174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 33

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Capítulo 33

Me acerqué andando a casa de Fergus con la caja entre las manos. Era temprano, un amanecer tenue empezaba a distinguirse por encima de los tejados. Incluso ahí, en las calles de Londres, los pájaros cantaban a mi alrededor. En ese momento de la mañana parecía que habían subido el volumen. Vi un mirlo en la rama de un árbol, su cuello palpitante.

Fergus me esperaba. Abrió la puerta antes de que llamara y salió para acompañarme; me dio un beso en ambas mejillas y esbozó una pequeña sonrisa.

– ¿Listo? -pregunté.

– Listo.

No hablamos. Al cabo de unos veinte minutos abandonamos la calle y entramos en Hampstead Heath; avanzamos por los senderos vacíos hasta llegar a la parte silvestre. Dejamos de ver los brillos de la ciudad bajo la tenue luz del sol y de oír el ruido del tráfico. Me acordé de otro amanecer en que había paseado por ahí: era invierno, y había ido sola, a hablar con Greg. Debajo de las ramas de un roble me volví hacia Fergus.

– Todo empezó así -le conté-: sonó el despertador, él pasó el brazo por encima de mi lado de la cama para apagarlo, me dio un beso en la boca y me dijo: «Buenos días, preciosa, ¿has tenido dulces sueños?»; yo farfullé algo ininteligible y él no entendió nada. Se levantó, se puso la bata y me dejó aún algo adormilada. Bajó al piso de abajo, nos preparó el té y me subió el mío en la taza de rayas, cosa que hacía siempre, todas las mañanas. Me contempló con una media sonrisa al tiempo que yo me esforzaba por incorporarme. Se dio una ducha rápida. Mientras se duchaba cantó una canción a voz en cuello, tarareando las partes que no se sabía. Era The Long and Winding Road.

»Por las mañanas siempre íbamos un poco acelerados, y aquélla no fue distinta. Se vistió, se cepilló los dientes, no se molestó en afeitarse y bajó al piso inferior, y yo le seguí, todavía en pijama. Él nunca tenía tiempo de desayunar tranquilamente. Iba de un lado a otro preparando café, leyendo algunos titulares, buscando una carpeta que necesitaba. Entonces llegó el correo. Oímos el ruido que produjo al caer en el suelo y él fue a buscarlo. Lo abrió de pie y fue tirando la propaganda sobre la mesa. Llegó al sobre que contenía las firmas de Marjorie Sutton, o, más bien, los ensayos de Joe. Leyó el mensaje escrito a mano por Milena. No entendió lo que tenía delante; se quedó estupefacto. Dejó el papel en la mesa, junto al resto de correspondencia desechada, porque llegaba tarde y tenía prisa. La última vez que lo vi tenía un trozo de tostada, un poco quemada, entre los labios; salió corriendo por la puerta con las llaves en una mano y el maletín en la otra.

»Se dirigió a la oficina, adonde llegó sobre las nueve. Preparó una cafetera para Tania y para él, después revisó las cartas y el correo electrónico, y respondió a los mensajes. Joe no estaba: le había dejado una nota a Tania diciendo que iba a ver a un cliente. Entonces apareciste tú para ayudar en la instalación del nuevo software. Greg se sentó en la mesa, meciendo las piernas, y te habló del tratamiento de fecundación in vitro al que me iba a someter. Te dijo que estaba seguro de que iba a salir bien. Siempre tan optimista, ¿verdad? Luego tuvo una reunión con una de sus clientas, Angela Crewe, que quería constituir un fondo fiduciario para su nieto. Después hizo cinco llamadas de teléfono, otra cafetera y se comió dos galletas dulces de mantequilla, que eran sus preferidas. Las guardaba en la lata que tenía unos girasoles en la tapa.

«Salió a comer contigo al pequeño restaurante italiano que queda detrás de la oficina, y pidió unos espaguetis con almejas, que no se terminó, y para beber un vaso de agua del grifo, porque acababa de llegar a la conclusión de que el agua embotellada era inmoral. Seguramente te lo contó.

– Efectivamente -confirmó Fergus.

– También hablasteis de vuestros maratones y comparasteis vuestros tiempos. Tú volviste al trabajo; él entró en su despacho y cerró la puerta. Sonó el teléfono; era Milena. Le preguntó si había recibido la carta que contenía la hoja con las firmas y él respondió que sí. Ella dijo que estaba segura de que un hombre inteligente como él debía de haber comprendido lo que aquello suponía y Greg replicó, cortante, que él no funcionaba a base de sospechas ni de suposiciones y colgó.

– ¿Todo eso es verdad? -intervino Fergus.

Empezaba a llover y las gotas me proporcionaron una agradable sensación del frescor en el rostro.

– La mayor parte -le aclaré-. Algunas partes se corresponden con lo que debió de pasar. El resto es lo que imagino por las noches.

»Después de colgar se quedó reflexionando un rato -proseguí-. Entró en el despacho de Joe para preguntarle por el tema, pero éste había salido y no cogía el móvil. Así que pidió la carpeta de Marjorie Sutton y la examinó minuciosamente. Después la llamó y concertó una cita con ella para el día siguiente. Le insistió en que era urgente.

»Luego pensaba volver a casa. Me había prometido que íbamos a tener una tarde para los dos. Yo iba a preparar risotto y él iba a comprar un buen vino tinto. Íbamos a hacer el amor y después a cenar juntos. Sin embargo, cuando se disponía a salir, lo llamó Joe diciéndole que había pasado algo raro con Marjorie Sutton y que tenían que hablar. A Greg lo alivió esa llamada: sin quererlo, las firmas lo habían preocupado. Le dijo a Joe que había intentado ponerse en contacto con él para tratar el tema, pero que lo podían dejar para el día siguiente. Había hecho planes con su mujer. Joe insistió, le aseguró que no tardarían mucho y le preguntó si podía recogerlo en la estación de King's Cross.

»Greg me llamó. Me dijo: "Ellie, sé que te había dicho que iba a llegar pronto, pero me voy a retrasar un poco. Lo siento mucho".

»Yo le respondí: "Joder, Greg, me lo habías prometido",

»Él se disculpó: "Lo sé, lo sé, pero ha surgido una cosa".

»A lo que yo repliqué: "Siempre surge algo".

»Y él finalmente dijo: "Luego te lo explico. Ahora no puedo hablar, Ell".

»Yo debería haberle preguntado si había algún problema, debería haberle dicho que tuviera cuidado, que no importaba que se retrasase, y debería haberle dicho que lo quería mucho, muchísimo. No, no sólo eso, le tendría que haber pedido que volviera a casa inmediatamente, que cancelara la cita que había concertado. Tendría que haber gritado, que haber insistido, que haberle dicho que estaba enfadada y que lo necesitaba. Podría haberlo hecho. Estuve a punto. A partir de ahí empezaría una historia que nunca sucederá y que nunca llegaré a contar, la de una larga vida llena de felicidad. Pero me despedí con mucha frialdad y le colgué, y ésa fue la última vez que oí su voz, con la excepción del contestador. A veces me despierto por la noche y tengo la sensación de que me habla, de que me dice: "Buenos días, preciosa, ¿has tenido dulces sueños?".

»En todo caso, tú oíste la discusión, o al menos su parte, porque entraste en su despacho a la mitad. Él colgó, se volvió hacia ti y te dijo que yo estaba un poco cabreada con él; tú le dijiste que seguro que se me pasaría.

«Volvió a quedarse solo, se sentó en la silla y cruzó las manos por detrás de la cabeza. Eso no lo sé a ciencia cierta, pero lo imagino. Veo con precisión cómo ladeó la cabeza, el pequeño músculo que se le tensaba y destensaba en la mandíbula. Cerró los ojos y pensó en lo alicaída que me sentía por no quedarme embarazada; rápidamente, su enfado desapareció y sólo quedó ternura. Entonces me mandó un mensaje de texto: "Perdón perdón perdón perdón perdón. Soy un idiota".

»Se levantó. Se puso la chaqueta. Metió la cabeza en la oficina de Tania y se despidió hasta el día siguiente. A ti te saludó con la mano mientras salía. Bajó corriendo las escaleras de dos en dos, como siempre. Subió al coche y se dirigió a King's Cross. Cinco minutos: después se iría a casa y apenas se retrasaría.

«Detuvo el vehículo; Joe abrió la puerta del copiloto y entró con una bolsa. Le dijo que tenía que enseñarle una cosa. Greg creía que podía confiar en él, claro. Al fin y al cabo lo quería, lo admiraba y solía pedirle consejo. En muchos aspectos, Joe era la figura paterna que Greg nunca había tenido. Por eso, con toda inocencia, siguió sus instrucciones y pusieron rumbo al este, hacia Stratford, hacia Portón Way. Jamás habría sospechado que sucedería algo extraño. ¿Por qué iba a hacerlo? Le habría resultado inconcebible.

»Greg llevó a Joe a una escombrera en desuso. Estaba oscuro, hacía frío y no había nadie. Le preguntó varias veces qué pasaba, pero sin angustia, sólo con cierta perplejidad, aunque también le pareció gracioso tanto secretismo. Joe, fiel a sí mismo, debió de inventar una excusa plausible mientras iban de camino, con muchos detalles. No importaba. Nadie los comprobaría nunca. Bastaba con que impidieran que Greg recelara.

»Greg detuvo el vehículo cuando Joe se lo pidió. Miró por la ventana, hacia donde su socio le señalaba algo. No lo vio… ¿Qué fue? ¿Una llave inglesa? ¿Una de las herramientas del maletero? El tipo de objeto que se suele describir como contundente. Recibió el golpe justo encima de la ceja, primero uno y luego otro. No se enteró de que Joe era su asesino… Ay, Fergus, espero que no se enterara, que los últimos segundos de su vida no estuvieran envueltos en el terror y la confusión más absolutos. No. No se enteró. Sé que no. Joe fue certero y la muerte se produjo enseguida.

»Joe llevó el coche al lugar en el que había escondido a Milena. Colocó su cadáver en el asiento del copiloto. Desabrochó el cinturón de seguridad de Greg. Soltó el freno de mano y, puesto que había una cuesta, no le costó mucho empujar el vehículo para que cogiera velocidad, se saliera en la curva y se precipitara por el terraplén. Vio cómo caía hasta el fondo. Entonces Joe (que había empezado a llorar, unas lágrimas enormes que le surcaban las mejillas porque siempre fue todo un sentimental, así era él, y a su manera, quería a Greg) bajó por la pendiente entre resbalones, incendió el coche y se apartó un poco mientras las llamas consumían a su socio, a su querido socio y amigo. Es probable que siguiera llorando. Bueno, no. No tenía tiempo para eso. Debía desaparecer antes de que el fuego atrajera a los curiosos. El plan funcionó a la perfección. Dejó allí dos cadáveres, dos completos desconocidos uno junto a otro, como si fueran amantes.

»Y la pregunta es: ¿se marchó a pie? No parece lo más práctico. Habría sido mejor irse en coche.

– ¿En cuál? -inquirió Fergus-. Al de Greg le había prendido fuego.

– Alguien debió de recogerlo.

– ¿Quién?

– Seguro que fue Tania. Aunque ella afirma que no sabía nada de todo este asunto. De todas formas, él la tenía completamente subyugada. Eso cree la policía. Al parecer, así se justifica todo.

No había mirado a Fergus mientras hablaba, pero ahora me volví hacia él. Una única lágrima se deslizaba por su rostro. Alcé el brazo y se la sequé con la yema de un dedo.

Abrí la tapa de la urna; nos acuclillamos debajo del roble y, muy poco a poco, la incliné hasta que las cenizas de Greg cayeron sobre la hierba verde. No nos movimos; Fergus me tendió la mano y yo se la di.

Eras mi mejor amigo, eras lo que más quería en el mundo, mi amor. Una brisa ligera removió el montoncito. El viento y la lluvia no tardarían en esparcirlo. Allí duraría poco.

* * *

Fergus quiso acompañarme a casa pero le dije que ese día prefería estar sola. A veces, cuando estás solo te sientes más acompañado que con gente y, en cualquier caso, tenía el corazón lleno de recuerdos felices.

Emprendí lentamente el camino de regreso en aquella mañana hermosa y azul, con el sol en la nuca; el aire era suave y cálido. La gente discurría a mi lado en dirección a sus destinos. Cuando abrí la puerta de entrada y accedí al vestíbulo estuve a punto de decir en voz alta que había llegado. Fui a la cocina y me quedé envuelta en aquel silencio. Mientras esperaba a que el agua hirviese salí al jardín inundado por el sol. Eché la cabeza hacia atrás, cerré los ojos y vi tu rostro, la sonrisa que sólo me dedicabas a mí. Al volver a abrirlos me di cuenta de que en la hierba había un joven mirlo muerto, a pocos metros, debajo del viejo rosal. Volví a casa y busqué una caja de zapatos vacía. Cogí el pájaro, con el cuerpo empapado y el pico amarillo, lo metí dentro y coloqué la tapa.

No quería tirarlo a la basura para que se lo llevara el camión, así que cavé un hoyo, coloqué allí el minúsculo ataúd, lo tapé y aplasté la tierra para que nadie supiera que allí había algo. Pero yo sí lo sabía; aunque sólo se trataba de un pájaro, me arrodillé, escondí el rostro entre las manos y lloré amargamente, porque se había pasado el invierno cantando maravillosamente y ahora había muerto. Me puse de pie, me limpié la tierra de las manos y entré en casa, y tú seguías sin estar en ella.