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Judy Cummings era una mujer baja y regordeta que acababa de entrar a la madurez. Tenía una abundante y áspera melena de cabello castaño oscuro con algunos mechones grises, cejas tupidas sobre unos ojos castaños y luminosos, y se arrebujaba en una rebeca larga y gruesa. Me estrechó la mano de forma firme y breve. Yo temía el apretón de manos de una terapeuta especializada en duelos, que durara demasiado y que intentara convertirse en una condolencia, una intimidad falsa que me habría llevado a salir corriendo. Pero se mostró casi distante.
– Siéntate, Ellie -me pidió.
La sala era pequeña y acogedora, y estaba vacía a excepción de tres sillas bajas y una mesita en la que, según advertí, había una discreta caja de pañuelos de papel.
– Gracias. -Me notaba tensa; me costaba hablar-. No tengo ni idea de por qué he venido. No sé qué decir.
– ¿Por qué no empiezas por el principio, y vemos adonde te lleva eso?
Así pues, empecé con la llamada a la puerta de esa tarde de lunes de octubre. No la miré mientras hablaba; me encogí y me tapé los ojos con las manos. No le conté mis labores de detective aficionada, ni mi convencimiento de que Greg no tenía una amante. Sólo le hablé de su muerte: eso consumió todo el tiempo.
– Me siento tan deprimida y vacía -dije al fin-. Ojalá pudiera llorar.
– Seguro que lo acabarás haciendo. -Su voz sonaba ahora más suave, más queda; me parecía que la sala estaba más oscura, como si la luz se hubiera desvanecido durante mi estancia y nos hubiéramos sumido en un mundo crepuscular-. Estás sintiendo muchas cosas, ¿verdad? Pena, rabia, vergüenza, soledad, miedo al futuro.
– Sí.
– Y te ves obligada a mirar el pasado de forma distinta.
– Mi felicidad. Yo creía que era feliz.
– Claro. Estarás dudando también de eso. Pero al venir aquí has dado un paso muy importante en el proceso.
Me quité la mano de la frente y mi mirada se cruzó con la de sus ojos castaños.
– Duele mucho -declaré-, este proceso.
Concertamos una cita para la semana siguiente, y al salir de su consulta me fui a hacer la compra. Me había prometido empezar a cuidarme. Se habían acabado los armarios vacíos y los picoteos de medianoche, comer de pie queso y puñados de cereales secos. Comidas regulares, un trabajo regular; un trabajo, sobre todo, sin engaños. Metí en el carro pasta, pesto verde, arroz, parmesano, aceite de oliva, seis huevos, latas de sardinas y de atún, lechuga, pepino y un aguacate. Muesli. Pechugas de pollo, filetes de salmón. Es difícil comprar para una sola persona, todo viene en raciones para dos. «Para compartir», rezaba la inscripción del pan sueco que cogí. Esa noche me prepararía una cena sencilla. Me sentaría a comer con una copa de vino. Y de postre -lo apreté para ver si estaba maduro y lo puse en el carro-, un mango. Leería un libro, me acostaría a las once y apagaría la luz.
Las cosas no salieron así, aunque empecé bien. Escuché el contestador, llamé a los padres de Greg y quedé con ellos el fin de semana siguiente. Miré mi móvil y vi que tenía tres mensajes de voz y dos de texto de Frances. En esencia decían lo mismo. «Te necesito. Beth no está. Me he quedado sola. Vuelve, por favor.» Encendí el nuevo móvil de prepago y vi tres llamadas perdidas de quien ahora sabía que era David. Puse un CD de jazz, fregué los platos que había en el fregadero, mariné una de las pechugas con cilantro y limón y metí la otra en el congelador junto a las rodajas de salmón. Llegué incluso a abrir la botella de vino, a poner en la mesa un plato, un cuchillo y un tenedor, a colocar una sartén encima del fuego para calentar el aceite. Pero me interrumpió el timbre; aparté la sartén y fui a ver quién era.
Al abrir y ver a mi visitante estuve a punto de dar un portazo, pasar la cadena, subir al piso de arriba, taparme con el edredón hasta la cabeza, taparme los oídos con las manos y aislarme del mundo y del caos imperante. Pero mientras lo pensaba seguíamos allí frente a frente, y lo único que pude hacer fue esbozar una sonrisa de boba y esperar que él no notara mi pánico.
– ¡Gwen!
– ¿Johnny?
– No me mires tan sorprendida; ¿creías que te iba a dejar desaparecer sin más? No puedes escapar tan fácilmente.
– Pero ¿cómo has descubierto dónde vivo?
– ¿Te molesta?
– No, aunque no recuerdo habértelo dicho.
– Escuché la dirección que le dabas al taxista aquella noche. ¿No me vas a invitar a pasar?
– Tengo la casa hecha un desastre. Igual deberíamos salir a tomar una copa -propuse, con toda osadía.
– Tú ya has visto cómo vivo yo. Ahora yo voy a ver cómo vives tú -declaró, y franqueó el umbral-. No tiene una pinta tan horrible.
– Estaba a punto de salir.
– Pues a mí me parece -afirmó mientras entraba en la cocina como si estuviera en su propia casa- que te ibas a hacer una cenita estupenda para una sola persona. ¿Nos sirvo vino?
– No -respondí-. Bueno, sí. ¿Por qué no? Media copa.
– Así que te gusta el jazz, ¿eh?
En la mesa había algunos sobres en los que se leía mi nombre: los cogí e hice una bola con ellos en el puño. Ay, Dios mío, y había una foto en la que salíamos Greg y yo pegada con un imán a la nevera. Me acerqué sigilosamente y me coloqué delante. Aunque tampoco importaba que Johnny la viera, ¿no? Me sentía incapaz de pensar. La cabeza me daba vueltas y el sudor me escocía en la frente.
– ¿El jazz? -respondí aturdida-. Sí.
Miré nerviosa en derredor. Había muchas cosas allí que podían delatarme. Por ejemplo, sobre el alféizar, y también metidas en el marco de la ventana, se veían varias postales con mi nombre, incluso con mi nombre y el de Greg. En el suelo, justo detrás del pie izquierdo de Johnny, estaba el trozo de papel que me habían pasado por debajo de la puerta: «¿Dónde estás, qué haces, por qué no me respondes las llamadas? ¡LLÁMAME YA! Muchos besos, Gwen».
De repente sonó el teléfono; si saltaba el contestador, alguien empezaría a decir insistentemente en voz alta: «¡Ellie, Ellie! ¡Cógelo, Ellie!».
– Un segundo -grazné, y salí disparada hacia el vestíbulo para responder.
– ¿Dígame?
Desde donde estaba vi que Johnny escudriñaba la foto de la nevera.
– Ellie, soy yo, Gwen.
– Gwen -repetí, como una idiota. Para enmendar el error lo volví a decir en tono neutro, como si aclarara mi identidad a la persona que me llamaba-. Sí, soy Gwen.
– ¿Qué dices? Pero si Gwen soy yo.
– Ya lo sé.
– ¿Puedo ir a tu casa?
– ¿Qué? ¿Ahora?
– Es que con Daniel… No iba a decirte nada porque tú… bueno, por todo lo que te ha pasado, pero he pensado que no era justo ni para ti ni para mí, porque al fin y al cabo…
– Un segundo. Perdona. Claro que puedes venir, pero dame media hora.
– Si te va mal…
– No. -Coño, ¿ahora Johnny iba a ponerse a mirar las postales?-. Media hora, amiga del alma. Tengo que colgar, hasta ahora.
Colgué bruscamente, pero descolgué el aparato para que no llamara nadie más. Volví a toda prisa a la cocina.
– No puedo quedarme mucho rato -le dije a Johnny, poniéndole la mano en el hombro para que se diera la vuelta y dejase de estudiar las postales del alféizar-. Vamos al salón y te terminas el vino.
– ¿Quién es el tío con el que sales en la foto? -me preguntó mientras nos sentábamos, él en el sofá y yo en la butaca…
Oh, Dios mío, ¡con la cartulina en la mesa, justo delante de él! ¿No la veía? Incluso desde donde yo estaba, el nombre de Milena, en mayúsculas y bien subrayado, destacaba en mi campo de visión.
– Un antiguo conocido.
– Me suena. ¿Puede ser que lo conozca?
– No.
– ¿Él es la razón de que seas tan huidiza?
No tenía sentido marear la perdiz.
– Sí. Lo siento, Johnny. La cosa es que… te lo tendría que haber dicho antes, pero no estoy preparada para meterme en otra relación.
– ¿O sea, que se acabó?
– Sí.
– ¿Crees que puedes actuar así y quedarte tan ancha?
– No era mi intención hacerte daño.
– Pues lo has hecho -me espetó mientras se levantaba.
Ahora se había acercado todavía más a la cartulina. Deseé con todas mis fuerzas que mirara hacia mí y lo hizo, con el resentimiento brillando en sus ojos.
– No voy a volver al trabajo -le anuncié-. Todo ha sido un error. Ya no tendrás que verme.
– Me inspirabas compasión. Parecías muy triste.
– Johnny…
– Creía que yo te gustaba.
– Me gustas.
– Las mujeres fingís muy bien. Como ella. Como Milena.
– Yo no me parezco a ella en nada -repliqué-. Somos polos opuestos.
– También pensé eso cuando te conocí -confesó-. A lo mejor me gustaste por eso; parecías tranquila, cariñosa. Pero me equivoqué. Las dos sois actrices. Las dos representáis un papel. -Lo contemplé; el pánico se apoderó de mí-. He visto cómo actúas al lado de Frances; eres doña Perfecta. Ha acabado confiando en ti y has conseguido que dependa de ti; cree que eres su amiga. A Milena también se le daba bien eso de convertirse en lo que el otro quisiera que fuera. Todo era una careta. Pensabas que habías atisbado a la Milena de verdad pero de pronto te dabas cuenta de que sólo era otra careta. Nunca olvidaré una ocasión en la que la vi hablando con un musulmán muy simpático sobre el ramadán, que había comenzado esa tarde; él le estaba contando que no podía comer después del alba ni antes del ocaso. Ella abordaba el tema con tanta comprensión e inteligencia que me pareció ver una faceta suya que hasta entonces no había descubierto. Pero una hora después, cuando estábamos en mi piso, lanzó una encendida diatriba contra el islam y los musulmanes. Habló con un virulento desdén del hombre con el que había sido tan amable. Aquello fue como ver el interior de su alma.
– Johnny…
– Me dije que debía echarla, que sólo me iba a causar dolor. Aunque no lo hice, claro: se quedó toda la tarde y toda la noche, y le preparé un brunch con huevos Benedict. -Soltó una amarga carcajada-. No hay que creer nunca a una mujer. Sobre todo cuando son agradables contigo.
– Eso no es justo -empecé a decir. Pero no tenía tiempo de discutir con él. Gwen iba a llegar, la Gwen de verdad-. Creo que debes marcharte.
– No me he terminado el vino.
– Debes irte. Lo digo en serio.
– Si quieres te preparo la cena…
– No.
– Estás sola; yo estoy solo; al menos, podemos ofrecernos…
– ¡No! -exclamé-. No he sido justa. No podemos ofrecernos nada.
– Dejas a Frances, me dejas a mí, pasas página. ¿Así de fácil?
– No vayas por ahí -le previne-. No estamos casados. Nos hemos acostado dos veces. Fue un error. Te pido disculpas. Ahora deberías irte.
Dejó la copa encima de la cartulina.
– Muy bien. Muy bien. -Me miró de hito en hito-. No eres como pensaba.
Tres minutos después de que Johnny se marchara llegó Gwen. Se echó a llorar bajo el umbral y la hice pasar, cerré la puerta y la abracé hasta que los sollozos cesaron.
– Soy una imbécil -dijo.
– ¿Qué ha hecho?
– Nada -y se sorbió la nariz larga y desconsoladamente.
– Pasa y cuéntame en qué consiste ese nada. Voy a preparar la cena, a no ser que ya hayas comido. ¿Quieres vino? Tengo una botella abierta.
– Gracias.
– Dime qué ha pasado.
– Pues que estuvo mucho tiempo con una mujer y luego ella se lió con un amigo suyo y a él le costó muchísimo recuperarse. Ya has visto cómo es: un buenazo. Y resulta que ella lo ha llamado porque la otra relación ha terminado. Y ahora él está con ella, supuestamente consolándola. Creo que ella quiere volver.
– ¿Todo esto te lo ha contado él?
– Lo último no.
– ¿Y él quiere volver con ella?
– Me ha jurado que es a mí a quien quiere. Pero no sé si creerle. Ya sabes la suerte que he tenido con los hombres. ¿Me das un pañuelo de papel?
– Toma. Y aquí está el vino.
– ¿Me estoy comportando como una imbécil?
– No soy quién para decirlo. Pero sí estoy segura de que, si te dejara, el imbécil sería él. Y da la impresión de que está siendo totalmente sincero contigo. Parece que te quiere mucho.
– ¿Tú crees?
– Lo que sé es que me pareció un hombre amable, leal y enamoradísimo.
– Es verdad. Lo siento. No sé por qué me he puesto así. Estaba sola en casa y de repente no he podido soportarlo.
– Lo entiendo.
– Ha sido tan maravilloso volver a tener pareja…
Me abrazó. Brindamos. Preparé el pollo y nos lo partimos, junto con una bolsa de ensalada. Fue una cena más bien escasa para dos mujeres muertas de hambre y emocionalmente agotadas, pero después dimos cuenta del mango y una gran cantidad de bombones de licor; nos sentamos en el sofá, tapadas con el edredón, vimos una peli y llamé a un taxi para que la llevara a casa.
Me desperté sobresaltada y miré el reloj de la mesilla. Acababan de dar las tres. Debía de haber soñado con Greg, porque no podía quitarme de la cabeza una imagen en la que él lanzaba uvas al aire e intentaba cogerlas con la boca, pero los granos caían rodando por todas partes. A lo mejor tenía que ver con lo que Johnny me había contado sobre el ayuno del ramadán. Era un sueño divertido, y también feliz. Me quedé tumbada en la oscuridad e intenté grabar mentalmente esa imagen.
Me desperté otra vez a las cinco. Algo me inquietaba, una idea difusa que no acababa de precisar. ¿Era algo que había visto? ¿Algo que alguien había dicho? Justo cuando me rendía y el sueño volvía a apoderarse de mí, lo vi claro.
Me levanté de la cama y me puse la bata. La casa estaba helada. Encendí el ordenador y, cuando se puso en marcha, busqué «ramadán» en Google. Sabía que siempre se celebraba durante el noveno mes del año; ese año había empezado el 12 de septiembre.
¿Cuánto rato me quedé ahí, mirando esa fecha? No lo sé, quizá no fuera tanto. Tuve la sensación de que el tiempo se ralentizaba. Al fin entré en el salón y consulté la tabla. La copa vacía de Johnny seguía encima de ella. La aparté y estudié las cuadrículas. Mi respiración resultaba perfectamente audible en la habitación vacía. Abrí el cajón de mi escritorio y saqué el menú que Fergus me había dado: eché un vistazo a la fecha de la parte superior y al mensaje escrito a toda prisa: «Querido G, esta noche has estado maravilloso. ¡La próxima vez quédate a dormir y te enseñaré posturas nuevas!».
La noche del 12 de septiembre era el único momento en que sabía a ciencia cierta que Greg había estado con Milena. Pero ahora había descubierto que no era así, puesto que en ese momento ella estaba con Johnny.