174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

Capítulo 24

Sin embargo, había ciertas cosas que no podía retrasar, por muchas ganas que tuviera.

– Me produce pavor -le confesé a Gwen por teléfono antes de salir-. ¿Por qué me da tanto miedo? Casi parece una fobia.

– Pues no vayas. Di que te has puesto enferma.

– Lo mejor será que me lo quite de encima.

Había visto a los padres de Greg en el funeral, y desde entonces había hablado brevemente con ellos dos veces, había borrado varios mensajes suyos del contestador y otros tantos de sus hermanos y de su hermana Kate. Había intentado no pensar en ellos porque sabía que, aunque yo lo estaba pasando mal, ellos seguramente lo estaban pasando peor. Ningún padre debería enterrar a un hijo. Greg era el primogénito. Con independencia de cómo se habían portado con él en vida -el padre lo trataba con condescendencia, se metía con él y se ponía irascible en su presencia, y la madre lo comparaba con sus hermanos, más conservadores y más prósperos-, a su manera lo querían. Y seguramente todo resultaba aún más doloroso debido al hecho de que había muerto antes de que pudieran reconciliarse. Su última conversación (Paul había acusado a Greg de formar parte de esa generación egoísta que ni siquiera daba nietos a sus padres) había sido una discusión acalorada y enconada.

Me esperaban en la estación de Bristol Temple Meads; me subí al asiento trasero del coche y me incliné hacia delante para besarlos y darles las flores que había comprado.

– Llegas un poco tarde -me espetó Paul mientras ponía el coche en marcha y ajustaba el retrovisor: por un instante me encontré mirando directamente sus ojos ligeramente enrojecidos.

– El tren venía con retraso.

– Te habría sido más fácil coger el coche.

– No tengo coche -repliqué.

Las palabras se quedaron flotando en el aire. Yo no tenía coche porque Greg había muerto en él. Con otra mujer.

– Tienes un buen aspecto -comentó Kitty con poco entusiasmo mientras el vehículo se alejaba del bordillo y se unía a la fila que se dirigía a la carretera principal.

– Gracias. -Sabía que no era cierto-. Tú también, Kitty. ¿Qué tal todo?

Ella se dio la vuelta y me dedicó una sonrisa quejumbrosa.

– Tengo la nariz un poco taponada. Creo que estoy incubando un catarro.

– Vaya, lo lamento. Pero me refería a cómo va todo desde la muerte de Greg.

– Ah -repuso, cortada. Paul tosió. Estaba claro que el fallecimiento era un tema tabú-. Pues ha sido duro. Muy duro. Sobre todo por lo de…

Se calló. Los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a atusarse el cabello con nerviosismo.

– ¿Porque murió junto a otra mujer? -insinué.

Paul volvió a toser y anunció:

– Ya hemos llegado a nuestra humilde morada.

La casa estaba escrupulosamente ordenada y llena de las colecciones que habían ido acumulando a lo largo de los años: ositos de peluche en el sofá, dedales en la vitrina, una hilera de esferas de nieve en la repisa, gatos de cristal en la superficie del piano que nadie había tocado desde que Greg se marchó de casa a los dieciocho años. Había fotos en el alféizar, y las miré cuando Kitty fue a buscar la comida.

– ¿Dónde están todas las fotos de Greg? -pregunté a Paul.

Soltó otra tos seca.

– Hemos pensado que igual te gustaría tenerlas. Las he metido en una bolsa para que te las lleves, junto con otras cosas, como sus notas del colegio.

– ¿No las queréis vosotros? Yo pensaba que ahora más que nunca…

– Esto ha sido muy doloroso para su madre -me interrumpió-. Las fotos la entristecen.

Kitty dio una voz desde la cocina para anunciar que la comida estaba lista. Nos sentamos a comer y me obligué a decir lo que había ido a decir:

– Uno de los motivos por los que he venido es que quería daros varias cosas de Greg como recuerdo: a Ian, Simon y Kate, y también a vosotros dos. Son libros, sobre todo algunos que me ha parecido que os gustarían. También hay fotos. Pero si no los queréis…

– Bueno -dijo Paul, guiñándome un ojo-, al menos podemos echarles un vistazo.

– Os he traído la única corbata que tenía.

– Paul es muy puntilloso con las corbatas -aseveró Kitty-. No le gustan las florituras.

– Sólo es un recuerdo.

Estábamos sentados cada uno en un lado de la pequeña mesa, con una ensalada de huevo y curry en el centro, y el cuarto lado -en el que habría estado Greg, con una sonrisa cómplice dedicada a mí- se hallaba vacío. Kitty repartió cuidadosamente la ensalada en tres platos y me puso el mío delante. Sentí su mirada clavada en mí. Ni a Paul ni a ella les había caído nunca muy bien: tenía un trabajo demasiado raro, que no constituía una ocupación seria; me vestía raro; y no les gustaban mis opiniones, cosa que no dejaba de ser curiosa, porque yo no consideraba que tuviera opiniones muy definidas. Pero ahí estaba: la nuera públicamente humillada y trágicamente enviudada.

– Ellie, ¿no tienes hambre? -me preguntó Kitty.

– Está buenísimo. -Mordí el huevo con decisión y tragué haciendo un esfuerzo-Pero quería decir que me parece raro que nunca hayamos hablado de lo ocurrido.

Paul adoptó un gesto sombrío y azorado y se quedó callado.

– Yo no me metía en la vida de Greg -declaró Kitty plácidamente-. Si hubiera acudido a mí y me hubiera contado que no era feliz, le habría escuchado. Al fin y al cabo, soy su madre. Supongo que debía de tener sus motivos para hacer lo que hizo.

– El nuestro era un matrimonio muy feliz -afirmé, apartando el plato.

Los dos se miraron.

– Debe ser duro de sobrellevar -aventuró Kitty.

– No hay nada que sobrellevar -repliqué-. Ése es otro de los motivos por los que he venido. Quería deciros que Greg era un buen hombre. Un marido muy cariñoso. -Consulté el reloj de pared: sólo llevaba allí veinticinco minutos. ¿Cuándo podía marcharme sin quedar fatal?-. Yo confiaba en él. -Enseguida me corregí-: Confío en él.

* * *

– Ha sido horrible -le confesé a Joe, que se había empeñado en salir antes del trabajo para recogerme en la estación y llevarme a casa, aunque habría tardado mucho menos con el metro, y además no quería volver a casa.

El interior del BMW era cálido y lujoso, y me hundí agradecida en el asiento. El sonrió y me puso una mano en la rodilla. Fingí no darme cuenta, y él la apartó para cambiar de marcha.

– No me extraña -dijo-. No te olvides de que yo también los conozco. No sé cómo Greg pudo salir de una familia así. Al menos has cumplido con tu obligación.

– Les he llevado libros que no querían, fotos que me han devuelto y recuerdos que intentaban borrar. Ha sido un suplicio para todos.

– ¿Y a qué te vas a dedicar ahora?

– A hacer cosillas.

– ¿Estás trabajando?

– Un poco -contesté de forma evasiva.

– Me alegro. Tienes que retomar tu vida, Ellie.

– Ya, tienes razón.

– Pareces algo cansada. ¿Estás bien?

– Tengo mis días.

– Si necesitas hablar con alguien…

– Ya he hablado suficiente. No paro de repetir lo mismo una y otra vez. No hay nada que decir que no haya explicado ya.

– ¿Vas bien de dinero?

– ¿Qué?

– Dinero -insistió-. ¿Tienes suficiente?

– Sí, gracias. O eso creo. No lo he revisado todo. Me ha podido la desidia. Greg y yo no ahorrábamos mucho, pero tampoco gastábamos demasiado.

– Te puedo dar un poco. Prestar -añadió, corrigiéndose al instante-. Si tienes problemas de liquidez.

– Te lo agradezco. Pero creo que no me hará falta.

El coche se detuvo delante de mi casa. Me acerqué para darle un beso en la mejilla pero él volvió el rostro y, antes de que me diera tiempo a reaccionar, me besó en los labios. Me zafé de él.

– ¿Se puede saber qué haces?

– Besarte.

– No hagas el idiota. Eres mi amigo. Eras amigo de Greg. Y estás casado con Alison. No sé en qué líos te metes a sus espaldas. Pero conmigo, no.

– Lo siento, lo siento, lo siento -se disculpó, con un gemido que también tenía algo de carcajada-. No sé qué me ha pasado. Eres una mujer preciosa.

– ¿Y te abalanzas sobre todas las mujeres preciosas?

Él levantó las manos en un gesto burlón de rendición, intentando convertir aquello en una broma.

– Sólo las que me parecen irresistibles.

– Pobre Alison -dije, y vi que un destello de rabia aparecía en su rostro.

– Alison no tiene nada de que quejarse. Nuestro matrimonio es estupendo.

– Voy a olvidar lo que ha sucedido. Pero que no se repita jamás.

– No te preocupes. Lo siento, cielo.

Lo miré como si fuera un espécimen exótico y extraño al que estuviera estudiando.

– ¿Te resulta fácil? -¿El qué?

– Tener una amante y después volver a casa por la noche.

– Así dicho, pareciera que lo hago continuamente.

– ¿Y lo haces?

– ¡Claro que no! Tú me conoces.

– ¿Y ahora? ¿Estás con alguien?

– ¡No!

Pero algo en su voz, en su gesto, me dijo que mentía.

– Venga, Joe. ¿Quién es?

– Nadie.

– Sé que no es cierto. ¿Está casada?

– Mira que eres tozuda. Desde la muerte de Greg ves adulterios y engaños por todas partes.

– ¿Es alguien del trabajo? ¿La conozco? Sí que la conozco, ¿verdad?

– Ellie…

Soltó una risa tímida, como si aquello fuera un chiste buenísimo.

– Dios mío, ya sé quién es.

– No digas tonterías. Te lo estás imaginando todo.

– Es Tania, ¿verdad?

– ¡No!

– ¡Joe!

– Pero no significa nada, te lo aseguro. Ella es tan joven y tan lanzada…

– Por Dios, Joe -le espeté. Noté que la ira se acumulaba en mi interior mientras contemplaba su rostro apuesto y de facciones marcadas, su boca risueña-. Si le doblas la edad.

– A lo mejor ahí está la gracia, Ellie -repuso-. Y a lo mejor deberías dejar de juzgar a todo el mundo.

– Yo no juzgo.

– Sí que lo haces, y entiendo tus motivos.

– No es mi intención. Pero no soportaría que Alison sufriera.

– No va a sufrir, te lo prometo. Y lo de ahora… -señaló el interior del coche, como si el beso aún flotara en el aire- ha sido un error por mi parte. La muerte de Greg me ha dejado un poco aturdido. Perdóname.

* * *

Una vez se hubo marchado entré en casa, pero sólo para dejar la bolsa con las cosas de Greg que había traído de casa de sus padres. Me dirigí al metro mientras los ojos me lloraban por el viento del este. Había decidido pese a todo volver a Profesionales de la Fiesta, y tenía muchas ganas de llegar, aunque no sabía muy bien qué haría allí aparte de seguir fisgando.

Quedaban trece minutos para el siguiente tren, y quise llorar de impaciencia. Me paseé por el andén. Tenía tres nuevas piezas por añadir al Rompecabezas Más Difícil del Mundo: Milena mantenía una relación con el marido de Frances; Johnny había pasado con Milena la única noche en la que yo tenía pruebas de que ella estaba con Greg; el menú con la nota de Milena para Greg que finalmente había descubierto Fergus entre las páginas de un libro era en ese caso…

Me detuve; el cerebro me dolía por el esfuerzo de encajar toda aquella información que amenazaba con salir volando en todas direcciones. ¿En ese caso qué? En ese caso, esa nota era una errata, un desliz, una burla, una pista falsa, un fallo, una contradicción, un engaño, un misterio: algo creado para volverme loca.

Llamé al timbre y, como Frances no abría, entré con la llave que aún tenía. Saludé desde lo alto de las escaleras. La luz del sótano estaba encendida. Sabía que Beth estaba de vacaciones; pensé que Frances andaría por allí, pero no obtuve respuesta. Bajé mientras me zafaba del abrigo y me quitaba la bufanda; los tiré en una butaca al entrar en la sala.

Se veía que Frances había estado allí hacía un rato y que tenía intención de volver. La calefacción estaba encendida y el flexo de su mesa también, aunque en el resto de la habitación reinaba la penumbra, y había una taza al lado de su ordenador, junto al que también había dejado las gafas y varios folletos de agencias de viajes, de papel satinado, con destinos exóticos.

Husmeé incansablemente por todas partes. Saqué libros al azar de las estanterías, abrí los cajones del escritorio y miré el interior: un cajón para los recibos, otro para artículos de papelería, otro para menús viejos, folletos y botellas vacías. Me notaba más inquieta que de costumbre, ahora que sabía que David había mantenido una relación con Milena, y Frances otra con… ¿con quién? Las horribles sospechas me reconcomían, aunque sabía que lo más probable era que fueran infundadas. Frances tenía un marido que la engañaba delante de sus narices con su socia; además, una mujer a la que consideraba su amiga había aparecido ocultando su identidad, se había ganado su confianza y ahora pasaba el rato desenterrando sus secretos más íntimos.

Después me senté delante de la enorme mesa de Milena, encendí la lamparita y el ordenador y tamborileé con los dedos sobre el teclado mientras esperaba a que el sistema se pusiera en marcha. Reinaba un gran silencio. Oía el zumbido de los radiadores y el embate del viento en los cristales. De vez en cuando pasaba un coche o se escuchaba un portazo a lo lejos. Ya había oscurecido bastante, y la sala estaba casi en penumbra, iluminada sólo por los dos haces de luz que proyectaban las lámparas. Me acometió de pronto el impulso abrumador de volver al desorden de mi casa, pero no sola, no en ese presente solitario. Quería estar allí con Greg, con las cortinas echadas, el hervidor de agua encendido, que él cantase a voz en cuello, desafinando, mientras preguntaba qué íbamos a cenar, leer las definiciones de los crucigramas que ninguno de los dos acertábamos, que me abrazase por detrás y me apoyase la barbilla en la coronilla. Mi mundo seguro, por espantoso que fuera el exterior.

Me recorrió un escalofrío; me concentré en la pantalla, escribí la contraseña de Milena y volví a acceder a su caótica vida íntima. Oí unas pisadas en la acera que se acercaban, pero después se alejaron. Un perro ladró. Abrí otra vez los mensajes de David y me quedé con la vista clavada en ellos, como si hubiera un secreto escondido entre líneas.

– Ay, Greg… -me lamenté en voz alta.

Me incliné hacia delante, acerqué la silla a la mesa y apoyé la cabeza en los brazos. Toqué algo sólido con el pie. Me incorporé y volví a apartar la silla. Me agaché un poco para ver qué había ahí debajo.

Una bota en el suelo; pero una bota que no pesaba mucho, ¿verdad? Eran dos, negras, con una elegante puntera puntiaguda y tacones cortos y afilados. Todo empezó a darme vueltas; tuve la sensación de que las paredes se iban a caer sobre mí. Noté un sabor amargo en la boca. Me agaché más. Escuché un gemido, y había salido de mí, pero no reconocí mi voz. Me incorporé; el suelo se movía bajo mis pies, el sudor me corría por la frente y tuve que agarrarme a la mesa para no perder el equilibrio. Entonces la vi. Su cadáver estaba hecho un ovillo debajo del escritorio pero la cabeza le sobresalía, y tenía los ojos clavados en mí. Me eché hacia atrás tambaleando mientras me tapaba la boca con la mano. Cerré los ojos, pero al volver a abrirlos ella seguía ahí. ¿Cómo había podido no verla hasta entonces?

No sé cuánto tiempo me quedé así, casi a punto de vomitar, contemplando esos ojos sin vida. Poco a poco recobré cierta serenidad. Primero debía cerciorarme de que estaba muerta. Sabía que lo estaba -no hace falta estar familiarizado con la muerte para reconocerla-, pero tenía que comprobarlo. Me acuclillé y saqué el cadáver de debajo de la mesa. Pesaba, y costaba moverlo. Le acerqué el oído a la boca y no noté aliento alguno; apliqué el dedo pulgar al lugar en que debería haber pulso y no noté nada. Tenía cardenales en el cuello y los labios algo azulados. Esa imagen me infundió un terror nuevo, aunque ya sabía que aquella muerte no se debía a causas naturales desde el instante en que había visto el cuerpo agazapado debajo de la mesa. Le di un débil masaje en el pecho, consciente de que era inútil. Pero estaba caliente. Debía de haber muerto pocos minutos antes. Le sostuve la cabeza entre las manos y contemplé ese rostro alargado e inteligente, esos ojos ciegos y abiertos. Frances me devolvió la mirada. La preciosa falda de lino se le había subido por encima de la rodilla. Me di cuenta de que esas piernas eran las de una mujer de cierta edad, de que en su rostro había arrugas y surcos que no había advertido hasta ese momento. Vi algunas canas entre las mechas del cabello. Tenía las muñecas finas. De pronto se me ocurrió una cosa: era posible que el asesino siguiera allí. El miedo me dejó helada y me hizo estremecer; las piernas me temblaban, y cuando me levanté apenas me sostenían. Me quedé escuchando. Los radiadores seguían emitiendo un zumbido y oí el ruido lejano de la calle.

Con toda la calma y el silencio de los que fui capaz me puse el abrigo y la bufanda. Crucé la habitación, abrí la puerta de entrada, la cerré quedamente y salí a la calle sin mirar atrás. No sabía muy bien si había gente a mi alrededor. No fui consciente de nadie, y mi apariencia era suficientemente discreta para que nadie me recordara.

Mi primer impulso fue escapar, volver a casa, fingir que no había estado allí. Pero entonces pensé en Frances. ¿Me había asegurado de que, efectivamente, estaba muerta? Me parecía que aquello le había sucedido muchos años atrás a alguien que no era yo. Le había tomado el pulso. Parecía muerta. Pero ¿lo sabía a ciencia cierta? ¿Acaso no había personas a las que habían reanimado mucho después de una muerte aparente? Al doblar en la esquina de Tulser Road para salir a la ajetreada calle principal vi una cabina telefónica que no habían destrozado. Marqué el número gratuito 999. Desde algún rincón de la memoria recordé que las llamadas al 999 se grababan, así que intenté cambiar un poco la voz, que sonara algo apagada. Pedí una ambulancia, dije que había una mujer gravemente herida, quizá muerta, y di la dirección. Cuando la operadora me preguntó el nombre respondí que no se oía bien, que el sonido era malo, y colgué. Antes de llegar al metro me llegó el sonido de la sirena de una ambulancia, aunque no la vi. No sabía si era la que había pedido yo. Londres está lleno de ellas.

Entré en la estación; de repente la mano me empezó a temblar tanto que no pude sacar el abono del bolso; cuando lo conseguí, se me cayó al suelo y tuve que agacharme para recogerlo. Un joven se detuvo para ayudarme y me miró preocupado. Me preguntó si me encontraba bien, pero yo no podía hablar. Debió de pensar que tomaba algún medicamento fuerte. Necesité un esfuerzo sobrehumano para hacer las cosas más sencillas: coger el tren en la dirección adecuada, bajar en mi estación. Mientras tanto no dejaba de repetirme mentalmente, como un tic, como un grifo que gotea, como una ventana que repiquetea: «Francés está muerta, Frances está muerta».

Al llegar a casa subí directamente al piso de arriba, me quité la ropa, la tiré por el suelo y me di un baño. Permanecí allí más de una hora, vaciando el agua cuando se enfriaba y rellenando la bañera con más agua caliente; sólo me sobresalía la cabeza. Si hubiera podido, me habría quedado ahí toda la vida, caliente, mojada y a salvo. Me lavé la cara, el pelo; me corté las uñas de las manos y las de los pies como si me estuviera purificando. Después, a regañadientes, salí y me puse el que se había convertido en mi uniforme doméstico: unos vaqueros viejos, una sudadera amplia y zapatillas.

Me puse a limpiar la casa. Saqué todas las botellas de lejía y desinfectante y abrillantador que tenía en los armarios y estantes. Pasé trapos y cepillos y pulverizadores por todas las superficies. Llené dos bolsas enormes de basura y de cosas que no eran exactamente basura y de cosas que no eran para nada basura pero de las que prefería desprenderme, o de las que podía desprenderme sin que pasara nada. Me acordé de una de mis abuelas -la madre de mi padre-, que, al parecer, se había pasado toda su vida adulta limpiando. Su mera imagen evocaba un olor a ambientador de pino. Para ella, la limpieza era una forma de exhibición, una demostración constante de que tenía el cuarto de baño más reluciente que sus amigas. Para mí era una cuestión de purificar, de podar, de eliminar.

Miré la hora. Acababan de dar las siete. Cuando me hubiera deshecho de diez prendas de ropa, podía tomarme una copa. Fue fácil. Tiré enseguida la ropa que había guardado por motivos sentimentales, porque la había llevado en la adolescencia o en la universidad, o porque me la había regalado un novio o la había comprado en algún lugar concreto, en aquel viaje a Queensland o a Sevilla. Metí todas las prendas en otra bolsa de basura y vi que había cogido más de diez. Veinte, al menos. Me merecía una copa grande como recompensa. Además, si me tomaba una botella de vino entera, podría tirar también el envase.

En la estantería de la cocina tenía ocho botellas. Saqué el vino más añejo. Lo habíamos comprado en Francia un par de años antes; en aquel momento nos había parecido carísimo, unos diez o veinte euros. Era para una ocasión especial que nunca había llegado. Lo abrí y me serví una copa. Lo probé. Noté un regusto amargo. A lo mejor sabía a corcho. Pero a mí me valía. Quizás había que consumirlo con comida. No vi nada muy apropiado, así que preparé unas tostadas con mantequilla. Fui mordisqueando una de ellas mientras apuraba la copa. Miré en el armario y vi una lata de aceitunas que había olvidado. Al abrirla me corté el dedo con la tapa. Me lo envolví con un pañuelo de papel y me serví otra copa. Me comí una aceituna. Cada vez que comía, cada vez que bebía, vaciaba la casa un poco más.

Cuando sonó el timbre no había terminado la segunda copa, sin embargo ya estaba algo mareada. Abrí la puerta. Era Johnny.

– Anda, pasa -le dije sin entusiasmo.

Él entró y, aunque no era la primera vez que estaba allí, miró en derredor como si lo viera todo por primera vez. Cogí la copa.

– Estoy bebiendo vino. ¿Quieres?

– Vale.

Le serví un poco y se lo tendí. Dio un trago y mostró un gesto de aprobación. Cogió la botella y la estudió. Después alzó la vista y me miró a los ojos.

– ¿Te has enterado de lo de Frances?

– ¿Qué ha pasado?

– Ha muerto. La han asesinado. -Calló un instante-. No pareces sorprendida.

– Ya lo sabía.

– ¿Cómo?

– El cadáver lo he encontrado yo -respondí-. He llamado a la ambulancia.

Su perplejidad fue evidente. Dio un paso hacia atrás, como si le hubiera propinado un golpe.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué no estabas ahí cuando llegaron? ¿Por qué no has hablado con la policía?

– Me he venido directamente a casa.

– ¿Por qué?

– No estaba preparada para hablar de ello.

– Oye, las cosas no funcionan así -me espetó-. Si encuentras un cadáver tienes que quedarte en el lugar, hablar con la policía, todo eso.

– Hay demasiadas cosas que explicar.

– ¡No me digas! -Enarcó las cejas; un escalofrío de aprensión me recorrió el cuerpo-. Me ha llamado David. Entre otras cosas, me ha dicho que la policía quiere hablar con todos los implicados. Parece que les está costando localizarte. Para ser una persona que ha estado varias semanas trabajando en la oficina, no has dejado muchas huellas.

– No estaba contratada -aduje.

– Tu dirección no aparece por ninguna parte. Ni tu número de teléfono.

– Mi dirección la tienes tú. ¿Por qué no se la has dado?

Me invadió una repentina sensación de alarma. ¿Me había equivocado en mis conjeturas? ¿Sabía alguien que Johnny me conocía? ¿Lo sabía David?

– ¿Hay alguna razón para que no se la dé?

– No sé -respondí-. No lo tengo claro.

Él torció el gesto.

– No entiendo nada, y tampoco me gusta ni una pizca. Has encontrado el cadáver. ¿Qué problema tienes con contárselo a la policía? ¿No quieres ayudar? ¿Y por qué es tan difícil localizarte? ¿Tienes algo que contarme?

Quizá fue debido al recuerdo del cuerpo de Frances entre mis brazos, al vino o al puro cansancio, pero no fui capaz de seguir urdiendo mentiras, no en ese momento. Respiré hondo antes de hablar, porque sentía que iba a acceder a un mundo distinto y tenía miedo. El pavor me bajó la temperatura del cuerpo.

– No soy Gwen.

– No te entiendo. ¿Qué quieres decir con eso de que tú no eres Gwen?

– Lo que quiero decir es que no me llamo Gwen. Sí que existe una Gwen Abbott, es amiga mía. Yo tomé el nombre prestado. Se lo robé.

– Yo…

Se calló y se quedó boquiabierto, mirándome.

– En realidad me llamo Eleanor. Eleanor Falkner.

– ¿O sea, que has estado mintiendo? ¿Desde el principio?

– Sí.

– Así que cuando nos acostamos y yo dije tu nombre y tú te quedaste… No sé qué decir.

– Lo siento. Se me ha ido de las manos.

Él soltó una carcajada horrible.

– ¿Que se te ha ido de las manos?

– No es lo que piensas.

Se dejó caer en el sofá y derramó un poco de vino. Se sacó un pañuelo del bolsillo e intentó secarlo.

– Lo siento -se disculpó-. Deberías poner un poco de sal.

– Es un sofá viejo y cutre.

– Bueno, Eleanor. -Dijo mi nombre como si no lo hubiera oído nunca antes, como si fuera en otro idioma difícil de pronunciar-. ¿Por qué lo has hecho? ¿O debería llamar directamente a la policía?

Reflexioné durante un instante y después me senté junto a él. Le respondí que podía llamar a la policía si quería, pero que antes… Entonces le conté todo lo que pude, no de forma lineal sino a pinceladas, en desorden, añadiendo detalles y pequeñas explicaciones. Le hablé de Greg. Incluso fui a buscar la foto en la que aparecía con él. Johnny me había visto desnuda, se había acostado conmigo, pero ahora me sentí incluso más desnuda, más expuesta. Le expliqué cuál era mi vínculo con Milena. Al principio me hizo preguntas, pero a medida que yo avanzaba fue quedándose cada vez más silencioso, más sombrío. Cuando terminé se quedó callado largo rato.

– Ni siquiera sé por dónde empezar -declaró-. ¿Cómo has podido hacer algo así? Mentir a tanta gente…

– No lo planeé. Sólo quería ver dónde trabajaba Milena. Me pidieron que me quedara y una cosa llevó a la otra.

– Por poner un ejemplo, casi al azar: me utilizaste para conseguir la contraseña y leer el correo íntimo de Milena, cosas que ella no quería que nadie viera.

– No fue premeditado. Lo nuestro tampoco. Pero ella había muerto junto a mi marido. Necesitaba saber tanto como pudiera.

– Entonces yo no he sido más que un medio para llegar a ese fin. Como la contraseña de Milena, más o menos.

– No -protesté-. No ha sido así. No te he utilizado. Fue sólo algo que sucedió, y yo no lo impedí; aún no sé por qué.

Me miró con una expresión más intensa.

– Entonces, ¿significaba algo para ti? ¿No lo hiciste sólo para conseguir la contraseña?

– ¡Desde luego que no! En cualquier caso, fue un error. Estaba muy triste y confundida; no debería haberme acostado contigo.

– Pero lo hiciste. Y ahora han matado a una persona.

– Sí.

– Y quizá se deba a que tú has aparecido y has empezado a remover ciertos asuntos.

– Ya lo he pensado.

Él dejó la copa, me puso las manos a ambos lados del rostro y las bajó por el cuello. Me obligué a quedarme completamente inmóvil, aunque el terror me recorría todos los poros de la piel.

– ¿Quién crees que la ha matado?

– No lo sé.

– ¿Y si he sido yo?

– ¿Has sido tú?

Apartó una mano de mi cuello y me dio una bofetada tan fuerte que los ojos se me llenaron de lágrimas. Me quedé callada.

– Por mentirme -dijo, y se levantó.

– Espera -le pedí cuando se disponía a irse-. Tengo que enseñarte una cosa.

– ¿Qué?

Me acerqué a la cajonera, abrí un cajón y saqué el menú. Sin decir nada se lo entregué; él lo miró fijamente.

– No entiendo nada -repuso al fin-. ¿Por qué coño tienes tú esto?

– Lo encontraron entre las cosas de Greg. Por eso creí que había tenido una relación con Milena. Incluso aparece la fecha. Pero luego me contaste una cosa y me di cuenta de que el 12 de septiembre tú estabas con ella.

– Es que esto es mío.

– ¿Cómo que es tuyo?

– Me lo mandó a mí.

– Imposible.

– ¿Qué crees, que no me acordaría?

– Pero aquí pone «Querido G».

Él lo estudió durante unos segundos.

– No. Es sólo la terminación de la J; si miras de cerca, puedes ver el trazo que une las dos letras.

– ¿Y por qué estaba entre las cosas de Greg -pregunté con voz apagada-, si te lo había mandado a ti?

– Se lo devolví. Le devolví todas sus cosas cuando me dejó: fui a su casa y se lo tiré encima.

– Entonces lo tenía ella, no tú.

– Pensé que lo habría quemado o algo así.

Me froté el rostro, intentando concentrarme.

– ¿Y cómo llegó desde su casa hasta aquí?

Él se encogió de hombros.

– Ni lo sé ni me importa.

– Es posible que en realidad fuera Frances -afirmé en un tono lúgubre.

– Pero ¿qué coño dices?

– Frances también tenía un amante. A lo mejor…

– No quiero que me cuentes lo que piensas de Frances -respondió, airado-. Ha muerto. Un loco la ha matado. Déjala en paz, ¿vale? Ya te has pasado bastante. Era una buena mujer. Déjala tranquila.

– ¿Vas a llamar a la policía? -inquirí.

– Eso te corresponde a ti, ¿no te parece? Por ahora sólo sienten curiosidad. Dentro de poco empezarán a sospechar. No tardes mucho. Si no, tomaré la decisión por ti.

En cuanto se marchó llamé a Gwen. Ni siquiera saludé.

– ¿Se ha puesto la policía en contacto contigo? -le pregunté.

– ¿Ellie? Sí, me ha llamado un agente. ¿Cómo demonios lo sabes?

– Tengo que hablar contigo.