174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Capítulo 3

Mi pequeña casa se llenó de gente. También de formularios, de recados, de largas listas con lo que tenía que hacer. Los amigos me preparaban tazas de té y me tendían tostadas que yo intentaba comerme. El teléfono sonaba y sonaba. Gwen y Mary debieron de establecer turnos, porque daba la impresión de que en cuanto una se marchaba llegaba la otra. Mis padres aparecieron con un bizcocho de jengibre algo quemado en un molde que recordaba de mi infancia, y también con sales de baño. Joe trajo whisky. Se sentó en el sofá, meneó la cabeza para expresar incredulidad y me llamó «cariño». Fergus llegó con el rostro lívido por el estupor; me llamó «cielo». Todos intentaban abrazarme. Yo no quería que me abrazaran. Al menos, no quería que me abrazara nadie que no fuera Greg. Esa noche me desperté en medio de un sueño en que él me rodeaba con un cálido abrazo, de esos que me hacían sentir segura, y me quedé tumbada con los ojos secos e irritados, contemplando la oscuridad, consciente del vacío que había en la cama, a mi lado.

No debería haberme preocupado por lo que tenía que hacer, porque en cada etapa había un montón de personas que me iban guiando. Me había convertido en parte de un proceso burocrático y me llevaron de manera sencilla y eficiente hacia la meta: el funeral. Sin embargo, antes de que pudiera celebrarse la ceremonia había que registrar la muerte, y para ello, según me enteré, se debía llevar a cabo una investigación judicial para establecer la causa.

Greg y yo solíamos hablar de la muerte. Un día, después de emborracharnos, rellenamos un cuestionario de internet que te daba la fecha de tu defunción (la mía a los ochenta y ocho años, la de Greg a los ochenta y cinco); entonces ésta parecía quedar en un futuro remotísimo, como si fuera un chiste, algo imposible. Si hubiéramos pensado en ello seriamente, habríamos dado por supuesto que nos alcanzaría cuando fuéramos ancianos, mientras uno de los dos le daba la mano al otro. Pero yo no le había dado la mano, y a su lado estaba otra persona. Milena Livingstone. Le di vueltas al nombre mentalmente. ¿Quién era? ¿Por qué estaba Greg con ella?

– ¿Para qué piensas en ello? -me preguntó mi madre en tono grave.

La eché de casa y di un portazo tan fuerte cuando salió que varios fragmentos de yeso cayeron al suelo.

– ¿Para qué piensas en ello? -me preguntó Gwen; apoyé la cabeza en la mesa, encima de todos los papeles, y respondí que no lo sabía, que no tenía ni idea.

Pero yo conocía a Greg. El nunca habría… No terminé la frase.

* * *

– Háblame de ella.

– ¿De quién?

Joe me miró con un gesto serio y atento.

– De Milena. ¿Quién era?

– Ellie… -Su tono de voz era cordial-. Ya te lo he dicho. No tengo ni idea. No sabía ni que existía.

– ¿No era una dienta?

Joe y Greg eran socios, tenían su propia empresa. Se supone que los contables son hombres grises y enjutos, con traje y gafas, pero eso no se correspondía con ninguno de ellos dos, desde luego. Joe llamaba mucho la atención y tenía carisma. Las mujeres siempre revoloteaban en torno a él; les atraían sus ojos azules, su amplia sonrisa, su actitud extremadamente atenta. Era bastante guapo, pero Greg y yo comentábamos que el verdadero secreto de su encanto residía en su manera de hacer que la gente se sintiera atractiva, especial. Nos sacaba varios años, andaba por los cuarenta y muchos, por lo que era como un tío, o un hermano mucho mayor. Y Greg… bueno, Greg era Greg. Él decía que, si yo hubiera sabido cómo se ganaba la vida, nunca habría accedido a salir con él. Pero era imposible adivinarlo. Nos conocimos en la fiesta del amigo de otro amigo de ambos y, si yo hubiera tenido que aventurar algo, habría supuesto que era director de televisión, escritor, incluso actor o activista profesional. Tenía un aspecto de pillo algo desaliñado; cierto aire soñador, idealista. Yo era la metódica y práctica; él era entusiasta, desorganizado, infantil. Desde luego, no casaba con la idea que yo tenía de un contable.

– No -repuso Joe-. Lo he revisado todo. Dos veces.

– Tiene que haber una explicación.

– ¿No se te ocurre nada?

Esta vez su voz cordial, que me instaba suavemente a reconocer lo evidente, me hizo estremecer.

– Me habría enterado. -Lo miré de hito en hito-. Y tú también te habrías enterado.

Me puso la mano en el hombro.

– Todo el mundo guarda secretos, Ellie. Los dos sabemos lo adorable y maravilloso que era Greg, pero, al fin y al cabo…

– No -le interrumpí-. Es imposible.

* * *

– ¿Quién era Milena? -pregunté a Fergus.

– No tengo ni idea -respondió-. Te juro que nunca me habló de nadie con ese nombre.

– ¿Alguna vez te comentó…? -Vacilé-. ¿Te dijo alguna vez que… bueno, ya sabes…?

– ¿Que tuviera una amante?

Fergus terminó la frase que yo no podía acabar.

– Sí.

– Greg te adoraba.

– Eso no es lo que te he preguntado.

– Nunca me comentó que tuviera una amante. Ni yo sospeché que la tuviera. Jamás.

– ¿Y ahora?

– ¿Ahora?

– ¿Sospechas que podría haberla tenido?

Él se pasó la mano por el rostro.

– ¿Con sinceridad? No lo sé, Ellie. No sé qué decirte. Ya sabes que estuve en su oficina el día en que murió, con él, trabajando con los ordenadores. Parecía totalmente normal. Me habló de ti. No me dijo nada que me pudiera inducir a sospechar. Pero murió en un accidente de coche junto a una mujer desconocida de la que nadie parece saber nada. ¿Qué explicación se te ocurre a ti?

* * *

La investigación judicial debía celebrarse a las diez de la mañana del martes 15 de octubre, en la oficina del juez de instrucción que quedaba al lado de Hackney Road. Yo tenía que asistir; si quería, podía hacer preguntas a los testigos. También podía acudir con amigos o familiares, si así lo deseaba. La sesión estaba abierta al público y a la prensa. Después de la investigación, la muerte de Greg quedaría registrada, yo podría recoger los formularios pertinentes, el E y el F, y fijar una fecha para el funeral.

Le pedí a Gwen que Mary y ella vinieran conmigo. «A no ser que Mary no encuentre a nadie que se quede con el niño», añadí. Mary tenía un hijo pequeño: le faltaba poco para cumplir un año. Hasta la muerte de Greg, las conversaciones entre nosotras habían girado en torno a los pañales, las primeras sonrisas, los problemas de dentición, las grietas en los pezones y los agobiantes placeres de la maternidad.

– Iremos contigo, por supuesto -respondió Gwen-. Te voy a preparar algo de comer.

– No tengo hambre, y no me he quedado inválida. ¿Todo el mundo cree que había otra mujer?

– No lo sé. No tiene importancia. ¿Qué piensas tú?

¿Qué pensaba? Pensaba que no iba a poder sobrevivir sin él, pensaba que me había abandonado, pensaba que me había traicionado. Sabía, desde luego, que no era el caso. Pensaba, cuando me despertaba por la noche, que iba a escuchar su respiración, a mi lado, en la cama; pensaba cientos de veces al día en cosas que quería decirle; pensaba que ya no podía recordar su rostro pero entonces volvía a verlo, burlón y cariñoso, o abrasado en el momento de la muerte. Pensaba que no tendría que haberse alejado de mi lado y que aquello era culpa suya por haber decidido irse con ella, y pensaba, además, que me iba a volver loca si no descubría quién era aquella mujer, pero que, si lo averiguaba, lo más probable era que también me volviese loca. Loca de pena, de rabia o de celos.

* * *

– Me he enterado de que tenía una amante.

La voz de mi hermana Maria tenía un matiz de solemne compasión. Oí el llanto de su hijo pequeño de fondo.

– Me tengo que ir -dije, y colgué dando un fuerte golpe.

Una amante. Al igual que la muerte, las relaciones extraconyugales las sufrían otras personas, no Greg y yo. Milena Livingstone. ¿Cuántos años tenía? ¿Cuál era su aspecto? Lo único que sabía de ella era que estaba casada y que el marido había identificado su cadáver en el mismo depósito en el que se hallaba Greg. Era posible que la hubieran colocado en la bandeja de encima de él. Así en la vida como en la muerte. Me recorrió un potente escalofrío y sentí náuseas; subí al piso superior, donde tenía el portátil, lo encendí y busqué su nombre en Google. No hay muchas Milenas Livingstone por ahí.

Pinché en el primer resultado de la búsqueda y en la pantalla apareció el anuncio de una empresa, aunque al principio no entendí a qué se dedicaba. Decía que te podías olvidar de todo y que ellos se ocupaban hasta del más mínimo detalle. Locales. Comidas. Fui bajando por la página. Parecía una pretenciosa empresa de catering y organización de eventos para personas con mucho dinero y poco tiempo. Un menú de muestra. Sashimi de atún, lubina marinada en jengibre y lima, fondants de chocolate. Ah, sí, y ahí estaban las personas que organizaban aquello, las responsables.

En la pantalla, dos fotografías me mostraban sendas sonrisas. El rostro de la izquierda era pálido y triangular, lucía un corto cabello rubio oscuro con un sofisticado peinado, una nariz recta y una sonrisa recatada. Aquella mujer parecía atractiva, inteligente, con clase. No era ella. No, era la otra, la de la melena cobriza (teñida, pensé con desdén; seguro que se la echa continuamente hacia atrás con una mano llena de anillos; seguro que hace mohines), pómulos marcados, dientes blancos, ojos grises. Así que se trataba de una mujer mayor que yo. Rica, por lo que se veía. Guapa, pero no con esa clase de belleza en la que yo esperaba que Greg, que tanto se había enamorado de mí, se fijase. Milena Livingstone transmitía una sensación de glamour y sofisticación; tenía las cejas depiladas y una sonrisa de complicidad. Seguro que llevaba las uñas largas y pintadas, y las piernas impecablemente depiladas. Una mujer que gusta a los hombres, pensé. Pero no al mío. A Greg no, desde luego. Sentí una oleada de rabia, apagué el ordenador sin consultar más resultados, entré en el dormitorio y me eché boca abajo en mi lado de la cama. En el exterior había oscurecido; las noches se estaban alargando y los días, acortando.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero al fin me levanté y me dirigí al armario. La ropa de Greg colgaba en el lado derecho. No tenía mucha: un traje que habíamos comprado juntos para la boda y que apenas se había puesto desde entonces, un par de chaquetas de sport, varias camisas. ¿Qué llevaba cuando murió? Cerré con fuerza los ojos y me obligué a recordar: pantalones oscuros y una camisa azul claro; encima, su chaqueta preferida. En efecto: su uniforme de contable que no parece un contable.

Empecé a revisar minuciosamente todo lo que había en el armario. Metí la mano en los bolsillos, pero sólo encontré la cuenta de una cena en un restaurante italiano al que habíamos ido dos semanas antes. La recordé: yo estaba enfadada, Greg se había mostrado paciente y optimista. Una octavilla arrugada de un concierto de jazz que nos habían metido bajo el limpiaparabrisas hacía pocos días. Abrí los cajones en los que guardaba las camisetas y la ropa interior, pero no descubrí bragas de encaje de ninguna mujer ni cartas de amor incriminatorias. Nada se salía de lo normal. Todo se salía de lo normal.

Me coloqué delante del espejo, me estudié y me vi con mal aspecto. Me pesé y me di cuenta de que me estaba quedando en los huesos. Me escaldé un huevo, rompí la parte superior e introduje la cuchara en la yema amarilla. Me obligué a comer la mitad pero me entraron tantas ganas de vomitar que tuve que dejarlo. Tenía calambres en el estómago y un dolor de espalda espantoso y familiar, así que me preparé la bañera y me sumergí en ella; entonces sonó el teléfono. Me sentía incapaz de responder y escuché la voz de Mary, que le decía al contestador que al pobre Robin le había subido la fiebre, pero que vendría lo antes posible. Me quedé tendida bajo el agua caliente y cerré los ojos. Al abrirlos, vi que una voluta de sangre roja salía de mi interior, y después otra.

Vaya.

No podría ser, después de todo. En esta ocasión, corno había sucedido a lo largo de tantos meses de intentos y de esperanza y de oraciones, tampoco estaba embarazada y Greg había muerto mientras conducía junto a otra mujer y me había dejado sola y ¿qué diablos iba a hacer yo ahora?