174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

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Capítulo 31

Me encontraba en el sofá del salón de Fergus. Jemma había salido de casa por primera vez desde el nacimiento de Ruby para tomar un café con una amiga en la misma calle, a cien metros de distancia, pero me dejó instrucciones suficientes para una semana. Yo traje cruasanes y zumo de naranja recién exprimido para Fergus. Había peleles de bebé en todos los radiadores, tarjetas de felicitación y flores en todas las superficies y un cochecito en una esquina. A mis pies estaba el moisés de Ruby, con un sedoso nidito de mantas de ganchillo, pero yo había cogido a la niña en brazos con la cabecita apoyada en el codo y su pequeño cuerpo muy pegado a mí. Tenía los ojos cerrados y los labios se le hinchaban un poco cada vez que respiraba. Sentí la necesidad de contemplar su arrugado rostro de anciana, de oler su aliento de almizcle, de notar que su mano me agarraba con firmeza el dedo corazón, como si supiera que podía confiar en mí.

Fergus y yo estuvimos charlando sobre las noches sin dormir, las uñas minúsculas, el color de los ojos, las manchas de nacimiento, la forma de su nariz respingona y de sus orejas.

– ¿A quién se parece? -me preguntó él.

– A ti no -respondí, observando sus rasgos-. Pero tiene la nariz y la boca de Jemma.

– Todo el mundo lo dice.

– A lo mejor el mentón es tuyo -observé dubitativa, porque daba la impresión de que él quería que hallara un parecido.

– No. El mentón es el del padre de Jemma -repuso él. Le sonreí: el bueno de Fergus, el mejor amigo de Greg, el padre de mi ahijada.

– Esto era lo que necesitaba -afirmé.

– ¿Estás bien, Ellie? Pareces… no sé, muy pensativa. Un poco apagada.

– No es mi intención. Estoy bien. Cansada. No he dormido mucho. La verdad es que he venido para deciros que creo que voy a marcharme una temporada. He estado un poco desquiciada, ¿verdad? Ya me encuentro más tranquila.

– ¿Sí?

– Eso creo. Son las fases del duelo.

– Si puedo hacer algo…

– Ya lo has hecho.

– Qué época tan espantosa has pasado. Le volví a sonreír y miré al bebé que sostenía en brazos. -Ha aparecido una luz en medio de la oscuridad. Una nueva vida entre tanta muerte.

* * *

No tardaría en oscurecer de nuevo. Tanta oscuridad y tan poca luz. Me dirigí a casa de Gwen y me invitó a pasar. Daniel estaba con ella: llevaba el delantal de rayas de mi amiga y estaba cubierto de harina.

– Ha decidido hacer pasta -anunció Gwen con orgullo.

Fuimos a la cocina. Habia harina en el suelo, en las encimeras y en la mesa. Vi varios cuencos llenos de masa pegajosa en el fregadero y unas perchas de las que pendían unas largas cintas de una sustancia viscosa y que estaban colgadas en los respaldos de varias sillas. Dos enormes olías de agua hervían en los fogones y llenaban de vapor la estancia.

– ¿Quieres comer con nosotros? -inquirió Gwen.

– No. Pero estoy segura de que estará riquísimo.

– Tómate al menos un té.

– Vale, pero después tengo que irme.

– ¿Estás muy liada?

– Mentalmente, sí.

Daniel cogió una cinta flácida de masa y la echó al agua hirviendo.

– Gwen, ¿necesitas el coche?

– Que yo sepa, no. Sólo lo utilizo si no puedo evitarlo. A veces no lo uso durante semanas. Estoy pensando en venderlo.

– Y si lo necesita, puede utilizar el mío -intervino Daniel mientras lanzaba otra cinta a la olla y se echaba hacia atrás al ver que el agua se desbordaba-. Esto no tiene el aspecto que imaginaba. Se están deshaciendo.

– ¿Me lo puedes dejar? Mi seguro me cubre con cualquier coche. Pensaba marcharme.

– ¿Adónde?

– No lo sé. Sólo serán unos días.

– Pero estamos en Navidad.

– Por eso.

– No te vayas sola. Quédate aquí en casa. Parecía a punto de echarse a llorar.

– Eres un cielo, pero necesito irme ya. No estaré fuera mucho tiempo. Seguro que lo entiendes.

– Mientras no olvides que siempre…

– Lo sé. Nunca lo he olvidado.

– Claro que puedes llevarte el coche. Cógelo ahora mismo.

– ¿De verdad?

– Desde luego.

– Lo cuidaré muy bien.

* * *

Volví en el coche de Gwen, lo aparqué frente a la puerta del jardín y entré en la casa, que estaba muy vacía, muy silenciosa, muy triste. Deambulé de un cuarto a otro, pasando el dedo por las estanterías para recoger el polvo. Al regresar de a donde fuera que iba la pondría a la venta.

Me detuve en el gélido salón y corrí las cortinas. Decidí encender la chimenea para animarlo. En la cesta había algunos trozos de madera pequeños y unas bolas de papel muy prietas. Habíamos adquirido la costumbre de hacerlas con sobres usados, cartas desechadas, folios. A Greg le preocupaba que alguien suplantase nuestra identidad y decía que aquello era mejor que comprar una trituradora.

Cogí un saco de carbón del cobertizo y me puse manos a la obra, aunque prácticamente era la primera vez que acometía esa tarea: siempre se había ocupado Greg. Yo me encargaba de la comida y él de la chimenea. Coloqué varios papeles en el hogar, encima de ellos construí una pirámide de leña, encendí una cerilla y acerqué la llama a una de las bolas de papel. La madera seca prendió enseguida e inmediatamente noté el reconfortante calor en el rostro. Me senté con las piernas cruzadas delante del fuego; empecé a tirar bolitas a las llamas y a ver cómo se consumían. Algunas de ellas las alisé y las leí. Los artículos de periódicos de seis meses de antigüedad parecen más interesantes cuando estás a punto de quemarlos. Casi todo eran sobres viejos e inservibles o cartas en las que nos ofrecían préstamos o en las que se nos informaba de que habíamos ganado un premio. Pensé que aquéllos eran los últimos vestigios de la vida cotidiana de Greg que quedaban en casa, esa basura que nos rodea a todos. Estaba a punto de lanzar otra bola a las llamas cuando algo me llamó la atención.

Sólo eran unas letras escritas a mano en el margen de un papel, pero me resultaban familiares y no sabía por qué. Lo alisé y lo extendí.

Aparecía el membrete de la empresa -Gestoría Foreman y Manning- pero, por encima, con aquella caligrafía florida, se leía: «Ya te llamaré para hablar de esto. Milena Livingstone». Debajo del membrete, en otra tinta, había un nombre repetido una y otra vez: «Marjorie Sutton, Marjorie Sutton, Marjorie Sutton…». Unas veinte firmas que llenaban la hoja.

Me senté en el suelo y me quedé mirando de hito en hito lo que tenía entre las manos. ¿Qué significaba aquello? La letra del mensaje era la de Milena. De eso no cabía duda. Después del tiempo que había pasado en su oficina, la conocía tan bien como la mía. Y aparecía en un folio de la oficina de Greg en el que estaba escrito el nombre de ella. Eso era lo que había estado buscando durante tanto tiempo: el vínculo. Pero mi confusión era mayor que nunca. ¿Por qué se repetía tantas veces el nombre de Marjorie Sutton? ¿Y por qué aparecía ahí?

Intenté hacer memoria. Cavilé con tanta intensidad que acabó por dolerme la cabeza. Consulté uno de los periódicos. Llevaba la fecha del día de la muerte de Greg. Sí, eso era. Era el papel sobrante de la limpieza que yo había hecho aquel día, justo antes de que llamaran a la puerta, antes de que me cambiara la vida. Había tenido en mis manos el vínculo entre Greg y Milena el día de su muerte, antes de que me la comunicasen, quizás incluso cuando él aún seguía con vida. Antes de que supiera de la existencia de Marjorie Sutton, de que supiera de la existencia de Milena, de que conociera su letra. Contemplé el papel arrugado. De pronto me pareció algo frágil, como si fuera a deshacerse y ese vínculo fuese a perderse para siempre.

Encontré el número de la señora Sutton y la llamé. Pareció quedarse algo perpleja al volver a tener noticias mías. Me dijo que ya me había contado todo cuanto recordaba.

– ¿Conocía usted a una tal Milena Livingstone?

– No -respondió con convicción.

– ¿Está segura? -insistí-. Lo podría haber olvidado.

– Es un nombre raro, parece extranjero -observó-. Lo recordaría.

Le describí el papel que había encontrado.

– ¿Las firmas eran suyas?

– No veo qué importancia tiene todo esto -respondió, con un deje de impaciencia.

Tuve la sensación de estar hablando con una niña cuya atención costaba mantener.

– Creo que es muy importante -le aseguré-. Se lo entregaré a la policía. Es posible que le hagan preguntas al respecto.

– Desde luego, yo no he firmado ningún papel así.

– La empresa de Greg… Foreman y Manning, me refiero, ¿qué servicios le prestan?

– No sé si eso es asunto suyo.

– Supongo que le llevarán la contabilidad.

– Desde la muerte de mi esposo…

– Oh, lo siento.

– Fue hace doce años, casi trece. Ellos se ocupan de mis asuntos financieros, de aquello de lo que se encargaba mi marido. Yo no sé hacerlo.

– Pero ese papel significa algo -insistí-. Debe de guardar alguna relación con el motivo por el que Greg quería ir a verla.

– No la entiendo.

– ¿Ha tenido usted algún problema con la empresa? ¿Se han comportado de modo extraño? ¿Había surgido algún desacuerdo? ¿Había presentado usted alguna queja?

– No. Señora Falkner, la verdad es que no sé qué busca usted.

– Pero tiene que haber una relación -repetí desesperada-. He encontrado esta hoja y Greg quería verla con urgencia justo antes de morir. Piense, por favor.

– Lo siento. Ya no puedo ayudarla más.

– Pero ¿no ve que…?

Me di cuenta de que hablaba sola. No me lo podía creer. Me había colgado.

Casi como en un sueño, me dirigí a la cocina. Coloqué el papel sobre la mesa. Puse agua a hervir, preparé un café y escudriñé mi hallazgo como si fuera un problema matemático que me revelaría una respuesta si reflexionaba sobre él con suficiente intensidad. Aquellas firmas… Estaba segura de haber visto algo similar, pero no lograba recordar dónde. Era como el fragmento de una historia, e intenté encontrar el lugar en el que encajaba. «Ya te llamaré para hablar de esto. Milena Livingstone.» ¿A ti? ¿A Greg? ¿Milena llamó a Greg? ¿Greg llamó a Marjorie Sutton? ¿Acaso había visto él algo en esa nota que yo no detectaba? ¿Le había contado algo Milena?

Bajé la vista a la taza de café. Estaba vacía. La volví a llenar. Ya no importaba. Se lo llevaría a Ramsay. Ahí estaba el vínculo que había estado buscando. Que los profesionales se ocupasen de él. Encontré un sobre viejo e introduje el papel en su interior. El sobre lo metí en el bolso. Mientras me ponía la chaqueta sonó el timbre. Era Joe. Mi expresión de sorpresa debió de resultar cómica, porque él sonrió.

– ¿Qué haces aquí?

– Estoy preocupado por ti -dijo.

– Todo el mundo está preocupado por mí. Estoy bien.

– Una de nuestras clientas ha llamado a la oficina. Le ha dado un ataque. Dice que la ha llamado una mujer y que le ha hecho unas preguntas muy raras.

– Marjorie Sutton. Pero no te inquietes por mí -respondí; cerré la puerta al salir y me encaminé al coche de Gwen-. Estaba a punto de marcharme.

– Por lo que contaba esa señora, me ha parecido que habías sufrido un colapso nervioso o algo así. No puedes ir por ahí asustando así a las ancianas.

– Necesito aclarar ciertas cosas.

– ¿Qué cosas?

Abrí la puerta del coche.

– Ahora no puedo hablar. Tengo que irme. Otra de mis visitas habituales a la policía.

– ¿Quieres que te acompañe?

– No, no quiero -repuse, aunque luego me corregí-: No, gracias.

– ¿Puedes al menos dejarme en la parada de metro? He dicho al taxi que se fuera.

– Vale. Pero compórtate.

Puse el vehículo en marcha; casi esperaba que Joe me colocara la mano en la rodilla.

– ¿Para qué vas a ir a comisaría?

Le hablé del trozo de papel y le conté dónde lo había encontrado.

– Pero ¿no es un papelucho insignificante?

– Lo es, pero está relacionado con el trabajo de Greg y en él aparece la letra de Milena Livingstone.

– ¿Y eso qué significa?

– No lo sé. Pero siento que es lo que andaba buscando.

Avanzamos en silencio durante un par de minutos y entonces pensé: «Me va a proponer que vayamos a otro sitio». El silencio se prolongó aún un rato.

– Te puedo dejar aquí.

– Seguramente no tendrá importancia, pero ¿quieres que vayamos a la oficina? -sugirió-. Si quieres revisamos la carpeta de la señora Sutton y vemos si esa hoja tuya guarda relación con algún asunto.

– De acuerdo.

– Si no tienes que desviarte demasiado…

– No.

– Así lo sabrás con certeza.

– Es lo único que quiero.

Noté, casi por primera vez, en medio de toda la niebla y la oscuridad, que empezaba a ver con claridad. En realidad Joe no quería ir a la oficina. Pero si proponía otro sitio, yo me daría cuenta de todo. Nos detuvimos delante de un semáforo.

– Por aquí hay un atajo -dijo-. Yo te guío.

– Vale.

– Dobla a la izquierda ahí.

Arranqué el coche; al empezar a moverse, dio una sacudida y se caló.

– Lo siento -le dije-. Llevo sin conducir desde los diecisiete años.

– Puedo cogerlo yo.

– No hace falta.

Conduje como si estuviera hipnotizada, como si otra persona llevara el volante y yo fuera de pasajera y mirara el paisaje con curiosidad. Me fijé en las personas que caminaban por la acera y pensé que ellos y yo éramos distintos, como si yo fuera una visitante de otro planeta y estuviera a punto de marcharme. Eché un vistazo a Joe, que también estudiaba las inmediaciones. Se pasó la mano por el rostro. Parecía cansado. La verdad era que tenía un aspecto agotado. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Había estado demasiado ocupada mirando en la dirección errónea. No tenía miedo. Me invadió una sensación de paz. Quería saber; después de eso, nada me importaba.

– Ahí delante vuelve a girar a la izquierda. Por la segunda.

Es curioso. En Londres, por mucho que reine el bullicio, sólo te separan un par de minutos de algún lugar lúgubre y abandonado.

– Joder, un callejón sin salida -exclamó Joe-. Me he equivocado. Tienes que dar la vuelta. Para aquí.

– Menudo atajo -observé mientras detenía el vehículo.

Ya estaba. Ese era el lugar al que había querido llegar desde el principio. Ahí confluían todos los caminos. Allí terminaban todas las historias. Noté la mano de Joe en la nuca, su caricia suave.

– Esto me recuerda a Portón Way -observé.

– ¿Dónde está eso?

– Ya lo sabes. Donde mataron a Greg.

– No, no lo sé.

Entonces recordé dónde había visto antes esas firmas.

– De pequeña solía jugar a una cosa -proseguí-. Con una amiga. Escribíamos el nombre de la otra y copiábamos su firma. Con la de Marjorie Sutton se podrían hacer muchas cosas. Supongo que no es de esas personas que repasan sus cuentas de forma demasiado exhaustiva. Fuiste tú, ¿verdad?

Joe me miró impávido. Noté que su mano me acariciaba la nuca apenas con las yemas de los dedos.

– Si algo tenía Milena -proseguí- era un olfato especial para detectar los puntos flacos, aquello que podía utilizar. Lo vio, tomó nota de ello, y cuando la dejaste para irte con Frances, lo usó. No me extraña que quisieras limpiarme la casa. Tenías que encontrarlo. Has debido de ponerte histérico. Y cuando Frances lo dedujo… porque debió de hacerlo, de otro modo no la habrías asesinado… ¿Te resultó más fácil la tercera vez?

Él me miró fijamente, pero no dijo nada.

– Sólo quería conocer la verdad -concluí.

– Pues ahora ya la conoces -respondió en voz baja.

– ¿Aquí es donde piensas hacerlo? -le pregunté-. La pobre Ellie. No ha podido resistirlo. Ha sido incapaz de vivir sin su marido. Pero se te olvida una cosa.

– ¿El qué?

– Que nada me importa ya -respondí mientras pisaba el acelerador a fondo.

Los neumáticos chirriaron ruidosamente y el coche salió despedido hacia delante.

En esta ocasión no se me caló. Oí un grito pero no entendí lo que él me decía. En cualquier caso, yo estaba soñando, me encontraba en un coche con el hombre en quien Greg había confiado, al que había querido hasta que dejó de fiarse de él. Sesenta kilómetros por hora. Ochenta. Cien. Nos salimos de la calzada.

Me llegó un alarido y no supe si era el rugido de terror de Joe o una voz en mi cabeza o el sonido de los neumáticos en la áspera calzada; por un momento recordé que el coche que estaba a punto de destrozar era de Gwen, y después todo dejó de ser rápido y ruidoso y violento, y se convirtió en lento, silencioso, tranquilo. Y ya no estábamos en invierno, en un día dominado por la oscuridad y el hielo; hacía buen tiempo. Una tarde estival, fresca, templada, de esas que parecen una bendición, llenas de flores y de pájaros cantando. Y al fin lo vi -ay, había esperado tanto tiempo-: se acercaba a mí atravesando la hierba con una sonrisa indescriptible en el rostro, ese rostro tan querido y tan familiar. La sonrisa que sólo me dedicaba a mí. Cuánto te he echado de menos, le dije, quise decirle. Te he echado de menos una barbaridad. Y quise preguntarle si lo había hecho bien, si estaba orgulloso de mí. Y contarle que lo quería, que lo quería muchísimo. Que nunca dejaría de quererlo.

Al fin me abrazó, me rodeó con su sólida calidez. Y al fin pude cerrar los ojos y descansar, porque había llegado al final, a casa.