174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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Capítulo 23

Estuve tentada de cancelar la siguiente cita con la terapeuta. No lo hice, pero al llegar tuve la sensación que estaba engañando a alguien, que era lo mismo que sentía fuera donde fuera e hiciera lo que hiciera. Me invitó a sentarme y ella ocupó la silla que había frente a mí, pero no de un modo inquisitorial.

– Bueno. ¿Cómo te ha ido la semana, Ellie?

Pensé en responder: «Bien» y no ahondar más. Pero entonces decidí que allí, en aquel espacio protegido, podía intentar contar la verdad, aunque no toda, desde luego.

– La semana pasada me dijiste que estaba atravesando un proceso -empecé-. Y creo que he retrocedido un poco. Bueno, muchísimo.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Parecía perpleja.

– La semana pasada me preguntaste si había aceptado que Greg, mi marido, me había sido infiel. Respondí que sí. Para mí fue durísimo dar ese paso. Ahora he dado otro paso difícil, que es dudar de eso. Ya no estoy segura. En realidad, cabe la posibilidad de que no me fuera infiel.

Judy no pareció molestarse. Proseguí antes de que ella pudiera tomar la palabra, porque sabía que aún debía reconocer cosas peores, y que era mejor soltarlas. Mientras tanto, ella me observaba.

– Vengo directamente de la comisaría -declaré-. He llamado para que me recibiera un inspector. Hasta ahora, casi siempre había tratado con una agente. Sospecho que le habían ordenado que me cogiera de la mano y me tranquilizara, como una especie de terapeuta aficionada. En esta ocasión me cercioré de que me concertasen una reunión formal con alguien que tuviera capacidad para tomar decisiones.

»Voy a ser sincera contigo, aunque acabes creyéndome más loca de lo que ya piensas que estoy. -Hice una pausa y esperé que me interrumpiera, que me asegurara que no pensaba que estuviera loca, pero siguió callada, así que continué-: Habría sido mucho más fácil demostrar que Greg había tenido una relación con esa mujer, y lo cierto es que encontré una prueba, o eso había creído. ¿No me vas a preguntar cuál era la prueba?

– No estoy del todo segura de que ésa sea mi función -repuso con aire atónito.

– Era una nota escrita en un menú, el menú de una cita entre dos personas, en la que se hablaba de ese encuentro. Parecía constituir una prueba de que, efectivamente, habían sido amantes, y de que él había conseguido, no sé cómo, ocultármelo. Tendría que haber supuesto un alivio, y quizás así fue. Pero después he descubierto… -Sentí un acceso de terror, como si se hubiera abierto un abismo ante mí, al pensar que iba a contar a Judy los detalles de mi descubrimiento-. No voy a entrar en los pormenores; me limitaré a decir que ahora sé, sin ningún género de duda, que ese día Milena no pudo haberse acostado con mi marido, porque se acostó con otro. Y saber eso me ha planteado un problema… en realidad, dos. El primero es que no puedo olvidarme del tema y pasar página. El segundo es que, al volver a confiar en Greg, obtener una prueba se convierte en algo mucho más difícil e inalcanzable.

Quise ser lo más sincera posible: le conté cómo había elaborado las tablas, que las había comparado y que, esa mañana, las había metido en una carpeta enorme y las había llevado a la comisaría. Me habían conducido a una sala de interrogatorios y yo las había desplegado ante los ojos desconcertados del joven inspector. Le había contado los detalles más importantes mientras él consultaba un informe bastante parco.

– Sabía que no iba a convencerlos -añadí al fin-. ¿Qué es lo que se suele decir? Que para entender a alguien, tienes que estar de acuerdo con él. Para la policía, lo más importante del caso es que está cerrado, que le han dado carpetazo. La verdad no les importa; lo que cuenta son las estadísticas. Si reabrieran el caso y lo resolvieran, tendrían las mismas estadísticas que ahora, pero habrían tenido que trabajar mucho más.

Judy se miró el reloj.

– Lo siento -me disculpé-. ¿Te estoy aburriendo?

– Iba a decir que se nos ha acabado el tiempo. Suelo ser muy estricta con eso. Resulta útil que los pacientes sepan que el tiempo es limitado. Aunque hoy voy a hacer una excepción y vamos a seguir unos minutos. ¿Qué dijo el inspector?

– Muchas cosas, todas negativas. Examinó mis tablas y llamó a otro oficial para que las mirase también, pero no creo que fuera porque le parecieran interesantes o convincentes. Es más probable que lo juzgara todo tan raro que necesitara un testigo para que no pensaran que se lo estaba inventando cuando lo contase en el pub. Me dijo lo que llevo escuchando desde el principio de todo esto. Es decir, que no he demostrado que Greg y Milena no fueran amantes. Sólo he demostrado que no estuvieron juntos en esos días concretos. Que a lo mejor no mantenían ninguna relación, y que si así era, esperaba que eso me brindase cierto consuelo.

»Eso desencadenó una discusión algo acalorada entre nosotros. Le dije que ni siquiera había encontrado pruebas de que se conocieran. Él me respondió que, si nos poníamos así, eso tampoco importaba. Que podían haberse conocido ese día. Que él la podía haber llevado en coche porque sí. Intenté hacerle ver que no daba igual: había una nota escrita por Milena a Greg, que había encontrado entre las cosas de Greg, referente a un encuentro sexual ocurrido en un día en el que era absolutamente imposible que se vieran. ¿Eso también le daba igual?

– ¿Qué te respondió? -preguntó Judy.

– Tú eres la psicóloga.

– Psiquiatra.

– Es lo mismo.

– Continúa.

– Supongo que ya sabes que, cuando una persona ha adoptado una postura determinada en un enfrentamiento, si le presentas pruebas que la contradigan se reafirma aún más en su opinión. No me pudo responder. Al menos con una respuesta coherente. Se limitó a decir que en todos los casos hay detalles que no encajan y que tampoco había que buscarle tres pies al gato. Que no le parecía necesario reabrir el caso; es posible incluso que añadiera que tenía que vivir la vida, o una frase hecha de ésas. Me dejó bien claro que no quería saber nada más de mí ni de mi teoría. Cogí las tablas, me marché y aquí estoy, contándotelo, aunque no espero que muestres más comprensión que el inspector Carter.

– Hay una cosa que no entiendo -observó Judy.

– ¿Qué?

– ¿Cómo confeccionaste la tabla de Milena? Entiendo que te resultara posible reconstruir los movimientos de tu marido, pero ¿cómo has podido hacerlo con una persona a la que no conocías?

Me maldije entre dientes. Mentir era mucho más difícil que contar la sencilla verdad, porque la verdad encajaba de forma automática.

– No era exactamente una tabla -repuse desesperada-. Tenía datos cogidos aquí y allá.

Judy se inclinó un poco hacia mí y adoptó una expresión perspicaz.

– Ellie, ¿hay algo que no me estés contando?

– Nada importante -respondí, con la incómoda sensación de que, al decirlo, la nariz me tendría que haber crecido, como la de Pinocho.

Hubo un silencio durante el cual Judy volvió a mirarse el reloj.

– Me tengo que ir -anuncié.

– ¿Qué dirías si tú fueras yo y te estuvieras escuchando?

– Seguramente creería que estoy loca. Y siempre he odiado mi voz cuando la he escuchado grabada. Desde dentro suena distinta. La verdad es que no me importa convencer a los demás. Sabía que a la policía no le iba a interesar pero, como ciudadana, creía tener la responsabilidad de transmitirles lo que había descubierto. También necesito saber la verdad. No hay más. Es lo único que me importa, o eso creo.

– Ellie, en una ocasión tuve una paciente, una mujer, cuya hija padecía un cáncer, y al cabo de un tiempo murió. Había ciertos indicios de que era posible que los médicos no hubieran detectado los primeros síntomas de la enfermedad. El padre se obsesionó con el tema cuando la niña aún estaba viva. Inició una campaña y emprendió acciones legales, y se enzarzó en una batalla judicial que duró años. Incluso es posible que todavía no se haya dictado sentencia. El hombre se prejubiló. La querella se convirtió en su trabajo. Yo no llegué a conocer los detalles del caso, pero el resultado fue el siguiente: el tiempo que debería haber pasado junto a su hija, cuando cada minuto era un regalo, y después, llorando su muerte, lo ocupó asistiendo a reuniones, presentando documentos y escribiendo cartas. A su mujer le decía que quería que saliera algo bueno de la experiencia de su hija, pero la mujer creía que él buscaba el modo de evitar enfrentarse a lo que había ocurrido, de no vivir el proceso. Se entregaba a un frenesí de actividad para no tener que pararse, pensar y sentir.

– Es posible que sus desvelos hayan cambiado los protocolos y que otros niños se hayan salvado -objeté-. Tú sólo querías que ese hombre dejara el tema para que él y su mujer se sintieran mejor. En todo caso, yo no soy como él. Yo no tengo una hija moribunda a la que atender. Ni una pareja a la que esté descuidando. El único modo en que ahora puedo descuidar a mi marido es dejando que la gente se haga una idea equivocada sobre él, que está muerto y no puede defenderse.

– Si eso es lo que crees, ¿por qué vienes? -inquirió Judy-Ya sabes que yo no soy policía. No puedo valorar las pruebas ni discutir los aspectos legales. Yo ayudo a la gente a curarse, para que no salgan ahí fuera y cometan locuras, para que no tengan que ajustar cuentas ni vengarse de sus enemigos. Sencillamente, para que se permitan ser normales.

– Por eso vine -repuse-. Para no olvidar ciertas cosas. Tú me recuerdas que hay otra forma de vivir. Como una persona que está muy deprimida y que intenta no olvidar que, en el futuro, llegará un momento en que lo verá todo de forma distinta. Llegará un momento en que saldré a comprar zapatos y a tomar copas y a ligar, y en que volveré a ser una buena amiga…

– Por cómo la describes, la normalidad parece frívola.

– No es mi intención. Lo que quiero decir es que venir aquí es como mirar por la ventana un jardín en el que me encantaría estar, y en el que quizás esté algún día. Pero por ahora no me voy a permitir ser normal, más bien al contrario. Me estoy permitiendo ser anormal. Voy a seguir con mis tablas y con mis teorías conspirativas, y no voy a desempeñar el papel de la viuda apenada que se resigna, que se convierte en una persona pasiva y esencialmente invisible.

Judy negó con la cabeza.

– El tema no funciona así. No se trata de un papel que uno elija. No puedes retrasar tu curación como si fueran unas vacaciones en el extranjero.

Reflexioné durante un instante.

– Es posible que en este momento esté de vacaciones -declaré-. Unas vacaciones en las que no tengo que ser normal ni simpática ni lo que los demás quieren que sea.

– Eso se llama duelo.

– No -repuse-. El duelo vendrá después, cuando ya sepa por qué guardo duelo.