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Lloviznaba. Gwen y Mary llegaron pronto; yo todavía estaba en bata, intentando decidir qué ponerme. Las dos iban vestidas prácticamente igual, y me di cuenta de que habían escogido el estilo arreglado pero informal, serio pero no triste, que yo andaba buscando. Mary había traído unos pastelitos daneses, calientes y pegajosos dentro de una bolsa de papel. Preparé una cafetera grande. Nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina, mojamos las pastas en la bebida y me acordé de la época en que todas éramos estudiantes, cuando también nos sentábamos en la cocina de la casa que compartimos durante el último año.
– Me alegro muchísimo de que hayáis venido -les dije-. Es muy importante para mí.
– ¿Qué creías? -me contestó Mary con vehemencia. La emoción le arrebolaba el rostro-. ¿Que íbamos a dejar que pasaras sola por esto?
Eso estuvo a punto de hacerme llorar pero me contuve, aunque tenía la sensación de que la pena era como una espina que tenía en la garganta y que se iba soltando poco a poco. Pregunté a Mary cómo estaba su hijo y respondió en tono forzado y tímido, muy distinto del que había empleado hasta entonces, mientras había supuesto con entusiasmo que yo estaría interesada hasta en el mínimo eructo y gorjeo del niño. Yo había entrado en otra dimensión. Nadie podía mantener una conversación normal conmigo, nadie quería contarme sus preocupaciones insignificantes ni sus miedos cotidianos, como habrían hecho una semana antes.
Subí al piso de arriba y elegí la ropa: falda negra, camisa gris de rayas, chaleco de lana negra, botas sin tacón, medias caladas, coleta. Estaba tan nerviosa que necesité tres intentos para pasarme los pendientes por el agujero del lóbulo; las manos me temblaban tanto que se me corrió el lápiz de labios. Tenía la sensación de que me iba a someter a un juicio: pero ¿qué clase de esposa era usted, si su marido estaba con otra mujer? ¿Es usted tan estúpida como para no haberlo sospechado siquiera?
Cuando llegamos al juzgado de instrucción, un edificio moderno que parecía más una residencia de ancianos que una corte de justicia, la sensación de irrealidad persistió. Al principio no pudimos encontrar la entrada, y empujamos inútilmente unas puertas de cristal que se negaban a ceder, hasta que un policía, al otro lado, nos dijo algo que no pudimos escuchar y nos hizo una seña para indicarnos que lo intentáramos más adelante, en la puerta siguiente. Llegamos a un pasillo por el que se atravesaban varias puertas de vaivén hasta llegar a una sala con diversas filas de sillas delante de una mesa alargada. El aire acondicionado zumbaba con fuerza y, en el techo, los fluorescentes brillaban. Yo esperaba algo imponente, quizá con paneles de madera en las paredes, que transmitiera formalidad, no esa sala ñoña y alegre con persianas de lamas. Sólo el emblema del león y el unicornio, colgado entre las dos ventanas, indicaba que aquello era un tribunal. Ya había allí varias personas, entre ellas un par de hombres de mediana edad vestidos con traje y corbata, con varias carpetas en el regazo, y dos agentes de policía en la segunda fila, tiesos y envarados.
A un lado distinguí una mesa sobre la que habían pegado con cinta adhesiva una hoja de papel rayado, en la que se leía: «PRENSA». Detrás de ella, un joven de semblante aburrido leía un periódico sensacionalista.
Un hombre trajeado de cabellos grises nos impidió el paso. Llevaba bigote y parecía un sargento.
– Lamento molestarlas. ¿Me pueden decir sus nombres, por favor?
– Soy Eleanor Falkner. La mujer de Greg Manning. Éstas son mis amigas.
Él se presentó, dijo que era el ayudante del juez de instrucción y nos señaló unas sillas en la primera fila. Mary se sentó a mi derecha, Gwen a mi izquierda. Una mujer de mediana edad con unos pantalones de color beis y un jersey rojo se dirigió al fondo de la sala y toqueteó un enorme y anticuado magnetófono. Metió varios enchufes en sus tomas y pulsó algunos interruptores. Levantó la cabeza, miró a la sala y nos dirigió una leve sonrisa.
– Todo estará listo para el estreno -declaró.
Y volvió a alejarse a toda prisa, lanzando amplias y cómplices sonrisas a diestro y siniestro, como si nos hubiera contado un chiste buenísimo.
Dos mujeres con idénticos peinados tipo casco y cabello muy rubio se colocaron justo detrás de nosotras; se pusieron a cuchichear y a soltar alguna que otra risita discreta. Pensé que aquello parecía una boda civil. Me sequé las manos en la falda y me recogí unos mechones de pelo invisibles detrás de las orejas.
Cuando iban a dar las diez la puerta volvió a abrirse y entró un grupo de tres personas, al que el ayudante del juez de instrucción mandó sentarse en las sillas de la primera fila, a escasa distancia de donde estábamos nosotras. Eran un hombre maduro de cabello canoso y ondulado que lucía una corbata de seda; una joven esbelta, cuyo cabello claro le caía en ondas por la espalda y cuya nariz aguileña temblaba, y un joven de cabello negro y despeinado, con los cordones desatados y un pendiente en la nariz. Me puse tensa y agarré a Gwen del brazo.
– Son ellos -anuncié entre dientes.
– ¿Quiénes?
– La familia de ella.
Clavé la mirada en el hombre. Al cabo de unos segundos él se dio la vuelta y me miró a los ojos. Tuve otra vez la sensación de estar en una boda: las familias de la novia y del novio que se encuentran en la misma sala con curiosidad y suspicacia. Alguien que estaba cerca de él farfulló algo y él se dio la vuelta. Era su nombre. Hugo. Hugo Livingstone. La sesión se estaba retrasando porque la mujer no conseguía que el magnetófono funcionase. Subió y bajó varias clavijas e incluso le dio un golpe con la mano, pero no sirvió de nada. Detrás de mí, un par de hombres se pusieron en pie y se unieron a ella. Al final utilizaron otro enchufe y las luces del aparato se encendieron. La mujer se puso unos auriculares y se sentó detrás de la máquina, que casi la tapaba por completo. El funcionario judicial nos pidió que nos levantáramos. Yo esperaba ver a un juez con toga y peluca, pero su señoría Gerald Sams era sólo un hombre trajeado que llevaba un fajo de carpetas. Se sentó detrás de la mesa del fondo y empezó a hablarnos en tono tranquilo y reflexivo. Nos presentó sus condolencias a mí, al marido y a los dos hijos de Milena Livingstone.
– Hijastros -espetó uno de ellos en voz baja.
Explicó brevemente el proceso. Aseguró que ciertos detalles podrían resultar perturbadores para los familiares, pero que la investigación judicial solía ser de utilidad para los allegados, pues aclaraba lo que había sucedido y eso podía ayudar a asimilarlo todo. Iba a llamar a varios testigos, pero aquello no era un juicio. Cualquier persona podía hacerles preguntas; no sólo eso, se podía preguntar en cualquier momento. También nos contó que había leído los informes preliminares y que parecía ser un caso sin muchas complicaciones, y prometió que terminaríamos pronto. Preguntó si alguien había acudido con su representante legal. Todos permanecimos en silencio.
Me saqué una libreta y un bolígrafo del bolsillo. La abrí y escribí «Investigación» en la parte superior de una página en blanco. Subrayé la palabra, y después convertí el subrayado en una caja que la rodeaba. También convertí la caja en un objeto tridimensional y sombreé la parte de arriba con trazos cruzados. Entretanto, un agente de policía se había acercado a la mesita y a la silla que presidían la sala y había jurado, sobre una copia desgastada del Nuevo Testamento, decir la verdad. Se trataba de un agente joven y anodino, con el cabello entre castaño y pelirrojo muy pegado al cráneo, pero lo examiné con fascinación y espanto. Era el hombre que había hallado a mi marido.
Consultó su libreta y con una voz extraña y monocorde, como un actor sin talento y poco preparado, explicó de manera titubeante que se había dirigido a la avenida de Portón Way después de que un ciudadano llamara declarando que había visto un incendio.
El juez Sams le pidió que describiera Portón Way. El pareció quedarse perplejo.
– Bueno, no hay mucho que contar -observó-. En esa zona antes había fábricas y almacenes, pero ahora está prácticamente abandonada. Aunque van a rehabilitarla. Quieren construir casas nuevas y bloques de oficinas.
– ¿Suele haber mucho tráfico a esa hora de la tarde? -quiso saber el juez Sams-. Gente que vuelve del trabajo y cosas así.
– No -repuso el agente-. No es un lugar de paso. Durante el día hay algunos obreros de la construcción, pero a esa hora no. A veces hay chicos que han robado un coche y se dan unas vueltas por ahí, pero no vimos a nadie.
– Cuéntenos qué se encontró.
– El fuego ya se había apagado cuando llegamos, pero vimos el humo. El coche se había salido por un terraplén y había volcado. Bajamos con cierta dificultad y enseguida nos dimos cuenta de que había personas dentro, pero resultaba evidente que estaban muertas.
– ¿Evidente?
El agente contrajo el gesto.
– Al principio ni siquiera nos dimos cuenta de que eran dos.
– ¿Y qué hicieron?
– Mi compañero llamó a los bomberos y a una ambulancia. Anduve por las inmediaciones para inspeccionar. No me podía acercar. Aquello seguía caliente.
Hablaba como si se hubiera topado con una fogata incontrolada. El juez Sams tomaba notas en un cuaderno. Cuando terminó, se llevó la punta del bolígrafo a la boca y la mordió con aire pensativo.
– ¿Llegó usted a alguna conclusión sobre lo que había sucedido?
– Estaba claro -respondió el agente-. El conductor perdió el control del coche, que se salió de la calzada, cayó rodando por el terraplén, chocó contra un saliente de cemento y se incendió.
– No -repuso el juez Sams-, me refería más al modo en que sucedió, cómo se descontroló el vehículo.
El agente se quedó pensando un instante.
– Eso también está bastante claro -respondió-. Portón Way describe una línea recta pero de pronto se tuerce en una curva a la derecha. Es una avenida mal iluminada. Si el conductor va algo despistado, si está hablando con el copiloto, por ejemplo, puede no ver la curva, seguir todo recto y adiós muy buenas.
– ¿Y usted cree que fue eso lo que pasó?
– Revisamos a fondo el lugar de los hechos. No se veían huellas de un patinazo, así que suponemos que el coche se salió de la calzada a gran velocidad.
El juez Sams profirió un gruñido, anotó algunas cosas más y preguntó al agente si quería añadir algo. Este consultó sus notas.
– La ambulancia llegó unos minutos después. Se certificó que ambos cuerpos habían muerto en el escenario del accidente, aunque eso ya lo sabíamos.
– ¿Existe alguna pista que indique que había otro vehículo implicado en el siniestro?
– No -respondió el agente-. Si el accidente se hubiera producido por evitar a otro vehículo, habríamos visto huellas de algún patinazo.
El juez Sams miró a los que ocupábamos la primera fila.
– ¿Alguien quiere hacer alguna pregunta después de lo que hemos escuchado?
Yo tenía un sinfín de preguntas en la cabeza, pero no creía que la respuesta a ninguna de ellas apareciese en la libretita negra del agente. Los demás tampoco dijeron nada.
– Gracias -dijo el juez-. Le ruego que se quede unos minutos, por si surge alguna duda.
Él asintió y se dirigió a su silla, varias filas por detrás de la nuestra. Se me ocurrió que, probablemente, aquello suponía para él una mañana libre, un descanso de la oficina y de la obligación de escribir informes.
A continuación, el juez llamó a la doctora Mackay. Apareció una mujer con un traje pantalón y se sentó. Aparentaba unos cincuenta años y tenía un cabello oscuro que parecía teñido. No juró sobre la Biblia, sino que leyó una promesa de un folio. En teoría aquello me parecía bien pero, cuando pronunció las palabras, me sonaron vagas y poco convincentes. Me gustaba más la idea de que, si mentías, un rayo te fulminase y se te castigase en el infierno durante toda la eternidad.
El juez Sams nos volvió a mirar; sobre todo a mí, la apenada viuda, y a él, el apenado viudo.
– La doctora Mackay llevó a cabo el examen post mortem del señor Manning y de la señora Livingstone. Ciertos detalles de su declaración pueden resultarles desagradables. Quizás alguno de ustedes desee abandonar la sala.
Noté que una mano me agarraba uno de los brazos. No me volví para mirar. No quería que nadie se fijara en mí. Me limité a negar con la cabeza.
– Muy bien -prosiguió el juez-. Doctora Mackay, por favor, háganos un resumen de sus conclusiones.
Ésta dejó una carpeta en la mesa que tenía delante y la abrió. Estudió sus notas durante unos instantes y después levantó la vista.
– A pesar del estado de los cadáveres, puede realizar un examen completo. El informe policial aseveraba que ninguno de los dos ocupantes del automóvil llevaba el cinturón de seguridad y las heridas lo confirmaban; quiero decir que confirmaban que las cabezas de ambos salieron disparadas hacia delante y que sufrieron un impacto contra el interior del vehículo. El resultado fue un traumatismo generalizado. Por tanto, se puede decir que la causa de la muerte fue, en ambos casos, la compresión cerebral producida por una fractura hundida del cráneo.
Hubo una pausa mientras el juez Sams tomaba notas.
– Entonces, ¿el incendio no fue uno de los factores de la muerte? -preguntó.
La doctora Mackay me miró de pasada. Detecté un leve gesto de compasión.
– Para mí, ésa era una cuestión muy importante -explicó-. Obviamente, en ambos casos observé una gran destrucción de la piel, del tejido muscular y del subcutáneo. Tomé muestras de sangre tanto del señor Manning como de la señora Livingstone. En ambos casos, la prueba del monóxido de carbono arrojó resultados negativos. -Dirigió la vista hacia donde estábamos-. Eso indica que ninguno de los dos respiraba cuando se declaró el incendio. También examiné las vías respiratorias y los pulmones, sin hallar rastros de carbono. Además, aunque los cuerpos habían sufrido las quemaduras ya mencionadas, no se observaban en ellos las señales de una reacción vital. Si quieren les puedo dar los detalles técnicos pero, por decirlo de un modo resumido, en las zonas quemadas no se detectaban las señales de inflamación que habrían aparecido si hubiera sucedido cuando aún estaban con vida. -Volvió a mirarme-. Quizás a las familias les brinde cierto consuelo saber que las muertes se produjeron de forma totalmente instantánea.
Yo eché un vistazo a Hugo Livingstone. Él no parecía sentirse consolado. Ni siquiera se le veía especialmente compungido. Apretaba un poco los labios, como si estuviera absorto en sus pensamientos.
El juez preguntó a la doctora si había analizado el nivel de alcohol en sangre de Greg. Ella respondió que sí, y que no había hallado nada remarcable. Al decirlo volvió a dirigirme la mirada, como si aquello fuera otra buena noticia, otro alivio para mí. El juez Sams inquirió si alguien quería preguntar algo a la doctora y, de nuevo, se produjo una pausa incómoda.
Yo no quería preguntar nada, pero tenía ganas de decir muchas cosas. De decir que Greg siempre había sido un conductor estupendo. Aunque hubiera estado borracho como una cuba y manteniendo una animada conversación, no se le habría pasado una curva. Se ponía el cinturón incluso cuando el trayecto iba a ser de dos metros. Podría haber declarado todo aquello al tribunal, pero entonces habría sido yo quien hubiera tenido que responder a ciertas preguntas: ¿acaso sabía cómo se comportaba él cuando estaba con esa otra mujer? ¿Acaso había estado enterada de esa otra relación, de esa doble vida? Y, si no me había enterado, ¿de qué valía lo que sabía de él? Me quedé callada.
El juez Sams despidió a la doctora Mackay y ésta regresó a su asiento. Después anunció que ya no iba a llamar a más testigos y preguntó si alguien quería decir algo o plantear alguna cuestión ante el tribunal. Yo miré mi libreta. Sin darme cuenta, había dibujado unas estrellitas en torno a la palabra «Investigación». Después había trazado unos circulitos alrededor de las estrellas, y unos cuadraditos en torno a los círculos. Pero no había tomado ni una sola nota. No tenía preguntas que hacer. Nada que decir.
– Bien -concluyó el juez-. Resulta evidente que no hay confusión posible sobre la identidad de las víctimas; tampoco sobre el lugar y el momento de la muerte. Si nadie presenta objeciones, voy a emitir mi veredicto y a declarar que la muerte de Gregory Wilson Manning y de Milena Livingstone fue accidental. Las muertes pueden quedar registradas y los cadáveres ser entregados para su enterramiento. La confirmación escrita llegará al cabo de uno o dos días. Muchas gracias.
– Se levanta la sesión -declaró el funcionario judicial, y todos nos pusimos en pie.
Os declaro marido y mujer. Puede usted besar a la novia. Todo aquello me resultaba tan familiar. Miré a Gwen, que consiguió esbozar una sonrisa valiente. Pensé que nos tocaba ir a comer para celebrarlo. Salimos y nos quedamos en la acera, bajo la luz del día.
– Bueno -dijo Gwen-, en cierto sentido podría haber sido mucho peor.