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– Muy bien -dije en voz alta.
Ya había advertido que estaba empezando a hablar sola, como una loca, intentando llenar el silencio de la casa con una voz humana. No me importaba. Tenía un objetivo. Iba a examinar la vida de Greg hasta el último detalle, y a descubrir qué había ocurrido. No se iba a escapar de mí tan fácilmente. Lo iba a encontrar.
Después de la investigación convencí a Gwen y Mary de que se marcharan y les aseguré que sí, que estaba bien, y que no, que no me importaba quedarme sola; en realidad era precisamente lo que deseaba. Gwen quiso saber si iba a volver a trabajar y le respondí que me lo estaba pensando. Sin duda habría sido una buena idea. Habría sido terapéutico. Me dedico a restaurar muebles, desde valiosas antigüedades de encino negro, palisandro o caoba reluciente, hasta algún cachivache sin valor económico pero de un gran valor sentimental. La mesa de la cocina frente a la que ahora estaba sentada la había recogido en un contenedor y la había restaurado; también la cama en la que dormíamos… en la que dormía. Y había restaurado también las estanterías de la pared. Aunque por lo general estaba mal pagado, aunque a veces se trabajaba poco, otras demasiado y otras de forma frenética, ese trabajo me encantaba. Me encantaba el olor de la madera y de la cera, sentir el cincel en la mano. Era mi vía de escape.
Pero no ahora. Empecé por el altillo. Estaba junto al cuarto de baño y daba al jardín, que era pequeño y cuadrado, dominado por el cobertizo destartalado de un extremo en el que guardaba los muebles en los que estaba trabajando. Esa salita era una especie de despacho. Había un archivador lleno de libros de contabilidad, documentos, pólizas de seguros; una estantería en la que prácticamente sólo acumulaba manuales y libros de referencia que utilizaba en mi trabajo, y una mesa que había hallado en la tienda de antigüedades del final de la calle, lijada y encerada y sobre la que descansaba el portátil de Greg. Me senté, levanté la tapa, pulsé la tecla de encendido y vi que los iconos aparecían en la pantalla.
Primero, los correos electrónicos. Antes de empezar, busqué «Milena» y «Livingstone», pero la búsqueda no dio resultados. Me estremecí al ver los mensajes no leídos que habían llegado desde la muerte de Greg. Había unos noventa; la mayoría eran correo basura, y otro lo había mandado Fergus una media hora antes de que yo lo llamara y le diera la noticia. En él le proponía que corrieran juntos un medio maratón ese fin de semana, antes de ver el fútbol. Me mordí el labio y lo borré.
Revisé las cuentas de correo de forma metódica, sin dejarme ninguna. Incluso cuando en el asunto del mensaje se leía «Servicio de atención al cliente» o «70% de descuento por liquidación». Prácticamente ninguno estaba relacionado con el despacho; Greg disponía de una cuenta aparte sólo para eso. Entregas, asuntos domésticos, reservas, confirmaciones de itinerarios de viaje. Algunos eran míos, y ésos también los miré. En ellos se percibía una intimidad espontánea que ahora parecía lejana y desconocida. La muerte había hecho de Greg un extraño; ya no podía asumir que lo sabía todo de él. Había docenas de correos de Fergus: en ellos quedaban para verse, se contaban chismes, se mandaban referencias de páginas web de las que habían hablado o continuaban una conversación. También los había de Joe, claro. Y de otros amigos: James, Ronan, Will, Laura, Sal, Malcolm. Saludos informales y planes para verse. A veces se me mencionaba: recuerdos de Ellie; Ellie se ha torcido el tobillo; Ellie anda un poco de bajón (¿Ah, sí? Yo no me acordaba); Ellie está de viaje y Ellie ha vuelto. Había un par de sus hermanos, Ian y Simon, casi todos sobre algún tema familiar, pero ninguno de su hermana, Kate, ni tampoco de sus padres, que se comunicaban con su hijo mayor llamando los viernes por la tarde, a las seis en punto, y manteniendo una conversación de quince minutos. Artículos de internet. Blogs sobre temas que yo no tenía ni idea que le atraían. Si encontraba cualquier cosa mínimamente interesante o curiosa en los correos que había recibido, pulsaba sobre la flechita que aparecía al lado para ver qué había respondido él. Sus frases solían ser escuetas: siempre decía que era difícil captar el tono de un correo electrónico, que había que tener cuidado con la ironía o el sarcasmo. Se mostraba cauto y parco, incluso conmigo.
Una de las personas con las que se había escrito de forma más regular era una mujer llamada Christine, la ex de un viejo amigo, con la que a veces quedaba; con ella no se mostraba tan cauto. Fui alternando entre los mensajes de ella y los de él. Ella se quejaba de que faltaba poco para su trigésimo sexto cumpleaños, y él le respondía que resultaba más atractiva ahora que cuando se habían conocido. Ella le agradecía que le hubiera arreglado el calentador de agua, y él respondía que se alegraba de haber tenido una excusa para volver a verla. Ella aseguraba que era un hombre estupendo, ¿no lo sabía? Él replicaba que seguramente ella sacaba lo mejor de él. El volvía moreno de las vacaciones; ella estaba radiante después de las suyas. Él parecía cansado: ¿trabajaba demasiado, iba todo bien en casa? Él aseguraba que ella tenía el mismo aspecto lozano de siempre, y que el azul le sentaba bien.
– ¿Iba todo bien en casa, Greg? -Me froté los ojos con ambas manos y contemplé los solícitos mensajes de Christine, las respuestas coquetas y evasivas de él-. Vamos, dímelo.
Pasé a los mensajes enviados, pero esos correos siguieron sin despejar mis dudas. Gracias a ellos me enteré de que había pedido serrín para el jardín, pintura gris para la cocina, cápsulas de Omega 3 para nosotros dos; también un libro de arquitectura y el nuevo CD de los Howling Bells, de los que nunca había oído hablar. A lo mejor se lo había regalado a alguien. ¿A Milena? ¿A Christine? Miré sus archivos de música y ahí estaba, con toda su inocencia.
Bajé al piso inferior. El cielo todavía estaba gris, y dentro de poco oscurecería otra vez. Las hojas empapadas cubrían el césped, y el peral plantado junto al muro del fondo goteaba sin cesar. No había comido nada desde los pastelitos daneses de esa mañana, así que me preparé una tostada con Marmite1 y una taza de manzanilla, y con ellas volví frente al ordenador. Sonó el teléfono: era Gwen, para pasarme el número de su notario. Yo no recordaba a quién había recurrido Greg cuando habíamos comprado la casa. Ahora tenía que encargarme de un montón de asuntos. Lo anoté en una libreta que encontré en el cajón del escritorio y le prometí llamarla al día siguiente.
Correo basura: ahí sólo encontré diferentes anuncios de Viagra, de Rolex falsos, de increíbles oportunidades de inversión, de préstamos garantizados, de créditos sin garantía y una invitación para un casino online en el que todo el mundo podía ser el rey.
Eliminados. Greg era muy eficiente a la hora de borrar mensajes que ya no necesitaba y, en cualquier caso, sólo quedaban los de las últimas semanas: estaba claro que los más antiguos habían sido borrados a conciencia, perdidos en los misteriosos circuitos del ordenador. Los revisé, obstinada, con la sensación de que no conseguía llegar a ningún sitio y de que estaba perdiendo el tiempo. Vi un recadito extraño de Tania, en el que le decía que no entendía lo que él le preguntaba y que debía hablarlo con Joe.
Cogí el teléfono de nuestro dormitorio -de mi dormitorio- y llamé a Joe a la oficina.
– ¿Sí?
Su voz sonó extrañamente cortante.
– Soy yo. ¿Así es como respondes a los clientes?
– Ah, Ellie. -Su tono se dulcificó-. Tengo un día espantoso. Te iba a llamar esta noche. Cuéntame cómo fue la investigación. ¿Estás…?
– ¿Teníais problemas en la empresa?
1 Pasta obtenida a partir del extracto de levadura, de sabor muy salado y frecuentemente empleada en el Reino Unido para untar en las tostadas. (Esta nota, como las siguientes, es del traductor.)
– ¿A qué te refieres?
Repetí la pregunta y le mencioné el correo que había encontrado en el ordenador de Greg.
– ¿De qué fecha dices que era?
– De hace una semana, más o menos.
Se produjo un silencio.
– Estoy mirando mi cuenta, y no veo ningún mensaje de Greg sobre algo que le preocupase.
– ¿Todo iba bien, entonces?
– Eso depende de cómo lo mires. Si quieres que te caliente la cabeza con los clientes que no pagan a tiempo, que no nos dan toda la información y que después se quejan; con los temas de Hacienda y la pesadilla de la burocracia… Pero eso son sólo los gajes de nuestro oficio, y tú ya tienes suficientes problemas.
– Y cuando Greg se tenía que quedar trabajando hasta tarde en la oficina, ¿no era porque hubiese problemas?
– ¿Solía trabajar hasta tarde? -dijo, con cautela y con un matiz implícito de compasión.
Noté que la sangre teñía mis mejillas.
– Bueno, en los últimos tiempos llegaba tarde a casa. Más de lo habitual, en cualquier caso.
– ¿Parecía estresado?
– No. Vaya, no mucho.
– ¿No mucho?
– La verdad es que estoy haciendo memoria y no dejo de descubrir detalles en los que no me fijé en su momento… o, al menos, creo descubrirlos. Es posible que estuviera un poco inquieto. Pero puede que me lo esté imaginando.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Sabía lo que Joe estaba pensando: que quizá Greg estaba inquieto porque tenía una amante. Esperé a que lo dijera, pero no lo hizo. A lo mejor intentaba no hacerme daño.
– Aunque si hubiera estado preocupado -proseguí-, me lo habría contado. No me habría protegido. Nuestro matrimonio no era así. O eso creía yo. Vivíamos las cosas juntos; las compartíamos.
– Creo que estás en lo cierto -confirmó él-. Greg te lo habría contado.
– ¿Me lo habría contado todo, quieres decir?
Otro silencio.
– Ellie, estoy a punto de terminar. ¿Puedo pasarme por tu casa cuando salga de la oficina? Llevaré una botella de vino y hablaremos de este tema.
– No voy a estar aquí.
Encontré la dirección en la antigua agenda de Greg y decidí ir andando, pese a que ella vivía en Clerkenwell y lo más probable era que no se encontrara en casa, y pese a que la llovizna de la calle se estaba convirtiendo en un chaparrón. No podía abordar aquello por teléfono.
Al llegar, distinguí que ella se acercaba desde la dirección opuesta y que rebuscaba la llave en el bolso. Llevaba un impermeable con cinturón y un pañuelo en la cabeza, y parecía una estrella de cine de los años cincuenta en una de esas elegantes películas francesas en blanco y negro.
– Hola.
Me coloqué delante de ella, que me miró con ojos entrecerrados y suspicaces; después dio un respingo exagerado.
– ¿Ellie? ¡Dios mío! Iba a llamarte. Lo siento muchísimo. Era un hombre tan maravilloso…
– ¿Puedo pasar?
– Claro. Estás empapada.
Me miré. Todavía llevaba la misma ropa que me había puesto para la investigación judicial y se me había olvidado cubrirme con una chaqueta. Debía de tener un aspecto lastimoso.
Subí las escaleras detrás de Christine y llegué a un espacioso salón con cocina americana. Ella se quitó el impermeable y lo colgó en el respaldo de una silla; luego se desprendió también del pañuelo y sacudió su melena castaña.
– ¿Vives sola? -pregunté.
– Sí, ahora mismo sí -respondió, y me ofreció un té.
– No, gracias.
– ¿Café, un refresco?
– ¿Es ése el calentador de agua que te arregló Greg? El nuestro no consiguió repararlo.
– Lo siento.
Se sentó delante de mí aunque enseguida se levantó y llenó la tetera eléctrica, pero no la encendió. Me miró.
– ¿Has venido por algo en particular?
– Quería preguntarte una cosa.
Su rostro adoptó la entusiasta expresión de ayuda con la que tanto me había familiarizado desde la muerte de mi marido.
– Tú te llevabas muy bien con Greg.
– Sí -confirmó Christine-. Me he quedado destrozada al enterarme.
– ¿Erais íntimos?
– Depende de lo que entiendas por íntimos. Ahora su tono de voz era cauteloso. -He leído los correos electrónicos que os mandabais.
– ¿Ah, sí?
– A él le parecía que el azul te sentaba bien. -Su gesto había cambiado; ya no reflejaba entusiasmo, sino vergüenza. Insistí-: ¿Cuánta intimidad teníais?
– ¿Te refieres a si…?
Se calló.
– Sí.
– Pobrecilla… -me dijo en voz baja.
La miré de hito en hito. Me ruboricé de vergüenza y sentí un gran bochorno. Me agarré a la mesa con las dos manos.
– Entonces, ¿me aseguras que no había nada entre vosotros?
– Sólo éramos amigos.
– ¿Pese a que le decías que era un hombre estupendo y que el bronceado le sentaba muy bien, y le preguntabas cómo iban las cosas en casa, y pese a que él te decía que estabas radiante?
Hubo un silencio muy incómodo, tras el cual ella dijo:
– Eso no significaba nada.
– ¿El nunca intentó que las cosas llegaran a más? Me sentí abyecta; me di asco a mí misma. Me contempló con una compasión que me hizo desear que me tragara la tierra.
– Decían que estaba con otra mujer -me anunció.
– ¿Quién lo decía?
– La gente. Yo no sabía quién era ella. Greg y yo éramos amigos, nada más.
Imaginé a Christine y a otras personas anónimas hablando de Greg y de la mujer del coche. Me invadió una oleada de náuseas.
– Me tengo que ir. No debería haber venido.
– ¿Seguro que no quieres nada?
– No.
– Lo siento. Lo siento por todo.
La calle estaba oscura, la lluvia seguía cayendo y el viento soplaba con fuerza; paré un taxi y me senté dentro rodeándome con los brazos y sintiéndome fatal. Al llegar a casa me di cuenta de que no me llegaba el dinero para pagar al taxista; entré a toda prisa y volví a salir para pagarle con monedas sueltas que encontré en algunos cajones y bolsillos. Descubrí un billete de cinco libras en la vieja cazadora de cuero de Greg, que seguía colgada en el vestíbulo. ¿Cuándo iba a deshacerme de sus cosas? Me pasó por la cabeza una larga lista de temas pendientes: ponerme en contacto con el abogado, con el banco, con la sociedad de crédito hipotecario, enterarme de cómo andaban nuestros asuntos financieros, nuestra hipoteca, si había seguros de vida, llamar al agente de seguros, organizar el funeral, responder todos los mensajes recibidos los días anteriores, aprender a manejar el vídeo, cancelar la cita que habíamos concertado con la clínica de fertilidad, cambiar el mensaje del contestador, en el que aún aparecía la voz de Greg diciendo hola y que por favor llamaras más tarde porque Greg y Ellie no estaban en casa. Ellie sí estaba, pero Greg no, y nunca más lo estaría. Greg, con esos ojos oscuros y esa amplia sonrisa y esas manos fuertes y cálidas. Muchas veces me daba un masaje en el cuello al final de un día difícil. Me lavaba el pelo y me lo desenredaba. Se mordía el labio inferior cuando leía. Deambulaba desnudo por la casa, desafinando a voz en grito. Me contaba cómo le había ido el día, o eso había creído yo. Me miraba mientras me desvestía, con las manos detrás de la cabeza y un gesto serio en el rostro, esperando. Dormía boca arriba y roncaba levemente. Al despertarse, se daba la vuelta para acercarse a mí y me dedicaba una sonrisa de buenos días mientras yo luchaba por despertarme.
¿A quién más le había dado un masaje en el cuello, a quién más le había lavado el pelo? ¿Quién más se había desvestido para él y se había ido quitando las prendas una a una mientras él las contemplaba con esa mirada que yo pensaba que sólo me dedicaba a mí? ¿Junto a quién había estado tumbado en la cama y había extendido el brazo para tocar y consolar? De pronto me invadieron unos celos tan puros y viscerales que casi parecían un intenso deseo físico, y me quedé sin aliento y temblorosa. Tuve que sentarme en las escaleras durante unos segundos para recobrar el aliento antes de llegar al dormitorio.
Quería darme un baño, pero había olvidado encender el calentador de agua. Me quité la ropa mojada, me puse unos pantalones de correr y un grueso jersey que había sido de Greg y que me quedaba enorme. Una de las mangas estaba deshilachada; me la metí en la boca y la mordí. Él se lo ponía cuando salía a correr en invierno, y todavía olía a él. Bajé al piso inferior y entré en la cocina, sintiendo cierto mareo. Casi esperaba encontrarme con él al lado de los fogones, que todo aquello hubiera sido una pesadilla febril. De la comida nos ocupábamos los dos; cocinábamos juntos. La última había consistido en pasta con salsa de chile, nada especial. Su repertorio se limitaba a unos pocos platos: risotto, guiso de alubias, cordero al estilo marroquí, patatas asadas con nata agria y cebolletas; todo lo preparaba con una concentración extrema, como si fueran experimentos de laboratorio que podían salir muy mal y acarrear consecuencias nefastas.
Me di cuenta de que, desde su muerte, prácticamente sólo había preparado tostadas. Gwen me había hecho una lasaña vegetal, Mary me había traído un filete de salmón y se había quedado mirando mientras yo era incapaz de comérmelo, y Fergus había aparecido con pollo frío y pan de ajo, que seguían, según creía, en la nevera. Annie, mi vecina, me había preparado demasiados bizcochos y sopas, y lo mismo había hecho mi madre. Cocinar para uno resulta triste cuando se está acostumbrado a cocinar para dos. Decidí comer un huevo escalfado. Pensé que los huevos te ayudan a sentirte mejor mientras esperaba que el agua hirviera en el cazo; metí en él un huevo e introduje una rebanada de pan rancio en la tostadora. Tardé unos tres minutos en tener lista esa comida y otros tres en comérmela. ¿Y ahora qué?
Trabajé mucho durante toda la noche; sólo descansé para tomar una taza de té a las diez, un vaso de whisky a medianoche (no sé cómo, después de la muerte de Greg habían aparecido en casa tres botellas; debe de ser la bebida a la que la gente cree que recurre una viuda de luto), y un sándwich de pollo a las dos. Me senté en el salón, volví a revisar sus agendas de direcciones y escribí los nombres que me resultaban desconocidos. Miré todos sus papeles, que estaban bien ordenados por temas y también por fechas. Miré la caja de viejas cartas que había en el cuarto de los trastos que debería haber sido un despacho. Miré sus notas del colegio, sus títulos y sus diplomas, sus álbumes de fotos de la época en que aún no me conocía y antes de que el mundo se volviera digital. De niño había sido dulce, desgarbado, larguirucho; su sonrisa ilusionada no había cambiado. Vacié las cajas en el suelo y repasé el contenido: viejos discos de vinilo, casetes con recopilatorios de música que había grabado de adolescente, libros que no habíamos llegado a colocar en las estanterías, revistas de hacía muchísimos años. Abrí todos los cajones de nuestro dormitorio y revisé su ropa, la doblé bien y la volví a colocar donde estaba porque me di cuenta de que todavía no estaba preparada para regalarla.
Abrí también el armario que había debajo de las escaleras y saqué todos los objetos que contenía: cestas de bicicleta, una raqueta de squash, dos pares de zapatillas de deporte, una vieja tienda de campaña que no habíamos utilizado desde aquel viaje a Escocia en el que había llovido sin parar y en el que habíamos comido fish and chips y escuchado el repiqueteo de la lluvia en la lona. En esa ocasión me había dicho que su hogar estaba allí donde estuviera yo. Los dos habíamos llorado.
A las seis, dado que era demasiado pronto para salir y que ya había inspeccionado toda la casa, empecé a confeccionar la lista de las personas a las que iba a invitar al funeral. Al final me salieron ciento veinte nombres, y me quedé mirándolos desesperada. ¿Cuántas personas cabrían en la capilla del crematorio? ¿Y en la antesala? ¿Tenía que darles de comer y de beber? ¿Debía pedir que leyeran algo o que pronunciaran algún discurso breve? ¿Y la música? ¿Por qué no estaba Greg a mi lado para aconsejarme?
A las ocho me hice un cuenco de gachas -una medida de leche y una de agua, con azúcar de caña generosamente espolvoreado por encima- y una cafetera grande de café bien cargado. Después me lavé y me puse una vieja falda de pana que me llegaba a los tobillos y un jersey azul oscuro, con un agujero en el codo, que Greg me había regalado cuando nos conocimos. Como hacía frío y el cielo estaba encapotado, cogí una trenca y me cubrí el cuello con una bufanda roja. Me había convertido en un fardo de lana y de capas de ropa que picaban.
Kentish Town Road estaba atestada de coches y personas que se dirigían al trabajo. Me subí a un vagón de metro lleno a rebosar que me llevó a Euston, y recorrí a pie la escasa distancia que me separaba del despacho de Greg. Se encontraba en el segundo piso de un bloque de oficinas recién reformado. Se habían mudado allí unos meses antes: al ampliar la empresa se dieron cuenta de que iban a necesitar algo más que tres mesas, tres ordenadores y varios archivadores. Al principio en la empresa sólo trabajaban Joe y Greg; ahora había personas a las que yo no conocía. Necesitaban salas de reunión para recibir a los clientes, cuartos de baño, una máquina de café y un dispensador de agua. Llamé al timbre y Tania me hizo pasar enseguida, me cogió el abrigo y la bufanda, me acercó una silla, me ofreció de manera demasiado obsequiosa un té, un café, galletas, lo que fuera, mientras me contemplaba con sus grandes ojos castaños y movía la cabeza con una mezcla de horror y compasión y su coleta se balanceaba. Parecía un cachorrito, un entusiasta spaniel que intentaba caer bien.
– ¿Está Joe?
– En su oficina. Voy a buscarlo.
En ese instante Joe entró a grandes zancadas, se acercó a mí con los brazos extendidos desde mucho antes de llegar a donde yo estaba, y Tania se esfumó.
– Me tendrías que haber dicho que ibas a venir -me dijo. Entornó los ojos-. Pareces agotada.
– No he dormido en toda la noche. He estado revisando las cosas de Greg.
– ¿Para dejarlo todo solucionado?
– Para intentar saber qué se traía entre manos.
– Ven, cuéntamelo.
Me cogió del brazo y me llevó a su despacho, que en realidad apenas era un pequeño cubículo de cristal. En la pared blanca detrás de su caótico escritorio colgaba una fotografía de su familia: su mujer, Alison, y sus tres hijos, que ya eran adolescentes pero que, en la imagen, todavía eran niños. Alison aparecía detrás de ellos, rodeando aquel grupito con los brazos en un ademán protector. Advertí que los tres niños se parecían un poco a ella y un poco él; sentí una gran congoja y la pena se apoderó de mí.
– No hay nada que contar -anuncié mientras me sentaba en la silla que él me ofrecía-. No he visto nada raro.
Joe frunció el ceño.
– ¿Qué esperabas?
– No lo sé. Por eso buscaba. Tengo que revisar también lo que tenía aquí.
Pareció sorprendido.
– No hay muchos efectos personales. Diría que Tania ya lo ha metido casi todo en cajas. La verdad es que creo que sólo quedan carpetas de clientes y listados de normas gubernamentales.
– Lo que quiero revisar son sus cosas de trabajo. Sus papeles, su diario, sus citas.
– Ya.
Su voz era comprensiva pero también severa, y su mirada me hizo bajar la vista.
– Tiene que haber algo que me demuestre que mantenía una relación con esa tal Milena.
– Ellie…
– Porque lo que es en casa, Joe, no hay nada, nada de nada, que sugiera que tenía una aventura con ella, o con cualquier otra. Tú no tenías ni idea, o eso dices. Fergus tampoco. Nadie sabía nada. Ni yo. Ni siquiera al hacer memoria recuerdo ningún detalle.
Él asintió unas cuantas veces, se levantó y se quedó mirando la sala de detrás. Después se dio la vuelta. En su rostro vi un gesto de educada paciencia que me produjo una gran vergüenza.
– A lo mejor se le daba bien guardar secretos -adujo.
– No se le podía dar tan bien. A Greg, imposible. Era incapaz de mentir. Si hubiera tenido una amante, alguien se habría enterado, se habría dado cuenta. En algún lugar habría aparecido alguna prueba.
– Ellie, ¿no te das cuenta? Hagas lo que hagas, por mucho que busques y rebusques, no podrás demostrar que no tenía una amante.
– Es imposible que no dejara indicios.
– Quizás. A lo mejor desmenuzas hasta el último detalle de su vida, lo investigas todo y acabas descubriendo algo.
– Pues entonces…
– Pero ¿para qué?
– ¿Para qué? Porque debo hacerlo. ¿No lo entiendes? Yo le quería. Y creía que él me quería…
– Te quería.
– Yo lo conocía, Joe. Sabía cómo era nuestra vida. O eso creía. Ahora ha muerto, ha aparecido este misterio, todo el mundo se compadece de mí y pienso en nuestro matrimonio y ya no lo reconozco, no me fío. Es como si se hubieran apagado todas las luces y no pudiera confiar en aquello en que confiaba. Y a él no puedo preguntarle. Me gustaría preguntarle qué diablos pasó. Me cuesta creer que nunca podrá decírmelo, que no podremos hablarlo juntos. Si hubiera muerto y ya está, sin que estuviera implicada otra mujer, por lo menos podría echarlo de menos, recordarlo con cariño y consolarme con lo que compartimos, pero esto lo ha cubierto todo de barro. Ni siquiera puedo llorar su pérdida como es debido. Me siento humillada, avergonzada, atrapada entre demasiadas emociones. Es un desastre. Estoy hecha un desastre.
– Él te quería -repitió Joe. Su voz era suave pero insistente-. Aunque tuviera una amante, te quería muchísimo.
– ¡Entonces crees que la tenía!
– He dicho aunque.
– No quiero ningún aunque.
– Pero lo más probable es que sea lo único que consigas.
– No me resigno.
– Todo el mundo tiene secretos. Todos hacemos cosas que no queremos que se sepan.
– ¿Y tú?
– ¿Yo qué? ¿Si he tenido una amante?
– Sí.
– ¿Por qué ibas a creer mi respuesta? ¿Crees que te lo contaría si la hubiera tenido? Y si fuera así, ¿no resultaría en cierto modo más probable que Greg también la hubiera tenido? Pero si ése no ha sido mi caso, eso no exime a Greg, ¿verdad?
– La has tenido, ¿verdad?
Seguro que sí, pensé. Con tantas mujeres revoloteando a su alrededor… Él me puso una mano en el hombro.
– Ellie, déjalo.
– Lo siento. Pero dime si crees que Greg me estaba siendo infiel.
– ¿Con sinceridad?
– Sí.
– Pues… La verdad es que no lo sé. Pero sí, es posible que sí. También están las circunstancias de la muerte, claro…
– Ya. -Me mordí el labio y me quedé inmóvil durante un rato, recobrando la compostura-. Gracias.
– Ellie.
En su tono había una compasión dolorosa.
– Sigo queriendo revisar sus cosas.
Él se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
– Si es lo que necesitas… No sabíamos que ibas a venir y me temo que está todo un poco desordenado.
No sólo estaba un poco desordenado: aquello era un caos. Había carpetas abiertas en todas las superficies, montones de papeles apilados en la mesa y en el suelo, gruesos libros de contabilidad fuera de las estanterías.
– Lo siento -se disculpó Joe.
Me acomodó frente a la antigua mesa de Greg, con su ordenador delante de mí, y me trajo su agenda electrónica. Tania me acercó carpetas y archivadores y también examiné el contenido. Consulté cuentas, facturas, cartas de clientes, recomendaciones, normas y regulaciones, hileras de cifras, formularios, documentos de autorización, declaraciones del IVA, declaraciones de impuestos, gastos, preguntas sobre fondos de inversiones y poderes notariales. También había pósits de color rosa y amarillo con garabatos de Greg pegados en algunos de los documentos. No entendía nada. No tenía ni idea de lo que buscaba, y no tardé en darme cuenta de que aquello era como intentar descifrar la escritura jeroglífica.
Sentí que me estaba estrujando el cerebro para buscar conexiones que sabía que no iba a hallar. Joe me iba trayendo tazas de café y yo dejaba que se enfriaran. Tania me acercó un bocadillo de queso y tomate y me preguntó si quería que me aclarara algo.
– Sí, una cosa -respondí-. Le mandaste un correo electrónico a Greg, a su cuenta personal, en el que le decías que debía preguntarle a Joe sobre lo que fuera que le preocupaba. ¿Recuerdas de qué se trataba?
Ella arrugó la naricilla y frunció el ceño sin arrugas.
– No -respondió al fin-, así que no debía de ser importante, ¿no? ¿Quieres que consulte el correo que él me envió?
– Si no es mucha molestia…
– A lo mejor lo borré, si el tema ya estaba resuelto.
Lamenté no haber llevado a Fergus: él era una especie de genio de la informática y había realizado varios encargos como autónomo para la empresa. Incluso había estado allí el último día de vida de Greg. Él habría podido orientarme.
Hice una lista de todos los clientes a los que Greg había visitado durante las tres semanas anteriores, con los números de teléfono y las direcciones; me quedé mirando los nombres y empecé a verlos borrosos. Consulté el callejero de Londres y sentí una gran fatiga mental y una frustración desesperante. Cualquier cosa era preferible a no saber. ¿Cómo iba a despedirme de Greg si ya no sabía quién era? ¿Cómo podía recuperarlo?