vez el móvil y me quedé mirándolo, como si pudiera hablar. Pasé el correo desechado por la trituradora de papel y regué las plantas del alféizar. Cuando Beth se marchó a casa no pude contenerme. Saqué el teléfono, abrí el menú de las llamadas perdidas y pulsé la tecla de llamada, pero colgué de inmediato.
Volví a llamar y esta vez controlé mi nerviosismo. Escuché los tonos; cerré los ojos, tragué saliva e intenté respirar con normalidad a pesar de que la sangre se me agolpaba en las sienes y de que me notaba el latido del corazón en los oídos.
– ¿Dígame? -respondió una voz masculina al otro lado de la línea.
Y ese «dígame» también llegó desde detrás de la puerta.
– ¿Quién…? -empecé a balbucear, aturdida, antes de comprender súbitamente.
Colgué, cerré el móvil, lo dejé en la mesa, se deslizó por la superficie brillante y cayó al suelo con cierto estrépito.
– ¿Dígame? -repitió la voz detrás de la puerta, ahora enfadada-. ¿Quién es? ¿Dígame?
Yo temblaba tanto que apenas podía mantenerme erguida en la silla. La puerta se abrió.
– Hola, Gwen -saludó David mientras se volvía a meter el teléfono en el bolsillo.
Fingí estar tan concentrada en el trabajo que apenas podía hacerle caso. Miré algunos números y subrayé varios de ellos. Tenía el pulso inestable, y el bolígrafo trazó unos garabatos incomprensibles sobre la hoja. David. Así que era él, pensé.
Me veía incapaz de hablar con coherencia. Casi no podía respirar. Pero me obligué a responder, como una persona normal:
– David, ¿cómo estás?
Aunque él me había dirigido la palabra, no pareció oír mi respuesta. Empezó a pasearse, inquieto. Yo me quedé mirando la hoja e intentando asimilar lo que acababa de descubrir. Era tan abrumador que sólo lo podía procesar poco a poco. David era uno de los amantes de Milena. Esos correos tiernos y efusivos eran suyos, aunque normalmente se mostrara tan irónico y tan socarrón. Milena había estado en esa oficina leyendo sus mensajes, escribiéndole, mientras Frances se encontraba a pocos metros. Y él, ¿cómo había sido capaz? ¿Con la amiga y socia de su mujer? ¿Delante de las narices de Frances? ¿Y cómo había sido capaz ella? ¿O tal vez no lo estaba interpretando bien? A lo mejor ésa era precisamente la gracia. Dicen que no tiene sentido apostar pequeñas cantidades de dinero. Tiene que dolerte cuando pierdes. A lo mejor en la infidelidad pasa lo mismo. Cualquiera puede echar una cana al aire en un viaje de negocios, en un congreso en otro país. Lo realmente emocionante es hacerlo como un ilusionista, arriesgándote a que te descubran a cada instante, presenciando la ignorancia de tu víctima.
Al acordarme de los correos de Milena, de lo fríos y manipuladores que eran, pensé que quizá no le interesara tanto el sexo como el poder. Quizás el sexo era para ella la demostración de que podía tener al hombre que quisiera. De que podía vencer a cualquier mujer en cualquier circunstancia. ¿Era capaz Greg de resistirse a eso? ¿Tan distinto era del resto?
Intenté recordar lo que David me había contado de Milena y Frances. En todas esas conversaciones en que yo le había mentido, él también lo había hecho; del mismo modo que había engañado (¿o no?) a Johnny y a Frances. Bueno, en ese caso, no era el único. También estaba Frances con su infidelidad. Se habían engañado el uno al otro.
– ¿Y Frances?
Me sentí como alguien muy, muy borracho que trata de parecer sobrio, y que no sabe si el papel resulta convincente o ridículo.
– No lo sé -respondí, vocalizando cada palabra-. En algún momento de esta tarde ha quedado con los de la imprenta.
– No te preocupes, la localizaré por teléfono.
No podía soportar aquello por más tiempo. Me levanté y cogí la chaqueta. Él me lanzó esa mirada escrutadora que tanto me costaba interpretar.
– No te estoy echando, ¿verdad?
– Tengo una reunión. Debo irme.
– ¿En el instituto?
– No -repuse, pero no di más detalles. No quería arriesgarme a contar más mentiras y que éstas me maniataran-. Dile a Frances que luego la localizaré por teléfono, por favor.
Me dirigí a la puerta. Mientras la abría, David me llamó. ¿Qué pasaba? ¿Había cometido algún fallo?
– Perdona, Gwen, se me había olvidado una cosa.
– ¿El qué?
– ¿Quieres comer mañana con nosotros?
– Claro.
– Va a venir Hugo Livingstone. Nos ha parecido una buena idea que estuvieras tú. Hugo no se ha recuperado después de lo de Milena. Le sentaría bien ver a una amiga.
– Estupendo -acepté con la voz trémula-. Me apetece mucho.
Durante el trayecto de vuelta tuve la impresión de que me había manchado con algo. Había levantado una piedra y había encontrado cosas horribles y viscosas, pero ¿qué sacaba de aquello? ¿De qué me había enterado realmente? En cualquier caso, me sentía contaminada. Al llegar a casa me di una larga ducha para quitarme a Gwen de encima, para zafarme de los engaños y los líos. Me quedé allí hasta que el depósito casi se vació y el agua comenzó a salir tibia. Después me puse unos vaqueros deshilachados y un jersey viejo y con agujeros. Salí al jardín durante un rato y sentí la oscuridad fría en el rostro.
Pensé en llamar a Gwen y proponerle que viniera, pero sabía que esa noche había quedado con Daniel. ¿Mary? Le tocaba cuidar de Robin, y no soportaba tener que darle conversación mientras ella abrazaba aquel cuerpecillo y arrullaba esa cabecita de terciopelo. ¿Fergus? Estaba con Jemma, esperando a que rompiera aguas. ¿Joe? Si lo llamaba, aparecería en un abrir y cerrar de ojos con una botella de whisky y su brusca ternura, me llamaría «cielo» y me haría llorar. Estuve a punto de coger el teléfono, pero entonces me imaginé cómo debían de verme: la pobre Ellie, hundida en la miseria, sola, necesitada, triste, sin pasar página, aferrándose a los demás.
Volví a la cocina y llamé a Profesionales de la Fiesta; sabía que Frances no estaba y que lo único que tenía que hacer era dejar un mensaje diciendo que no iba a regresar, y deseándole lo mejor. Después abrí el cajoncito de la mesa, en el que metía los folletos, octavillas y facturas, y saqué la lista que me habían dado las agentes de policía unas semanas antes, el folleto con los teléfonos de ayuda para las víctimas, los damnificados, los heridos, los afligidos, los desesperados.