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Capítulo 27

Las primeras navidades que pasé junto a Greg nos escapamos de nuestras familias y nos fuimos de excursión por el distrito de los Lagos. Supe que estaba enamorada de él -no, que lo amaba-, cuando en la cima del monte Great Gable sacó de la mochila un minúsculo budín de Navidad y se empeñó en que nos lo comiéramos. Lo recuerdo con gran nitidez: el día borrascoso, frío y gris, la roca a la que nos subimos y desde la que se divisaba todo el paisaje vacío, el viento que le metía el cabello en los ojos y le enrojecía las mejillas, las sabrosas migas en mi boca, su mano caliente en mi mano fría, la gratificante sensación de que aquél era mi sitio, de que estaba en casa, aunque nos encontráramos en las montañas y lejos de todo. Pese a todo lo que había sucedido, ese recuerdo seguía intacto, no había perdido su fuerza

Las navidades siguientes las pasamos con Fergus y Jemma; Fergus y yo habíamos guisado un ganso y Greg insistió en preparar lo que él aseguraba que eran unos cócteles de champán sin dejar de cantar a grito pelado ni de llenar la casa con su alegría achispada. El año anterior nos habíamos quedado en casa y plantamos un arbolito en un extremo del jardín que después trasplantamos. Antes aborrecía la Navidad; con Greg había aprendido a disfrutarla. Ahora la volvía a aborrecer. Al cabo de diez días me despertaría sola en aquella casa, que también parecía ir cuesta abajo (la calefacción fallaba, lo que implicaba que casi todos los radiadores estaban muertos y el agua, como mucho, salía tibia; en la nevera no dejaba de formarse hielo, que se extendía en forma de cristalitos por el suelo de la cocina; tenía una ventana rota y no me había decidido a arreglarla; la puerta de un armario se empezaba a salir de los goznes, como si estuviera borracha). Normalmente se me da bien reparar cosas -de los dos, yo siempre había sido la más práctica y eficiente-, pero durante las últimas semanas había sido incapaz de sacar energía para ocuparme de la casa, y había dedicado todas mis dotes organizativas a Frances y a Profesionales de la Fiesta.

Pero ahora iba a organizar mi vida. Eso ya me lo había propuesto antes, pero en esta ocasión iba en serio. Después de varias semanas de claustrofóbica oscuridad y locura, tenía que empezar de cero. Tenía que mirar hacia delante, no hacia atrás, porque lo que había detrás y a mi alrededor era demasiado aterrador e inexplicable. Me lancé a ordenar el caos físico en que se hallaba sumida mi vida. Empezaba todos los días a las seis de la mañana, cuando en la calle todavía reinaba la oscuridad más penetrante. Purgué los radiadores y noté cómo volvían a la vida; llamé a un ingeniero térmico para que cambiara el ventilador del calefactor; arreglé la puerta del armario, descongelé la nevera y quité el hielo acumulado de varios meses; medí la ventana rota y compré un cristal nuevo, que después coloqué sintiéndome de lo más competente. Pinté de blanco las paredes de la cocina y de gris pálido las de mi dormitorio. Compré alfombrillas de baño nuevas.

Tiré todas las latas y botes que habían caducado. Llené la nevera de comida sana, y comía como Dios manda todos los días (para desayunar, yogur, tostadas y mermelada o gachas preparadas con la misma cantidad de leche y agua; para comer, un plato de pasta con aceite de oliva y parmesano o una ensalada; para cenar, pollo o pescado con una copa de vino). Iba a la piscina todas las mañanas y hacía cincuenta largos. Me compré unos vaqueros nuevos y una rebeca gris.

Fui al cine con Gwen y Daniel. Revisé el libro de contabilidad y mandé las facturas que no había cobrado. Hice una lista del trabajo que tenía pendiente y confeccioné un horario que colgué del tablón de la cocina. Puse un radiador eléctrico en el cobertizo y me encerré en él al menos ocho horas todos los días para llegar a las fechas de entrega y compensar las promesas incumplidas de los meses anteriores. Cambié las patas de un aparador estilo reina Ana, lijé y barnicé una mesa de palisandro, puse una tapa nueva a un rayado pupitre escolar que, evidentemente, tenía valor sentimental para el dueño. Incluso publiqué un anuncio en el periódico local para divulgar mis servicios, y me presenté en los establecimientos de las inmediaciones con tarjetas comerciales. Iba de tiendas a última hora y compré un gorrito y un peto minúsculo para mi futura ahijada, y dos bufandas preciosas como regalos de Navidad para Gwen y Mary. Llamé a mis padres para decirles que no pasaría con ellos el día 25, pero que podía ir a verlos el 26. A mi madre le compré un jarrón de cristal y a mi padre, un libro sobre plantas de interior. Mandar felicitaciones navideñas me pareció ya excesivo, y las que me llegaron las dejé en un montón en el alféizar de la cocina para no verme obligada a leer docenas de mensajes de condolencia detrás de imágenes de petirrojos, vírgenes y pavos chistosos.

Tampoco leí el periódico, para no ver ningún artículo sobre Frances. No encendí el televisor por el mismo motivo.

Hice caso omiso del mensaje que Johnny me había dejado en el contestador, y tampoco respondí la larga y colérica carta que me pasó por debajo de la puerta.

Tampoco investigué las llamadas perdidas del móvil, aunque sospechaba que podían ser de David.

Ni volví a la terapeuta, aunque me había dejado muy claro que pensaba que me resultaría útil, incluso necesario.

Tampoco acepté la propuesta de Gwen, Mary, Fergus y Joe de hablar sobre lo que había sucedido, ni les conté con demasiado detalle cómo me había tratado la policía, sobre todo durante la segunda entrevista que había mantenido en Stockwell: la mezcla de incredulidad creciente y rechazo moral. Intenté mirar hacia delante, seguir hacia delante, y el único modo en que sabía hacerlo era poniéndome anteojeras para no ver lo que tenía a los lados y por detrás.

No me permití imaginar a Frances tendida debajo de la mesa con esos ojos ciegos que me contemplaban.

No repetí a todo aquel con quien me cruzaba que Greg no conocía a Milena. Entendí al fin que el pasado era pasado, que no podía aspirar a comprenderlo.

No lloré.

Enrollé las dos tablas formando unos tubos muy finos, los doblé por la mitad y los tiré a la basura, junto a las ralladuras de zanahoria y las bolsas de té. Entregué el menú a la policía, que no pareció muy interesada, ni siquiera cuando señalé que habían alterado la jota para que pareciera una ge.

Por las noches me acostaba tan agotada por la actividad frenética y por todas mis evasiones desesperadas que me quedaba dormida como si me hubieran dado un ladrillazo en la cabeza. Si soñaba, no recuerdo con qué. No estaba precisamente exultante, pero sí centrada, como un soldado que se dirige a una batalla o que huye de ella.

* * *

Un jueves, a media mañana, sonó el teléfono cuando estaba a punto de entrar en el cobertizo. Decidí no cogerlo pero, en cuanto colgaron, empezó a sonar mi móvil. Antes de responder consulté el identificador de llamadas, por si acaso era alguien a quien intentaba borrar de mi mente.

– Hola, Fergus.

Él empezó a hablar atropelladamente. No entendí muchas palabras, pero sí el contenido. Ya era madrina. Al colgar entré en la cocina y me senté un rato. En el exterior, el cielo había adoptado una tenue tonalidad blanca, como si fuera a nevar. La casa estaba en silencio; el día que me esperaba parecía largo y vacío. Me miré las manos, entrelazadas sobre la mesa, y me dije que debía levantarme enseguida, ir al cobertizo, abordar el trabajo que había planeado para ese día. Me pesaban las piernas. Me costó un esfuerzo enorme ponerme en pie.

El teléfono volvió a sonar. Era el inspector jefe Stuart Ramsay -volvió a decir su nombre completo, como si yo hubiera podido olvidarlo-, y me preguntó si podía acercarme a la comisaría.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué ha cambiado? ¿Qué ha sucedido? -Escuché un fuerte resoplido en el otro extremo de la línea, pero antes de que pudiera responder lo interrumpí-: No, no se preocupe. Iré. ¿Cuándo?

– ¿Ahora? ¿Quiere que mande un coche a buscarla?

– No, ya voy yo. Puedo llegar dentro de media hora. ¿Le parece bien?

* * *

Ramsay tenía mi declaración delante de él y parecía cansado. No me ofreció un té y apenas levantó la vista.

– ¿Hay algo que no nos contara en su testimonio? -preguntó al fin.

Repasé mentalmente aquellas largas entrevistas, la de Kentish Town y la de Stockwell. Me había ido por las ramas, me había repetido, había repetido las repeticiones, había divagado y me había ido por la tangente, había incluido información irrelevante. ¿Me había dejado algo?

– Creo que no -declaré al cabo de un rato.

– No se precipite.

– No, no me he precipitado. Creo que se lo conté todo. El removió los papeles y torció el gesto. -Dígame una cosa, por favor: ¿fue usted al lugar donde su marido sufrió el accidente?

– No creo que fuera un accidente.

– Le estoy haciendo una pregunta. Es muy sencilla. ¿Ha estado allí?

– ¿Cómo lo sabe?

Alzó la cabeza y me lanzó una mirada penetrante.

– ¿Acaso no debería saberlo?

– ¿Por qué me lo pregunta ahora?

– Responda a la pregunta.

– Sí, estuve allí.

– ¿Y por qué decidió no contárnoslo?

– No me pareció relevante.

– ¿Esto es suyo?

Sacó una bolsa transparente del cajón y la sostuvo ante mí: mi bufanda.

– Sí.

– Tiene sangre. ¿De quién puede ser?

– Mía.

– ¿Suya?

– Sí. Me corté, la cosa no tiene más misterio. Fui porque quería ver el lugar donde Greg había muerto. Se trató de algo estrictamente personal.

– ¿Cuándo?

– ¿Que cuándo fui?

– Eso es.

– No lo recuerdo exactamente. Fue hace mucho. No, sí lo sé. El día antes del funeral, que se celebró el 24 de octubre, así que debió de ser el 23.

Anotó la fecha y la miró detenidamente.

– ¿Está segura?

– Sí.

– ¿Y fue sola?

– Sí.

– ¿Y le dijo a alguien que iba a ir?

– No. Era algo que tenía que hacer por mí misma.

– ¿Y después le contó a alguien que había ido?

– No, creo que no. No, seguro que no.

– ¿Por qué no?

– Ya le he dicho que se trataba de algo personal.

– Pero tendrá usted amigos íntimos, amigos en los que confía.

– Sí.

– Y aquello debió de ser una experiencia muy emotiva.

– Hacía frío y todo estaba mojado -dije al recordar cómo había resbalado por la pendiente.

– ¿Y no le parece un poco extraño que no le contara a nadie algo así?

– No es extraño. Al día siguiente se celebraba el funeral, tenía muchas cosas en que pensar.

– Ya. Entonces, nadie puede confirmar su versión, ¿no?

– No es una versión, es la verdad. Y no, no hay nadie que la pueda confirmar, pero es que no creo que haga falta confirmarla. ¿Por qué tiene tanta importancia?

En el preciso instante en que pronuncié esas palabras me di cuenta de por qué le atribuía tanta importancia. Abrí la boca, pero no pude decir nada. Me quedé mirándolo fijamente y él me sostuvo la mirada, implacable.

– Es curioso que no lo mencionara -insistió.