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No estaba segura de a qué comisaría acudir, aunque sabía que pasaría un mal trago en cualquier caso, y así fue. Fui a ver a la agente Darby porque esperaba que mostrara cierta compasión, ya que me tenía por una viuda afligida. Cuando me saludó advertí en su rostro la expresión de recelo que la gente adopta cuando abren la puerta y se encuentran con alguien que quiere darles un folleto sobre alguna secta. Pero me ofreció asiento y me dio un té. Empecé a explicar el motivo de mi visita; su gesto pasó del recelo a la perplejidad, y de la perplejidad a una aparente sensación de alarma. Me mandó bajar la voz y salió casi corriendo del despacho.
Volvió al cabo de cinco minutos y me pidió que la siguiera. Franqueamos una puerta y llegamos a una sala vacía a excepción de una mesa y de tres sillas de plástico naranja. Me senté y ella se quedó de pie al lado de la puerta, lo que resultaba extraño. Le dije que se podía marchar, pero respondió que no me preocupase. Daba la impresión de que le habían ordenado que no me dejara sola y que no me dijera nada más. Así que yo seguí sentada y ella de pie, y pasamos diez minutos horribles intentando no mirarnos a los ojos hasta que se abrió la puerta y entró un inspector. Lo reconocí: era el inspector Carter, con el que ya había hablado. Ni siquiera tomó asiento.
– La agente Darby me ha dicho que encontró usted el cadáver de Frances Shaw.
– Así es.
– ¿Y avisó a las autoridades?
– Sí.
– De forma anónima.
– Sí.
– ¿Por alguna razón en especial?
– Más o menos.
Alzó la mano para que no siguiera hablando.
– Ésa no es nuestra zona -explicó- Debo llamar a los chicos de Stockwell. Tendrá que esperar un poco más, si no es molestia.
Aquello sólo lo dijo por educación. En realidad yo no tenía elección. La agente Darby me trajo un periódico y otro té, y fui pasando las páginas sin enterarme de nada de lo que leía. Transcurrió casi una hora antes de que llegaran dos inspectores más, un hombre y una mujer, que se sentaron frente a mí. La agente se marchó pero el inspector Carter se quedó a un lado, apoyado en la pared. El hombre anunció que era el inspector jefe Stuart Ramsay, y que su colega era la inspectora Bosworth. Ella abrió un maletín y sacó un aparato voluminoso, que colocó en el centro de la mesa. Introdujo dentro dos casetes y lo encendió. Dijo la fecha, la hora, identificó a todos los presentes y se recostó en la silla.
– La razón de todas estas formalidades -explicó Ramsay- es que usted ya ha realizado algunas declaraciones que podrían implicar que fuera acusada de un delito criminal. Eso, para empezar. Así que es importante que, antes de que siga usted declarando, le notifiquemos que tiene derecho a un abogado. Si no dispone de uno, se lo podemos proporcionar.
– No hace falta.
– ¿Es decir, que no lo quiere?
– Me da igual. No.
– También debe entender que todo lo que diga en ésta y en entrevistas posteriores puede ser utilizado como prueba en un juicio.
– Vale. ¿En qué puedo ayudarlos?
Los dos se miraron como si no supieran qué pensar de mí.
– Pues podría empezar diciéndonos -dijo Ramsay- qué demonios pretendía al abandonar el escenario de un crimen y entorpecer así las pesquisas policiales.
– Es una historia complicada -respondí.
– Pues soy todo oídos -dijo Ramsay.
Me había prometido no omitir nada, no intentar justificarme ni defender mis actos. No estoy acostumbrada a contar historias y empecé por el asesinato, luego fui siguiendo hacia atrás en el tiempo, y también en otras direcciones cuando era necesario, o cuando me acordaba de algo que juzgaba relevante. Cuando les conté que había estado trabajando para Frances con un nombre falso, la inspectora Bosworth se quedó boquiabierta, como si fuera un personaje de una película muda.
– Perdone, no le acabo de entender -me interrumpió-. ¿Lo podría repetir?
– Seguramente lo más fácil será que se lo cuente todo y que después me pregunte lo que quiera.
Él iba a responder pero se calló y me indicó con un ademán que continuara. Mientras relataba los pormenores de la historia, tuve la sensación de que hablaba de las tribulaciones de una persona a la que no conocía demasiado -una prima lejana, o la amiga de un amigo-, que no me importaba demasiado y a la que, desde luego, no entendía. Cuando llegué al asunto de la muerte de Milena en el accidente de coche junto a Greg y les confesé que había leído sus correos electrónicos, y que ella, además, había mantenido una relación con David, el marido de Frances, Ramsay hundió la cabeza entre las manos lentamente. Entonces le dije que Frances me había desvelado que ella también había tenido un amante.
– Pensé, o más bien especulé, que quizás el amante había sido Greg -añadí.
– ¿Qué?
Alzó la cabeza y se me quedó mirando: tenía la mirada vidriosa.
– Ella me contó que aquel hombre, que nunca supe cómo se llamaba, también había estado liado con Milena, y que su relación con él empezó después. Aquello era impropio del Greg que yo conocía, pero a esas alturas estaba tan confundida que no sabía qué pensar de nada.
– No es usted la única -me espetó.
El único detalle que omití deliberadamente fue mi relación sexual, por limitada que hubiera sido, con Johnny. No creo que me preocupase quedar mal. Ya era demasiado tarde para eso. Pero no me parecía un detalle relevante; al menos, así podía ahorrarle a Johnny la atención que eso podía centrar en él.
En todo caso, tampoco me quedé corta en lo referente a revelaciones perjudiciales. Mientras narraba mis intentos por encontrar pruebas de la relación entre Milena y Greg, el inspector Carter me interrumpió:
– Confeccionó unas tablas -anunció.
– ¿Qué? -inquirió Ramsay con voz débil.
– Como las que se hacen para los horarios del colegio, en cartulinas enormes. En ellas establecía las actividades del marido fallecido y de la mujer durante sus últimas semanas de vida.
– Unas tablas -repitió Ramsay, mirándome.
– Tenía que saberlo -aduje-. Necesitaba demostrarme a mí misma, y quizá también al mundo, que efectivamente se conocían, o que tal vez no.
– ¿No le han dicho que demostrar la imposibilidad de algo resulta muy complicado? -me preguntó Ramsay-. Es una especie de consigna policial.
– Me lo han dicho muchas veces -repuse-. No que sea una consigna policial, sino que es complicado.
Se produjo un silencio. Me acerqué al magnetófono para ver si las pequeñas bobinas seguían girando.
– ¿Ha terminado? -inquirió Ramsay.
– Creo que sí. No estoy segura de haberlo contado en orden. Es posible que me haya dejado cosas.
– No sé muy bien por dónde empezar -confesó Ramsay-. Veamos, usted trabajaba para Frances Shaw bajo un nombre falso, y, por tanto, es una de las principales sospechosas de su asesinato. Si no hubiera abandonado el escenario del crimen, el examen forense podría haberla exculpado.
– A lo mejor no -repuse-. La saqué a rastras de donde estaba para ver si seguía con vida. La examiné. No sabía muy bien si podía hacer algo para ayudarla.
– ¡Así que movió el cuerpo! -exclamó él-. Y después no se lo contó a nadie… Todas las pesquisas llevadas a cabo hasta este momento se han basado en una lectura completamente errónea del escenario del crimen.
– Lo siento -me disculpé-. Por eso he decidido ponerme en contacto con ustedes.
– Qué amable -me espetó él-. Pero sigo sin entender una cosa. ¿Por qué se marchó del lugar de los hechos?
– Tenía miedo, estaba aturdida. Pensé que era posible que el asesino siguiera por allí. Y a lo mejor también creía que yo era en parte responsable de su muerte.
– ¿Por qué? -inquirió Ramsay.
– Porque quizás había estado removiendo las cosas. Yo era quien no creía que la muerte de Milena y de Greg hubiera sido un accidente.
– ¿Y se puede saber qué clase de vínculo guarda eso con este asunto? -me preguntó él.
– Pues resulta evidente, ¿no?
– A lo mejor no somos lo bastante listos para entenderlo -repuso-. ¿Me podría explicar por qué resulta tan evidente?
– Milena y mi marido murieron en un accidente de coche, en unas circunstancias que no han sido aclaradas.
– Eso no es cierto -me interrumpió el inspector Carter.
– Y después asesinan a la socia de Milena. Tiene que haber un vínculo.
– ¡Joder! -exclamó Ramsay-. Al principio le he dicho que debía hablar con un abogado, pero lo que de verdad le hace falta es un psiquiatra.
– He recurrido a ayuda profesional; es una especie de terapia para elaborar el duelo.
– Me sorprende que ese hombre no la haya encerrado.
– Es una mujer.
– Me importa una mierda.
– Todos estos detalles no se los he contado a ella. Ramsay levantó las manos en un gesto de exasperación.
– ¿Y qué sentido tiene ir a un psiquiatra si no le cuenta la verdad? Además: si le está mintiendo a su terapeuta, ¿por qué demonios voy a creer que no nos miente ahora?
– Porque sería una mentira bastante tonta, ¿no le parece? -respondí-. No salgo muy bien parada.
– Yo no estoy tan convencido. Muchos polis le estarían poniendo ya las esposas, pero usted conseguiría que la absolviesen por enajenación mental: viuda perturbada que tiene un acceso de locura.
– Se le olvida una cosa -repuse-, y es que nada de eso me importa.
– Que no le importe supone gran parte del problema.
– Lo que quiero decir es que no me importa lo que me pase a mí.
Ramsay se inclinó y apagó el aparato.
– Le digo con toda sinceridad que tengo ganas de enchironarla ahora mismo por habernos tomado el pelo como lo ha hecho. Le puedo asegurar que a los jueces no les gusta que la gente entorpezca las investigaciones. Si la acusamos ahora pasaría seis meses entre rejas, un año si tiene mala suerte con el juez, sólo por no habernos contado antes todo esto. No hace falta que le diga que también nos enfrentamos a otras consideraciones más serias: asesinato, señora Falkner. Asesinato.
En ese momento pensé de pronto que sería un gran alivio que me detuviesen y me acusasen, que me condenaran y me metieran en la cárcel. Eso pondría fin a mi necesidad interminable, inútil y errática de hacer algo. Estaba muy claro que me había equivocado. Había mentido a mucha gente. Y, por encima de todo -o más bien por debajo de todo-, había mentido a Frances. Había traicionado su confianza y ahora ella estaba muerta. Si me hubiera quedado en casa a llorar mi pérdida, como todos me habían aconsejado, y después hubiera vuelto al trabajo, seguramente nada de aquello habría sucedido y quizá, sólo quizá, Frances seguiría viva. Sí que me importaban los delitos que había cometido. Era posible que mis mentiras y mi cobardía hubieran impedido que el asesinato de Frances se esclareciera rápidamente. A lo mejor había destruido alguna prueba esencial. Pero lo que resultaba aún más doloroso era que ella me había considerado su amiga, alguien en quien podía confiar, y todo lo que había creído saber sobre mí era mentira.
– Tiene usted razón -acepté-. Merezco un castigo. No me voy a defender.
– Lo tiene más que merecido, joder -me soltó Ramsay-. Y no nos haga ese papelito ridículo porque no va a funcionar. Es posible que presentemos cargos, y no únicamente por haberse comportado como una idiota. Tengo que consultarlo con ciertas personas. Lo pensaremos. Mientras tanto, denos todas las pruebas de que disponga. La ropa que llevaba puesta sería útil.
– Seguramente la habré lavado.
– No sé por qué no me sorprende.
– ¿Qué llevaba usted una chaqueta o un abrigo? -intervino la inspectora Bosworth, que hasta entonces no había dicho nada.
– Una chaqueta -respondí-. No la he lavado.
– ¿Y zapatos? -añadió.
– Sí; tampoco los he limpiado.
– Cuando vuelva usted a su casa -señaló Ramsay-, un agente la acompañará para llevarse todos los objetos que puedan ser relevantes en la investigación.
– Entonces ¿me puedo marchar?
– Hasta que cambiemos de idea -respondió él-. Aunque antes nos va a hacer la madre de todas las declaraciones.
– ¿No lo he hecho ya?
Él negó con la cabeza.
– Acaba usted de empezar.
– Bueno, la verdad es que supone un alivio -confesé con un suspiro- no ser la única que está llevando a cabo una investigación.
Ramsay me miró, después miró al inspector Carter, y después otra vez a mí.
– ¿Eso era una investigación? Hay que joderse.