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– ¿Lo dices en serio? -preguntó Gwen-. Pero ¿a qué juegan?
Intenté que bajara un poco la voz, pero ella no estaba por la labor. Yo acababa de llegar a lo que Fergus había calificado como fiesta de presentación de la niña con un peto minúsculo y un gorrito. Al comprarlos me habían parecido ridículamente pequeños, como si fuera ropa de muñeca, pero cuando miré el interior de la cuna me di cuenta de que eran demasiado grandes.
– Bueno, ya crecerá y le vendrán bien -dije-. Algún día.
– La hemos llamado Ruby -anunció Jemma.
– Qué bien -observé-. Es un nombre precioso.
– La verdad es que parece el nombre de una bailarina de una embarcación fluvial de Nueva Orleans -objetó Fergus.
– No seas bobo -replicó Jemma, que cogió a Ruby y le dijo que no iba a permitir que ese hombre tan malo dijera cosas tan feas de ella.
Hablaba en un tono de voz que nunca le había escuchado a un adulto. Evidentemente, tendría que acostumbrarme a él en el transcurso de los años siguientes. Jemma se empeñó en que yo también cogiera a la niña. Le explicó que yo era su madrina y que teníamos que conocernos enseguida. Con gran sensatez, Ruby dormía profundamente mientras Jemma me enseñaba las diminutas uñas de sus manos y las uñas, igualmente diminutas, de los pies. Entonces se despertó, Jemma la volvió a tomar en sus brazos y consiguió que comiera, cosa que le produjo una gran satisfacción.
Entré en la cocina, donde Gwen preparaba té. Mary había llevado una tarta y estaba sacando platos y tazas sin dejar de vigilar atentamente a Robin, que dormía plácidamente en su sillita para el coche, en la esquina. Hasta entonces había pensado que era minúsculo, pero ahora, comparado con Ruby, el niño resultaba enorme, como hecho a otra escala. Todavía me sentía un poco incómoda con Gwen después de haber suplantado su identidad y demás, pero me sobrepuse y le conté las novedades, como siempre habíamos hecho. Ella se mostró muy sorprendida, pero en ese preciso instante Joe apareció y se unió a nosotras. Aquello parecía la reunión de una sociedad secreta.
– Estoy huyendo de Bebelandia -nos anunció-. No es que no me parezca preciosa. Es muy dulce, ¿verdad?
Todos nos mostramos de acuerdo en ese punto.
– Claro que todos los padres están convencidos de que su hijo es el bebé más guapo del mundo -prosiguió Joe-. Recuerdo que dije algo parecido cuando nació Becky. -Cogió un trozo de tarta antes de que Mary pudiera impedírselo. Dio un mordisco y siguió hablando, mientras las migas le caían por encima-: La diferencia es que, en mi caso, tenía razón.
– Ya -respondió Mary, y me di cuenta de que iba a soltarnos un discurso de por qué Robin era el mejor.
– Volviendo a lo que decíamos -intervino Gwen con gran celeridad-: Ellie tiene que hacer algo para que la policía deje de molestarla.
– ¿Qué se traen ahora entre manos? -preguntó Joe, enarcando las cejas y sonriéndome.
Sin duda intentaba que no me sintiera tan mal por el lío que había ocasionado, y trataba de convertirlo en una especie de broma de la que todos pudiéramos reírnos.
Así que Gwen tuvo que contar a todos y cada uno de los presentes mi último encuentro con la policía. Me produjo cierta vergüenza volver a ser el centro de atención. Habían tenido que mostrarme compasión al quedarme viuda, que escuchar mis peroratas sobre la inocencia de Greg y que encajar mis actividades fraudulentas. Y la protagonista siempre había sido yo; los demás habían desempeñado un papel secundario y sus preocupaciones no habían contado.
– Tendrías que habernos pedido que te acompañáramos -protestó Mary-. No quiero ni pensar en que has ido sola. Ha debido de ser horrible.
– Ya habéis hecho suficiente, todos vosotros. Además, debía enfrentarme a ello sola.
– Lo que me parece un escándalo -intervino Joe- es que consideren sospechoso ir a ver el lugar donde murió tu marido. ¿Cómo no ibas a ir? Habría sido más raro que no lo hubieras hecho.
– ¿De verdad crees que sospechan? -preguntó Gwen-. ¿De qué, por amor de Dios?
– Me da la impresión de que los saco de quicio -respondí mientras miraba a Gwen-. Como a vosotros. En cualquier caso, no me extraña.
Escuché un murmullo unánime y quedo: claro que no les sacaba de quicio, y no tenía de qué preocuparme.
– Una cosa -apuntó Gwen-, ¿no has pensado que igual deberías asesorarte? Legalmente, me refiero.
– ¿Un abogado? -Fergus acababa de entrar en la sala con un plato de galletas-. ¿Para qué?
– Bueno -explicó Gwen lenta y cautelosamente-, si le han preguntado a Ellie si fue a ver el lugar del accidente, y también si la acompañaba alguien que pudiera corroborar sus palabras… -Se volvió hacia mí-. Me resulta espantoso decirlo pero, al fin y al cabo, has sido tú la que ha insistido tanto en que la muerte de Greg no se había producido como ellos creían, que era inexplicable. Y da la impresión de que ellos piensan que…
Pero se calló, incapaz de decirlo en voz alta.
– Que yo estoy involucrada -terminé la frase por ella-. Sí. Que quería vengarme de mi marido y de su supuesta amante… Bueno, ¿me vais a preguntar si tengo coartada?
– No, claro que no -respondió Mary en un tono asombrado.
– Ya, ya sé que nunca llegaréis a ese punto -continué-. Pero tengo una, más o menos. -Intenté recordar aquel día con la mayor precisión posible. La terrible noticia había supuesto un golpe tan devastador que parecía que se había borrado todo lo sucedido con anterioridad. Pero me acordaba-. Había tenido un buen día, por raro que suene. Había estado trabajando en una silla georgiana preciosa. Tardé más de lo que esperaba, así que tuve que coger un taxi para llevarla a la empresa que me había hecho el encargo. Era un bufete de abogados que queda justo al lado de la plaza de Lincoln's Inn Fields. Sé qué hora era puesto que tenía mucha prisa por llegar antes de que cerraran. Creo que faltaban un par de minutos para que dieran las seis. Cuando dejé la silla tuve que firmar un recibo para que quedara constancia de la entrega. En él puse la fecha y la hora. Así que no pude haber estado en el este de Londres manipulando el coche de mi marido, si era eso lo que había que hacer. Ya está. Esos son todos los datos.
Se produjo otro silencio incómodo.
– Pero ¿por qué se han molestado en inspeccionar el lugar del accidente?
– Es verdad -intervino Mary-. Fue un accidente. Estuvimos en la investigación judicial.
– Quién sabe -respondí-. Mis torpezas han causado tantos problemas que la policía ya no sabe qué pensar. No me importa. Para mí el tema está cerrado. Voy a dedicarme a lo que tendría que haber hecho hace mucho: poner mi vida en orden, portarme bien y trabajar en algo útil.
Y eso hice. Al menos, empecé. Ayudé a llevar la tarta al centro de la fiesta en honor a la niña. Cogí a Ruby, que parecía borracha después de la toma, como una anciana alucinada con la mirada perdida y una burbuja de leche en el labio inferior, y la sostuve con mucho miedo de que se me cayera. Le di el meñique para que lo agarrara y le apoyé la cara en mi cuello; olía a serrín y a mostaza. Luego se la pasé a otro para que la arrullara y me marché.
El día anterior, un hombre me había dejado seis sillas de comedor en casa. Llevaban años en su cobertizo y se había olvidado de ellas. ¿Podía arreglarlas? Sí. Podía decapar la superficie utilizando lana de alambre y aguarrás. Podía cambiar los listones rotos y equilibrar las patas para que no bailaran. Podía pedir que tapizaran los asientos, y después lijar y pulir las superficies. Le había presentado un presupuesto con la cantidad necesaria para comprar un coche de segunda mano decente, y le había parecido estupendo. A mí también me había parecido estupendo. Esas sillas me iban a procurar varios días de trabajo complicado, enrevesado, sucio, ruidoso, solitario, precioso, gratificante. Me brindaban la posibilidad de ser feliz. Bueno, quizá no de ser feliz, pero sí de olvidarme de mí misma, un lugar al que huir, o eso pensaba.
Si hubiera sabido quién era, ni se me habría ocurrido coger el teléfono. Acababa de salir del cobertizo para prepararme un té y me pilló desprevenida. Levanté el auricular de forma automática, sin pensar que podría ser alguien a quien quería evitar; cuando oí su voz me quedé tan atónita que me derramé té hirviendo sobre la muñeca y se me cayó la taza, que se hizo añicos en el suelo. Me quedé mirando el aparato, pensando en colgar y encerrarme en el cobertizo, donde nadie pudiera localizarme.
– Hola.
La voz era fría y monocorde; ni tan siquiera ahora iba a mostrar sus emociones. Lo imaginé al otro lado de la línea: el cabello oscuro con algunas canas, la ropa impecable y las manos cuidadas, ese aire lánguido de regocijo algo desdeñoso y, sobre todo, esa actitud vigilante.
– David -dije al fin, intentando que mí voz sonara como la suya-. ¿Qué quieres?
– Voy a ir al grano. -Soltó una risita que no expresaba ninguna alegría-. Quiero verte.
– ¿Por qué?
– No creo que haga falta preguntarlo. Hay ciertos temas que necesito aclarar.
– No voy a contarte nada que no le haya dicho ya a la policía.
– Pues yo sí quiero decirte ciertas cosas. Y preferiría que no fuera por teléfono.
– No me apetece ir a tu casa.
– Ya me lo imagino. -Al fin percibí un torrente de rabia en su voz-. ¿Voy yo a la tuya?
– No, eso tampoco me apetece.
– Eleanor, tengo una coartada irrefutable. -Pronunció mi nombre con cierto énfasis, para recordarme que había sido una impostora-. Si crees que soy un asesino, no te preocupes por eso.
– No estoy preocupada -repuse, aunque claro que había pensado que él había asesinado a Frances, y no me había resultado difícil visualizar la escena: era un hombre frío, inteligente, despiadado, no un ser indeciso y con conciencia.
Sin embargo, el motivo de que no quisiera invitarlo a casa no era el miedo sino un rechazo instintivo y profundo a la idea de que entrara con sus mocasines lustrosos en mi mundo destartalado e impregnado de la presencia de Greg.
– Podemos vernos en mi club. Hay salas privadas.
– No. En la calle, en un lugar público.
– Muy bien. El puente de Blackfriars. En el extremo norte. Dentro de una hora.
– Está lloviendo -alegué tontamente.
– No me digas. Llevaré un paraguas.
Colgué y puse la muñeca debajo del grifo de agua fría durante varios minutos, hasta que se me quedó insensible. Pensé en quitarme la ropa de trabajo pero no lo hice. Al fin y al cabo, ya no tenía que fingir ser quien no era. Busqué un paraguas en el chiscón de debajo de la escalera pero sólo encontré uno con la varilla rota y que no se abría del todo. No me quedaría más remedio que mojarme.
Llegué empapada y helada, oliendo a pegamento y con unos pantalones de lona llenos de manchas de pintura debajo de un impermeable que chorreaba. David estaba sequísimo debajo de su paraguas negro y enorme.
Me detuve a cierta distancia de él en la acera desierta y lo saludé con una breve inclinación de cabeza. Su espléndido abrigo de pelo de camello me resultaba familiar, así como los zapatos marrones que brillaban como castañas maduras. No habría podido señalar ningún cambio concreto en su aspecto, pero había algo diferente en él que me sorprendió. Desde la última vez que nos habíamos visto parecía que la piel se le tensaba más sobre los huesos, lo que le confería una expresión contraída y más acentuada.
– No tardaremos mucho -dijo.
Esperé. Era él quien me había llamado para verme, y no iba a ser yo la primera en hablar.
– Mi mujer confiaba en ti -empezó. Yo me quedé callada. No había nada que pudiera responder a eso-. Le caías bien -prosiguió-. Por una vez, demostró muy poco criterio. Un criterio catastrófico.
– Yo no la maté.
Él se encogió de hombros.
– Eso lo tendrá que decidir la policía -declaró con indiferencia.
– ¿Y en ti también confiaba?
– ¿Lo dices por mis infidelidades? Ya sé lo que le has contado a la policía, por supuesto.
– Lo que les conté era cierto: tuviste una aventura con Milena.
También les había explicado que Frances había tenido un amante. ¿Lo sabía David? Contemplé su rostro impenetrable. ¿Acaso estaba al corriente de todo, y por eso Frances había muerto?
– No te caigo bien -continuó David-. Ya lo sé. Después de todo, si dejamos a un lado toda tu historia con Johnny, tú te crees que vives en una novela romántica en la que marido y mujer se casan, son felices y comen perdices, en la que el amor no se consume, en la que es imposible que tu maravilloso marido te engañara porque te quería mucho. ¿Qué te hace pensar que Frances no estaba al corriente de lo mío?
– ¿Lo estaba?
Volvió a encogerse de hombros con desdén.
– No tengo ni idea. Si lo sabía, habría tenido la sensatez de no remover el asunto. Porque era sensata. Nos entendíamos. Hacíamos buena pareja.
– ¿Porque aplicabais lo de «ojos que no ven, corazón que no siente»?
– Es una forma de expresarlo. También se puede decir que no nos inmiscuíamos ni interferíamos en la vida del otro con la idea de que teníamos derecho a saberlo todo de él. Nos tratábamos como adultos. Hay formas mucho peores de llevar un matrimonio.
– ¿Me estás dando a entender que ella habría comprendido lo tuyo con Milena?
– No tienes ningún derecho a preguntarme eso. Eres una desconocida que se coló en nuestra casa y empezó a meter las narices en asuntos que no le incumbían.
– ¿La querías?
Una rabia auténtica apareció en su rostro y, de pronto, salió del círculo de su paraguas y unas grandes gotas de lluvia le cayeron sobre el abrigo.
– ¿Quieres saber lo que sentía? -me espetó, con el rostro a pocos centímetros del mío-. ¿Sigues queriendo descubrir cosas? Frances era una buena mujer y Milena era una zorra. Una zorra despiadada e implacable. Las zorras siempre ganan. Ella jugaba con la gente. Jugó conmigo, me sedujo, me enganchó a ella, me atrajo, y cuando se cansó me dejó tirado. Nunca me quiso. Yo sólo le interesaba porque podía utilizarme para devolvérsela a Frances. Sí, sí. Sé que había otro hombre en la vida de Frances. Después de dejarme, Milena me dijo que yo le había servido para vengarse de mi mujer, porque ella le había quitado a un hombre.
Mientras lo miraba, él pareció venirse abajo. Le temblaron los labios y, durante un instante, creí que iba a echarse a llorar o a pegarme.
– Si te interesa saber quién era él, no lo sé. No lo pregunté. No quise enterarme. Yo no soy como tú. Algunas cosas es mejor que no salgan a la luz. Así es como debe ser: si lo supiéramos todo nos volveríamos locos. Así que no te puedo decir si tu maravilloso marido tuvo algo que ver en todo esto. Ya nadie te lo puede aclarar. Han muerto todas.
Apretó la boca y volvió a refugiarse debajo del paraguas. Nos quedamos mirándonos.
– Me caía muy bien -declaré-. Me sentí muy culpable al engañarla.
– A ella, a mí, a Johnny, a todos.
Volví andando a casa bajo la lluvia, sin apenas fijarme en las luces navideñas ni en las tiendas engalanadas que exhalaban calor por las puertas abiertas, ni en la banda de música que tocaba villancicos en Camden High Street y recaudaba dinero para los ciegos. Los coches y las furgonetas pasaban a mi lado con gran estruendo y me rociaron con el agua de los charcos. David debía de haber quedado conmigo para sondearme, para hostigarme, para jugar conmigo, para asustarme. ¿Se había tratado únicamente de una venganza sádica o de algo más?
Me senté en el salón y contemplé la chimenea vacía. A Greg le encantaba encender el fuego. Se le daba muy bien, era muy metódico. Nunca utilizaba pastillas, decía que eso era hacer trampas; empezaba con papeles enroscados y después recurría a pequeños trozos de madera. Recordé cómo se arrodillaba y soplaba sobre las ascuas, cómo las obligaba a que se convirtieran en llamas. Yo no había encendido la chimenea desde su muerte y en ese momento pensé en hacerlo, pero me pareció demasiado esfuerzo.
De pronto se me ocurrió una idea tan banal como insidiosa. Intenté apartarla de mi cabeza, puesto que ya había abandonado mis desastrosos intentos de convertirme en detective aficionada, pero no lo conseguí: ¿por qué Greg no había apuntado su reunión con la señora Sutton, la anciana a la que había conocido el día del funeral? Estaba segura de que ella me había dicho que tenía una cita concertada con él para el día después de su muerte, pero no la había visto en su agenda.
Me dije que aquello no tenía importancia, que no significaba nada. Me preparé un té y me lo bebí lentamente, sorbo a sorbo, y después llamé a su oficina.
– ¿Puedo hablar con Joe?
– Me temo que el señor Foreman no está.
– ¿Y Tania?
– Se la paso.
Al cabo de unos segundos escuché su voz.
– ¿Tania? Soy yo, Ellie.
– Ah, Ellie. ¿Cómo estás?
– Bien. Oye, ¿me puedes hacer un favor?
– Claro.
– Necesito el teléfono de una de las dientas de Greg.
– Oh -dijo en tono de duda.
– La conocí en el funeral. Creo que era una tal señora Sutton, no sé cuál era su nombre de pila. Me habló de Greg con mucho cariño y quería preguntarle una cosa.
– Vale. -Se produjo un silencio y luego volvió a oírse su voz-: Su nombre es Marjorie Sutton y vive en Hertfordshire. ¿Tienes algo para apuntar?
– ¿Dígame?
La voz era seca y clara.
– ¿Puedo hablar con Marjorie Sutton?
– Soy yo. ¿Quién es usted?
– Soy Ellie Falkner, la viuda de Greg Manning.
– Ah, sí. ¿En qué puedo ayudarla?
– Sé que esto puede parecer un poco extraño, pero estoy intentando atar cabos sueltos y quería preguntarle una cosa.
– Diga.
– Usted me dijo que lo vería el día después de su muerte.
– Así es.
– ¿Está segura? Porque en su agenda no aparece ninguna reunión.
– La concertó el día antes. Debió de ser justo antes del accidente. Insistió mucho en venir a verme.
– ¿Sabe cuál era el motivo?
– No, me temo que no. ¿Hay algún problema?
– No -respondí-. Muchas gracias.
Colgué y volví a sentarme en la butaca delante de la chimenea vacía.