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En cierta ocasión vi un documental en el que aparecía una cría de foca dentro de una pequeña cavidad en la capa de hielo del Ártico. Por encima, en el mundo exterior, la temperatura era de cincuenta grados bajo cero, pero en esa cavidad se estaba caliente, al menos para una cría de foca. También debía de sentirse a salvo. Pero no era así. A kilómetros de distancia, una osa que buscaba desesperadamente alimento para su cachorro había detectado el olor de la cría de foca subterránea y cavaba en la nieve y en el hielo para llegar a ella.
Más o menos así me sentí cuando el inspector jefe Stuart Ramsay vino a verme al cobertizo donde trabajaba. Aquello estaba mal. Precisamente iba a aquel lugar para simular que las personas como él no existían.
– Estaba trabajando -le dije.
– No pasa nada -repuso-. Por mí, continúe.
– Vale.
Seguí lijando mientras él deambulaba por allí, iba cogiendo herramientas y, de tanto en tanto, me miraba con un gesto de perplejidad, como si yo estuviera haciendo algo extremadamente exótico.
– ¿En qué trabaja?
– Es un arcón que Greg y yo encontramos en un contenedor hace meses. Le dije que lo iba a restaurar para que lo pusieran en la oficina. Es muy bonito: mire las tallas de la tapa. Después de su muerte pensé que no merecía la pena, pero ahora he decidido que lo voy a hacer, después de todo. A Joe le gustará.
Ramsay cogió un bote de plástico y olió el contenido. Torció el gesto.
– ¿Esto qué es? -inquirió.
– Es cola -respondí-. Una de esas cosas que los adolescentes esnifan y por las que terminan en el hospital. Dejó el bote.
– Mi abuela detestaba los muebles antiguos. Decía que no le gustaba nada sentarse en la misma silla que había usado un muerto.
– Es una forma de verlo.
– Cuando la gente se casaba, se suponía que tenían que comprar bonitos muebles nuevos. Esa era la tradición de la época. -Se arrodilló delante de una de las sillas que yo había desmontado-. En aquel tiempo algo como esto habría acabado en una hoguera.
– Supongo que no habrá venido para hacerme un encargo -le solté-, así que dígame qué hace aquí.
– Estoy de su parte, señora Falkner. Puede que no lo crea, pero así es.
– No era ésa la impresión que tenía.
– Es que no lo ha puesto fácil para que alguien se ponga de su parte.
– Usted es policía -objeté-. Su función no es ponerse del lado de nadie. Su función es investigar y descubrir la verdad.
Él miró con desconfianza mi mesa de trabajo y después se apoyó en ella, medio sentado.
– En realidad no he venido aquí -dijo. Se miró el reloj-. He acabado de trabajar hace media hora. Estoy volviendo a casa.
– ¿Quiere un té? ¿Una copa?
– Mi mujer ya me espera en casa con una copa. Seguramente un vino blanco frío.
– Qué bien -observé-. Entonces, si no está de servicio…
– Sólo quería avisarla de que las cosas pueden complicarse un poco.
– ¿Por qué quiere avisarme? ¿Y por qué se van a complicar?
– Para mí es evidente que todo es una estupidez. Usted… bueno, cuesta incluso decirlo, pero lo voy a hacer en cualquier caso. Es más que evidente que usted no está implicada en la muerte de su marido, ¿verdad?
Yo había seguido utilizando intermitentemente la lija, pero en ese momento la dejé y me incorporé.
– ¿Espera que le diga que no?
– Usted ha ido por ahí actuando como si fuera sospechosa pero, pese a todo, no tiene sentido.
– No tiene sentido porque no es verdad.
– Nosotros no nos basamos en la verdad. Nos basamos en las pruebas. Aun así… La muerte de su marido se consideró un accidente. Fue usted quien empezó a proclamar a los cuatro vientos que no lo había sido. He intentado convencerme de que esa afirmación era una forma de despistar, de contar la verdad para que pareciera mentira, pero no lo creo. Además, no sólo afirmó que no sabía nada de la infidelidad de su marido, sino que se puso como una… Bueno, no paró de dar la lata con que todo era un error, que no eran amantes. Incluso cuando halló pruebas de lo contrario.
– Pero esas pruebas no son válidas.
– Las pruebas siempre plantean dudas.
– Aquí no hay dudas -repuse-. Imposible.
Él empezó a mecerse encima de la mesa.
– ¿De verdad no sabía nada de esa relación? -preguntó-. Antes de la muerte, me refiero.
– No creo que mantuviera ninguna relación.
– ¿Se pelearon el día en que murió?
– No.
Se levantó, cruzó la estancia y miró por la ventana.
– ¿Hace falta un permiso de obras para construir un cobertizo como éste?
– No.
– Ah, interesante.
– ¿Tiene eso alguna relevancia?
– He estado pensando en comprarme uno. Para poder escaparme de casa. Volviendo a lo que hablábamos, se habrá percatado de que le estoy haciendo estas preguntas de manera informal, de que esto no es una declaración oficial. Si no, habría parecido que intentaba tenderle una trampa.
– ¿Por qué?
– He estado hablando con varias personas. -Se sacó una libreta del bolsillo y echó un vistazo a varias páginas-. Incluyendo a gente de la oficina de su marido. El señor Kelly, por ejemplo, que ese día estaba en el despacho, llevando a cabo una actualización de software. Me contó que a primera hora de la tarde del día de la muerte, oyó que su esposo discutía por teléfono con alguien que el señor Kelly dedujo que era usted. Quizá no lo fuera.
– ¿Fergus ha dicho eso?
– Sí.
– Tiene razón. Era yo.
– Me acaba de decir que no habían discutido.
– No fue una discusión importante.
– ¿Y a qué se debió?
– A una tontería. -Ramsay no dijo nada. Quería que yo siguiera hablando-. Iba a llegar tarde a casa.
– ¿Discutieron por eso?
– Todas nuestras discusiones eran por bobadas. ¡Pero si todavía tengo el mensaje de texto que me mandó después!
Cogí el móvil y busqué uno de los mensajes que había sido incapaz de borrar. Se lo tendí. El sacó con ciertas dificultades del bolsillo de la chaqueta unas gafas para ver de cerca y se las puso.
– «Perdón perdón perdón perdón perdón. Soy un idiota.» Cuántas disculpas. ¿Le importa que me lo lleve?
– Es mi móvil. Lo necesito.
– Se lo devolveremos. Mientras tanto, existen los teléfonos de prepago.
– ¿Para qué lo quiere?
Se metió el aparato en el bolsillo.
– Un cínico aduciría que su marido no explica por qué se disculpa. Podría disculparse por haber sido infiel.
– No lo fue.
– Seguramente no.
– El vino se le estará calentando.
– Yo no soy un cínico -aseguró-. Estoy de su parte. Ya sé que se ha empeñado en parecer culpable, pero no lo ha hecho lo suficientemente bien. El accidente de su marido y de Milena Livingstone… eso no podría haberlo hecho usted sola.
– Sola… ¿por qué?
– No, por nada. Además, ¿con quién iba a hacerlo? También he hablado con el marido de ella. El viudo. La palabra «viudo» no se suele emplear mucho, ¿verdad? Nunca he sabido muy bien por qué. No me pareció una persona capaz de planear un asesinato, sino más bien un hombre tolerante. Ya me entiende.
– Si me está preguntando si yo tampoco creo que él matara a su mujer, así es.
– Ni a su marido.
– Tampoco.
– Pero también está Frances Shaw.
– ¡Yo no maté a Frances!
– Sólo estoy haciendo de abogado del diablo, elaborando la teoría que podría presentar una persona hostil. El hecho de que usted trabajara en la empresa dirigida por la amante de su esposo podría considerarse una coincidencia desafortunada.
– No se trataba de una coincidencia -objeté-. Y ella no era su amante. Yo trabajaba allí para demostrarlo. O para descubrir la verdad.
– La verdad es que resultaría casi imposible…
– ¿El qué?
– Matar a dos personas y que pareciera un accidente.
– Creí que se refería a Frances Shaw.
– Ya llegaremos a Frances. Estaba pensando en el coche. ¿Cómo podría haberlo preparado? ¿Manipulando los frenos, como en las películas?
– ¿Cómo se manipulan los frenos? -pregunté-. En cualquier caso, eso no serviría de nada en Londres. No se puede matar a dos personas que circulan a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora. Al menos, no es un método muy fiable.
– Sí, eso tiene sentido -confirmó Ramsay-. ¿Cómo podría lograrse?
Rompí la promesa que había hecho y me obligué a pensar de nuevo en aquel acontecimiento, como tantas veces había hecho.
– Tendrían que haber estado muertos antes -deduje-. Y después llevarlos en coche a un lugar tranquilo…
– Como Portón Way -apuntó Ramsay.
– Es un sitio perfecto. Allí se puede precipitar el coche por el terraplén, prenderle fuego y marcharse.
– Y asegurarse de que no se dejan huellas. Y que no se le cae a uno nada.
– ¿Cree que me habría dejado la bufanda si hubiera cometido el asesinato?
– Se sorprendería de las cosas que la gente se deja en las escenas del crimen. Dientes postizos. Piernas de madera. Seguro que no hará falta, señora Falkner, pero si se ve obligada a defenderse, yo no insistiría en que el hecho de que usted se dejara pruebas en el lugar de los hechos demuestre que no estuvo allí.
– Pero sí que estuve. Fui después.
– Claro que el caso de Frances Shaw es muy distinto. Se encontraron huellas de su presencia por toda la escena del crimen, incluso en el cadáver.
– Yo trabajaba ahí -argumenté-, y saqué el cadáver de donde se hallaba. Quería cerciorarme de que estaba muerta.
– Para eso están los servicios de emergencia -observó Ramsay-, Para reanimar a las personas que nos pueden parecer totalmente muertos a los civiles como usted y como yo.
– Lo estaba.
– Creo que esa cuestión ya se ha discutido. Lo que estoy diciendo es que no cabe duda de que usted estuvo ahí, aunque abandonara el lugar. Pero mientras que usted sí tenía motivos evidentes para matar a su marido y a la amante de éste, aunque no pudo haber cometido el asesinato, no tenía motivo alguno para matar a Frances Shaw, ¿verdad?
Se produjo un silencio; yo no sabía qué decir. Me pregunté si él disponía de alguna información, si esperaba pillarme otra vez. Si había pruebas que me inculpaban -todavía más-, lo mejor era que las ofreciera yo. Y ése era el momento de darlas. Durante un instante pensé: «¿Por qué no?». Tenía la sensación de que me estaban acorralando, de que todo iba a salir mal. Podía rendirme. ¿Qué pasaba si me culpaban a mí, si me juzgaban y me encarcelaban? ¿Importaba algo? Pero no fui capaz. No se me ocurrieron las palabras con que expresarlo.
– Nos llevábamos bien -dije-. Ella me consideraba su amiga y me sentía culpable por engañarla. Quise contárselo todo, pero…
– Entonces, ¿mantiene la versión de que no sabía nada de la amante de su marido, y que no tenía ningún problema con Frances Shaw?
– Yo no he dicho que no existiera ningún problema.
– Ninguno que pudiera llevar a un acto violento, me refiero.
– Por supuesto que no.
– Pero sí acusa al marido de Frances de haber mantenido una relación con la amante de su esposo.
– Sé que tuvo una relación con ella; y Milena no era la amante de Greg. Y Frances también tuvo una aventura, no lo olvide.
– Ya. -Se frotó un lado de la nariz-. Se da cuenta por qué andamos tan perdidos, ¿verdad? El problema es que nos vemos obligados a demostrar lo que no ha sucedido: que una persona no sabía algo, que tampoco tenía un motivo. No soy lo bastante inteligente para eso. Un cuchillo con sangre y huellas dactilares. Mejor si ha quedado registrado en un circuito cerrado de televisión. Así es como me gustan a mí las cosas. -Miró en derredor-. ¿Fabrica también muebles nuevos?
– Alguna vez, para entretenerme. Son más caros que los muebles antiguos.
Pareció decepcionado.
– Con mi sueldo no me puedo permitir ni unos ni otros. Continuaré yendo a Ikea. -Se calló y pareció recordar algo-. No va á seguir con sus jueguecitos, ¿verdad?
– ¿Qué juegos?
– Suplantar la identidad de otro.
– No.
– Con que lo haya hecho una vez nos basta.
– Tengo una coartada.
– Ah, es verdad. Por lo visto tendremos que investigarla.
Le hablé de la entrega que había realizado el día de la muerte de Greg. Incluso entré en casa, encontré el nombre del bufete de abogados y le escribí la dirección y el teléfono.
– Puede verificarlo usted mismo.
– Eso haré -repuso.