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La visita del inspector jefe Ramsay, el lunes por la mañana, no se pareció en absoluto a la anterior. Incluso su forma de pulsar el timbre fue distinta, más insistente e inflexible. Lo acompañaba un colega más joven, incómodo en su uniforme nuevo y reluciente, como si Ramsay necesitara a alguien que lo protegiera de cualquier atisbo de flirteo, de informalidad, de trato de favor. No hubo ninguna campechana propuesta de observarme mientras trabajaba. Insistió en pasar al salón, donde me sentí fuera de lugar con la ropa de trabajo polvorienta y maloliente. Lo peor de todo fue su gesto impenetrable, con la mirada casi vidriosa, como si no nos conociéramos, como si me estuviera juzgando por la primera impresión y ésta no fuera favorable. Cuando les ofrecí un té empezó a hablar como si no me hubiera oído.
– He pensado que le interesaría saber una cosa. Mandamos un agente a Pike and Woodhead para que comprobara su coartada. Desgraciadamente, no tenían el resguardo.
Se calló y me miró con una expresión pétrea e insondable, como si esperara que me justificara.
– Lamento que haya perdido el tiempo -me disculpé-. Recuerdo que lo firmé, pero han debido de tirarlo.
– No, no lo tiraron -prosiguió Ramsay-. Pero una persona se nos adelantó, lo pidió y se lo llevó.
– ¿Quién?
– Usted.
Se me nubló la vista momentáneamente y vi unas motitas doradas, como sucede cuando uno mira al sol sin querer. Me vi obligada a sentarme. Me quedé sin habla. Tuve que realizar un esfuerzo ímprobo para decir.
– ¿Por qué afirma usted que fui yo?
– ¿Me lo pregunta en serio? -inquirió Ramsay. Se sacó la libreta-. Nuestro agente ha hablado con un gerente de la oficina. Un tal Hatch. Éste consultó el archivo y vio que el papel no estaba, pero apareció una nota en la que se decía que se lo había llevado la señora Falkner. Usted.
Durante un vertiginoso instante consideré la posibilidad de que realmente me hubiera presentado en la oficina, de que hubiera pedido el documento y de que después hubiera borrado el recuerdo. Quizá la locura consistía en eso. A lo mejor eso lo explicaba todo. Una parte de mi mente había descubierto la infidelidad de Greg, había sido responsable de otras cosas terribles y las había ocultado detrás de una pared mental. ¿Acaso no había oído hablar de ello? ¿De personas que sufrían traumas mentales y que los enterraban para no tener que enfrentarse a las consecuencias? ¿De personas que habían cometido crímenes, que los habían olvidado y que se creían realmente inocentes? Casi habría sido un alivio reconocer esa posibilidad, pero me negué.
– ¿Dónde está? -añadió Ramsay.
– No lo tengo -respondí-. No fui yo.
– No insista -me dijo él. Levantó la mano: las yemas de su índice y de su pulgar casi se tocaban, como si sostuviera una cerilla invisible-. Me falta esto, esto, para detenerla ahora mismo. Señora Falkner, creo que no se hace cargo del lío en el que está metida. Entorpecer las labores judiciales no es como cruzar la calle cuando sale el hombrecito rojo. A los jueces no les hace ni pizca de gracia. Lo consideran una especie de traición y dictan penas de cárcel sorprendentemente largas. ¿Lo entiende?
– No fui yo -insistí.
– Claro que fue usted.
– Se mire como se mire, es algo descabellado -aduje-. Si fui yo, ¿para qué iba a hablarle de ese bufete, a darle la dirección y después a llevarme una prueba antes de que llegaran ustedes?
– Porque en ella no aparecía lo que usted había declarado.
Me callé durante unos segundos, sumida en una gran confusión.
– Pero destruir una prueba no sirve de nada. Sólo empeora el asunto. ¿Por qué haría yo una cosa así? ¿Y encima dando mi nombre?
Ramsay soltó un bufido que casi sonó como una risa, pero adoptó un gesto serio y habló con lentitud y parsimonia.
– Si un jurado supiese todo lo que usted se ha traído entre manos, no creo que les resultase complicado aceptar otro acto de locura.
Nos dijimos unas cuantas cosas más antes de que los dos se marcharan, ninguna de ellas muy agradable. Ramsay me previno de que al cabo de poco tiempo tendría que prestar una declaración cautelar, lo que implicaba que existía la posibilidad de que se formulase de forma inminente una acusación criminal, y que debía acudir con un abogado. Añadió entre dientes que también me someterían a un examen psicológico y que ésa era mi mayor esperanza. Cuando estaban a punto de marcharse me miró con una mezcla de estupefacción y pena.
– Usted me inspiraba lástima -afirmó-, pero no me lo ha puesto nada fácil. No entiendo qué se trae entre manos. Pero andamos detrás de usted. No se cachondee de nosotros.
En cuanto se marcharon, en cuanto el coche se alejó, me cambié y me puse ropa más profesional. Media hora después ya estaba en la oficina de Pike and Woodhead, cuya entrada se encontraba en una callecita, casi un callejón, perpendicular a la plaza de Lincoln's Inn Fields. Detrás de la recepción, nada más franquear la puerta, vi a una mujer de mediana edad. Le pregunté si estaba el señor Hatch.
– ¿Darren? Sí, por ahí anda.
Le pregunté si podía verlo y al cabo de unos minutos apareció él, no tal y como esperaba, con un traje de raya diplomática, sino con vaqueros y una camiseta Fred Perry. Al entregar la silla no le había visto. La había dejado en recepción, había firmado un papel, me había llevado una copia y me había marchado.
– ¿Usted se ocupa de las entregas? -le pregunté.
– ¿Nos ha traído algo?
– Hoy no. Me llamo Eleanor Falkner. Traje una silla hace varias semanas.
Él adoptó un gesto de recelo.
– Esta mañana ha venido un policía para hablar de ese tema.
– Quiero hacer unas comprobaciones.
– ¿Para qué?
– Al realizarla firmé un resguardo. Ellos dicen que después vine a llevármelo. Pero no es así.
El señor Hatch se acercó a un archivador que había junto a la pared y abrió el cajón superior. Sacó una carpeta y la hojeó.
– Aquí tenemos un justificante de todo lo que se ha recogido o entregado. Ya lo tengo. Sólo es una nota que dice: «Resguardo entregado a la señora Falkner».
– ¿Cuándo?
– Parece que ayer.
– Pues no lo entiendo. ¿Quién lo apuntó?
Él lo estudió más de cerca.
– Parece mi letra.
– Entonces, ¿he sido yo la que se ha llevado el justificante?
– Eso pone aquí.
– ¿Y usted no se acuerda de la mujer que se lo llevó?
– Yo me ocupo de organizar las entregas. Veinte, treinta, cuarenta al día. Por eso necesito estos papeles.
– ¿Y por qué dejó que alguien se llevara sin más uno de esos resguardos?
– Porque no era importante. Los justificantes de los documentos sí los guardamos, en el piso de arriba. Aquí está todo lo relacionado con el material de oficina: bolígrafos, tinta para impresora, cosas así. Cada dos meses los tiramos.
– Entonces, ¿cualquiera podría haber entrado, haber pedido el resguardo, y se lo habrían dado?
Volvió a contemplar la carpeta.
– Aquí dice que fue la señora Falkner.
– Sí, pero…
Me callé. Me di cuenta de lo inútil que resultaría seguir insistiendo.
Ocho horas después, más o menos, estaba borracha. Por la tarde llamé a Gwen y Mary, les dejé sendos mensajes y supuse que estaban ocupadas, de viaje o comprensiblemente hartas de que les contara mis penas. O de que otros se las contaran. Incluso de recordar mi existencia. Pero esa misma tarde Gwen me llamó y me dijo que iban a sacarme de marcha. Un sexto sentido me avisó de forma infalible de que habían estado hablando de mí, de que me habían organizado un plan sin que yo me enterase. Les respondí que eran muy amables pero que era lunes por la noche y que tenían que vivir sus vidas. Gwen replicó que no me andará con bobadas. Que me pusiera un vestido y que me recogerían a las ocho.
Me llevaron a un nuevo bar español de Camden Town en el que tomamos unas tapas con copitas de jerez seco, luego pedimos más tapas y más jerez, y después iniciamos un animado debate sobre nuestras bebidas favoritas. No sé quién mencionó el dry martini y Mary afirmó que había que servirlo con un trocito de cascara de limón y Gwen aseguró que tenía que ser una aceituna. Así que nos bebimos uno con el limón y a continuación otro con la aceituna. Me concedieron el voto de desempate para decidir cuál era el ganador: elegí el de limón y tuvimos que pedir otra ronda para celebrarlo.
Fue en ese momento, mientras daba un sorbito a mi tercer dry martini, cuando Gwen me preguntó cómo estaba. Pese al aturdimiento del alcohol me di cuenta de que ése era el propósito de toda la velada. Los mensajes que les había dejado en el móvil debían de haberles sonado terriblemente afligidos, y habían decidido que tenían que hacer algo.
– Estoy bien -respondí.
– Oye -dijo Mary-, a nosotras nos lo puedes contar. Reflexioné durante un instante y vi las cosas -o quizá fue la ginebra quien lo vio por mí- bajo una nueva luz.
– De verdad -insistí-. Bueno, más o menos. Antes me encontraba mal, pero algo ha cambiado. Lo noto a mi alrededor. Sé que os estáis cansando de la viuda Falkner y de sus interminables relatos de congoja, así que os voy a dar la versión reducida.
Bien, algo reducida. Les conté lo que me había pasado durante los días anteriores con toda la concisión de que fui capaz. Cuando terminé, ellas se miraron con un gesto de alarma y confusión. Apuré la copa.
– Bueno, ¿qué sentido tendría dar a la policía una coartada que yo sabía que era falsa y después eliminar la prueba antes de que pudieran verificarla? ¿Para qué iba a hacer una cosa así? ¿Qué explicación se os ocurre?
Se produjo un silencio.
– Ha debido de producirse algún tipo de confusión -aseguró Gwen.
Empezaba a tener que concentrarme para hablar, y más aún para pensar.
– Intento encontrar una explicación lógica -proseguí-, pero todas las que se me ocurren son absurdas. Por ejemplo, he pensado que a lo mejor una de vosotras se presentó allí para comprobar que la coartada era sólida, le pareció que no y se llevó el recibo para protegerme. Pero vosotras no habéis sido, ¿verdad?
– Claro que no -respondió Mary.
– Deberíamos haber pedido margaritas -observó Gwen-. El Martini es demasiado peligroso.
– Aquí no hay margaritas -repuse-. Los margaritas son mexicanos. Se habrían ofendido.
– Pero el Martini es todavía más extranjero -apostilló Mary.
Salimos del bar cuando ya cerraban y sentí que el aire frío me aclaraba las ideas. Abracé a mis amigas y les di las gracias.
– No crees que la policía vaya a detenerte, ¿verdad? -me preguntó Gwen-. No lo pueden haber dicho en serio.
Me arrebujé en el abrigo para protegerme del frío que soplaba por Camelen High Street. De pronto lo vi todo con claridad.
– No lo sé. Las piezas no parecen encajar del todo. Si yo apareciera muerta de repente y diera la impresión de que me he suicidado, se conformarían con eso. Una viuda rota por el dolor, una asesina culpable que se siente acorralada y que no ha sido capaz de soportar la tensión. Podrían cerrar tres casos al mismo tiempo. Aunque las piezas no encajaran a la perfección, aunque no se explicara todo, bueno, la vida es complicada, ¿no? La policía se conformaría.
– Ellie -me espetó Gwen, horrorizada-, no hables así.
Vi un taxi y alcé el brazo para llamarlo.
– Pero si me pasa algo -insistí- no olvidéis lo que os he dicho, ¿vale?
Me fui a la cama agotada, pero con los nervios de punta y la cabeza acelerada; sabía que me iba a resultar imposible dormir. Probé todos los trucos que conocía para no pensar que estaba intentando conciliar el sueño, justo para conciliarlo. Me relajé, me concentré, ensayé una respiración regular supuestamente similar a la del sueño, con los ojos cerrados. Los abrí, contemplé la oscuridad y me dije: «Esto es lo que ven los ciegos». Intenté pensar en algo aburrido, intenté pensar en algo interesante. Empecé a preguntarme cómo había sido capaz de dormir en el pasado. ¿Cómo consigues llevar a cabo una acción que no es una acción, sino un dejarse ir? Me empezó a obsesionar la idea de que uno no puede ver cómo se queda dormido, del mismo modo, supuse, que no puedes vivir el momento de tu muerte. Se me ocurrió que debe de haber un estado de sueño previo al sueño en sí, como la anestesia antes de una operación, que impide que te veas quedarte dormido. Pero de ese estado tampoco eres consciente, luego debe de haber otro antes, y otro antes de ése, de modo que dormir resulta imposible.
Como método desquiciado para intentar agotarme y obligarme a sumirme en la inconsciencia emprendí un viaje mental, como si pensar en algo resultara tan cansado como hacerlo en la realidad. Salí de casa, doblé a la izquierda, después otra vez a la izquierda y atravesé el canal; pasé por el mercado de Camden Lock, crucé el parque de Primrose Hill y salí a Regent's Park; bajé por Euston Road y volví a internarme en Somers Town, luego en Camden Town, y volví a casa. Era como un sueño febril, con la diferencia de que estaba despierta y de que yo lo controlaba.
Al principio intenté imaginar un paseo sin más por la ciudad, pero empecé a tener la sensación de que me seguían, aunque no veía quién tenía detrás; no sabía si me acechaba una sola persona o varias, ni siquiera si era una persona o una cosa. Pero sentía que allí había alguien que me era hostil. Repentina, sobrecogedoramente, caí en la cuenta de que nadie me perseguía en ese viaje imaginario. Era yo la que buscaba algo, lo seguía, y me di cuenta de que eras tú. No sólo te buscaba, sino que además empecé a hablar contigo, sin estar segura de que tuviera sentido hablar contigo, de que existieras fuera de mi mente y de la mente de las personas que te conocían. ¿Quedaba algún rastro de ti en la oscuridad más sombría que las tinieblas en que me hallaba? Si no creía que estabas en algún sitio -y no lo creía, no en serio-, era absurdo quedarme ahí, en la negrura, hablando contigo: volviste a convertirte en «él», en Greg, una cosa, algo que había desaparecido para siempre.
Súbitamente, la tentación de rendirme no sólo al sueño sino también a la muerte apareció de forma irresistible: abandonar los ruidos desagradables y las luces brillantes, los golpes, los dolores y los sufrimientos de la vida y entrar en la ausencia, en la nada, unirme a ti, estar contigo, o al menos compartir la nada contigo. Durante un rato, mientras permanecía allí tumbada y escuchaba los ruidos del exterior, mientras contemplaba los haces de luz de los coches que cruzaban el techo, sentí que si me asesinaban me harían un favor.
Me quedé en la cama tranquila e imperturbablemente despierta; debí de pasar horas esperando a que los bordes de las cortinas se iluminaran, y me di cuenta de que el anterior había sido el día más corto del año y que la luz del día aún tardaría bastante en aparecer. Busqué a tientas el reloj en la mesilla de noche y tiré una lámpara. Habían dado las cinco hacía muy poco. Me levanté, me puse unos vaqueros, una camisa, un jersey, otro jersey más grueso por encima, unas botas cómodas, un abrigo voluminoso, como de pescador, y un gorro de lana. Salí de casa y eché a andar, no en la dirección que había seguido en el sueño sino hacia el norte.
¿Recuerdas aquella ocasión en que paseamos por el parque de Hampstead Heath en verano, de noche? Hacía tanto calor que sólo llevábamos una camiseta y no llegó a oscurecer del todo. Desde la cima de Kite Hill contemplamos el resplandor del cielo en el extremo oriental de Londres, los edificios de oficinas de la City y el desperdicio de la iluminación del distrito de Canary Wharf después de medianoche. Vimos sombras y siluetas a nuestro alrededor, pero no nos sentimos amenazados por ellas. Paseaban al igual que nosotros, e incluso algunas personas dormían al raso, por elección o por necesidad.
Al pasar por Kentish Town Road vi a algunos peatones, juerguistas que apuraban la noche o madrugadores que se dirigían al trabajo. Había taxis y furgonetas de reparto y coches, porque el tráfico nunca cesa, apenas se aligera un poco. En cuanto entré en Hampstead Heath sentí la misma seguridad que nos embargó aquel verano. Estaba demasiado oscuro y hacía demasiado frío incluso para los delincuentes y los locos, excepto los locos como yo que sólo buscaban uno de los pocos lugares de Londres en los que se podía huir. Subí la colina para divisar las luces londinenses, lejanas y abstractas y titilantes, como si sobrevolara la ciudad. Ascendí y torcí a la derecha; me interné aún más en el parque por senderos que sólo iluminaba la luna, guiándome por el recuerdo de excursiones que ya había hecho muchas veces. Sentí en las mejillas el aire del amanecer, intenso y agradable.
Al fin me vi rodeada por las tenues formas de los robles pelados. Me detuve y agucé el oído. Ni siquiera se percibía el murmullo de los coches que se escucha por toda la ciudad. Me hallaba en el centro de Londres, pero también en un bosque ancestral tan antiguo como Inglaterra. Miré las ramas. ¿Resultaban algo más nítidas porque el negro del cielo iba dando paso al gris? ¿Se aproximaba el alba? A veces, en mañanas de invierno como ésa, no era fácil distinguirlo.
Empecé a hablar contigo, no porque pensara que estuvieras allí de un modo u otro, ni en el viento que mecía las ramas, sino porque era un lugar en el que habíamos estado juntos y que se había convertido en parte de nosotros. Te conté la historia de mi vida desde tu desaparición. Te hablé de mi extraño comportamiento, de mi locura, de los recelos iniciales hacia ti y después de la confianza en ti. Lo difícil que había sido, el esfuerzo que había supuesto, las ganas que había tenido de rendirme.
Una corriente de aire repentina estremeció las ramas y me pregunté cómo habrías reaccionado de haber estado ahí, si me habrías tomado el pelo o te habrías enfadado o me habrías animado, o si me habrías abrazado sin decir nada. También te hablé de los extraños sucesos que habían ocurrido, de la prueba que se había esfumado. Sé lo que habrías comentado al respecto. Siempre querías saber cómo funcionaban las cosas. Si no lo sabías, lo averiguabas. Incluso en aquella ocasión en que estuvimos en la feria de Hampstead, cuando entablaste una conversación con un siniestro hombre tatuado que operaba uno de los tiovivos para que te enseñara los controles y la maquinaria de debajo. Y mientras te lo contaba me di cuenta de que sabía todo lo que debía saber, aunque me hubiera muerto en aquel instante. Nada importaba ya si yo sabía eso, si podía contártelo.
Miré las ramas. Sí, se distinguían con mayor nitidez recortadas contra aquel cielo grisáceo.