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Fue mientras el empleado de la funeraria me detallaba los distintos precios cuando me sumí en una especie de locura. Tuve la sensación, que ya había experimentado de adolescente -seguramente todos los adolescentes la viven-, de que yo era la única persona real del mundo y de que todos los demás eran actores que interpretaban un papel. La funeraria de Kentish Town era como cualquier otro establecimiento de servicios de una calle comercial: una inmobiliaria o una tienda de electrodomésticos. Aunque éste lo habían decorado en tonos grises, el mostrador descansaba sobre unas falsas columnas y había jarrones con lirios blancos, lo que le confería cierto aspecto de mausoleo. De fondo se escuchaba una melodía triste con ciertas resonancias new age en la que se distinguían unas zampoñas. Como era de esperar, el señor Collingwood, el director, llevaba un traje azul marino con un clavel blanco y, como era de esperar, me dijo que me acompañaba en el sentimiento en voz baja mientras colocaba la lista de precios sobre el mostrador y la deslizaba hacia mí.
Con la misma voz apagada me detalló los servicios que ofrecían, cómo recogían y preparaban al difunto, cómo se organizaban las visitas a la capilla ardiente. Me dijo entre susurros que había que tomar ciertas decisiones: ceremonia religiosa o laica, enterramiento, cremación o peticiones especiales, y también estaban los extras. Mientras echaba un vistazo a la parte del folleto dedicada a los ataúdes -aglomerado forrado de plástico, chapa, madera maciza, cartón, sauce trenzado-, empecé a pensar que el señor Collingwood era un actor. Aquello no me produjo rabia ni resentimiento. No quería que se vistiera como un vendedor de helados, ni que me sonriera como si quisiera venderme un coche nuevo. Pero no podía dejar de pensar que eran casi las cuatro y media. Era posible que él hubiera asistido a un funeral esa mañana; debía de haber comido en una de las nuevas cafeterías que se habían abierto en esa calle durante los dos años anteriores. Seguramente habría visto ya al menos a dos personas antes que a mí, y ya no le quedaba mucho para terminar la jornada laboral. A lo mejor estaba pensando en esa tarde, en la cena, en que iba a ver a sus hijos. A lo mejor uno de ellos tenía problemas en el colegio y él debería ayudarlo a hacer los deberes. También podía ser su aniversario de boda, o su cumpleaños, y quizás iba a cenar fuera de casa. Era posible que le hubieran diagnosticado una enfermedad mortal, o que hubiera ganado la lotería, pero ahora interpretaba el papel de empleado de funeraria, con el punto justo de dignidad, competencia y preocupación.
Era imposible que yo le importara. Yo tampoco quería eso. Él no había conocido a Greg ni me conocía a mí, y si yo hubiera sospechado que la muerte de mi marido le inspiraba una emoción real me habría resultado siniestro, como si lo hubiera pillado colándose en mi casa. Estaba actuando, que era lo que tenía que hacer; mientras pasaba atontada las páginas del folleto, me di cuenta de que todas las personas con las que había hablado hasta entonces también estaban actuando. El juez de instrucción se había mostrado respetuoso y serio, pero había terminado a tiempo para ir a comer; cabía la posibilidad de que hubiera acudido directamente a su club y que se hubiera reído del caso ridículo que acababa de ver, aunque también podía haberlo olvidado y haber contado chistes verdes, o haber vuelto solo a su despacho y haberle echado unos tragos a una pequeña botella de whisky guardada en el cajón inferior del escritorio. Daba igual. Al presidir el juicio había desempeñado su papel como juez de instrucción delante de la apenada viuda. Las agentes de policía también se habían comportado como hay que comportarse cuando se le anuncia a una esposa que su marido ha muerto. Si le hubieran devuelto un gato perdido a una niña pequeña habrían dado con el tono adecuado para la situación. El jefe de admisiones del hospital había reaccionado como hay que reaccionar cuando un familiar acude a ver un cuerpo.
No podían limitarse a comportarse siguiendo sus emociones porque era imposible que aún sintieran esas emociones después de haber repetido cien veces los mismos gestos. Pero ¿acaso no merece la centésima familia de dolientes el mismo trato que la primera? En realidad, es más probable que la número cien reciba un trato mejor que la primera. Cuando la emoción es real no puedes controlarla: se desborda y se expresa de forma improcedente. Cuando es real, no te comportas con decoro y solemnidad: sonríes cuando no toca, dices lo que no debes y haces gestos poco apropiados.
Me dije que quizá no sólo eran los médicos, los policías y los empleados de funeraria quienes actuaban. ¿No se podía aplicar aquello también a mis amigos? Pensé en Gwen y Mary. Cuando sucede algo muy gordo, como una muerte, desempeñamos los papeles que conocemos bien. Ambas representaban el de las mejores amigas que prestan apoyo en un momento de crisis, y recurrían al repertorio de expresiones de preocupación, gestos y frases de consuelo: me daban la mano, me acariciaban el antebrazo. A mí me pasaba lo mismo, desde luego. El mío era el papel de protagonista. Esa era otra sensación que casi me volvía loca: sentir que debía mostrarme a través de un papel, que tenía que representar de forma convincente unas emociones que no sentía de veras. No había asumido ese personaje durante los segundos terribles en que me dieron la noticia, en los que debí de actuar fatal, en los que tartamudeé y se me olvidó el texto, en los que estuve más aturdida y conmocionada que apenada. Pero al entrar en la oficina del señor Collingwood había asumido el cómodo papel de viuda, del mismo modo que él había interpretado el de empleado de funeraria. Eso también se aplicaba a mi indumentaria: discreta y seria, pero no negra.
– ¿Traía usted alguna idea, señora Falkner?
El tono de voz seguía siendo apagado, pero ahora él me recordaba que no tenía todo el día. Greg no había dejado testamento, y menos aún instrucciones para un funeral. Morirse no entraba en sus planes. Yo había intentado imaginar qué le habría gustado. «Qué le habría gustado», qué modo tan espantosamente condescendiente de referirse a los muertos, como si hubieran quedado reducidos a caricaturas: Greg habría querido esto, a Greg le habría divertido esto otro. Si él hubiera planeado su funeral, lo más seguro es que se le hubiera ocurrido algo extraño y poco convencional: una pira vikinga, que las cenizas salieran disparadas de un cañón, que el cuerpo fuera arrojado al mar. En ese aspecto, yo no podía competir con él. Para mí las cosas debían ser sencillas.
Tomé las decisiones rápidamente. Cremación. Ceremonia laica. Alguien podía pronunciar unas palabras, podíamos poner algo de música. También estaba la cuestión del ataúd. No dejaban de venirme a la cabeza ideas sin ton ni son. Cuando decidimos casarnos, Greg había insistido en comprarme un anillo de compromiso y habíamos ido a Hartón Garden. Allí descubrí que él era un gran experto en todo tipo de metales, en quilates y gemas. Me enteré de la importancia que revestían ciertos detalles que yo no me había planteado jamás. Estaba segura de que él habría tenido ideas muy claras con respecto al ataúd. Seguramente la procedencia de la caoba era poco fiable. El forro de plástico del más barato con toda probabilidad contribuía al calentamiento global. Quizá lo hacían todas las cremaciones. Él estaba enterado de esos asuntos.
– ¿De verdad compra la gente ataúdes de cartón? -inquirí.
– Desde luego -confirmó el señor Collingwood-. A algunas familias les gusta decorarlos, pintarlos, etcétera. Pueden llegar a tener un aspecto -pareció buscar la palabra adecuada-… notable.
Podría haberme decantado por eso. Incluso podría haber fabricado el ataúd. Ya había hecho casi todo lo que teníamos en casa, o al menos, lo había restaurado.
– Creo que se lo ahorraré a la gente -repuse.
Elegí uno de sauce trenzado, precisamente porque no parecía un ataúd. El señor Collingwood declaró, dando el visto bueno, que lo elegía mucha gente preocupada por el medio ambiente. No sé por qué, aquello me irritó, y de pronto lamenté no haber elegido otro fabricado con residuos peligrosos. Él se disculpó y se retiró a una pequeña oficina de la parte posterior. Escuché el chirrido de una impresora; volvió con un folio, que colocó sobre el mostrador y me acercó.
– Consideramos importante ofrecer un presupuesto por escrito -declaró.
Lo miré y tragué saliva.
– ¡Qué barbaridad! -exclamé-. Lo siento. No sabía que…
Me callé; de pronto sentí vergüenza. Parecía indecente ponerse rácana en un tema así, pero me había quedado atónita. El presupuesto era más elevado que el precio de nuestro coche, que no había resultado especialmente barato. El señor Collingwood permaneció impertérrito: debía de haber presenciado casos mucho peores que el mío. Me aseguró que el funeral podía ser todo lo sencillo que yo quisiera.
Estudié el presupuesto, artículo por artículo.
– ¿Y ustedes se encargan de todo?
El asintió. Respiré profundamente.
– De acuerdo -acepté.
Mi intención era volver directamente a casa. Tenía muchísimas cosas que hacer, muchos recados pendientes, listas y obligaciones. Pero en lugar de eso me metí en la estación de Kentish Town, cogí un metro que iba hacia el sur y me bajé en Kennington. Al salir a la calle tuve la sensación, que siempre me invadía cuando llegaba a la otra orilla del río, de haber emergido en otra ciudad de otro país, aunque el idioma fuera engañosamente parecido, como si hubiera llegado a Nueva York o a Sidney. Sabía que los Livingstone vivían en el número 16 de Dormer Street, así que entré en un quiosco y compré un callejero. Sólo me separaba de la casa un corto paseo a pie, pero en esos pocos minutos abandoné un mundo de altos bloques de pisos y edificios de apartamentos destartalados, y entré en otro de discreta opulencia y fría elegancia.
La vivienda de los Livingstone era enorme y blanca, y estaba algo apartada. Enseguida decidí que no me gustaban el porche con columnas ni la gravilla rastrillada; esa sensación me ayudó a recorrer el corto camino de entrada y a llamar al timbre sin darme tiempo a pensar en lo que estaba haciendo, ni a preparar una explicación. No noté un temblor de angustia en mi interior hasta que oí que unos pasos se aproximaban a la puerta.
– ¿Sí?
¿Por qué había supuesto que sería Hugo Livingstone, el marido de Milena, quien abriría? El joven que se alzaba ante mí era alto y delgado, todo él ángulos y articulaciones. Me pareció que debía de andar por los dieciocho o diecinueve años. Tenía el cabello largo, oscuro, despeinado, y sus ojos eran casi negros. Llevaba unos calzoncillos y una camiseta desgastada; como el día de la investigación, lucía un pendiente en la nariz. Esbocé una sonrisa tímida pero él siguió impidiéndome el paso, con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada inexpresiva y escrutadora.
– ¿Está Hugo Livingstone? -pregunté.
– No.
– Tú eres su hijo, ¿verdad? Te vi en la investigación.
– Sí, soy yo. -Me hizo una reverencia burlona, doblando sus rodillas huesudas por debajo de los calzoncillos; no parecía avergonzado por ir con tan poca ropa, de hecho, me pareció que se recreaba en ello-. Silvio Livingstone.
– ¿Silvio?
– Sí -repuso en tono cortante, como si me retara a hacer alguna observación al respecto.
– Siento lo de tu madre.
– Madrastra.
La forma en que lo dijo reveló un desdén tan evidente que me quedé atónita. Él debió de notar que mi gesto cambiaba, pues me sonrió desafiante.
– Bueno, no importa, lo siento en cualquier caso -insistí-. ¿Sabes cuándo va a…?
– No. Trabaja desde muy temprano hasta muy tarde. -Todo lo que decía estaba impregnado de un deje sarcástico-. Yo soy el único que anda por aquí haciendo el vago.
Resultaba evidente que imitaba a alguien al decir las tres últimas palabras; supuse que a su madrastra.
– Ya. Siento haberte molestado.
– Tú eres la mujer de ese hombre, ¿verdad?
No fingí que no entendía a quién se refería; me limité a asentir.
– ¿Y por qué has venido?
– Me ha parecido que debíamos conocernos. Dadas las circunstancias.
– ¿Quieres pasar?
– Sólo había venido a ver a tu padre.
– Pues no está. -Se encogió de hombros-. ¿Lo sabías?
– ¿El qué?
– Lo de ellos dos.
– No -respondí-. ¿Y tú?
– Lo de tu marido, no.
Por un motivo que no lograba entender, me di cuenta de que me sentía más cómoda con aquel joven, que hacía gala de un sarcasmo tan pronunciado y una timidez tan agresiva, que con cualquier otra persona desde la muerte de Greg.
– He cambiado de opinión -dije-. A no ser que creas que eso pueda molestar a tu padre.
– También es mi casa.
– Bueno, sólo entraré unos minutos. Tal vez podrías prepararme un café.
– Así me puedes preguntar sobre ella, en vez de preguntarle a mi padre. Por lo menos yo seré sincero. No es a mí a quien ha dejado en ridículo.
Me guió a través del vestíbulo y me llevó por un pasillo lleno de fotografías. No eran como las que Greg y yo tenemos -teníamos- en nuestras paredes, collages improvisados de imágenes en las que aparecíamos en diversos momentos de nuestras vidas, sino retratos, cada uno con su marco. Distinguí algunos mientras avanzaba: la vi a ella, la piel blanca contrastando con un vestido largo negro; la volví a ver, con el cabello recogido y una sonrisa indiferente en los labios. La cocina era enorme y los electrodomésticos relucían; por unas puertas dobles que daban al jardín entraba luz a raudales.
– ¿Café solo?
Empezó a llenar el hervidor de agua.
– Con leche -respondí-. Entonces, ¿no sabíais quién era Greg, mi marido?
– ¿Y por qué íbamos a saberlo?
– ¿Qué quieres decir?
– La gracia de una aventura secreta es que sea secreta. -Esa frase estaba empezando a cansarme-. A Milena le gustaban los secretos. -Puso una cucharada de café molido en una cafetera de émbolo-. Ella era especialista en eso: secretos, chismes, rumores.
– Entonces, ¿no os ha sorprendido?
– La verdad es que no. La muerte sí, claro.
– ¿Y a tu padre?
– No lo sé. No se lo he preguntado. Aquí tienes el café. Ponte la leche que quieras.
Vertí un poco de leche y di un sorbo. Estaba tan fuerte que di un respingo.
– Entonces, ¿no estás seguro?
Por primera vez, un destello de interés… no, de intensa curiosidad apareció en su rostro. Entrecerró levemente los ojos.
– Murieron juntos. Eso implica bastante intimidad -observó.
– Sí.
– ¿A qué te refieres, entonces?
– Pues que tal vez no hayáis encontrado nada que demostrase que tu madrastra conocía a Greg.
– No lo he buscado. ¿Por qué iba a hacerlo?
– ¿Y tu padre?
– ¿Mi padre? -Enarcó las cejas con gesto burlón-. Mi padre se ha dedicado a trabajar mucho desde la muerte. Ha estado ocupado.
– Ya.
– Tú seguramente no -me soltó.
– Supongo que no. -Exhalé un suspiro, dejé la taza y me incorporé-. Gracias, Silvio.
Quise ponerle la mano en el hombro, decirle que todo se solucionaría, pero me pareció que no le haría mucha gracia.
– Eres distinta a lo que esperaba -me espetó en la puerta.
– ¿A lo que esperabas de qué?
– De la mujer del amante de mi madrastra.
– Por cómo lo dices parece que te burles de mí.
Se sonrojó repentinamente, y pareció más joven de lo que era.
– No era mi intención -repuso.
Antes de marcharme me vino una idea a la cabeza.
– ¿Qué tal era como madrastra?
Pensé que seguramente se encogería de hombros o diría algo sarcástico, pero se ruborizó y farfulló algo.
– Supongo que no se trataba de una madrastra convencional -aventuré.
– No deberías haber venido -respondió él- No es asunto tuyo.
Cerró de un portazo tan brusco que tuve que retroceder con rapidez para que no me pillara el pie.