174280.fb2 Los Muertos No Hablan - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Capítulo 9

En mitad de la noche me incorporé repentinamente en la cama y me esforcé por ver en la oscuridad. No sabía qué hora era. Había apagado el reloj despertador digital porque, durante las semanas anteriores, había empezado a tener miedo de despertarme de madrugada y ponerme a contemplar cómo avanzaba el tiempo. Sólo sabía que estaba oscuro y que algo me había sobresaltado. Una idea que debía de haberse colado en mis sueños. Un recuerdo.

Como la mayoría de parejas, estoy convencida, Greg y yo comentábamos cuáles de nuestros amigos podían ser infieles. Al fin y al cabo, si aproximadamente un tercio de las parejas se engañan, suponíamos que debíamos estar rodeados de personas que mantenían aventuras. Entonces recordé una conversación con tanta nitidez que me pareció que volvía a vivirla: estábamos en la cama, sumergidos en la calidez de debajo del edredón, uno frente al otro en una penumbra veteada de luz; él tenía la mano en mi cadera y yo le apoyaba el pie en la pantorrilla.

– ¿Mis padres? -sugirió él.

– ¡Imposible! -respondí yo entre risas.

– ¿Y los tuyos?

– ¡Qué dices!

– Entonces, ¿quién?

– ¿Fergus y Jemma? -propuso.

– No. Sólo llevan juntos un par de años y él no es de ésos.

– ¿Y cómo son «ésos»? En cualquier caso, no tendría por qué ser él, podría ser ella.

– Demasiados principios morales. Y demasiado embarazada. ¿Qué me dices de Mary y Eric?

– Ella me lo habría contado -respondí con firmeza.

– ¿Seguro? ¿Y si hubiera sido él?

– Eso también me lo habría dicho, desde luego. Y aunque no me lo hubiera contado, yo lo habría sabido.

– ¿Cómo?

– Sabiéndolo. Ella miente muy mal. Le salen manchas en el cuello.

– ¿Y en mi caso? ¿Te darías cuenta?

– Sí. Así que ten cuidado.

– ¿Y cómo lo sabrías?

– Lo notaría.

– Qué boba y confiada eres.

Nos sonreímos, convencidos de nuestra felicidad.

Salí de la cama, metí los pies en las zapatillas, bajé al piso inferior, entré en la cocina, encendí las luces del techo y el resplandor repentino me hizo bizquear. En el reloj de pared vi que eran casi las tres. En la calle soplaba el viento; cuando apoyé la cara en el cristal para distinguir el contorno de los tejados y de las chimeneas, imaginé a todas las personas que había ahí fuera, acompañadas, en la cama, a salvo de todo, calientes y sumergidas en sus sueños. Todavía podía oír la voz de Greg y ver su sonrisa, y el contraste entre el intenso consuelo de ese recuerdo y la oscuridad fría y vacía fue como un golpe en el estómago: los ojos se me empañaron. Nadie nos cuenta lo física que puede ser la pena, cómo te duelen la garganta y los senos, los ganglios, los músculos y los huesos.

Me preparé una taza de chocolate caliente y me la tomé lentamente. El rostro de Greg había desaparecido. Sabía que ya no estaba ahí, que no estaba en ningún sitio. Sus cenizas se hallaban en una cajita cuadrada rodeada por una cinta elástica. Pero sí escuché su voz burlona. «Qué boba y confiada eres», me decía.

* * *

– Fergus.

– ¿Ellie? -Abrió mucho los ojos a causa de la sorpresa. Todavía llevaba la bata de andar por casa, iba sin afeitar y tenía los ojos hinchados de quien se acaba de levantar-. ¿Estás bien?

– ¿Te he despertado?

– ¿Qué ha ocurrido?

– ¿Puedo pasar?

Se hizo a un lado, se anudó la bata con más fuerza y entré a la cocina, en la que tantas veces habíamos estado los cuatro comiendo platos preparados, jugando a las cartas, bebiendo casi hasta el alba. Los restos de la cena seguían sobre la mesa: dos platos apilados, una ensaladera vacía, una botella de vino tinto medio llena. Fergus empezó a recogerlo todo, pero los tenedores se le cayeron al suelo de baldosas con gran estrépito.

– Ya sé que es un poco pronto.

– No pasa nada. ¿Café? ¿Té? ¿Algo de desayuno? ¿Riñones picantes? Es broma. Jemma va a tardar muchísimo en levantarse. Ya está de baja por maternidad.

Al decirlo, vi que la congoja se apoderaba de su rostro: Jemma estaba de baja por maternidad y yo sin hijos, yerma, humillada y sola.

– Un café, por favor. Y una tostada, si puede ser.

– ¿Mermelada, miel?

– Me da igual. Miel.

– Si es que nos queda. No. No tenemos miel. Y sólo hay mermelada de naranja.

– No pasa nada.

– El funeral salió bastante bien -comentó con cautela mientras llenaba el hervidor de agua y metía una rebanada de pan en la tostadora.

– El funeral ha sido una mierda.

Él me sonrió con lástima.

– Nadie sabía qué decirme -proseguí.

– Bueno, al menos ya ha acabado todo.

– No.

Me miró con las cejas arqueadas.

– ¿Qué quieres decir?

– He decidido creerle.

El agua del hervidor empezó a bullir y a lanzar vaharadas al aire. Con gestos metódicos, él echó unas cucharadas de café en la cafetera y después vertió el agua. No me miró a los ojos hasta que me tendió la taza caliente.

– Repite lo que has dicho -me pidió.

– Greg no tenía una amante.

– Ya. -Fergus dejó con cuidado su taza sobre la mesa, produciendo un ruido apagado, y se limpió la boca con el dorso de la mano-. Vale.

– Por un lado es lo que parece, dado que murió con esa otra mujer.

– Sí.

– Pero, por otro, yo confiaba en él.

– Ya.

– Y voy a seguir siéndole fiel. No lo voy a abandonar.

Esperaba que Fergus dijera que estaba muerto, pero no lo hizo.

– Entiendo -observó; volvió a coger la taza y me contempló por encima del borde- Eso está bien, supongo.

– Sí, lo está.

– Quiero decir que está bien si te ayuda a aceptar lo que ha sucedido.

– No.

– ¿No?

– Porque ¿qué es lo que ha sucedido?

Fergus frunció el ceño y se pasó los dedos por el cabello, que se le quedó de punta, cosa que le confirió el aspecto de un payaso triste. Metió el dedo en el café y se lo chupó.

– Ellie, ¿por qué no me cuentas lo que estás pensando? -me pidió al fin.

– Cuando trabajabas con él, en la oficina, ¿viste algún indicio de que tuviera… bueno, otra relación?

– No.

– ¿Nada?

– Nada. Eso no implica que…

Interrumpí lo que ya sabía que iba a decir.

– Oye, Fergus, Greg murió con otra mujer. Pero no era su amante. No lo era. ¿Vale? En ese caso, ¿qué hacían juntos? Ésa es la cuestión, ¿verdad? Para empezar, hay otras posibilidades. -Él me miró sin decir nada-. Lo primero que se me ocurre es que podría haber sido una autoestopista.

Fergus reflexionó durante un instante.

– No quiero ejercer de abogado del diablo, pero esa mujer…

– Milena Livingstone.

– Era empresaria o algo así, ¿no?

– Más o menos.

– ¿Los empresarios suelen hacer autoestop? ¿En pleno Londres?

– A lo mejor la conocía por asuntos de negocios.

– Eso sí.

– Y la estaba llevando a algún sitio.

– Vale.

– Entonces, ¿le crees?

– Ellie, él ya no está aquí para que le creamos o no. Tu marido, mi mejor amigo, el hombre al que los dos queríamos y al que echamos tantísimo de menos, ha muerto. Por eso estás así. Como si al convencerte de que no se estaba tirando a otra mujer pudieras conseguir que reviviese. Si sigues así te vas a volver loca.

– Eso sólo lo piensas porque crees que me equivoco, que me engaño a mí misma, y que Greg me era infiel.

– Nunca vas a descubrir qué pasó -aseveró, cansado.

Debería haber llevado la cuenta de todas las veces que me habían dicho eso.

– Yo confío en él -afirmé-. Con eso me basta. Por cierto, la tostada se está quemando.

* * *

El domingo, mientras comía con Joe, Alison y uno de sus tres vástagos, Becky, que tenía la mirada azul de su padre y la palidez y la timidez de su madre, repetí lo que le había dicho a Fergus. Me resultó más difícil delante de tres personas. Mis palabras parecieron forzadas y demasiado insistentes. Vi que Joe encogía los hombros y también que le lanzaba una mirada de desesperación a Alison antes de volverse hacia mí, con una hoja de lechuga colgándole del tenedor.

– Cielo… -empezó a decirme.

– Ya sé por qué me llamas así -le espeté-. Cielo. Eso quiere decir que me vas a contar, con mucha paciencia, por qué crees que me estoy comportando de un modo terco y autodestructivo. Me vas a decir que nunca descubriré la verdad, que debo aprender a convivir con la incertidumbre y seguir adelante. Y seguramente añadirás que todo esto es una forma de procesar la pérdida.

– En resumidas cuentas, sí. Y que te queremos y estamos dispuestos a ayudarte como sea.

– Becky, ¿puedes poner el hervidor, por favor? -pidió Alison con voz suave-. Yo saco el queso.

– No hace falta que hables con tanto tacto, Alison -le dije con una sonrisa-. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo, y demasiado bien. No pasa nada. Estoy bien. De verdad. Sólo quería que supierais que Greg no me estaba siendo infiel.

– Me alegro.

– Yo me alegraría más si alguien me creyera.

* * *

El hombre se quedó en mi puerta; apenas resultaba visible detrás de la destartalada mecedora que sostenía.

– Soy Terry Long -anunció-. Traigo la silla.

Me miró con cara de expectación.

– Yo no… -empecé a decir.

– Es para mi mujer. Mi regalo de Navidad. Usted me prometió que nos la restauraría. Como ve, está en bastante mal estado. Pero era de su abuelo, así que tiene gran valor sentimental.

– Ha habido un error.

– Pero si la llamé a principios de septiembre, y me dijo que no había ningún problema…

– La situación ha cambiado -repuse-. Ya no voy a aceptar más encargos.

– Pero me había dicho… -Torció el gesto. Dejó la silla en el suelo y ésta se meció levemente entre nosotros, produciendo un chasquido. Uno de los balancines estaba bastante destrozado-. No puede dejar a la gente tirada así como así.

– Lo siento.

– ¿Que lo siente? ¿Y ya está?

– Lo siento mucho. No puedo. De veras que no puedo. Lo siento.

No dejé de repetirlo: lo siento, lo siento, lo siento. Al final se marchó y me dejó la silla rota. Incluso su espalda parecía enfadada.

Cogí la mecedora, cerré la puerta, atravesé la casa y llegué al jardín, donde abrí el cobertizo: la puerta estaba reforzada y le había puesto tres pestillos desde que, un año antes, una banda de jóvenes la forzase y me robase varias herramientas.

En el interior había varias sillas con respaldo de travesaños, un armario de esquina de roble oscuro, un precioso aparador de fresno sin la parte posterior, un arcón tallado con una fea hendidura en la tapa y rayas en los lugares donde habían estado los relieves, y un escritorio georgiano. Estaban esperando a que me ocupase de ellos. Entré sin encender la luz y pasé el dedo por las superficies de madera. Aunque llevaba muchos días sin estar allí, se seguía notando el olor maravilloso del serrín y de la cera. En el suelo había unas virutas caídas al desbastar la madera. Me puse en cuclillas, cogí un trozo de color claro y lo acaricié durante un rato, preguntándome si alguna vez volvería a trabajar allí.

Greg y yo reñíamos por tonterías. A quién le tocaba sacar la basura. Por qué no enjuagaba el lavabo después de afeitarse. Por qué yo no me daba cuenta de lo mucho que lo irritaba cuando me ponía a recoger a su alrededor soltando unos bufidos suficientemente fuertes para que él me oyese. Que me interrumpiera en medio de una frase. Que yo gastase el agua caliente. Discutíamos por ropa que había encogido al lavarla, planes que se venían abajo, pasta demasiado blanda y tostadas quemadas, palabras dichas sin pensar, el desorden o la mala administración. Nunca nos enfrentábamos por asuntos importantes, como Dios, la guerra, el engaño o los celos. No llevábamos juntos tiempo suficiente para haber llegado a ese punto.

* * *

– Entonces, ¿no me crees?

Mary y yo paseábamos por el parque de Hampstead Heath. Hacía frío y el cielo estaba encapotado, y el viento anunciaba lluvia. Íbamos metiendo los pies en montones de hojas húmedas. Ella llevaba a Robin, su hijo de un año, en una mochila portabebés; el niño estaba dormido y su cabeza calva y lisa se mecía sobre el cuello de ella mientras caminábamos. El cuerpo regordete también se balanceaba cada vez que ella daba un paso.

– Yo no he dicho eso exactamente. He dicho que…

– Has dicho que los hombres son unos cabrones.

– Sí.

– ¿Y qué quieres decir con eso?

– Pues que los hombres son unos cabrones. Ellie, la verdad es que Greg era un encanto.

– ¿Pero?

– Pero no era un santo. Casi todos los hombres acaban descarriándose si se les presenta la ocasión.

– ¿Descarriándose? -repetí. Empezaba a enfadarme y a ponerme nerviosa-. ¿Como si fuera una oveja que se aleja del rebaño?

– Es una cuestión de oportunidades, de tentaciones. Seguramente esa Milena dio el primer paso.

– Esa Milena no tenía nada que ver con él. Ni él con ella.

De pronto Mary se detuvo. Tenía las mejillas hinchadas y frías. Por encima de su hombro, Robin abrió unos ojos soñolientos y los volvió a cerrar. Un hilillo de saliva le cayó por el mentón.

– No creerás lo que estás diciendo, ¿verdad? -inquirió-No lo creerás en serio.

– Pues sí. Aunque es evidente que tú no.

– Que no esté de acuerdo contigo no quiere decir que no te apoye. ¿Intentas que todos nos alejemos de ti? Lo que ha pasado es horrible. Espantoso. No sé cómo lo llevaría yo si estuviera en tu situación. Pero escucha una cosa. -Me puso una mano en el brazo-. En parte sí que entiendo por lo que estás pasando. ¿Conoces a Eric? Bueno, claro que lo conoces. ¿Sabes qué pasó justo después de que Robin naciera? Y cuando digo justo después, es justo después. Tres semanas y media, para ser exactos.

Me invadió una sensación de desánimo.

– Se acostó con una compañera de trabajo. Yo estaba atontada, llorosa y cansada, me dolían los pechos, me acababan de quitar los puntos y apenas me podía sentar, mantener relaciones sexuales era impensable: me había convertido en una vaca gorda y estaba ida. Pero me sentía feliz. Me parecía imposible serlo más. Pero no sólo fue una vez, un desliz en una borrachera o algo así: aquello duró semanas. Él llegaba tarde a casa, se duchaba mucho, se mostraba demasiado atento, demasiado irritable. Menudo topicazo, ¿verdad? Cuando lo recuerdo, me sorprende no haberme dado cuenta. Las señales estaban clarísimas. Pero estaba ciega, inmersa en mi burbuja de dicha. Prácticamente tuve que verlos juntos para enterarme.

– ¿Por qué no me lo habías contado antes?

Volví a acordarme de aquella conversación con Greg en la que yo me había empeñado en que, si Eric le hubiera sido infiel a Mary, yo lo habría sabido.

– Porque me sentía humillada. Y estúpida. -Me miró de hito en hito-. Gorda, fea, inútil, avergonzada. Ahora seguramente puedas entender esa sensación, después de lo que te ha pasado. Por eso te lo cuento.

– Mary, lo siento. Ojalá lo hubiéramos hablado antes. Pero no es lo mismo.

– Pero ¿por qué va a ser Greg distinto?

– Él no habría actuado así.

– Eso es lo que yo decía al hablar de Eric.

– Lo intuyo.

– Eres incapaz de enfrentarte a la verdad. Yo soy tu amiga, no lo olvides. Nos podemos decir toda la verdad, aunque duela.

– No me duele, porque no es verdad.

– ¿No se te ha ocurrido que a lo mejor estaba harto de mantener relaciones sexuales para que te quedaras embarazada?

No pude evitarlo: me contraje de dolor, como si Mary me hubiera dado una bofetada.

– Ay, Ellie.

Su gesto se dulcificó; vi que tenía lágrimas en los ojos, aunque no supe si se debían al frío o a la emoción.

* * *

La agente Darby me hizo pasar a una salita. En un jarrón sobre la mesa había unas flores de plástico de color rojo y rosa, y más flores -éstas amarillas, una copia de Los girasoles de Van Gogh- en una imagen enmarcada en la pared. Me senté; ella también tomó asiento delante de mí y entrelazó las manos encima de la mesa. Eran anchas y fuertes, con las uñas mordidas. No llevaba anillos. Le escudriñé el rostro curtido, astuto y reconfortantemente anodino debajo del cabello cortísimo, y me convencí de que era la persona adecuada para contarle aquello. Intercambiamos algunas palabras triviales e hice una pausa.

– No es lo que parece -declaré. Ella se me acercó un poco y me clavó sus ojos grises-. No creo que tuviera una relación con Milena Livingstone -proseguí.

No cambió de expresión. Me siguió mirando, esperando a que siguiera.

– La verdad es que creo que ni siquiera se conocían.

Ella esbozó una sonrisa nerviosa y, cuando habló, lo hizo lenta y claramente, como si yo fuera una niña:

– Iban en el mismo coche.

– Por eso he venido -repliqué-. Es un misterio. Creo que deberían volver a investigarlo.

En medio del silencio oí las voces del pasillo. La agente Darby formó un triángulo con ambas manos y respiró profundamente. Supe lo que iba a decir antes de que lo hiciera.

– Señora Falkner, su marido murió en un accidente de coche.

– No llevaba el cinturón de seguridad, y él siempre se lo ponía. Deben seguir investigando.

– El juez de instrucción llegó a la conclusión de que se trataba de un trágico accidente, y de que no había intervenido otro vehículo. Entiendo que el hecho de que él apareciera al lado de otra mujer resulte perturbador y difícil para usted. El tipo de relación que mantuvieran no afecta a la validez de las pruebas.

– Pero es que no hay ningún tipo de prueba -insistí-. No hay nada que demuestre que él la conocía.

De nuevo, pude predecir lo que iba a decir.

– Si él tenía una amante, que lo mantuviera en secreto no resulta del todo sorprendente.

– Pero le estoy diciendo que no la conocía.

– No. Me está diciendo que usted cree que no la conocía.

– Viene a ser lo mismo.

– Con todos mis respetos, no, no es lo mismo. Lo que usted cree y la verdad no tienen por que coincidir.

– Entonces, ¿va a dejar las cosas como están?

– Sí. Y le recomiendo que haga lo mismo. Tal vez no le vendría mal recurrir a…

– ¿Cree que necesito la ayuda de un profesional para elaborar el duelo?

– Creo que ha sufrido usted una conmoción terrible y que le está costando asumirla.

– Si alguien vuelve a emplear la palabra «asumir», creo que gritaré.